Las 12 tesis de J.S. Spong #4

TESIS 4
El nacimiento virginal, entendido en sentido biológico literal, hace imposible la divinidad de Cristo tal como se entendió tradicionalmente.


TESIS 4

El nacimiento virginal, entendido en sentido biológico literal, hace imposible la divinidad de Cristo tal como se entendió tradicionalmente.

Cuando el nacimiento virginal se incorporó a la tradición en la novena década de la era Cristiana, en el evangelio de Mateo, la comprensión que se tenía del proceso de reproducción era más bien primitiva. Nadie había oído ni hablar de la posibilidad de que la mujer tuviese óvulos y de que por tanto fuese, desde el punto de vista genético, co-creadora e igual al varón en el nacimiento y desarrollo de cada nueva vida humana. La gente de aquel tiempo pensaba más bien que la nueva vida estaba en el esperma del varón y que él, sencillamente, plantaba la vida en la mujer, del mismo modo que el granjero planta su semilla en el suelo de la Madre Tierra. La mujer, como la Madre Tierra, servía sólo como receptáculo, o como incubadora para el crecimiento del bebé o de la semilla; no le aportaba nada. Esto significaba que, en el mundo antiguo, siempre que se pretendía que una vida humana era extraordinaria (lo cual no podía explicarse sin la sugerencia de que tenía un origen divino), había, en el desarrollo de la explicación mítica, una necesidad de remplazar sólo al varón con una fuente divina. Como se pensaba que la mujer no contribuía en nada a la nueva vida, ella podía convertirse fácilmente en el receptáculo del hijo de Dios, igual que ocurriría con cualquier niño humano. Dada esta comprensión del proceso reproductivo, las historias de nacimientos milagrosos y alumbramientos virginales fueron frecuentes en los relatos sobre vidas extraordinarias. No sorprende, pues, que en un tiempo que pertenece al mundo antiguo, se idease una historia semejante, sobre un nacimiento milagroso de Jesús, a fin de explicar el origen de su poder extraordinario. Este tipo de relato, que no es original del cristianismo, entró en la tradición unos 55 años después de la crucifixión de Jesús. Interesa apuntar que Pablo, que escribió entre los años 51 y 64 (entre 21 y 34 años después de la crucifixión), no parece haber oído hablar de la tradición de un nacimiento virginal de Jesús. De hecho, Pablo parece tener asumido un nacimiento muy común de Jesús. En su segunda carta, que dirigió a los Gálatas (escrita en torno al año 52), habla de los orígenes de Jesús, describiéndolos de un modo en el que nada es muy remarcable: habría “nacido de mujer”, como cualquier otro ser humano, y nació “bajo la ley”, como cualquier judío (Gal 4,4). En esta misma epístola, afirma también Pablo que Santiago era “el hermano del Señor”, con lo que claramente se refería a un hermano de sangre de Jesús (Gal 1,19). Santiago, en realidad, alcanzó una posición influyente en el movimiento cristiano que se basa en este hecho de su relación familiar con Jesús. En la Carta a los Romanos, escrita entre los años 56 y 58, Pablo añade otra afirmación relativa a los orígenes de Jesús y, de nuevo, carece de conexión con nacimiento milagroso alguno. Escribe que Jesús era “descendiente de la Casa de David según la carne”, y “constituido hijo de Dios por la resurrección” (Rm 1,1-4). En todo el corpus paulino no hay nada inusual en torno al nacimiento de Jesús. Nunca menciona el nacimiento virginal, porque aún no se había desarrollado esa tradición.

Cuando Marcos escribe el primer evangelio, cerca del año 72 (o 42 años después de la crucifixión), la tradición aún no incluía una historia sobre un nacimiento milagroso. Aún no había aparecido ese tipo de narración. En Marcos, el Espíritu Santo se unió a Jesús, no en la concepción, sino en su bautismo en el Jordán (Mc 1,9-10). Cabe suponer que antes del bautismo no estaba infundido de Dios. Para subrayar la normalidad del nacimiento de Jesús, afirma también Marcos (Mc 3,21ss.) en un relato sobre la madre de Jesús con sus hermanos, que creían que Jesús estaba «fuera de sí», es decir, mentalmente trastornado (en otro pasaje –Mc 6– se nombra a los hermanos: Santiago, José, Simón y Judas). Preocupados, estos familiares venían “para llevárselo” (Mc 3,31ss). Difícilmente sería este el comportamiento de una mujer a quien un ángel hubiese anunciado que iba a llevar en su seno al Mesías. ¡No recibe una la anunciación angélica antes de quedar embarazada para concluir, cuando el hijo ha crecido, que este es un desequilibrado! Sin duda Marcos no era consciente de la tradición de un nacimiento sobrenatural de Jesús. No había oído hablar de tal tradición porque aún no se había iniciado.

La tradición del nacimiento virginal se incorpora al relato cristiano primero a mediados de la novena década, en torno al año 85 de la era cristiana, o unos 55 años después de la crucifixión, y 85 o 90 años después del nacimiento de Jesús (Mt 1,18-25). El relato del nacimiento virginal lo repite Lucas, más o menos una década después, pero de un modo muy diferente, e incluso incompatible (Lc 1,26-80). Después, y para sorpresa de muchos, el relato del nacimiento milagroso de Jesús desaparece completamente en el evangelio de Juan, que se terminó cerca del final de la décima década, o entre 65 y 70 años después de la resurrección. Juan no sólo omite la tradición del nacimiento milagroso, que casi con certeza conocería, sino que sigue hablando de Jesús, en dos ocasiones, simplemente como “el hijo de José”, una vez en el capítulo 1 (1,35) y otra en el 6 (6,42). El relato del nacimiento virginal no es histórico, no es biología, es mitología, pensada para interpretar el poder de una vida. Lo real es ese poder, no los procesos reproductivos.

Volvamos ahora a lo que sabemos hoy sobre la reproducción humana. Cuando el esperma del hombre fertiliza el óvulo de la mujer, el resultado es la mezcla de las dos fuentes genéticas. A la luz del conocimiento actual, si entendemos literalmente el relato del nacimiento virginal, tratándolo como biología y no como mitología, entonces ¡Jesús no puede ser ni plenamente humano ni plenamente divino! Y aun así, eso fue en esencia lo que los grandes concilios de la Iglesia pretendieron afirmar: un nacimiento virginal en sentido literal, entendido biológicamente, en el cual el Espíritu Santo proporciona la semilla masculina y la Virgen María el óvulo femenino; ese proceso daría lugar, no a un ser plenamente humano y plenamente divino, sino, más bien, a un ser mitad divino y mitad humano. ¡Eso no es la Encarnación!

Las consecuencias de esta nueva comprensión son mucho mayores de lo que la mayoría imagina. En primer lugar, uno no puede ser plenamente humano si el Espíritu Santo es su padre. ¡Eso parece elemental! Segundo: la madre de Jesús, como co-creadora, transmitiría inevitablemente a Jesús los efectos de la “caída”, dado que ella también es hija de Adán. Así pues, se desvanece la idea de que Jesús nació “sin pecado”. La ciencia descubrió el óvulo en los primeros años del siglo XVIII. Quizá por eso la Iglesia se vio obligada, más de un siglo después, a introducir una nueva doctrina: la “Inmaculada Concepción de la Virgen”[6]. Su nacimiento tenía que estar por encima de la biología humana para que pudiese portar al Cristo niño sin transmitir a este que era “sin pecado” la corrupción de la caída. De modo que el nacimiento de María fue el lugar en el que el pecado, el “pecado original”, se detuvo. Se dijo, por tanto, que su concepción fue libre de pecado, o “inmaculada”.

Si uno entiende literalmente el nacimiento virginal y lo une a la comprensión actual de la reproducción, el resultado sería que se podría pensar en Jesús según la analogía de una sirena, una criatura mitad humana y mitad otra cosa, o como una de las figuras de la mitología griega que tienen un cuerpo de animal con cabeza humana. Un nacimiento virginal entendido literalmente destruiría –también literalmente– las afirmaciones esenciales expresadas en las doctrinas de la Encarnación y de la Trinidad.

Entonces, ¿qué significa el relato del nacimiento milagroso de Jesús? ¿Por qué se desarrolló y se le aplicó a él? La respuesta es clara. Era la forma que unos discípulos del siglo primero tenían de proclamar que en Jesús habían encontrado la presencia de Dios. Así convalidaron lo que su experiencia les hacía afirmar, a saber: que la vida humana no podría producir lo que ellos creían que era la presencia de Dios que habían encontrado en Jesús de Nazaret.

Nosotros, los cristianos, adoramos al Dios revelado en y a través de la humanidad de Jesús. El mito del nacimiento virginal nunca nos ofrecerá esto. Por tanto, no es para entenderlo literalmente. No tiene que ver con la biología. Nosotros, los cristianos, debemos dejar de fingir que alguna vez fue algo más.

Notas:

[6]Adoptada como dogma por la Iglesia Católica en 1854.

Las 12 tesis de J. S. Spong #3

TESIS 3
El relato bíblico sobre una creación perfecta y acabada de la que nosotros, los seres humanos, “caímos” en el pecado original, ¡es mitología pre-darwiniana y carece de sentido!


TESIS 3

El relato bíblico sobre una creación perfecta y acabada de la que nosotros, los seres humanos, “caímos” en el pecado original, ¡es mitología pre-darwiniana y carece de sentido!

Cuando se escribió el conocido relato bíblico de la creación en seis días (Gn 1,1-2,3), no existía el registro geológico. Las gentes de la antigüedad recurrieron a mitos de la creación para explicar su comprensión de los orígenes del mundo. La experiencia del pueblo hebreo era que el mundo es bueno y está acabado, y así contaron la historia de cómo Dios lo creó todo de la nada. Dado que Dios era el creador del mundo, el mundo tenía que ser bueno. El mito hebreo dice que Dios lo vio todo y todo estaba completo, pues nos cuenta que cuando Dios hubo terminado el proceso de la creación en el sexto día, descansó de su labor divina y decretó que el séptimo día fuese para siempre un día de descanso para toda la creación. Así pues, la narración bíblica, tal como actualmente está construida, comienza con una interpretación de la creación que sugiere que el mundo se creó para ser perfecto y completo. Esta narración en particular se escribió tardíamente en la historia judía, probablemente durante el exilio de Babilonia, a finales del siglo VI o principios del V AEC.

Sin embargo, mucho antes de que se escribiese este relato de la creación en seis días, otro mito judío pretendió dar cuenta del hecho del mal en el mundo. Lo conocemos como la historia de Adán y Eva, la serpiente y el Jardín del Edén (Gn 2,4-3,23). Se escribió unos cuatrocientos años antes del relato de la creación en seis días.

Durante el exilio babilónico, con el hábil trabajo editorial de un grupo de personas a las que llamamos “Escritores Sacerdotales”, las cuatro tradiciones principales que recordaban la historia judía se entretejieron. En esta edición revisada, la narración comenzaba con la perfección de la creación hecha en seis días, y vino seguida inmediatamente por el relato que llegó a conocerse como “la caída”. Adán, Eva, y su expulsión por orden de Dios del Jardín del Edén formaban parte e esta narración. Sin embargo, hemos e reconocer que, en su origen, estas dos historias no estaban conectadas en absoluto. No se escribieron para formar una narración continua.

Tras el Concilio de Nicea en 325, y con el reconocimiento oficial de la legalidad del cristianismo en el Imperio Romano, muchos líderes cristianos, pero en particular un obispo llamado Agustín, empezaron a conformar lo que con el tiempo se convertiría en el mito cristiano de los orígenes. Construyeron este mito sobre el presupuesto de que los capítulos 1 y 2 del Génesis formaban una única historia, continua y cierta. Este mito de los orígenes incluía cinco grandes principios. Primero, se afirmaba la bondad y la perfección originales de la creación. Segundo, el acto humano de desobediencia se presentaba como aquel que había hecho caer de la obra perfecta de Dios a lo que terminaría llamándose el “Pecado Original”. Esta “caída” desvirtuó la perfección de Dios en todos y en todo. Tercero, se narró la historia de Jesús en términos de rescate que Dios enviaba para salvar de la caída a unas gentes pecadoras y a un mundo pecaminoso. El mito sugería que Jesús cumplió con este propósito pagando el “precio” que Dios reclamaba, y asumiendo el castigo, castigo que los seres humanos merecían por ser pecadores. Este acto de redención se terminó de cumplir mediante lo que se llamó “el sacrificio de la cruz”. De esta perspectiva teológica del siglo IV proceden las palabras “Jesús murió por mis pecados”, que en un tiempo relativamente corto llegaron a convertirse en un auténtico “mantra” cristiano. Esta interpretación de Dios y de Jesús llegó a plasmarse en nuestros himnos, nuestras oraciones, nuestras liturgias y nuestros sermones. El mensaje era: “Jesús salvó el abismo que el pecado había creado”. Este “mantra” implicaba que la grandeza de Dios se apreciaba en que “se abajó para salvar a alguien tan malo y tan indigno como yo”. La gracia de Dios se consideró admirable porque “salvó a un infeliz como yo”. “La vieja y áspera cruz” era el lugar en que Jesús derramó su sangre por “un mundo de pecadores perdidos”. Conforme esta interpretación se hizo dominante en la historia cristiana, la liturgia subrayó continuamente la pecaminosidad de la condición humana. A los cristianos se nos acostumbró a acercarnos a Dios de rodillas, como los esclavos lo harían ante su amo. Se nos enseñó a rezar pidiendo continuamente misericordia, a llamarnos a nosotros mismos “pecadores miserables”, seres en los que “no hay salud” ni plenitud, y que son “indignos de recoger las migajas” junto a la mesa divina. Nuestro pecado se presentó como la causa y como la razón del sufrimiento de Jesús. Así, la culpa se convirtió en moneda de cambio en el cristianismo. La salvación venía de reconocer que el sufrimiento y la muerte de Jesús por nosotros se habían producido porque Dios, en la persona de su hijo, había asumido el castigo que los seres humanos merecíamos.

Se creó el bautismo para ser la forma sacramental de lavar el “pecado original” de los recién nacidos. De los niños sin bautizar, que morían “en el pecado de Adán”, se decía que estaban condenados a vivir eternamente apartados de Dios. La Eucaristía cristiana era la comida que permitía saborear por primera vez el Reino de Dios. La fe en la resurrección significaba que Jesús había vencido a la muerte al dar cumplimiento al castigo que Dios reclamaba por el pecado de Adán, que había adulterado el mundo perfecto de Dios. Así que Jesús, en la cruz, al morir, pagó nuestras deudas, cargó con el castigo que nosotros merecíamos y así ganó para nosotros la salvación eterna. Por eso en el desarrollo de la tradición cristiana los principales títulos por los que se conoció a Jesús fueron “salvador”, “redentor” o “rescatador”. Finalmente, se nos enseñó que por el sacrificio de la vida de Jesús los seres humanos fuimos restablecidos a nuestra perfección original y que la vida eterna era la culminación de nuestra restauración, nuevamente ganada.

Este marco teológico se hizo tan poderoso en la teología cristiana que barrió a todas las demás posibilidades. Se adueño de cada aspecto del mensaje cristiano. Hizo necesaria la “Encarnación”. Apuntaló la doctrina de la Santísima Trinidad. Fue la concepción que había tras la doctrina de la expiación. Dio lugar en el cristianismo al fetichismo que se centraba en la “sangre salvadora” de Jesús. Configuró por completo la liturgia.

Este marco teológico produjo también cosas más bien terribles que no se percibieron durante siglos. Convirtió a Dios en un monstruo, que no sabía perdonar. Lo retrató como alguien que demanda un sacrificio humano y una ofrenda de sangre antes de ofrecer perdón. Hizo que se contase la historia de un Dios Padre que castigaba con la muerte a su Hijo para satisfacer su necesidad de retribución. Sin darse cuenta, esta concepción ¡convirtió a Dios padre en el supremo abusador de menores!

En segundo lugar, esta teología convirtió a Jesús en una víctima crónica a la que jamás se le permitiría escapar a la cruz, pues los constantes pecados de los seres humanos exigían su continuo sufrimiento y su muerte. Presentamos, como principal icono cristiano, la imagen de Jesús muriendo eternamente en la cruz.

En tercer lugar, esta teología nos abrumó a usted y a mí con un abrumador e incluso enfermizo sentido de culpa. Nos convertimos en los asesinos de Cristo, como proclamaba uno de nuestros himnos: “Fui yo, Señor Jesús, yo fui. Yo te negué tres veces , y tres te crucifiqué” [4]. ¿Puede alguien imaginar un mensaje más culpabilizador?

Un análisis de estos temas, que venían a constituir lo que llamamos “Teología de la Expiación”, nos convencerá rápidamente de que esta forma de entender a Jesús y el relato cristiano es destructiva y negadora de la vida. Esta teología asume una antropología desacreditada y anacrónica que, cuando se expone, se muestra inmediatamente tan huera como poco válida. La teología de la expiación asume una teoría sobre los orígenes de la vida que, en el mundo astrofísico o biológico de hoy, nadie acepta. Es demostrable que la premisa de la que parte es falsa. Desde que Charles Darwin publicó su obra a mediados del siglo XIX, sabemos que nunca hubo una perfección original [5]. La vida humana es, más bien, el producto de un viaje biológico desde simples células que aparecieron hace unos 3.800 millones de años. La vida ha pasado por muchas etapas desde las células independientes a las uniones de células, de esas uniones a una mayor complejidad en la organización, y de ahí a la división entre la vida animal y vegetal (por nombrar sólo unas pocas etapas). Todo esto ocurrió a lo largo de cientos de millones de años. Hace unos seiscientos millones de años, la vi da, tanto en sus formas animales como vegetales, dejó el mar y empezó a implantarse en las riberas de lo ríos y en los estuarios, donde aguardó hasta que el planeta terminó de hacerse apto para la vida. Entonces, estas formas de vida salieron del agua, hacia tierra firme, donde se adaptaron al nuevo entorno y empezaron a interactuar, produciendo una variedad de nuevas formas. Desde hace entre cien y ochenta millones de años, y hasta hace unos sesenta y cinco millones, los reptiles fueron los señores del planeta. Los reptiles dominantes fueron los dinosaurios, que se establecieron en la cima de la cadena alimenticia. En el planeta Tierra, el dinosaurio no tenía igual y, por tanto, no tenía enemigos. Sin embargo, algún tipo de desastre natural sacudió la Tierra hace unos sesenta y cinco millones de años, y alteró radicalmente el clima, alterando, en ese proceso, todas las formas de vida. La mayoría de los científicos afirman que este desastre natural fue el resultado de la colisión de un gran meteorito con el planeta Tierra. Fuese lo que fuese, provocó un cambio en el clima que terminaría llevando a la extinción de los dinosaurios y abrió las puertas a los mamíferos para que empezasen su ascenso hacia la preponderancia. De estos animales de sangre caliente y vivíparos emergió finalmente el linaje de los primates, que eran criaturas parecidas a los humanos. Esto ocurrió hace unos cuatro o cinco millones de años. Durante este tiempo, el cerebro de estas criaturas similares a los humanos se agrandó, las mandíbulas se retrajeron, la laringe descendió, el habla se fue desarrollado y, finalmente, estas criaturas traspasaron la gran línea divisoria, pasando de ser simplemente conscientes a ser autoconscientes. Ahora, esta criatura era consciente de su propia separación con respecto a la naturaleza. También asumió su propia mortalidad. Empezó a pensar anticipadamente en su propia muerte, lo que desarrolló en ella una suerte de inquietud existencial crónica que ningún animal había conocido antes. Los desasosiegos de la autoconsciencia eran tan duros que esta criatura tuvo que desarrollar mecanismos de defensa. La religión fue uno de ellos. El objeto y el foco del pensamiento religioso fue una divinidad parecida a los humanos, que tenía capacidades sobrenaturales; podía hacer todo lo que estas criaturas autoconscientes no podían hacer, incluido el escapar a la mortalidad. Ya hemos establecido que originalmente se concibió a Dios según la analogía del ser humano, pero sin todas las limitaciones que el ser humano tiene. Este Dios antropomórfico regía el universo, de modo que los inquietos seres humanos podían acudir a su poder sobrenatural en busca de ayuda. Tal es, brevemente presentada, la historia de los orígenes de la vida en el planeta.

Sin embargo, a medida que esta criatura humana adquiría más conocimiento sobre los orígenes del universo, se hacía claro que nunca hubo una perfección original, y que la creación es un proceso continuo, nunca acabado. Esto significaba también que ninguna forma de vida sobre la tierra está fijada y, por tanto, están todas en constante cambio. Nada de lo que tiene que ver con la vida es estático. Nunca ha habido nada estático en torno a la vida y nunca lo habrá. Notemos, asimismo, que nunca hubo un acto creador original, sino más bien un proceso continuo, siempre en desarrollo. Veamos ahora lo que estos hallazgos significan para nuestra comprensión del cristianismo.

Si no hubo una perfección original no pudo haber una caída de ella al pecado. Esto significa que la idea del “pecado original” sencillamente es errónea. Si la idea del pecado original no es una descripción exacta de los orígenes humanos, entonces debe descartarse. Y hay otras cosas que empiezan a caer y a ser rechazadas. Si no hubo pecado original, tampoco había necesidad de nadie que salvase de este pecado, o que rescatase de la caída. Uno no puede ser rescatado de una caída que nunca ha sufrido, ni puede ser restaurado en un estatus que nunca ha tenido. De repente, todo el marco que durante siglos había configurado las bases del relato cristiano se derrumbaba. No es en absoluto una forma exacta de pensar en nuestros orígenes. Así pues, esta historia de la salvación deja inmediatamente de ser traducible a nada que tenga alguna posibilidad de ser creíble en nuestras mentes del siglo XXI. Por tanto, la devoción de nuestro corazón no puede abrazar dicha historia, pues el corazón nunca se verá conducido a adorar lo que la mente rechaza como real.

Por tanto, ya no podemos pretender seguir presentando con estos conceptos el relato cristiano en nuestro mundo contemporáneo. Sencillamente, no funciona. Entonces, para muchos, la cuestión es: ¿podemos seguir contando la historia de Cristo de algún modo? ¿Podemos distinguir entre la realidad de Cristo y el marco interpretativo del pasado, en el cual esa realidad se ha captado, y aun así encontrar en Él algo que habla a nuestra humanidad y la hace mejor? ¿Podemos romper las barreras que nos separan a unos de otros y hallar algún sentido de unidad en él? ¿Podemos sumergirnos, a través de la figura de Jesús, en los manantiales de la vida, abrirnos a un amor transformador y, a través de él, encontrar el coraje para ser lo que podemos ser?

Las viejas palabras nunca nos conducirán a esas metas. A pesar de ello, siempre habrá algunos que no estarán dispuestos a abandonar su seguridad; serán aquellos que actúan como si debiésemos aferrarnos para siempre a las viejas palabras. Actuarán así, principalmente, porque nadie les ha sugerido nunca que hay otra forma de contar la historia de Cristo. Temen que, si hay que abandonar las viejas palabras, que transmitieron esa historia durante tanto tiempo, la historia misma se perderá. Sin embargo, la Iglesia de mañana no puede detenerse ante el obstáculo de aquellos que no pueden asumir la nueva realidad. La búsqueda de nuevas palabras con las que presentar nuestro relato debe convertirse en la principal tarea de la Iglesia cristiana en nuestro tiempo. Si no asumimos estos cambios no habrá esperanza de un futuro cristianismo. Entiendan, por favor, que la muerte aún puede sobrevenir aun cuando abandonemos estas palabras de la antigüedad. No podemos estar seguros de que los cristianos modernos puedan hacer la necesaria transición. Sin embargo, lo que sí sabemos es que la muerte llegará con seguridad si no abandonamos las fórmulas de ayer. Vivimos un momento crítico en la historia cristiana. Nuestro tiempo exige liderazgos heroicos que probablemente encontrarán el rechazo de aquellos que se consideran “los fieles”. La salvación del cristianismo, ¿merece el esfuerzo y el coste? Creo que sí. La llamada a una reforma radical es la llamada a la que nuestra generación debe responder. Comenzará con una nueva comprensión de lo que significa ser humano. No somos pecadores caídos, somos seres humanos incompletos. No necesitamos que nos salven del pecado, necesitamos la fuerza para acoger la vida de una forma nueva.

Notas:

[4]Del himno de cuaresma “Ah, holy Jesus”.

[5]El origen de las especies mediante selección natural, 1859.

Las 12 tesis de J. S. Spong #1

TESIS 1
El teísmo como forma de definir a Dios ha muerto. Ya no puede entenderse a Dios de forma creíble como un ser con poder sobrenatural, que vive por encima del cielo y está listo para interferir en la historia humana periódicamente, a fin de hacer cumplir su divina voluntad. Por tanto, hoy, la mayor parte de lo que se dice sobre Dios no tiene sentido. Debemos encontrar un nuevo modo de conceptualizar a Dios y de hablar sobre Él.


Introducción

Cuando se acercaba el siglo XXI, con las celebraciones del milenio, me sentí cada vez más llamado a evaluar el estado de la religión cristiana en el mundo. Por todas partes había múltiples signos de su declive y quizá, incluso, de su muerte inminente. Cada vez menos personas acudían a las iglesias en Europa, y las que lo hacían eran cada vez más ancianas. Las Iglesias de Norte América se sumían, o bien en un vacío tan liberal como insulso, o bien en un fundamentalismo anti-intelectual. Las Iglesias sudamericanas se alejaban cada vez más de las preocupaciones de la gente, y ninguno de sus líderes parecía capaz de hablar a esas preocupaciones con autoridad. Nada de esto era nuevo. A lo largo de los últimos 500 años, ante cada descubrimiento procedente del mundo de la ciencia en lo que se refiere a los orígenes del universo y de la vida misma, las explicaciones ofrecidas por la Iglesia cristiana parecían cada vez más desfasadas e irrelevantes. Los líderes cristianos, incapaces de asumir la revolución en el conocimiento, parecían creer que la única forma de preservar el cristianismo era no alterar los viejos patrones y no prestar atención a los nuevos conocimientos (ni mucho menos ponerlos en práctica).

Conforme afrontaba estas cuestiones como obispo y como cristiano comprometido, llegué a convencerme de que la única forma de salvar al cristianismo como fuerza para el futuro era encontrar en la Iglesia el coraje que la hiciese capaz de renunciar a muchos esquemas del pasado. Traté de articular este desafío en mi libro Por qué el cristianismo debe cambiar o morir, publicado justo antes de la llegada del siglo XXI. En ese libro examiné en detalle los temas que –estaba convencido– el cristianismo debía afrontar.

Poco después de la publicación de ese libro reduje su contenido a doce tesis, que puse, a la manera de Lutero, en la entrada principal de la capilla del Mansfield College, en la Universidad de Oxford, en el Reino Unido. Después envié por correo copias de esas doce tesis a todos los líderes cristianos reconocidos del mundo, incluyendo al Papa, al Patriarca de la Ortodoxia Oriental, al Arzobispo de Canterbury, a los líderes del Consejo Mundial de Iglesias, a los líderes de las Iglesias protestantes tanto en Estados Unidos como en Europa, y a las más conocidas voces televisivas del cristianismo Evangélico. Fue un intento de llamarlos a un debate sobre los verdaderos problemas que –tenía la certeza– la Iglesia Cristiana tiene ante sí hoy día. Presenté mis doce tesis con un lenguaje tan audaz como me fue posible, pensado ante todo para suscitar respuestas y debate.

Recientemente, los editores de la revista Horizonte me pidieron que explicase en su publicación en América Latina, a través del mundo de habla hispana y en definitiva para los cristianos de todo el mundo, mis razones para llamar al debate sobre estas doce tesis. Estoy encantado con esta oportunidad de hacerlo. Recibo con gozo las respuestas de cristianos de todas partes. No me presento como experto ni pretendo tener certezas cuando ofrezco mis respuestas, pero confío en que entiendo los problemas que afrontamos como cristianos que quieren conectar con el siglo XXI.

TESIS 1

El teísmo como forma de definir a Dios ha muerto. Ya no puede entenderse a Dios de forma creíble como un ser con poder sobrenatural, que vive por encima del cielo y está listo para interferir en la historia humana periódicamente, a fin de hacer cumplir su divina voluntad. Por tanto, hoy, la mayor parte de lo que se dice sobre Dios no tiene sentido. Debemos encontrar un nuevo modo de conceptualizar a Dios y de hablar sobre Él.

Dado que esta tesis es determinante para todas las demás, le dedicaré más tiempo y ocuparé más espacio tratándola que con cualquiera de las otras. Es importante que los cristianos admitamos la crisis de la fe en que vivimos, para entender así su origen y reconocer que esta no puede ser negada ni ignorada.

La persona que, en mi opinión, dio inicio a una nueva visión de la realidad que aún hoy sigue desafiando la credibilidad de la forma tradicional de expresar la mentalidad cristiana, fue un devoto monje polaco llamado Nicolás Copérnico, que vivió en una época tan lejana como el siglo XVI. Sin embargo, pocos en aquel momento fueron conscientes de los descubrimientos de Copérnico ni de sus conclusiones, de modo que, en realidad, murió sin haber desafiado nunca la conciencia de la Iglesia. Nadie entendió la profundidad de la revolución que él había comenzado, y así fue hasta el punto de que a su muerte se le acogió en el seno de la Madre Iglesia.

Sin embargo, el sucesor intelectual inmediato de Copérnico fue un astrónomo italiano del siglo XVII llamado Galileo Galilei, el cual, como Copérnico, era profundamente católico. No sólo tenía una hija monja, sino que él mismo era conocido en los círculos más altos del Vaticano, que confiaban en él. Era un verdadero amigo del que por entonces ejercía de Papa, sentándose en la silla de Pedro. Galileo había construido su propio telescopio y, al igual que Copérnico, estudió el movimiento de los cuerpos celestes, buscando siempre entender la relación de unos con otros y de todos con la Tierra. La teoría de Copérnico de la localización del sol en el centro del Universo era algo de lo que Galileo había llegado a convencerse. Aunque pareciese radical y revolucionario, Copérnico estaba seguro de que la relación entre la Tierra y ese Sol en el centro consistía en ser un satélite que da vueltas a su alrededor, en un ciclo anual. Esta idea se ajustaba a las conclusiones a las que Galileo había llegado, y respondía a muchas de sus preguntas, lo que, lentamente pero con seguridad, le hizo aceptar lo que luego llegaría a llamarse “la revolución copernicana”. Galileo, sin embargo, a diferencia de Copérnico, no vivía en el claustro. Era un conocido científico, toda una figura pública. Ni se le ocurriría abstenerse de escribir y publicar sobre sus hallazgos. Fue precisamente al hacerlo cuando descubrió que sus escritos estaban provocando debate y controversias que inevitablemente lo llevarían a un conflicto directo con la jerarquía de la Iglesia Católica. En aquel momento histórico, la Iglesia era aún una poderosa fuerza política. Su poder estaba en su pretensión, ampliamente aceptada, de que tenía la autoridad para hablar en nombre de Dios. Eso significaba que los líderes de la Iglesia Católica tenían tanto una necesidad política como un deseo ególatra de controlar el pensamiento, para definir la verdad y para interpretar la realidad para todo el mundo. Ciertamente, una duda que –viniese de donde viniese– pareciera erosionar esa parte del papel de la Iglesia, sería un desafío a su autoridad.

La verdad poseída y preservada por la Iglesia se decía que había sido recibida como resultado de la revelación divina. Se había enseñado a la gente a creer que esta verdad no sólo se había revelado en Jesucristo, sino que también se había plasmado en términos de lo que estaban bastante seguros que era una cosmología no cuestionada e incuestionable. Esta cosmología se podía enunciar de manera simple: Dios habita por encima del cielo; la Tierra era el centro, no sólo del universo, sino también de la atención de Dios. La mirada divina que todo lo ve en el mundo desde su reino celestial asistía a Dios en la tarea de registrar todas las acciones y fechorías de cada ser humano. Se guardaban libros de registro de las acciones humanas, los cuales constituían la base sobre la que cada existencia humana se juzgaría al final de los tiempos. Ese era también el momento en que se decidiría el destino eterno de la persona. La Iglesia y su sistema de fe funcionaban así como un sistema de control increíblemente poderoso del comportamiento humano. Eso era, en esencia, lo que tanto Copérnico como Galileo parecían cuestionar directamente. Era un desafío, no sólo a lo que se percibía como la verdad, sino también al poder político. No se podía ignorar. Así, se acusó a Galileo de Herejía. Al final, fue condenado. El castigo habitual por la herejía en aquel tiempo era la muerte por el fuego, es decir, que el hereje era quemado en la hoguera.

El juicio de Galileo tuvo mucha publicidad. Sus ideas no sólo se atacaron con severidad, sino que los eclesiásticos que realizaron la investigación las ridiculizaron. Se acusaba a la visión de Galileo de ser contraria a la “Palabra de Dios” tal como se reveló en las Sagradas Escrituras, que, en aquel momento, se creía que eran las palabras de Dios dictadas con un sentido literal. Si Galileo estaba en lo cierto, la Biblia y la Iglesia se equivocaban. Esa era la conclusión eclesiástica que sellaría el destino de Galileo. Casi en cada página de la Biblia había un relato según el cual Dios vivía por encima del cielo, en el estrato superior de un universo organizado en tres niveles. Dios había mandado la lluvia desde el cielo en tiempos de Noé y el diluvio (Gen 7). En el libro del Génesis la gente quiso construir la Torre de Babel, tan alta que alcanzaría al cielo, donde se creía que vivía Dios (Gen 28). Se decía de Moisés que había recibido la Tora de Dios, que bajó del cielo a la cima del Monte Sinaí para entregarle directamente aquellas tablas de piedra que contenían los Diez Mandamientos (Ex 20). En el libro de Josué, el sucesor de Moisés había rogado a Dios, en medio de los rigores de la batalla, que detuviese el sol en su movimiento celeste alrededor de la tierra, para que su ejército dispusiese de más horas de luz en las que destruir a sus enemigos (Jos 10). Elías fue transportado al cielo, al reino de Dios, en un carro mágico ardiente tirado por caballos igualmente mágicos, y fue impulsado hacia la gloria por un poderoso torbellino que, enviado por Dios, venía del cielo (2 Re 2).

Los presupuestos bíblicos que apoyaban la idea de que Dios vivía por encima del cielo no estaban sólo en lo que los cristianos llamaban el Antiguo Testamento. Cuando Jesús nació, según el Evangelio de Mateo, Dios puso una nueva estrella en el cielo para anunciarlo (Mt 1). El autor del Evangelio de Lucas había escrito que unos ángeles aparecieron en el cielo, de entre la oscuridad del cielo de medianoche, para anunciar su llegada a los pastores que estaban en una ladera (Lc 2). Se dijo luego que Jesús ascendió al cielo, por encima de la tierra para estar con Dios (Hch 1). Todas las secciones de la Biblia presuponían que la tierra estaba en el medio de un universo con tres niveles. Galileo había desafiado esta antigua y universalmente aceptada visión del mundo y, en el proceso, había desestabilizado este saber tradicional, sólidamente asentado hasta entonces. Había alterado la forma del universo. La intuición de Galileo desplazaba a Dios de su divina morada y, a fin de cuentas, lo convertía en un sin-techo. Si Dios no habitaba por encima del cielo, ¿dónde estaba? Los seres humanos no podían imaginar a Dios viviendo en ningún otro sitio. Por tanto, el pensamiento de Galileo sacudía los cimientos de la visión cristiana del mundo. No sorprende que en el juicio fuese hallado culpable de herejía. Se le condenó a morir quemado en la hoguera. Sin embargo, debido a su avanzada edad y a su frágil salud, y ayudado por sus conexiones con las altas esferas del Vaticano, se llegó a un acuerdo con la acusación. A Galileo le tocó renunciar a sus propias conclusiones y admitir públicamente que se había equivocado. También se avino a no publicar sus ideas nunca más en ningún medio de comunicación. Finalmente, aceptó una condena de arresto domiciliario para el resto de su vida. A cambio de estas considerables concesiones, el tribunal vaticano le perdonó la vida. La crisis se había superado, o eso pensaban al menos los líderes eclesiásticos. La verdad, sin embargo, no puede rechazarse simplemente porque no resulta conveniente, y los hallazgos de Galileo tenían a la verdad de su parte. En diciembre de 1991 el Vaticano anunció finalmente que ahora creía que Galileo estaba en lo cierto. En aquel momento, se habían iniciado los viajes espaciales. Los descubrimientos en astronomía y astrofísica habían aumentado exponencialmente. Se había diseñado el telescopio Hubble, y la verdadera vastedad del Universo comenzaba a abrirse paso en la conciencia humana, de un modo incontrovertible. El resultado de esta controversia en torno a Galileo era que se había desplazado a Dios definitivamente. Las antiguas interpretaciones sobre la configuración del mundo y sobre el concepto de Dios vinculado a ese mundo empezaron a desvanecerse. Las nuevas definiciones aún no se habían aclarado del todo, eran aún difíciles de asumir intelectual y emocionalmente. El cristianismo y su autoridad, sin embargo, empezaron a tambalearse. Este tambaleo habría de hacerse más intenso, mucho más de lo que se percibía entonces, a medida que, en la conciencia humana, comenzaban a abrirse paso otros hallazgos, de otras disciplinas. Galileo había provocado que el mundo experimentase un periodo de rápida transformación y crecimiento y, al precipitarse todos estos cambios sobre la conciencia humana, pronto se haría obvio que el cristianismo, tal como se había entendido tradicionalmente, ya no encajaba en este nuevo mundo que nacía.

El año en que Galileo murió, nació Isaac Newton en la región Northumbria, en Inglaterra. Fue ante todo un matemático, pero las matemáticas lo llevaron a una nueva comprensión de cómo funcionaba el Universo. Estudió la causalidad, la gravedad, y la interrelación de todos los seres vivos. No había lugar en el universo de Newton para un Dios exterior que interviniese de modo sobrenatural en la historia humana. El margen para la realización de eso que llamábamos “milagros” se reducía sensiblemente. El concepto de “milagro” pronto empezaría a desaparecer del vocabulario humano y, al final, de todas nuestras expectativas. Este impacto se dejó sentir en muchos aspectos de la vida.

Cuando los humanos empezamos a entender algo sobre los frentes atmosféricos y sobre lo que los causaba, así como sobre otras realidades geológicas, dejó de creerse que Dios controlase cosas como los huracanes, las riadas, las sequías o los terremotos. Nadie siguió pensando que estos sucesos naturales fueran instrumentos de la ira de Dios, o un procedimiento divino para castigar a la gente por sus pecados. Los seres humanos explicaban ahora estos hechos como hechos naturales, causados por cosas tales como los sistemas de bajas presiones que se desplazan a través de las aguas calientes del océano, o el movimiento de las placas tectónicas muy por debajo de la superficie de la tierra. Dios, expulsado del cielo por Galileo, comenzaba ahora a quedar desvinculado de cualquier función relativa a los patrones climáticos. En este momento, la idea de Dios como un ser exterior a este mundo, y aun así dispuesto a y capaz de interferir en este mundo, estaba ya en retirada. De repente, los seres humanos habían dejado de entender por qué un ser exterior al mundo llamado Dios era necesario, o simplemente qué era lo que ese Dios hacía. Los traumas en el concepto tradicional de Dios seguirían dejándose sentir mientras la explosión del conocimiento seguía incidiendo sobre nosotros, procedente también de otras fuentes. Ahora, Dios no sólo era un sin-techo, sino que, progresivamente, se convertía en un desempleado. Ya no tenía ningún trabajo que hacer.

En los años treinta del siglo XIX, un naturalista inglés llamado Charles Darwin comenzó su viaje alrededor del mundo en el Beagle. Este viaje alcanzaría su punto culminante en las islas Galápagos, frene a la costa de Ecuador, en América del Sur. Allí encontraría Darwin evidencias ciertas de que la evolución de las especies está causada por la interacción de los seres vivos con un entorno en continuo cambio. En 1859, publicó sus hallazgos en el libro titulado El origen de las especies por medio de la Selección Natural[1]. Pocos años después haría seguir a este libro otro titulado El origen del hombre[2]. En aquellos libros, Darwin sostenía que toda vida evolucionó a lo largo de millones, incluso miles de millones de años, a partir de simples células. De modo que toda esa vida estaba conectada; ninguna especie existía de forma permanente, sino que estaba siempre sometida a un devenir; la humanidad surgió de la familia de los primates, y el relato de la creación del libro del Génesis no era ni biológica ni históricamente exacto. Empezó a ser evidente para el saber humano que no fuimos creados, en ningún sentido, a imagen de Dios, sino que Dios había sido creado a imagen de la humanidad. También se hizo cada vez más evidente que los seres humanos no estaban sólo un poco por debajo de los ángeles, como sugería el libro de los Salmos (Sal. 8), sino que estábamos, de hecho, sólo un poco por encima de los simios. Todo esto llevó a conclusiones perturbadoras y que causaban miedo, pero su verdad se confirmaría una y otra vez en los años siguientes, y hoy está completamente aceptada, al menos en los círculos intelectuales.

Más tarde, pero aún en ese siglo XIX, un doctor francés llamado Louis Pasteur descubrió los gérmenes y, con ese descubrimiento, comenzó la práctica de la moderna medicina. Hubo un tiempo en que se creía que la enfermedad estaba en manos de Dios. Se trataba, por tanto, con oración y sacrificios, pensados para mover a Dios a poner fin a aquello que se creía que era un castigo divino. Pero, a medida que se entendió lo que eran los gérmenes, los virus, las oclusiones coronarias, los tumores y diversas leucemias, el tratamiento pasó de la oración y el sacrificio a los antibióticos, la cirugía, la quimioterapia, la radioterapia y las medidas preventivas asociadas a la dieta y el ejercicio. Una vez más, el Dios que se concebía como un ser exterior, sobrenatural, que intervenía con milagros, fue apartado de otra zona de la vida humana y, en ese proceso, la medicina se secularizó cada vez más. Cada vez con más rapidez el concepto teísta de Dios empezó a quedar arrinconado en la conciencia humana.

A principios del siglo XX, un médico alemán llamado Sigmund Freud empezó a sondear la mente humana con su estudio de la naturaleza del inconsciente, las emociones y las actividades de lo que una vez llamamos “el alma”. Con este estudio, Freud hizo entrar al pensamiento occidental en una comprensión completamente nueva de la condición humana. Muchos de los símbolos que una vez estuvieron en el núcleo del relato cristiano parecían ahora muy diferentes, al ser analizados desde la perspectiva freudiana. ¿Era el “Dios Padre” del cielo una mera proyección de la autoridad paterna humana? ¿Era el poder de la culpa, en el que una parte tan importante de la vida cristiana había estado basada, algo más que una forma de control del comportamiento humano? Esta poderosa fuerza de la culpa se había proyectado también hacia la otra vida, vida de eterna bienaventuranza o de llamas eternas, pero ahora, de forma bastante repentina, parecían no proceder de la revelación divina, sino de desórdenes psíquicos. Dios, concebido como juez, empezó a ser reconocido como una más de las formas que tenemos los humanos de tratar con nuestra propia falta de autoestima y bienestar mental. El temor de Dios, que conformaba buena parte del cristianismo, con sus imágenes del cielo y el infierno, empezó a desaparecer. La retirada de Dios hacia la irrelevancia ante los nuevos conocimientos casi se había completado.

También en el siglo XX, un físico alemán llamado Albert Einstein, que pasó buena parte de su vida adulta en la universidad de Princeton, en Nueva Jersey, empezó a estudiar lo que llegaría a llamarse “relatividad”. Se descubrió que el tiempo y el espacio no eran infinitos, sino finitos, y relativos siempre el uno al otro. Dado que la vida humana se desarrolla en el espacio y en el tiempo, también se desarrolla en medio de la relatividad. Todo lo que hacemos y decimos, lo hacemos y lo decimos en medio de la relatividad del espacio y el tiempo. Esto significa que no hay algo así como una verdad absoluta. Incluso si hubiese una verdad absoluta, no podría ser pensada ni expresada en el marco de la experiencia humana. Tras esta conclusión, todas las pretensiones religiosas de objetividad desaparecían. No hay algo así como “la verdadera religión” o “la verdadera Iglesia”. No hay algo así como un Papa o una Biblia infalibles. No hay algo así como un credo eterno ni una doctrina particular que pueda definirse como verdadera para todos los tiempos. La vida humana se vive, más bien, en un mar de relatividad. La vida es un viaje sin fin que nos sumerge en lo que quiera que en definitiva sea lo real, pero nadie que esté atado al tiempo puede conocer y abarcar plenamente esa realidad. Así pues, la Iglesia cristiana nunca podrá ofrecer a nadie la seguridad de las certezas. Ninguna institución humana, incluida la Iglesia, posee la verdad eterna, ni puede poseerla. Los seres humanos y sus instituciones sólo pueden, por decirlo con palabras de Pablo, «ver oscuramente, como en un espejo, en enigma» (1 Cor 13:12).

Esta crónica de la articulación del conocimiento humano desde el siglo XVI hasta hoy, tan breve y, por tanto, tan imperfecta, nos hace al menos conscientes de que la forma en que los seres humanos hemos pensado a Dios en el pasado se ha visto sacudida en lo fundamental. Y, sin embargo, en las liturgias de todas las Iglesias Cristianas seguimos usando esos conceptos del pasado como plantilla sobre la que se diseña el culto. Pero, intelectualmente, dichos conceptos están ya desechados. Así, decimos todavía: «Padre Nuestro que estás en el cielo». Esa es la oración que se dirige a un Dios concebido como ser de un poder sobrenatural, que habita por encima del cielo de un universo dividido en tres niveles y del que, de algún modo, se cree todavía que controla nuestro mundo. A este Dios le pedimos aún «nuestro pan de cada día», el establecimiento de su reino en la tierra, el perdón y la tutela. Todavía nos acercamos a este Dios, concebido como juez, de rodillas, suplicando misericordia, pidiendo favores y buscando salud. Cuando la tragedia nos golpea, todavía nos preguntamos por qué, y todavía preguntamos si esa tragedia es un reflejo de los deseos de Dios de que seamos «castigados por nuestros pecados». “¿Qué he hecho para merecer esto?», decimos.

Llamamos «teísmo» a esta forma de entender a Dios. Decimos que aquellos que no creen en este Dios teísta deben ser «a-teístas». El problema, sin embargo, ¿no es la definición teísta de Dios más que la realidad de Dios? El teísmo como forma de entender a Dios es ahora una víctima de la expansión de nuestro conocimiento. Esa definición ya no tiene sentido en nuestro mundo. No hay una divinidad sobrenatural por encima del cielo esperando para venir en nuestra ayuda. El espacio es infinito y nosotros, los seres humanos, hemos asumido su infinitud. Ese lenguaje, por tanto, carece de sentido. Ahora bien, ¿significa esto que Dios no tiene sentido? Esta es la mayor cuestión que el cristianismo tiene hoy ante sí. ¿Podemos redefinir lo que entendemos por Dios? ¿Podemos captar ese significado de otra manera? ¿Podemos renunciar a nuestras definiciones teístas de Dios sin tener que rechazar al mismo tiempo la realidad de Dios? Creo que podemos, y sé que debemos intentarlo. Si el teísmo muere, ¿morirá Dios? Si el cristianismo, como religión, ha de sobrevivir, debe desarrollar una comprensión de lo divino que tenga sentido en el siglo XXI. Esa se ha convertido en nuestra máxima prioridad.

Fue un filósofo griego del siglo VI AEC llamado Jenófanes el que observó que «si los caballos tuviesen dioses, estos parecerían caballos» [3]. El hecho de que todo lenguaje es un lenguaje humano significa que todas las divinidades a las que los humanos han adorado a lo largo de la historia tienden a parecerse mucho a los propios seres humanos. Sí, hemos suprimido en la idea de Dios las limitaciones humanas, pero los rasgos humanos permanecen. Por eso la mayoría de las ideas humanas sobre Dios se expresan como negación. La condición humana es finita, así que Dios ha de ser infinito, o “no finito”, decimos. Los seres humanos estamos vinculados a un lugar determinado; Dios no debe tener esa atadura, así que se le llama “omnipresente”. Los seres humanos tenemos un conocimiento limitado; Dios, por definición, no debe tener ese límite, así que decimos que es omnisciente. La condición humana es mortal; Dios debe desbordar esa limitación, así que decimos que Dios es inmortal. Los seres humanos somos limitados en poder; Dios no debe tener esa limitación, así que decimos que es omnipotente. Así podríamos seguir con repetidos ejemplos, pero el resultado es siempre el mismo. Todos los dioses que los seres humanos han pensado en la historia se parecen siempre a los humanos, pero sin sus limitaciones. Atendamos una vez más al lenguaje de la liturgia. “Dios todopoderoso y eterno”, decimos al rezar. Lo que estamos diciendo es: Dios, tu no eres limitado en poder o en el tiempo. Este Dios es también aquel que todo lo sabe, que escruta los secretos de nuestros corazones. Esta divinidad omnisciente es en definitiva poco más que una construcción humana.

Si la comprensión teísta de Dios ha muerto, entonces se plantea enseguida la cuestión de si es Dios el que ha muerto o la definición humana de Dios. ¿Podemos encontrar un modo de hablar sobre Dios con otros conceptos, con otras palabras, o está Dios tan identificado con nuestro lenguaje teísta que muere cuando muere ese lenguaje? Esta es nuestra cuestión moderna.

La Biblia ha definido la idolatría como el culto a algo hecho por manos humanas. El Teísmo es una comprensión de Dios desarrollada por mentes humanas. ¿Puede lo más fundamental y último ser captado en los límites de las manos o las mentes humanas? No lo creo. El Teísmo es una manifestación de la idolatría humana.

Así que desechamos el teísmo como una definición creada por nosotros, los humanos, y buscamos cambiar de camino, hacia la realidad de Dios. Ese es un paso mucho más revolucionario de lo que la mayoría de nosotros podemos imaginar, pero es ese el mundo en el cual el cristianismo debe aprender a vivir.

Las 12 tesis de J. S. Spong #2

TESIS 2
Dado que Dios ya no puede concebirse en términos teístas, no tiene sentido tratar de entender a Jesús como “la encarnación de una divinidad teísta”. Los conceptos tradicionales de la Cristología están, por tanto, en bancarrota.


TESIS 2

Dado que Dios ya no puede concebirse en términos teístas, no tiene sentido tratar de entender a Jesús como “la encarnación de una divinidad teísta”. Los conceptos tradicionales de la Cristología están, por tanto, en bancarrota.

El cristianismo nació de una experiencia de Dios asociada a la vida de un judío del siglo I llamado Jesús de Nazaret. Cuáles fueron las dimensiones precisas de aquella experiencia es algo difícil de decir. Los evangelios se escribieron entre 40 y 70 años después de que se condenase a muerte a este hombre, así que no sabemos cómo articularon realmente esa experiencia aquellos que fueron sus primeros discípulos en la primera generación de la historia cristiana. La mayoría de ellos había muerto antes de que se escribiesen los evangelios. Hasta donde sabemos, los primeros discípulos estaban bastante convencidos de que todo lo que habían pensado siempre sobre Dios lo habían experimentado presente en la vida de Jesús. Ese fue el núcleo del mensaje y así es como comenzó el cristianismo. Parece que al principio los seguidores de Jesús se limitaban a proclamar el núcleo de su experiencia: “Dios estaba en Cristo”. Esto es todo lo que el Apóstol Pablo dijo al principio de su vida cristiana (2 Cor 5,19). Se contentaba simplemente con proclamar su experiencia, no tenía necesidad de explicarla. Creía que de algún modo, en Jesús, había visto la presencia de lo santo. Así, al escribir a los corintios, en torno al año 54, simplemente dijo: “Dios estaba en Cristo”. Después, sin embargo, alrededor del año 56 o 58, cuando Pablo escribía a los romanos (una comunidad de cristianos en la que no había estado y para la cual era un desconocido), sintió la necesidad de explicar lo que quería decir al afirmar que había encontrado a Dios en la vida de Jesús. Así, en la Epístola a los Romanos, sugirió que en la resurrección Dios había elevado al humano Jesús hasta hacerlo Dios (Rm 1,1-4). Según los esquemas posteriores, esta era una extraña explicación. Con el tiempo, sería una herejía: el adopcionismo; pero era ahí a donde había llegado el pensamiento sobre la naturaleza divina de Jesús a mediados y finales de los años cincuenta del siglo I.

El problema era el que ya hemos apuntado. La mente humana sólo podía concebir a Dios en términos teístas. El teísmo es una concepción a la que se llega magnificando las cualidades de los humanos. Dios era un ser exterior con poder sobrenatural. Si esa era la definición vigente de Dios, entonces la cuestión era: ¿cómo había entrado este Dios externo en la vida de Jesús para que la gente lo experimentase presente en ella? Esta era la cuestión que sentían que debían responder, y las respuestas, a medida que se desarrollaban, empezaron a configurar el cristianismo de nuevas maneras, según pasaban los años.

Cuando Marcos, el primer Evangelio, se escribió en torno al año 72, se introdujo en las mentes de los seguidores de Jesús una nueva explicación de cómo él y Dios estaban conectados. En el primer capítulo, Jesús, adulto y plenamente humano, es llevado al río Jordán para que lo bautice uno llamado Juan el Bautista. En su relato del bautismo, Marcos dijo que los cielos –el reino de Dios– se abrieron. Se concebía en aquellos días el Universo como una superficie cubierta por una cúpula gigantesca. El cielo era el tejado que separaba el reino de Dios del de los humanos; el techo de la tierra era el suelo del cielo. Así, un agujero apareció en el techo y el Dios que vivía encima simplemente derramó el Espíritu Santo sobre el humano Jesús. Tal como lo registra Marcos, eso es lo que significaba el bautismo de Jesús. No era un espíritu que estuviese de paso, sino que habría de permanecer en él para siempre, un espíritu que, en última instancia, redefiniría su humanidad. Marcos dijo que, en ese momento, la voz de Dios proclamó desde el cielo que Jesús era su hijo, el hijo en el que tenía puesta su complacencia. El estudio de la escritura revela que las palabras que Dios pronunció esta vez, en el Evangelio de Marcos, no eran originales. Se encuentran en el Salterio (Sal 2,7) y en el libro de Isaías (Is 42,1). Sin embargo, el significado era ahora que la presencia de Dios se había enviado para habitar en Jesús y en verdad, en la experiencia de los discípulos, este espíritu lo marcó de modo que fue ya diferente. Se empezó a pensar en él como en un ser humano lleno de Dios. En ese estadio se encontraba la comprensión cristiana de Jesús en los años 70 del siglo I.

Este proceso de explicación avanzó en la novena y la décima décadas, cuando se escribieron los evangelios que llamamos Mateo (en torno al año 85) y Lucas (89-93). En estos dos evangelios, se pensaba en Jesús, no sólo como en un ser humano infundido de Dios, sino como una presencia de Dios que habitaba en su forma humana. El momento en el que se dijo que el Dios teísta se había unido a Jesús se fue desplazando hacia atrás, desde la resurrección, que es cuando Dios adopta a Jesús según Pablo, primero hasta el bautismo, que es cuando Dios entró en Jesús según Marcos, y luego hasta su concepción, que es cuando Dios actuó como agente masculino que da la vida a Jesús según Mateo y Lucas. Fue entonces cuando la tradición del nacimiento virginal se incorporó al relato cristiano. Fue una adición de mediados o finales de la novena década a este relato de fe que estaba desarrollándose. En el pensamiento cristiano, el Espíritu Santo pasó a pensarse como si fuese el padre biológico de Jesús. Ahora, su humanidad estaba ya permanentemente comprometida. ¡No se puede tener por padre al Espíritu Santo y aun así ser plenamente humano!

Con ser tan importante ese cambio, no sería, sin embargo, el punto final de este desarrollo cristológico. Cuando se completó el cuarto Evangelio, hacia el final de los años 90 de la era cristiana (años 95-100), se dijo de Jesús que él ya había formado parte de Dios; Él era “la Palabra” de Dios que estaba con Dios desde el principio de la creación. La Palabra de Dios “se hizo carne” en la persona de Jesús. Juan estaba afirmando que el Dios teísta que está por encima del cielo había asumido forma humana en Jesús y que en él habitaba Dios entre nosotros. Jesús era ya completamente entendido como la encarnación del Dios que habita por encima del cielo. Se habían puesto así las bases, tanto de la doctrina de la Encarnación como de la de la Santísima Trinidad. Los credos de Nicea y las doctrinas y dogmas que siguieron a aquellos credos pretenden aún poder definir a Dios. Posteriormente, esta interpretación ortodoxa habría de ser impuesta quemando en la hoguera a los que discrepaban.

Sin embargo, si la idea de un Dios por encima del cielo ha llegado a estar en bancarrota, tal como creo que ha sucedido, entonces la idea de que este Dios teísta se encarnó en el Jesús humano está igualmente en bancarrota. Esto significa que esta que es la principal explicación de Jesús en los credos, desarrollada a lo largo de siglos, ya no puede aplicarse hoy. Ahora bien, ¿significa eso que la experiencia que esta explicación pretendía explicar no es real ni válida? No lo creo. Pero sí significa que hay que buscar nuevas palabras que la expliquen. Las antiguas ya no funcionan. Toda explicación es una creación humana. Como tal, toda explicación está atada a un tiempo y tiene el sesgo propio de ese tiempo. Por tanto, ninguna explicación es eterna. Sin embargo, una experiencia que no se explica no puede pasar de unos a otros. Mas una experiencia que se transmite nunca es ya la misma que la original. Las explicaciones apuntan a una verdad intemporal, pero no pueden apresarla.

Entonces, ¿cuál es esa verdad eterna, intemporal, acerca de Jesús, a las que apuntan –tan imperfectamente- nuestras veneradas palabras teológicas? ¿Qué hubo en torno a Jesús que hizo que la gente creyese que había encontrado a Dios en él? Esto es lo que la búsqueda de la verdad nos llama hoy a descubrir. La fe en Jesús como la encarnación de Dios, o como la segunda persona de la Trinidad, nació de una experiencia humana. ¿Cuál fue esa experiencia? No fueron las historias sobre un poder milagroso de Jesús lo que reunió a la gente alrededor de él. Eso vino mucho después de la afirmación de que “Dios estaba en Cristo”. La convicción de que Jesús era la encarnación de Dios no nace de los relatos de su poder milagroso. No podemos encontrar evidencia alguna que asocie milagros a Jesús hasta la octava década de la era cristiana. La afirmación de que en Jesús se ha hallado la presencia de Dios antecede varias décadas a la de su condición de hacedor de milagros. La experiencia de encontrar a Dios en él tampoco se relacionó con la afirmación de que él había tenido un nacimiento virginal milagroso. Esa idea se añadió al relato cristiano en la novena década. Tampoco se vinculó a una interpretación de la resurrección como la “resucitación” de un cuerpo muerto para devolverlo a la vida de este mundo. Esa fue una idea que sobre todo Lucas aportó al cristianismo en la décima década. La experiencia de encontrar a Dios en Jesús precede a todos estos aspectos del desarrollo de la tradición cristiana. La experiencia de hallar a Dios en Jesús tuvo que ser algo original y transformador. Permítanme presentar lo que esa experiencia tiene que ver con las cualidades de la humanidad de Jesús, con la totalidad de su vida, con el poder de su amor para romper ataduras, y con su capacidad para ser, en todo tipo de circunstancias, él mismo de la forma más profunda y auténtica. Quizá la gente vio y experimentó en su vida “la Fuente de la Vida”, en su amor “la Fuente del Amor” y en su ser “el Fundamento del Ser”. Quizá sintieron en él y desde él la llamada a vivir en plenitud, a amar generosamente y a ser todo lo que cada uno podía ser. Quizá con esas experiencias llegaron a entender que se habían encontrado con lo santo en las dimensiones de lo humano. Quizá el problema de las explicaciones teológicas no estaba en la experiencia que trataban de transmitir, sino en los conceptos que determinaron las palabras usadas en las explicaciones de esta nueva realidad. Quizá la experiencia es real y, una vez desechadas las explicaciones anticuadas e irrelevantes, entonces la realidad de esa experiencia pueda proponerse una vez más. ¿Qué realidad fue la que hizo que los seguidores de Jesús desarrollasen doctrinas como la Encarnación y la Trinidad? ¿Cómo describir hoy esa realidad?

Hoy, ¿podemos aún pensar en Jesús como ser divino sin entenderlo como encarnación de una divinidad sobrenatural que vive por encima del cielo? Cuando se formuló la doctrina de la Encarnación, la gente pensaba en términos dualistas. Lo divino y lo humano se oponían. Pero supongamos que lo divino y lo humano no son dos reinos separados, sino una sola realidad continua. Quizá el camino hacia la plenitud e incluso hasta lo divino consiste en hacerse profunda y plenamente humano. Quizá el impulso biológico hacia la supervivencia no es el valor supremo para los humanos, sino que ese valor supremo consiste más bien en trascender la necesidad de sobrevivir y en ser capaz de darse a uno mismo en el amor a otro. Quizá cuando vayamos más allá de los límites de nuestra seguridad tribal, de género, de orientación sexual, raza, credo o estatus, experimentemos una humanidad que no está atada al instinto de supervivencia. Quizá se encuentre a Dios en la libertad de permitir –y, en realidad, aceptar– la responsabilidad de ayudar a los demás a ser aquello que cada uno fue creado para ser, sin imponerles nuestras ideas. Quizá es eso lo que Pablo trataba de decir cuando escribió que “Dios estaba en Cristo”, reconciliando al mundo con Dios y con la unidad de Dios. Interpretada literalmente, la Encarnación no tiene sentido en un mundo cuyo pensamiento ya no es dualista. Pero es infinitamente significativa cuando se la ve, no como explicación, sino como una experiencia.

¿Podemos recuperar este concepto cristiano para el siglo XXI? Creo que sí. Si el cristianismo ha de sobrevivir, creo que debemos. Y el cristianismo podría resultar ser algo mucho más profundo de lo que habíamos imaginado.