Por un cristianismo posteísta


INTRODUCCIÓN

Muchas personas cristianas hoy día se encuentran incómodas con los contenidos de su fe. Sienten que responden a una cosmovisión premoderna ya superada que provoca una creciente desafección. También en otras tradiciones religiosas o humanistas y en general en la cultura de muchos países se produce un fenómeno similar. Y así nos encontramos con una humanidad desconcertada en tránsito hacia nuevas interpretaciones de la realidad y una unitaria esperanza planetaria, post-secular y posteísta

Este desconcierto se debe en primer lugar a los nuevos modelos epistemológicos, pluralistas y relativos que cuestionan la existencia de la verdad absoluta, que admiten múltiples lenguajes y procedimientos, sean empíricos, comprensivos o simbólicos, pero que en todo caso son dialógicos y autocríticos; se alejan del dogmatismo y de la subjetividad derivados de la autoridad y de supuestas revelaciones. Estos nuevos modelos sitúan a la religión en la necesidad de revisar sus supuestos epistemológicos y sus figuras simbólicas. Y no lo hace suficientemente.

De estos nuevos modelos epistemológicos se deriva una ontología nueva. Una interpretación de la realidad como un todo complejo, unitario de materia, energía, vida y conciencia, basada en una visión no dualista, holística, donde la “materia dinámica” autoconfiguradora es fuente de sucesivas emergencias cualitativas, matriz generadora de todo lo existente. Esta interpretación se opone al dualismo materia-espíritu y constituye un serio revés a la imagen tradicional del Dios creador, espíritu puro, omnipotente y providente.

Las religiones son construcciones sociales y tal como se construyeron se pueden deconstruir. No son creaciones eternas e inamovibles de un Dios ente supremo, exterior al mundo. Y así, en relación al cristianismo nos parece que la Biblia ya no es el principio y fundamento de la historia, el relato por antonomasia, y mucho menos exclusivo. El Misterio de la Salvación es una gran metáfora y la Historia Sagrada un relato particular cuestionado por la ciencia. La Revelación como verdad primera y superior no se sostiene. No hay un Dios previo y separado del mundo ni espíritus puros fuera de la realidad creadora; ni un Hijo de Dios que ha venido a redimirnos de la muerte y del mal, frutos de un pecado hereditario.

Otro cristianismo es posible y necesario. Es preciso liberar la divinidad de su identificación con un Ente Supremo dominante, a Jesús de su sacralización como Hijo de Dios único, encarnado en un judío de la especie Homo Sapiens, y a la Iglesia del sistema cognitivo obsoleto que la aprisiona y de su estructura jerárquica derivada en gran parte de la imagen de un Dios único y todopoderoso. Es preciso converger en una práctica secular de liberación en torno a los derechos humanos y a la justicia ecológica inspirada en Jesús de Nazaret y eventualmente en otros profetismos y espiritualidades. Construir un relato universal que partiendo de los modelos científicos más contrastados, como por ej. la Teoría de la Gran Historia, incorpore la inspiración y el ánimo de las metáforas y los símbolos religiosos; un relato que sea a la vez universal, particular y provisional.

En muchas ciudades de Europa y Latinoamérica, de los Estados Unidos y Canadá, de Australia y de otros países, han ido surgiendo grupos de un gran potencial renovador. Sienten este cambio de paradigma como un terremoto devastador que les provoca primero desconcierto, luego alivio y finalmente renacido ánimo. Nos gustaría caminar con vosotros en este tránsito y por eso os invitamos a esta amplia consulta.

  1. LA MODERNIDAD TARDÍA, POSRELIGIONAL Y POSTSECULAR

El mundo está experimentando una mutación de largo alcance, una metamorfosis global; estamos en el ojo del huracán de un nuevo tiempo axial similar al del siglo sexto antes de nuestra era. Las ideas, las costumbres, las relaciones, la geopolítica, la tecnociencia, etc., configuran un contexto muy distinto al que se derivaba de las convicciones más profundas del cristianismo. La imagen tradicional predominante de Dios ha cambiado y su existencia lleva ya años puesta en cuestión de modo generalizado; la ciencia sustituye a las grandes respuestas religiosas; las cuestiones del mal y de la muerte, el origen y el fin de la vida se viven de manera no mitológica, y el anhelo común se orienta generalmente hacia la liberación, la autonomía y un bienestar integral y universal aquí en la tierra. La religión, pues, pierde su humus y entra en competencia con otros proyectos axiológicos que le van ganando terreno. Además, en el caso del cristianismo, el pluralismo y la globalización lo sitúan como otra religión más.

Las posiciones conservadoras en política y moral incrementan el desajuste de los contenidos religiosos, que se quedan como algo mágico, extraño y contrario a la liberación y encuentran en el viejo cristianismo la legitimación de su modelo opresor de sociedad y de persona. Finalmente parece anunciarse una nueva especie humana fruto de la info-bio-tecnología, seres humanos modificados genética o robóticamente (transhumanismo) o nuevos seres posthumanos.

La experiencia religiosa “tremenda y fascinante” de otro tiempo, construida sobre el desdoblamiento del mundo, cede hoy el relevo a una trascendencia más secular basada en la veneración, el amor y el compromiso por la liberación universal. Lo que en otro tiempo llamamos «sobrenatural» no es tal, sino que lo identificamos con la actitud de gratuidad propia de la hondura humana.

  1. EL NUEVO PARADIGMA EPISTEMOLOGICO

La concepción de la verdad ha cambiado. Las teorías epistemológicas actuales, al asumir la complejidad y la perspectiva constructivista del conocimiento, son más abiertas y menos pretenciosas que en siglos pasados. Del positivismo extremo se ha pasado a una concepción empírica más suave. Para los más recientes epistemólogos no hace falta que los enunciados científicos sean estrictamente verificables o confirmados por los experimentos científicos, basta con que sean plausibles, es decir, que puedan ser sometidos a falsación. El conocimiento avanza negando el error más que afirmando la certeza, y sustituyendo aquellos paradigmas que no explican convenientemente los hechos.

Esta evolución epistemológica en el ámbito del conocimiento considerado estrictamente científico, el método positivo matemático-verificacionista, nos puede servir de pauta para el análisis de la inversión religiosa que hoy se experimenta. La concepción de la creencia ha dejado de ser dogmática y se interpreta más en términos de relato, de símbolo o metáfora. Las ciencias humanas y sociales (psicología, sociología, historia…), para ser rigurosas, se sirven de métodos científicos o al menos no han de estar en fricción con los datos científicos. La filosofía tampoco puede ignorar ni contradecir los resultados de las ciencias. Y las espiritualidades o religiones tienen muy en cuenta su carácter de construcción social y simbólica con funciones menos explicativas y más actitudinales. A las manifestaciones humanas simbólicas (de carácter ético, estético, “sapiencial”…) se las reconoce como modos de acceso a un conocimiento real, pero se les exige estar en coherencia con los datos científicos, aunque no puedan ser sometidas a los criterios de verificación-falsación de las ciencias positivas.

Más allá de la suma de disciplinas, la transdisciplinariedad o intercambio entre equipos, métodos y programas de investigación, ofrece una visión más completa de la complejidad de lo real. La religión y el cristianismo quieren sentirse parte de ese esfuerzo transdisciplinar. Han descubierto el gran error de confundir la metáfora con la descripción realista, la inspiración con la norma. Por fin se avienen a asumir las nuevas teorías de la evolución, de la genética, de la relatividad y de la mecánica cuántica, de las neurociencias y de la inteligencia artificial. Es ya imposible –además de claramente absurdo– pensar en ideas permanentes, en dogmas inmutables e indiscutibles, morales irreformables, en verdades divinamente reveladas, en instituciones indefectibles. El reduccionismo científico y el fundamentalismo religioso se diluyen y confluyen.

Ciencia y fe

Hasta ahora, y dicho figuradamente, “la fe siempre tenía razón”; ahora es la ciencia la que sienta el criterio de la verdad común mínima. Hoy la razón abierta es la matriz de la inspiración creyente. El conocimiento no emana de la «Palabra de Dios», ni es absolutamente cierto. Antes la ciencia era aceptable en la medida en que concordaba con aquella Palabra revelada. Ahora el esquema es de alguna forma inverso. La Biblia – al igual que todo texto inspirador – nos ofrece sentidos y esperanzas, como relato simbólico-poético que es, pero debe ser entendida en coherencia con la información científica. Ciencia y fe son lenguajes diferentes: la ciencia puede enriquecerse con la fe, pero la fe no puede estar en contradicción con la ciencia.

La Biblia no es el principio y fundamento de la comprensión de la realidad, de la moral y de la organización social o política. Tampoco puede ser la fuente única de la espiritualidad. Más bien decimos que la Biblia no tiene razón, sino alma. Tras la desmitificación de R. Bultmann, el reconocimiento de los géneros literarios y las investigaciones arqueológicas entendemos que la Biblia no es tanto un libro sagrado y cerrado, normativo y revelador, Palabra de Dios y verdad absoluta, sino más bien un conjunto de mitos e historias con una función sapiencial, espiritual y sociopolítica. Hoy día se escriben relatos y poemas de similar densidad, sublimidad y finalidad.

Todas las religiones, siendo muy diferentes en sus formas, desempeñan funciones equivalentes y caminan hacia una supraética de la compasión. Su valoración ya no puede venir de la fuerza de su pretendida inspiración divina sino de la respuesta a las necesidades y derechos humanos. Con Kant podríamos decir: Cree y obra de tal manera que tu fe pueda ser tenida como válida por toda la humanidad.

  1. LA NUEVA CONCEPCIÓN DE LA REALIDAD

Nos parece más coherente y consistente una interpretación no-dualista de la realidad; abierta, holística, emergente y creativa, en la que el azar y la necesidad se conjugan sin necesidad de un plan previo, pero mostrando una gran complejidad, belleza y orden a pesar de muchos retrocesos y fracasos. No compartimos que pueda haber seres o cosas espirituales desprovistos de cualquier forma o soporte. Angeles y demonios, objetos sagrados, santos, milagros, tenidos como existencias independientes o intervenciones divinas, son constructos de nuestra mente. Capacidades como las de razonar, amar, disfrutar la belleza y valorar la justicia, que solíamos definir como ‘frutos del espíritu humano’ desde la cosmovisión tradicional, son cualidades que han emergido de la realidad material o energética cósmica en el proceso evolutivo.

Emergencia y materia creativa

El cosmos es un gran sistema con propiedades «emergentes». La vida y la conciencia vienen dadas en un proceso de auto-organización desde la materia o energía primordial. Todo está constituido por una materia dinámica y creativa de la que surgen sucesivamente múltiples «emergencias». En última instancia no hay fronteras definidas entre lo físico, lo vivo y lo mental.

 La materia es algo primordial que evoluciona continuamente, ya no es esa cosa estática, sin vida y estéril, resultado de una percepción superficial. Dejamos de entender la materia como algo pasivo, bruto, en las antípodas del espíritu; más que masa es actividad, energía, movimiento. El dualismo materia-espíritu falsifica la realidad.

La realidad es en último término inaccesible para nuestro conocimiento y se presenta como algo abierto y enigmático. La indeterminación de la materia y el nuevo concepto de ley física como expresión de tendencias probables impiden una imagen integral, objetiva y exacta del mundo y una concepción realista del conocimiento.

  1. EL RELATO JESÚS DE NAZARET

Jesús de Nazaret es una persona como nosotras, ni el más perfecto, ni el redentor con su sangre de un pecado mítico y hereditario. La interpretación como Cristo inseminó de exclusividad su mensaje y forzó su imposición. Jesús de Nazaret es un relato inspirador, una historia incompleta y un constructo religioso simbólico, abierto, más allá del mito múltiple que edificaron las discípulas y discípulos de las primeras generaciones desde su veneración como Profeta de los últimos tiempos, Hijo de Dios o Mesías sufriente exaltado por Dios, Sabiduría o Logos de Dios encarnado. Y a partir de ese mito unos intentaron reconstruir su historia, su “vida y milagros”, y otros construyeron un inmenso edificio racional desde esa “filiación divina”. Pero el dato originario es el relato de fe de los discípulos y discípulas de la segunda generación, el “Jesús de la fe”. El Cristo de la Iglesia, el dogma cristológico, es un constructo doctrinal, que según tiempos y épocas, ha podido sin embargo vehicular la inspiración de “santidad” o donación que brota de Jesús.

 El título «Hijo de Dios» es una expresión simbólica propia de la época, que ya no podemos interpretar literalmente. Lo decisivo no es tanto lo que se cuenta que dijo e hizo Jesús, si es el Mesías (“Cristo”) definitivo, esperado, cuanto la elevación que despierta y la incondicionalidad que nos suscita; eso que ocurre en la memoria y en el interior cuando uno se encuentra con lo último. La llamada “divinidad de Jesús” no es un rasgo objetivo de su persona. La entendemos como metáfora de su humanidad radical y expresión de la adhesión vital que nos inspira cuando nos dejamos afectar por su sabiduría.

El mensaje liberador y los hechos carismáticos de Jesús suscitaron un «movimiento» que le confesó como profeta mártir exaltado por Dios, constituido como Mesías o Hijo de Dios venidero. En las iglesias de cultura griega, esta confesión judeocristiana se convirtió en confesión de la filiación ontológica, dualista, y en esa clave se elaboraron más tarde los dogmas cristológicos. Ese lenguaje y esos significados resultan ajenos a la filosofía, a la cosmovisión científica, y a la cultura común de hoy.

  1. EL POSTEÍSMO

Un paso decisivo de nuestra deconstrucción/reconstrucción es el no-teísmo, o posteísmo; la superación del teísmo, o sea, dejar de pensar, imaginar, creer en un Ente Supremo, Dios creador del mundo y Causa externa del mismo; un Ente “anterior” o al menos distinto de éste, imagen vigente todavía en la generalidad de los creyentes, en la mayoría de los teólogos y en la doctrina oficial cristiana. Esa idea ya no resulta concebible ni creíble para una mayoría social en general y de pensadores en particular, por sensibles que puedan ser al misterio más hondo de la realidad; su inteligencia espiritual camina por otros rumbos.

El teísmo se gesta, nace y crece en la era de los metales, cuando se intensifica la agricultura, aumenta la población y se construyen ciudades, y en las ciudades los templos. Las tareas se especializan, la sociedad se complejiza. Hacen falta mitos, leyes, jefes, autoridad, funcionarios, y guerreros para transmitir las órdenes del señor, hacerlas cumplir y ganar territorios. La sociedad se jerarquiza, los humanos se convierten en esclavos unos de otros… Y hacen falta dioses para dar cohesión, seguridad y legitimidad última a la convivencia ordenada, jerarquizada y sometida.

La arquitectura del mundo quedó reconvertida en dos mundos, «dos pisos». «Los mitos de separación de cielo y tierra» –desde el quinto milenio a.e.c– llevaron a cabo el desgarro de la realidad cósmica, hasta entonces unida, unitaria, única, total (holística). Quedó confinada en la planta baja de la realidad material, natural, carnal y sexual; y ascendió al cielo una realidad estrictamente espiritual, inmaterial, no natural, no carnal y no sexual, «espiritual y sobre-natural». El dualismo y Theos son, pues, representaciones superadas, y por eso decimos que no hace falta ser teístas ni desarrollar una existencia sobrenatural para ser cristianos, aunque esa imagen todavía está presente en la mayor parte de las personas.

El posteísmo no es, en mismo, ni ateo, ni nihilista, ni materialista-reduccionista, ni cerrado a la sacralidad, ni a la divinidad; simplemente, se desembaraza crítica y conscientemente de un «producto evolutivo» creado por el ser humano, una «ficción útil» de la que se sirvió en un momento dado del desarrollo de su cultura y de sus medios de infraestructura material.

El posteísmo es compatible con la diversidad de símbolos con los que reconocemos o no reverencial y activamente un Misterio último o una Realidad Inefable en la que somos. Es una llamada a superar tanto el teísmo como el ateísmo convencional de tipo positivista, a recuperar el hogar común cósmico, a la vuelta a la naturaleza que somos desde la huida sobrenatural. El posteísmo no encorseta la vivencia del misterio y permite la creatividad espiritual y la autonomía, pues no hay coerción desde una imagen impuesta, fijada. Es contrario al absolutismo de una representación única. Equivale a un agnosticismo activo. Un «no saber» que funde su vacío cognitivo en el vacío infinito, como una mirada profunda hacia un horizonte sin figura, que, por su imprecisión, puede adoptar diversas figuras inspiradoras y abiertas. Camina sobre las aguas de la realidad, siempre holística, sin separarlas.

6. ALGUNAS INQUIETUDES ANTE EL POSTEÍSMO

Dicen que el posteísmo socava el orden social y su fundamento principal, pero más bien es la sociedad teocéntrica y teocrática constituida con ayuda de ese Theos, antes descrito, la que ha servido de estandarte y guía a un conservadurismo autoritario destructor de la armonía social. Ha frenado por un lado el progreso del conocimiento y la educación cívica seculares, pero por otro los ha fomentado, si bien subordinadamente a sus fines pastorales.

Se objeta que el no-teísmo destruye la religiosidad popular. Efectivamente, la crítica deconstructiva de “Theos” puede provocar una crisis profunda de muchos imaginarios, convicciones y prácticas de la religiosidad popular. Pero no es ése el objetivo directo de nuestra reflexión posteísta, ni somos quién para dictar a nadie nuevas ideas, imaginarios ni prácticas religiosas o no religiosas. Creemos, no obstante, que, sin ningún tipo de paternalismo, es responsabilidad nuestra proponer, con respeto y honestidad, criterios teológicos que juzgamos más coherentes con la cosmovisión actual, para que las propias personas juzguen y opten por sí mismas para que puedan ser protagonistas de su propia liberación integral.

Se presupone que el posteísmo posterga o merma el compromiso liberador. Pensamos que no. La superación del teísmo tradicional, aún mayoritario, no niega ni mengua la primacía de la liberación integral, sino que solo la libera de su epistemología y andamiaje mítico, que se va volviendo cada vez más mayoritariamente insostenible a corto y medio plazo. La reflexión posteísta quiere brindar criterios e instrumentos teológicos (en el sentido más amplio) más coherentes hoy para la liberación de todas las opresiones. La liberación requiere también la liberación de un “Dios” que somete o legitima la sumisión.

Preocupa lapérdidadela“relaciónpersonalconDios”. El paradigma posteísta reconoce que es un antropomorfismo, una errónea suposición similar a un “amigo invisible” a nuestro lado o por encima de nosotros. Habría que hablar más bien del carácter suprapersonal de la realidad última, de toda la realidad, pues el concepto “persona” se ha entendido generalmente y sigue entendiéndose como “un sujeto individual” frente a otro. Toda la realidad, sin embargo, es relacional. El posteísmo reconoce las experiencias de interioridad, las múltiples formas de sentirse parte de una realidad tan ambigua como preñada de belleza y bondad, objeto de agradecimiento, fuente de esperanza y de compasión activa. Se llame como se llame o se exprese callada o dialógicamente.

Otras inquietudes se refieren a la apariencia panteísta del posteismo. Nosotros no decimos que todo es Dios, sino que lo que se ha llamado Dios, es en todo como ser y no como ente superior separado. Y sobre todo seguimos buscando el significado y el lugar que ocupa Jesús en esta nueva visión. Por el momento nos remitimos a lo dicho en el punto 4

Recapitulando pues todo lo dicho hasta ahora, nos parece que hoy, para muchas personas cristianas, profundamente sinceras y comprometidas, no solo es lícito, sino también imperioso, dejar atrás toda imagen teísta de Dios, yendo en eso más allá de Jesús, hijo de su tiempo.

  1. EL CAMBIO A SECUNDAR

Este nuevo modelo de cristianismo conlleva una vuelta a los valores evangélicos reinterpretados. El evangelio no constituye tanto una identidad religiosa concreta superior, cuanto una llamada a los valores universales que la comunidad humana va dialogando y concertando desde su mejor sentir. No estamos tanto ante una conversión moral o un apostolado nuevo, cuanto ante una nueva interpretación del conocimiento, la realidad y la divinidad.

Muchas personas religiosas piensan que si se pierde la religión, el mundo perderá el fundamento para la verdad, y sobre todo para la moral. Pero tras la “gran deconstrucción” del teísmo y de la religión, queda el vigor creativo de la realidad, la autopoiesis del amor, inspirada en la hondura del ser humano y de todo cuanto es. Una esperanza sin certezas y un amor sin condiciones, como leemos en el relato de Jesús.

Hoy es casi imposible continuar con las “prácticas religiosas” derivadas del teísmo. La teología que las sustenta se hunde como construcción racional. Está montada sobre metáforas y creencias mitológicas. Y pretende una desmedida coherencia y verdad, donde lo que hay es, simplemente, una creación de significado y motivación. A la teología, desorbitada en su indagación sobre Dios o sobre la hermenéutica de la Revelación, le corresponde más bien la espeleología del corazón humano, una socio-antropología de la transcendencia que se abre en la conciencia, sin un “a priori” teísta o ateísta.

Hay que salir de una vez del atraso premoderno. Y hacerlo y decirlo sin miedo. En las celebraciones, sean como sean, en los comunicados y conversaciones, podemos servirnos de algo mejor que unos mitos inexpresivos y ritualizados y evitar moralismos y convicciones ciertas basadas en milagros y caminos de redención. Mostrar más bien la maravilla de nuestra Gran Historia universal, creativa, abierta. Asombrarse de las incontables estrellas, partículas y neuronas, de la buena voluntad, del valor del perdón, del consuelo, de la civilidad y la acción por la justicia; de la sintonía con la naturaleza y la compasión para con los necesitados; y recuperar así de otro modo los grandes valores y hallazgos de las tradiciones religiosas. Y cooperar en pie de igualdad con todos. Ni religión de otro mundo, ni insignificancia resignada en la secularidad. Nuestra misión es ser copartícipes de la evolución creadora, inspirados en Jesús de Nazaret.

En memoria de Roger Lenaers: José Arregi (País Vasco-España); Tony Brun (EEUU); Gerardo González (Chile); José María Vigil (Panamá); Santiago Villamayor (España);

11-9-2021

Para esta edición: https://www.academia.edu/51917556/POR_UN_CRISTIANISMO_POSTEÍSTA

La Estrella Polar pasó haciendo el bien


Por Concha Martínez Latre 

El inicio de la ruta 

El proceso de construcción de una identidad cristiana propia, cuando se trata de una mujer nacida a mitad de siglo pasado en la “católica” España, es complejo. Se nacía dentro de la Iglesia católica, apostólica y romana. No cabía otra posibilidad y esa pertenencia se traducía en unas prácticas y un cuerpo doctrinal aceptado sin fisuras ni disidencias. 

Mi proceso creyente ha estado guiado por el afán de alcanzar una fe en libertad. Las aportaciones de la teología de la liberación, las teólogas feministas, el pluralismo religioso y la sociología de la religión me han conducido hasta el momento actual, encuadrado en los nuevos paradigmas, siendo esta expresión un cajón de sastre a la que trataré de dar contenido personal. 

Si me pregunto dónde se apoyaba mi fe en aquellos años infantiles y adolescentes, debería decir que en la observación de la gente que me rodeaba y que se confesaba explícitamente católica. Frente a los que identificaban creer con cumplimiento y normas, había personas que me atraían por su bondad, por su alegría. Sus vidas apuntaban hacia algo que luego supe formular desde la vida de Jesús: Pasó haciendo el bien. 

He conocido durante la educación primaria y secundaria tres tipos diferentes de centros. El comienzo fue en un colegio religioso, después otro vinculado a la dictadura, para culminar en un Instituto público. En los tres, con pequeñas variantes, había rezos diarios, meditaciones y arengas sobre el lugar central que debía ocupar en nuestras vidas todo lo relacionado con el sexto y noveno mandamiento. Poco más. 

Y al lado de esta “deformación” religiosa, hombres y mujeres, algunos muy cercanos, otros conocidos indirectamente, que vivían esa fe de un modo atractivo e ilusionante, que parecían haber captado el mensaje del evangelio. Quizá por eso seguí confesándome creyente, si bien alguna fisura se abría para dar paso a avanzar en una fe personal. 

Hacia la autonomía 

Llegar a la universidad abrió mis horizontes en muchos sentidos. Desde las relaciones humanas, enriquecedoras por su variedad, hasta el cambio de lugares de práctica religiosa, pasando por el conocimiento, propiamente dicho, de manera que la ciencia iba mostrando delante de mí argumentos sólidos sobre el origen y evolución de la vida, de la Tierra, del Cosmos. Existían las leyes físicas, existía la incertidumbre y la duda. El repertorio de preguntas iba cambiando y redirigiendo sus contenidos. En los grupos de reflexión se expresaban dudas sin escandalizar a nadie. 

La conclusión a la que llegué fue “la obligación” de construir una moral, una ética que naciera de mis propias convicciones. Para ello me sentía responsable de conocer mejor qué significaba querer seguir a Jesús. El abandono de una moral heterónoma animaba a emprender un camino no trillado, pero se evidenciaba la necesidad de hacerlo en compañía. Una comunidad de fe era imprescindible. Esa búsqueda de sentido precisaba de otras personas que se arriesgaran en ese proceso, siendo el ámbito idóneo para contrastar, compartir y proseguir. 

Un paso significativo fue replantearme el papel de los sacramentos, comenzando por el de la confesión. Analizar qué se podía rescatar y qué carecía de sentido, pues más bien lo encuadraba hacia el lado de los actos mágicos, eficaces si crees en la magia, e inútiles si no entras en el juego. Al igual que la confesión, otras prácticas rituales fueron desvaneciéndose. El estudio del valor y sentido de los sacramentos me ha llevado a repensar comunitariamente cada uno de ellos. Le dedicamos tiempo y voluntad, con la ayuda de Edward Schillebeeckx[1], y de José María Castillo[2]. La sensación de libertad era fuerte, surgían planteamientos donde encajar la formulación de mi fe, que sentía legitimada al encontrar el núcleo de la misma. Rituales y tradición ocupaban su lugar, secundario, a mi entender. El seguimiento de Jesús apuntaba hacia otros horizontes. 

En 1974 nació mi primera hija y nos encontramos ante el envite de su bautismo. Ya en esos años formábamos parte de dos comunidades cristianas. Una más parecida a un seminario de estudio teológico y otra en la que dábamos cauce a la parte sacramental, pero ya transitando hacia una comunidad adulta, responsable de dar razón de su fe. Y también de encontrar cauces para que esa fe se materializase en un compromiso social y político activo. 

Bautizamos a nuestra hija, junto a otros pequeños de la comunidad en la Vigilia de Pascua del año siguiente. Hubo mucho debate al interior de la comunidad sobre qué expresábamos con ese sacramento, si había significación o era ritual tradicional. Y llegamos a la conclusión de que queríamos presentar a nuestras hijas e hijos ante la comunidad cristiana y también ofrecerles el regalo de nuestra fe, que para nosotros constituía algo valioso. Cuando fueran personas adultas, gracias a la confirmación, podrían aceptar o no ese regalo. 

La necesidad de formación se saciaba con la lectura de textos y obras de teólogos. Las revistas “Concilium” y “Selecciones de Teología”, los libros de teólogos[3] europeos, norteamericanos o españoles iban formateando mi mente y ayudándome a encontrar soporte a mi fe. La biblioteca de casa se iba llenando con obras que servían luego para reflexionarlas en común, o para descubrir la riqueza y variedad en la interpretación de los libros sagrados del cristianismo. Se podía hacer una lectura política de la realidad desde la fe. 

La opción preferencial por los pobres 

Vivíamos en el último tercio del siglo XX con la tensión de reconciliar dos polos, aparentemente opuestos: la fidelidad a la iglesia y la fidelidad al mensaje de Jesús. Y al tiempo comprometernos con nuestro entorno y nuestra sociedad. El Concilio Vaticano II había dado luz verde a una Iglesia que debía vivir en el mundo. 

En la católica España eran escasos los ejemplos, dentro de la institución eclesial, que se arriesgaran a salir de los caminos ortodoxos de obediencia ciega y acrítica a la jerarquía, así como a adentrarse en una reflexión personal. Cuestionar e intentar cambiar el orden social, político y económico no era tarea propia de nuestra identidad religiosa. 

Mi horizonte, como el de las comunidades de pertenencia, se abrió con nitidez cuando accedimos a las obras de los teólogos[4] de la liberación provenientes de Latinoamérica. 

Una lectura novedosa de la Biblia se desplegaba ante nosotros. Textos como el Éxodo o los profetas, en especial Isaías, inspiraban la fe en un Dios que desde los inicios de la vida había proclamado su preferencia por los más pequeños. Un Dios que acoge y que se guía por la misericordia hacia sus hijos, desde el único poder de su amor sin límites. 

En el Nuevo Testamento la elección iba por Mateo 25 con la narración del Juicio final, la parábola del Buen samaritano, el Sermón de la Montaña, o de las Bienaventuranzas. No había dudas sobre lo que significaba querer seguir a Jesús, el Dios encarnado. La adhesión a su Causa, la oración confiada en su ayuda, la posibilidad de reconciliar lucha socio-política y fe cristiana, la vivía desde la certeza de seguir el rumbo de la Estrella Polar. Un Dios claramente a favor de los pobres y oprimidos y empeñado en la liberación de esas vidas aquí y ahora. Y por lo tanto una misión para los creyentes al tener que entregarnos a esa tarea sin contradicciones. 

Los teólogos latinoamericanos eran el soporte teórico, enriquecidos posteriormente con las teólogas[5] feministas de la liberación, adobados por las Conferencias del CELAM de Medellín y Puebla, que seguía con interés en sus declaratorias finales. No puedo olvidar el papel estelar que ha desempeñado desde 1980 el Congreso de Teología de la Asociación de Teólogos Juan XXIII al facilitar, simplemente con el desplazamiento a Madrid, la oportunidad de escuchar de viva voz a la élite del pensamiento liberador en la Iglesia. Sus ponencias, las oraciones y las liturgias conformaban una imagen de la Iglesia en la que querías y podías reconocerte. 

Y al lado de los teóricos, otra fuente de inspiración provenía de obispos tan singulares como Helder Cámara en Brasil, Pedro Casaldáliga en la Amazonía brasileña, Oscar Romero en El Salvador o Leónidas Proaño en Ecuador. Ellos, así como las Comunidades Eclesiales de Base, nos ofrecían modelos creyentes en los que nos apoyábamos para hacer la necesaria traducción al contexto de la sociedad española. 

Con una democracia en construcción, con una sociedad en parte ávida de cambios, con la constatación de la desigualdad y la posible intervención en modificarla, la fe era compromiso, la oración era acción, la entrega a las causas sociales no era más que la consecuencia de mi fe. Aportar mi granito de arena en la construcción del Reino de Dios. El activismo era fuerte, y lo combinaba en mis comunidades de referencia con más lecturas específicas y con la celebración semanal de la Eucaristía, que, dentro del repertorio sacramental de la Iglesia, hemos rescatado y mantenido, adaptándola a nuestras circunstancias[6]. Jesús era guía, modelo y referencia. 

Teología y ecofeminismo 

La contribución de la teología feminista ha sido notable para modificar el lenguaje y el contenido de las representaciones creyentes, y en concreto de la mía. La teología ha sido tradicionalmente un oficio de varones y ha impregnado la lectura de los textos sagrados de un sesgo patriarcal y androcéntrico, que era también el dominante en la sociedad. Las exégesis promovidas por las mujeres cambian la perspectiva del análisis pues se hace desde otro lugar social. Un lugar subalterno y silenciado, pero rico en matices y contrastes. Rescatan estas teólogas a las mujeres del Antiguo y Nuevo Testamento, y rastrean en ellas y en sus conductas formas nuevas de caracterizar a Dios. Dios ya no es sólo el Padre, símbolo de la ley, aunque pueda ser misericordioso y rebosar esas leyes como indica la narración del Hijo Pródigo. Dios es también Madre, y ese rasgo nos permite entrar en el registro de lo cotidiano, de lo insignificante en apariencia, pero repleto de ternura, amor y cuidado de la vida. Se subraya el valor de la Ruah, el Espíritu, que en hebreo es palabra femenina. Y se cultiva una espiritualidad rica y creativa, reforzada con elementos sensibles más vinculados a la tierra y la naturaleza. Hay otras liturgias, otras expresiones y símbolos, dotados de otros significados en mayor sintonía con lo que se está viviendo en la sociedad y que se ha venido a llamar la revolución feminista. 

Añadamos al aspecto teológico feminista la aportación del ecofeminismo. Todo un grupo de epistemólogas van construyendo este nuevo modelo de pensamiento, que analiza la analogía entre la explotación de la Naturaleza y la opresión del patriarcado sobre la mujer. Naturaleza y mujer comparten posiciones subalternas dentro de la sociedad neoliberal. La vulnerabilidad y fragilidad de los cuerpos físicos, que habitamos los seres humanos, tienen su correspondencia con la necesidad de cuidado respetuoso que reclama la Naturaleza y todo cuanto vive. Si todo lo que nace no es más que una promesa de futuro, que precisa de los cuidados continuos para convertirse en realidad, la cuidadora por excelencia ha sido la mujer. 

La mujer en todas las sociedades de forma casi general, y a lo largo del tiempo, ha sido la encargada de sostener la vida de las criaturas, de los enfermos, de los ancianos. Tareas que se desempeñaban en un espacio concreto privado formando parte de lo cotidiano. Y esa dedicación no sólo se ha invisibilizado, sino que además no ha gozado de reconocimiento social ni económico. Al no tener precio, no tenía valor. 

También la relación con la Naturaleza ha sido falseada al ignorar las terribles consecuencias del despojo y sobre explotación de sus bienes. Una concepción utilitarista y mercantilista ha borrado la relación entre seres humanos y el medio ambiente en el que se desarrolla la vida. La propuesta ecofeminista argumenta que mujer y naturaleza se refuerzan en sabiduría y capacidad de sostener la vida. El respeto que debemos a todo cuanto vive engloba a seres humanos, animales y Naturaleza y las capacidades cuidadoras de la mujer deben prolongarse e imitarse en nuestra relación con la tierra. Esa sería de forma sintética la novedad del ecofeminismo: cambiar la posición y perspectiva del análisis para encontrar sentidos y significaciones distintas. 

Pluralismo religioso 

Los cambios sociales en España en los últimos años, con el fenómeno de la inmigración y la llegada de personas de otras culturas y de otras expresiones religiosas, me ha ofrecido cercanía y amistad con algunas de ellas. De este modo he conocido otras formas religiosas y he encontrado puntos de convergencia con ellas unificadas gracias al principio de la compasión. 

El filósofo francés de origen judío, Emmanuel Lévinas, deposita el principio de humanización de cualquier persona en la mirada del Otro sobre mí. Esa mirada, que me reconoce, señala la alteridad como eje ético primordial de las relaciones humanas. Soy, porque soy para otro, igual que él es para mí. No puedo desvincularme de lo relacional en mi práctica vital y esta regla impregna las diversas manifestaciones creyentes en su pluralidad. 

Las nociones de pueblo elegido depositadas en Israel o de revelación divina, directamente de Yahvé al pueblo judío, se resquebrajan. Hay experiencias religiosas, al margen de la católica, que son igualmente válidas ante las grandes cuestiones vitales: ¿qué hacemos aquí?, ¿quién es mi prójimo?, ¿por qué el dolor y la muerte? La sinceridad y honestidad con que se busca respuestas van trazando caminos de encuentro con creyentes y no creyentes. El pluralismo religioso me obliga a depurar mi fe, a buscar de nuevo el sentido de confesarme cristiana[7]. 

Dogmas y creencias dejan de tener valor. Ni la encarnación, ni los textos revestidos del carácter de revelación, ni la economía de la salvación, ni dogmas sobre la Trinidad o la virginidad de María, ni tan siquiera la autoridad del Vaticano, que está lastrada gravemente por la discriminación de la mujer y por la ausencia de democracia, son importantes para mí. Tampoco me resultan especiales el carácter divino de Jesús, ni los dogmas referentes a la resurrección y la ascensión. Despojar a Dios de cualidades sobrenaturales invalida la fe en un destino humano prolongado en el cielo tras la muerte. Mi ética no se apoya en recompensas futuras sino en el mandato ético de ver al Otro como mi semejante. E intentar vivirlo en el día a día, en lo público y en lo privado, en lo próximo y en lo lejano. 

Conocer mejor la historia de la institución eclesial, la deriva desde las primeras comunidades cristianas hasta la consolidación de la Iglesia en Roma, con una adaptación al modelo imperial latino, ilumina la trayectoria de la Iglesia católica con sus luces y sus sombras. Y también facilita tomar distancia, colocarse en la periferia. No cerrar de ningún modo ese registro creyente, filiación personal, pues sigue alumbrando con su tenue luminosidad la Estrella Polar y con el mismo rumbo. 

Un mundo en cambio 

En el tránsito del siglo XX al XXI España se ha ido acomodando al resto de países del entorno. La democracia, con sus limitaciones, se ha consolidado. Habíamos asistido en la última década del pasado siglo a la caída del muro de Berlín y a la desintegración de la URSS, aparentemente estábamos viviendo el fin de los grandes relatos e, incluso, ciertos analistas como Fukuyama, famoso por un tiempo, se abonaban al fin de la historia con el triunfo rotundo del capitalismo, declarado como único sistema válido para conducir a la humanidad. 

La trampa quedaba oculta, pero se podía descubrir al menor trabajo de reflexión. Considerar el capitalismo, o el sistema neoliberal, como el vencedor dentro de la confrontación de sistemas socio-económicos partía de un supuesto perverso y reduccionista, la ignorancia de las condiciones de vida de las inmensas mayorías de la población mundial. Si nuestro campo de visión se limitaba al mundo occidental, y dentro de él permanecíamos ciegos ante los excluidos y marginados de nuestras propias sociedades opulentas, todo podía catalogarse en general de un mundo avanzado, deseable y con unas cuotas de felicidad amplias. El resto de los seres humanos podría encuadrarse como “desechables”. Sus vidas no cuentan para relatar el avance de nuestras sociedades neoliberales. Pero ese mundo feliz no era, ni es, generalizable. 

Los países enriquecidos, entre ellos España, hemos alcanzado un nivel de calidad de vida y de bienestar, que justificamos por unas supuestas capacidades que otros[8] no tienen. No se contempla en el análisis la interrelación entre los países enriquecidos y los empobrecidos. No se es consciente, o no se quiere ser, de que nuestro bienestar depende del expolio de los bienes de esos países, que ocupan el furgón de cola en las estadísticas de los programas de desarrollo de Naciones Unidas. 

Nos beneficiamos no sólo del petróleo, del coltán y otros minerales geoestratégicos, también del alejamiento de la contaminación consecuente a la producción de ciertas materias, que forman parte de nuestros hábitos de consumo. Cerramos los ojos ante las condiciones de explotación laboral en la fabricación y manufactura de productos, que aparecen “milagrosamente” en nuestros mercados. No sufrimos las guerras exportadas por la disputa por el dominio de materias primas. Y blindamos nuestras fronteras a migraciones forzosas, que suponen una mano de obra sometida en nuestros países occidentales, a la que difícilmente concedemos derechos. 

Sirvan estas simples pinceladas para dar cuenta de la situación personal, compartida con muchos otros, sobre qué pasaba con la construcción del Reino, qué sucedía con la liberación de los pobres, dónde quedaba el mundo soñado. 

A base de decepciones profundas, y de baños de realidad, las expectativas sobre el valor transformador de nuestra acción socio-política han ido virando. El fracaso de los grandes relatos ha tenido en principio su corolario en el aparente fracaso de nuestras opciones. 

Pero a poco que regresemos al origen de nuestra religión cristiana y a la vida de Jesús, el hombre inspirado por el Espíritu, que pasó haciendo el bien, lo que contemplamos desde esa hoja de ruta, es que Jesús terminó asesinado en la cruz. Sin embargo, no podemos decir que fracasó, pues sembró unas propuestas en sus mensajes y en su práctica, que cautivaron a amplias mayorías y que han seguido inspirando la vida y la esperanza a millones de personas, cientos de años después de su muerte. 

Nuestros fracasos y decepciones no nos han instalado en un cinismo paralizante, sino que nos hemos reinventado, y para ello ha sido necesario asumir y corregir los sesgos de omnipotencia que llevábamos en nuestras mentes. Y también de arrogancia. Las inconsistencias de nuestras emociones profundas, que son las que orientan los análisis y las acciones, las podemos detectar mejor con la edad. 

En la juventud, cuando descubrimos el mundo de los adultos y empezamos a tomar parte de él, creemos que nosotros vamos a conseguir todo lo que nuestros predecesores no supieron, o no quisieron lograr. El aforismo atribuido a Bernardo de Chartres, filósofo del siglo XI, perfila certeramente el espejismo de esa idea, pues: somos como enanos a hombros de gigantes. Si podemos ver más lejos no se puede atribuir a nuestros méritos sino al hecho de estar sobre los hombros de otros, que a su vez se apoyaron en otros y así sucesivamente. 

Es muy difícil situarnos en el interior de un proceso que viene de muy atrás y admitir que estamos ahí, siguiendo el curso de esa corriente continua. Hubo mundo soñado antes, lo habrá después de nosotros. No podemos pretender alcanzar la categoría de gran río amazónico, ni siquiera arroyo saltarín, sino conformarnos y alegrarnos de ser una gota de la gran masa de agua. Josep Ma Esquiro[l9] lo formula con una metáfora apropiada: admitir que podemos desplazar medio palmo la realidad hacia lo soñado y que ese medio palmo es imprescindible y suficiente para acercarnos a la comunidad fraterna y sororal, destino unívoco de la Estrella Polar. 

También en estas décadas se abre paso con mayor nitidez un cambio de paradigma, el que va del antropocentrismo al biocentrismo, que guarda puntos de contacto con el eco-feminismo. El ser humano no puede seguir siendo el eje central de la creación con poder sobre cualquier otro ser vivo y con el dominio absoluto de la Naturaleza. Se empieza a tomar conciencia de los límites físicos del planeta, de las alteraciones profundas en los biosistemas, producto del extractivismo y de la explotación desmedida de los recursos naturales por parte del ser humano. Se ha impuesto un modelo de vida apoyado en el consumo desenfrenado, y hay datos contundentes sobre la destrucción de nuestro entorno y predicciones sobre un futuro con un medio ambiente degradado e insostenible. El cambio climático o la emergencia climática es cada vez más un escenario posible y peligroso. 

El biocentrismo diluye la preeminencia de la vida humana entre todo lo que tiene vida. La Naturaleza no está al servicio del ser humano con un sentido utilitarista, sino que somos parte de ella y todo lo que hagamos de bueno o de malo a esa Naturaleza, repercutirá en nuestras propias existencias. Se revaloriza el cuidado como alternativa ante la vulnerabilidad de nuestros cuerpos físicos y de la vida que nos rodea en cualquiera de sus manifestaciones. 

La voz de los grupos excluidos de la narración dominante de la historia se deja oír con unos postulados que poco a poco van calando en las sociedades adormecidas. Y el relato desde lo subalterno ya no se ciñe a los que alumbraron los movimientos progresistas del siglo pasado. Hay ahora una reivindicación del presente, en el que se tienen que manifestar esos valores que suponen la base de la comunidad humana y de su simbiosis con la Naturaleza y todo lo que vive. Rediseñar la escala de valores sociales y económicos colocando entre lo prioritario todo lo que sostiene la vida. 

Y así la vida cotidiana cobra relieve para convertirse en espacio de liberación y construcción del mundo soñado. En ella se puede también perseguir el desplazamiento del medio palmo hacia la comunidad fraterna. La Estrella Polar sigue marcando un rumbo: pasó haciendo el bien, que encontramos en los ejemplos nítidos del capítulo 25 del evangelio de Mateo, en las propuestas de cuidado de la vida, de la importancia del mundo de los afectos, de la ternura como expresión de las relaciones humanas, del respeto a todo lo que vive. También en la proposición sintética de Jon Sobrino: Vivir simplemente, para que otros puedan, simplemente, vivir. 

La sociología de la religión 

Otra contribución en el proceso de construcción de mi identidad creyente proviene de la sociología, a la que me aproximé en los primeros años del siglo XXI. 

Durkheim[10] con su estudio sobre la estructura de las formas religiosas, que escribió en 1912, pone palabra y sentido a una intuición que me inquietaba desde tiempo atrás. Más que la existencia de un Padre común, que provocaba la fraternidad general, yo entendía que lo constatable era la igualdad radical entre los seres humanos, traducida en fraternidad, o sororidad, universal y desde ella podríamos acceder a un Padre común. 

Para Durkheim, las formas de expresión religiosa son construcciones sociales que, al recibir la adhesión de un grupo, estructuran la vida del mismo. Lo sagrado es una manifestación social que se crea por el poder consensuado que le confiere un grupo humano. Tiene la capacidad de crear vínculo y al crearlo, el grupo se empodera a través de él. Encaja aquí mi perspectiva de la religión: si nos concebimos como hermanos, nos podemos dotar de una estructura que refuerce la cualidad fraterna y esa estructura, que nos liga unos a otros, es lo que denominamos religión. El conjunto de normas, preceptos y narraciones que ligan a los fieles que las practican. 

Mircea Eliade[11], antropólogo e historiador, volcado toda su vida en el estudio comparativo de las religiones, acuña el término de hierofanía, para designar las manifestaciones de lo sagrado bien en forma de objetos, de rituales, espacios, narraciones o mitos. Y afirma la importancia de esas mediaciones para que un grupo encuentre la expresión de lo sagrado, que se materializa en estructuras religiosas concretas, en religiones. José María Mardones[12], el filósofo de la religión, también estudió el papel del símbolo en el dominio de lo religioso, subrayando la importancia que le debemos rendir a la hora de analizar los fenómenos religiosos y los vínculos que provocan. 

Estos autores me han ayudado a repensar el significado de rituales de la religión católica que, desde mi juventud, con una mentalidad excesivamente racional, me resultaban de difícil comprensión, achacándoles rasgos de supersticiones retardatarias. En novenas, procesiones, romerías, encuentro ahora las mediaciones necesarias para recrear el vínculo de lo social. Lo social-sagrado. Si bien esas mediaciones están sometidas al signo de los tiempos y por tanto se manifiestan cambiantes. Los peligros que acechaban a la vida humana desde la enfermedad hasta los desastres naturales y que no encontraban explicación satisfactoria, se conjuraban apelando a Dios con los rituales apropiados. En nuestro mundo occidental hay un declive de esos rituales ancestrales por la secularización, deudora de los profundos cambios en los estilos de vida, fundamentalmente el paso de sociedades mayoritariamente rurales y campesinas a otras urbanas, desgajadas de la tierra y sus tareas. 

La eficacia de los símbolos reside en la significación que podemos otorgarles a los mismos. Una sociedad del conocimiento, como la nuestra, con la preeminencia de los avances tecnológicos y la confianza depositada en la ciencia como verdad inmutable, ya nos indica que no van a ser válidos los que fueron eficaces tiempo atrás, no tan lejano. Se recrea ahora lo social-sagrado con otros vínculos que también esconden la dimensión simbólica: manifestaciones, performances, organizaciones no gubernamentales de solidaridad internacional, medioambientales, pacifistas, antirracistas, que congregan en torno suyo a grupos humanos orientados hacia el mundo soñado, bajo el rumbo que marca la Estrella Polar. Estas expresiones se desarrollan en una sociedad laica, secularizada, en la que resulta difícil detectar la dimensión trascendente que vivo como una carencia que tengo que solucionar de otro modo. 

Tampoco quiero caer en la ingenuidad de colocar todas las mediaciones creadoras de vínculos sociales bajo la égida de la misma estrella. Muchas se guían por constelaciones ajenas al cuidado de la vida y sin comprender ni aceptar el alcance y magnitud que tiene la igualdad de todos los seres humanos, todos sin excepción. El mal sigue presente en nuestro mundo, confrontado con la bondad. Lo que sucede, con la inspiración que da la vida y obra de Jesús, es la afirmación esperanzada de que la última palabra reside en la bondad y en el poder del amor. 

La nueva teología 

Me sitúo ahora en la última etapa, la actual, dentro del proceso de construcción de mi identidad cristiana. En el itinerario he ido dejando muchos sistemas de referencia, que han ido evolucionando pivotando sobre la opción de buscar con libertad mi base creyente. 

Al principio tenía una concepción tradicional de Dios como ser supremo que habita en el cielo y es todo-poderoso. Da paso al Dios que el Nuevo Testamento nos presenta como Padre amoroso y que la teología feminista amplía a la categoría de Madre; un Dios creador de todo lo que existe, atento a la vida de todas sus criaturas, omnipotente y misericordioso. A él he dirigido mis plegarias, mis temores y mis súplicas de ayuda. Esperaba sus cuidados y su intervención milagrosa. Pero ni tan siquiera la teología feminista puede resolver mis extrañezas. Referirme a Dios como madre vuelve a utilizar el enfoque antropomórfico y me resisto a concebir a Dios dentro de nuestras categorías, que entiendo devalúan a un Dios que manipulamos para encajarlo dentro de nuestros esquemas y necesidades. Cualquier intento de definirlo se agota en sí mismo careciendo de sentido. 

Focalizar en Jesús ofrece una aproximación creyente menos problemática. No hay dudas para expresar quién ha sido Jesús y en qué consiste seguir su proyecto: Paso haciendo el bien, programa vital para la construcción del Reino. 

Sin embargo, ese Jesús no precisa de la filiación divina para convertirlo en mi referencia. La atracción y carisma de Jesús reside en la relación excepcional que mantenía con el Dios de Israel, que le hacía brotar la expresión más tierna, Padre, para dirigirse a él. El Espíritu, que le animaba y guiaba, configuraba una vida derramada en favor de los últimos con la esperanza de transformar este mundo en el Reino de Dios, presidido por la justicia, la igualdad y la paz. Y era tal la fuerza y coherencia que emanaba de sus convicciones, que le llevó a la condena a muerte, consecuente con una vida que se enfrentaba al poder de su tiempo, en cualquiera de sus variantes: política, económica o religiosa. Y paradójicamente, esa muerte tuvo el extraño poder de concitar una esperanza contra toda evidencia, que lanzó, primero a sus seguidores, luego a multitudes, a proclamar que el Reino de Dios era posible, que la muerte no ponía punto final a esa vida, ni a ninguna otra. Que nada se pierde, aunque resulte casi imposible percibirlo en tantas y tantas ocasiones en que la muerte, la destrucción y el dolor se ceban sobre los inocentes y los vulnerables. El Espíritu de lo divino, implorado por Jesús, anima y sostiene a quien le sigue. 

A pesar de depositar en Jesús gran parte de mi identidad creyente, gravitaba una duda profunda sobre cómo referir mi pertenencia a la Iglesia. Por el camino he ido abandonando dogmas y rituales, he ido desechando concepciones de un Dios construidas a nuestra imagen y conveniencia, me he sentido muy lejana de una institución eclesial apegada a los poderes de este mundo por encima del seguimiento evangélico. La libertad que he elegido para mi identidad cristiana me ha provocado tensiones y dilemas en torno a la pregunta de si realmente podía confesarme y reconocerme como miembro de esa Iglesia. Me sentía a la intemperie y con el temor de que el pábilo vacilante de mi fe llegará a apagarse. La depuración podía ser tan radical, que la estrella polar se hubiera extinguido. 

Mi esperanza, mis convicciones profundas buscaban asideros para asumir la soledad de esta etapa del camino. Y esos amarres llegan gracias a obras de diversas procedencias. E. Martínez Lozano[13] ensaya otro lenguaje sobre Dios con la apoyatura de las filosofías orientales, que me resultan algo lejanas. 

Con mayor sintonía voy conociendo a Roger Lenaers[14] y John S. Spong [15] encuadrados en los llamados nuevos paradigmas, que confluyen en desmontar el teísmo que aboga por un Dios sobrenatural listo para socorrernos desde el “cielo”. 

Con palabras de Spong, Dios es la realidad que subyace a todo lo que existe, un Dios que es vida y al que adoramos cuando vivimos plenamente, un Dios que es amor y lo adoramos amando generosamente. De manera que en el acto de vivir y de amar es donde conseguimos ir más allá de nuestros límites para adentrarnos en la trascendencia, la alteridad y la eternidad. Y puedo preguntarme al amparo de Lenaers: ¿qué queda del cristianismo en esta fe moderna? Queda lo esencial, el misterio amoroso que la espiritualidad unificadora renueva y alimenta. 

El Espíritu, que todo lo inunda y todo lo sostiene, cobra peso por sí mismo y se enmarca en una dimensión de misterio. El misterio de la divinidad, que es algo inasequible, por su propia definición. Y tengo que aceptar el no poder ir más allá. Sólo encontraré respuestas parciales en lo que sucede a mi alrededor. En la hondura de lo real. 

Retomo aquí la inquietud por la trascendencia que vivo en ocasiones como un problema. Siento en esta etapa la dificultad para encontrar mediaciones simbólicas que doten de significación al misterio de la divinidad más allá de lo racional. Tener una formulación teórica, más o menos balbuceante, no anula la necesidad de cultivar lo imaginario y simbólico, que apelan al mundo de las emociones y de lo sensible. La riqueza de este registro es imprescindible para escuchar el soplo del Espíritu. Sin ellas la fe queda tan a la intemperie que se puede desvanecer. 

¿Dónde encontrar el Espíritu que se mimetiza con la vida?, ¿qué dominios de lo sensible se activan para detectar su presencia? La percepción del Espíritu emerge en la bondad humana, en la emoción suscitada por la belleza, en la contemplación reverente de la Naturaleza, en el efecto sanador del cuidado y la ternura, en el agradecimiento cotidiano por la pujanza de la vida, en el poder de la reconciliación mutua deshaciendo rencores, en la búsqueda de una verdad que no se imponga por la fuerza sino por su capacidad de generar justicia e igualdad, en el impulso a levantarse cuantas veces se tropiece en la búsqueda de la Estrella Polar, de modo que no nos dejemos invadir por el cansancio o el desánimo, en el valor insustituible de lo colectivo y comunitario, en el compromiso de crear fraternidad y sororidad en la realidad que nos circunda. 

Renuevo pues la confianza en el Espíritu de lo divino, misterio que anida en cada ser humano y que nos impulsa a encontrar la fuente de la felicidad en lo relacional, en la alteridad, en la aproximación humilde a la Naturaleza. En palabras de Jose Arregi[16] una espiritualidad que se encuentra en la dimensión profunda de la realidad, a la que nos acercamos con una mirada de admiración, gratitud y respeto. Con el propósito de aprender a percibir el “Aliento vital que anima cuanto es”. 

Al igual que la utopía, o el viaje a Ítaca, la búsqueda de la Estrella Polar no marca un punto de llegada sino un rumbo o una trayectoria. En ella, con libertad, quiero situarme con el anhelo de no desistir del viaje. La invitación a la esperanza es un proyecto de vida. 

Notas

1. Los ministerios responsables en la comunidad cristiana, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1982. 

2. Símbolos de la libertad. Teología de los sacramentos, Sígueme, Sala- manca 1981.

3. H. ZAHRNT, A vueltas con Dios, Hechos y Dichos, Zaragoza, 1972 A. FIERRO, La fe y el hombre de hoy, Cristiandad, Madrid, 1970
El evangelio beligerante, Verbo divino, Estella, 1974
J. ROBINSON, Sincero para con Dios, Libros del Nopal, editorial 

Ariel, Barcelona 1967
D. BONHOEFFER, Resistencia y sumisión, Libros del Nopal, editorial Ariel, Barcelona, 1974
P. TILLICH, El coraje de existir, Verbo divino , Estella, 1968
— Se conmueven los confines de la tierra, Libros del Nopal, editorial Ariel, Barcelona, 1968
H. COX, La ciudad secular, Península, Barcelona, 1968
J. RATZINGER, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca, 1971 

4. G. GUTIÉRREZ, Teología de la Liberación, Sígueme, Salamanca, 1974 J.L. SEGUNDO, La historia perdida y recuperada de Jesús de Nazaret, Sal Terrae, Santander, 1990
J. SOBRINO, Liberación con espíritu, Sal Terrae, Santander, 1985
La fe en Jesucristo, Ensayo desde las víctimas, Trotta, Madrid, 1999 G. GIRARDI, Cristianismo y liberación del hombre, Sígueme, Salamanca, 1973
L. BOFF, El rostro materno de Dios, Ediciones Paulinas, Madrid, 1979 — Iglesia, Carisma y Poder, Sal Terrae, Salamanca, 1982
— Teología desde el lugar del pobre, Sal Terrae, Santander, 1986
I. ELLACURIA y J. SOBRINO (comps.) Mysterium Liberationis, Trotta, Madrid, 1990
J. MATEOS, Cristianos en fiesta, Cristiandad, Madrid, 1975
— El Evangelio de Marcos, Ediciones el Almendro, Córdoba, 1993 C. BRAVO, Jesús, hombre en conflicto, Sal Terrae, Santander, 1986 

5. I. GEVARA, Intuiciones ecofeministas, Trotta, Madrid, 2000
M.P. AQUINO, Aportes para una teología desde la mujer, Ediciones Paulinas, Madrid, 1988
M.P. AQUINO y E. TÁMEZ, Teología feminista latinoamericana, Ediciones Abya Yala, Quito, 1998 

6. Desde 1998 sin sacerdote en la comunidad, pero tras un año completo de discernimiento la decisión fue legitimar a la comunidad para mantener esa celebración eucarística centrada en la lectura reflexiva de textos evangélicos o inspiradores, y en compartir pan y vino como expresión de dos símbolos elementales que nos igualan y nos comprometen en avanzar en común en la construcción del Reino de Dios, o del Mundo Soñado. Una organización en pequeños grupos hace que rotatoriamente se preparen y presidan las celebraciones semanales. 

7. K. ARMSTRONG, Campos de Sangre, Anagrama, 2015, Madrid, me parece una autora muy recomendable para seguir la evolución histórica de las grandes tradiciones religiosas. Y en una perspectiva más ficcional, E. CARRÈRE, El Reino, Anagrama, 2015, sobre los orígenes del catolicismo. Anterior a ellos la obra pionera en el diálogo interreligioso de Hans Kung, El cristianismo y las grandes religiones, Libros Europa, Madrid, 1987. 

8. Es curioso atribuir los niveles socioeconómicos a virtudes propias, achacando a los demás defectos y carencias que justifican la desigualdad. Esta conducta estereotipada la hemos vivido y sufrido en la Unión Europea en la crisis de 2008 y en la pandemia de la Covid-19. Ciertos países del Norte europeo achacaban a la vagancia y molicie los problemas que padecíamos en el Sur, España entre ellos, no nos merecíamos la ayuda mancomunada. Y ¡cómo duele escuchar esos argumentos, cuando tú eres el “vago” e “inútil”! 

9. J.M. ESQUIROL, La penúltima bondad, Acantilado, Barcelona, 2018 

10. E. DURKHEIM, Las formas elementales de la vida religiosa, Akal, Madrid, 1992 

11. M. ELIADE, Lo sagrado y lo profano, Paidós, Barcelona, 1998 

12. J.M. MARDONES, La vida del símbolo, Sal Terrae, Cantabria, 2003 

13. E. MARTINEZ LOZANO, Qué Dios y qué salvación, Desclée de Brouwer, Madrid, 2009 

14. R. LENAERS, Otro cristianismo es posible, Abya Yala, Quito, 2011 — Aunque no haya un Dios ahí arriba, Abya Yala, Quito, 2014 

15. J. S. SPONG, Un cristianismo nuevo para un mundo nuevo, Abya Yala, Quito, 2011 

16. J. ARREGI, Invitación a la esperanza, Herder Editorial, Madrid, 2015 

Credenciales:

DESPUÉS DE LAS RELIGIONES – Una nueva época para la espiritualidad humana

Claudia Fanti 

Rogers Lenaers 

Concha Martínez 

John Shelly Spong 

María Lopez Vigil

José María Vigil

Coordinadores: 

Santiago Villamayor 

José María Vigil

Para esta edición:

Servicios Koinonia-2

Bienaventurados los ateos porque encontrarán a Dios


[Publicado en: Horizonte, Belo Horizonte, vol. 13, no. 37, p. 584-591, Enero/Mar- zo 2015 – ISSN 2175-5841 584]

María López Vigil 

Los dogmas del catolicismo, la religión en la que nací, ya no me dicen nada. Las tradiciones y creencias del cristianismo, tal como las aprendí, me parecen cada vez más ajenas. Son respuestas. Y ante el misterio del mundo yo tengo cada vez más preguntas. 

Sentimientos parecidos a los míos los descubro en mucha otra gente, sobre todo jóvenes, sobre todo mujeres, que no niegan a Dios, pero que buscan una espiritualidad que alimente de verdad el sentido de sus vidas. Y en busca de ese tesoro, en el que poner su corazón, toman distancia, se apartan, revisan, hasta rechazan, la religión aprendida. 

¿Qué nos pasa? ¿Qué me ha pasado? Que he crecido, que he leído, que he buscado, que vivimos en un mundo radicalmente diferente al mundo tribal, rural, premoderno, en el que se fraguaron los ritos, dogmas, creencias, jerarquías y tradiciones de mi religión. El sistema religioso que nos han enseñado habla de un concepto anticuado del mundo. Ya no podemos caminar con esos “zapatos”; ya no me sirven. 

Sabiendo, como sé, que el cristianismo, en todas sus versiones (católicos, protestantes, evangélicos, ortodoxos…), es una religión poderosa, pero una más entre tantas que existen y han existido en el planeta y en la historia, ya no puedo creer que la mía sea “la” religión verdadera. Sería una insensatez tan mayúscula como creer que mi lengua materna, el español, es, entre todas las lenguas, la mejor, sólo porque nací en ella, es la que conozco y la que sé hablar. 

Encuentro arrogantes los postulados religiosos que aprendí. Porque se presentan absolutos, rígidos, infalibles, incuestionables, inmutables e impenetrables al paso del tiempo. Y la humildad –que tiene la misma raíz, que humanidad, humus– me parece un caminito esencial ante el Misterio del mundo, que ni la ciencia ni ninguna religión logra desentrañar cabalmente. 

Sabiendo, como sé, las riquezas que encierran las variadísimas culturas humanas, los tantos mundos que hay en este mundo, no puedo creer que en mi religión y en la Biblia esté “la” revelación de esa Realidad Última que es Dios. Si así lo creyera, no podría evitar ser soberbia. Y no podría dialogar de igual a igual con los miles y miles y miles de hombres y mujeres que no lo creen así, que tienen otros libros sagrados, que van a Dios por otros caminos en donde no hay escrituras santas que venerar y seguir. 

¿Cómo creer en ese galimatías dogmático, amalgamado con una filosofía superada, que afirma que en Dios hay tres personas distintas con una única naturaleza, y que Jesús es la segunda persona de esas tres, pero con dos naturalezas? ¿Cómo creer lo que es absurdo y no entiendo, si mi cerebro es la obra maestra de la Vida? ¿Cómo creer que María de Nazaret es Madre de Dios, si Dios es Madre? ¿Cómo creer en la virginidad de María sin asumir lo que ese dogma expresa de rechazo a la sexualidad y a la sexualidad de las mujeres? ¿Cómo aceptar una religión tan masculinizada y, por tanto, tan separada de aquella primera intuición que presentía a Dios en femenino, al ver el poder del cuerpo de la mujer que daba vida? ¿Cómo olvidarnos de que, por esa experiencia vital, Dios “nació mujer” en la mente de la humanidad? 

¿Cómo creer en el infierno sin convertir a Dios en un tirano torturador como los Pinochet o los Somoza? ¿Cómo creer en el pecado original, que nunca nadie cometió en ningún lugar, que es solamente el mito con que el pueblo hebreo explicó el origen del mal en el mundo? ¿Cómo creer que Jesús nos salvó de ese pecado si esa doctrina no es de Jesús de Nazaret sino de Pablo de Tarso? ¿Cómo creer que Dios necesitaba de la muerte de Jesús para lavar ese pecado? Jesús el profeta, ¿un cordero propiciatorio que aplaca con sangre la cólera divina? ¿Cómo creer que Jesús nos salvó muriendo, cuando lo que nos puede “salvar” del sinsentido es que nos enseñó a vivir? ¿Cómo creer que como el cuerpo de Jesús y bebo su sangre, reduciendo así la Eucaristía a un rito materialista, mágico y evocador de sacrificios arcaicos y sangrientos que Jesús rechazó? 

Sin embargo, dejando ya en mi camino tantas creencias de la religión aprendida, no dejo a Jesús de Nazaret. Porque, así como mi padre, mi madre y mis hermanos son mis referentes afectivos, y así como pienso, hablo y escribo en español y esa lengua es mi referente cultural, Jesús de Nazaret es mi referente religioso y espiritual, mi referente ético, el que me es más familiar para tantear el camino que me abre al Misterio del mundo. 

Hoy, sabiendo, como sé, de la majestad inabarcable del Universo en el que vivimos, con sus miles de millones de galaxias, no puedo creer que Jesús de Nazaret sea la única y definitiva encarnación de esa Energía Primera que es Dios. Eso no lo creyó Jesús. Esa elaboración dogmática, hecha posteriormente y en contextos de luchas de poder, escandalizaría a Jesús. Hoy, en vez de afirmar “creo que Jesús es Dios”, prefiero decirme y decir: “Quiero creer en Dios como creyó Jesús”. 

¿Y en qué Dios creía Jesús, el Moreno de Nazaret? Nos enseñó que Dios es un padre, también una madre, que se preocupa por buscarnos –el pastor que busca a su oveja, la mujer que busca su dracma–, que nos espera con ansia, que siempre acoge, que se indigna ante las injusticias y ante el poder que explota y oprime, que toma partido por los de abajo, que no quiere pobres ni ricos, que quiere que a nadie le sobre y a nadie le falte, que apuesta por la equidad y la dignidad de todos, que nos quiere hermanos, que nos quiere en comunidad, que no quiere señores ni siervos –tampoco siervas–, que nos da siempre oportunidades, que se ríe y festeja, que celebra banquetes a los que invita a todos, que es alegre y es bueno, que es un abbá, una immá

Todas las religiones del mundo, toditas, se parecen en algo: todas afirman que son las verdaderas y se ufanan de que sus divinidades son las más poderosas. Todas se sostienen en creencias, en ritos, en mandamientos y en mediadores. La mayoría de los mandamientos que imponen son prohibiciones: lo que no se puede hacer, lo que no se puede pensar, lo que no se puede decir… Y los mediadores que dominan las religiones son variadísimos: son libros, lugares, tiempos y objetos sagrados y, sobre todo, son personas sagradas a las que hay que creer, obedecer y reverenciar. 

Cuando uno lee la buena noticia de los Evangelios, cuando capta su esencia, descubre que Jesús no fue un hombre religioso. Jesús fue un laico en contradicción permanente con los hombres piadosos y sagrados de su tiempo, fariseos y sacerdotes. Jesús no propuso creencias sino actitudes. No lo vemos nunca practicando ningún rito sino acercándose a la gente. Les dio la vuelta a varios mandamientos, tal como eran interpretados por los piadosos de su tiempo. Y no respetó ni los lugares sagrados (oraba en el monte) ni los tiempos sagrados (“El sábado es para la gente, no la gente para el sábado”). 

Jesús fue un hombre espiritual y un maestro ético. Jesús no quiso fundar ninguna religión y, por eso, no es responsable de ninguno de los dogmas construidos desde el poder sobre la memoria apasionada de quienes lo conocieron. Jesús propuso una ética de relaciones humanas. Inspiró un movimiento espiritual y social de hombres y mujeres que buscando a Dios buscaran la justicia y construyeran su sueño, el Reino de Dios, que él concibió como una utopía contrapuesta a la realidad de opresión, injusticia, que le tocó vivir en su país y en su tiempo. 

Cuando ninguna persona es sagrada, todas las personas se vuelven sagradas. Cuando ningún objeto es sagrado, todos los objetos merecen ser cuidados. Cuando ningún tiempo es sagrado, todos los días que me es dado vivir se convierten en sagrados. Cuando ningún lugar es sagrado, veo en la Naturaleza entera el sagrado templo de Dios. Esto también nos lo enseñó Jesús. 

La irreverencia, la provocación, la gracia, el humor, la audacia y la novedad de la espiritualidad de Jesús de Nazaret han sido aprisionadas desde hace siglos en la dogmática cristológica. Esa dogmática nos hace prisioneros de un pensamiento único, nos encierra en una jaula. No nos deja volar porque no nos deja preguntar, sospechar, dudar… Los barrotes de esa cárcel provocan miedo. Miedo a desobedecer la palabra autorizada de quienes “saben de Dios”, las jerarquías de la religión. Miedo a ser castigados por pensar y por decir lo que pensamos. 

Hoy, sabiendo que vivo “en torno a una estrella del montón, en una zona corriente de una galaxia vulgar, agrupada con otras igualmente anodinas en un cúmulo ordinario” –como describe este “barrio cósmico” que es la Tierra un prestigioso físico–, no puedo dejar de sentir petulantes y esclerotizadas, irrelevantes para mi vida, las certezas y las normas de la religión organizada por una burocracia jerárquica que, además, en tantas cosas, ha traicionado el mensaje de Jesús. 

Me encuentro más cercana a la Vida que Jesús defendió y dignificó en esa religiosidad, en esa espiritualidad que es reverencia y asombro ante el misterio del mundo. Hallo más sentido espiritual en la “religiosidad cósmica” de la que habló el judío Einstein cuando dijo: “El Misterio es lo más hermoso que nos es dado sentir”. Einstein reconoce que esa experiencia de lo misterioso, “cuna del arte y de la ciencia, ha generado también la religión”. Pero añade: “La verdadera religiosidad es saber de esa Existencia impenetrable para nosotros, saber que hay manifestaciones de la Razón más profunda y de la Belleza más resplandeciente”, que nunca nos son del todo asequibles. Y concluye: “A mí me basta con el Misterio de la eternidad de la Vida, con el presentimiento y la conciencia de la construcción prodigiosa de lo existente”. 

No sé si a mí me basta esa formulación, pero sí sé que me resulta significativa porque me abre a nuevas preguntas. Y la religión, el sistema religioso en el que me educaron, no me abrió. Me cerró llenándome de respuestas fijas, preestablecidas, muchas de ellas amenazantes, angustiantes, generadoras de miedo, de culpa y de infelicidad. Es tiempo de humanizarnos. Y el sistema religioso, obligándonos a pensar a Dios de una única manera, imponiéndonos normas morales severas y carentes de compasión, y obligándonos a cultos y ritos rutinarios y rígidos, nos deshumaniza. 

¿Creo en Dios? ¿Qué es la fe? “Es un amor”, me respondió hace ya muchos años un campesino analfabeto en la República Dominicana cuando yo se lo pregunté. Nunca lo olvido. Sentí una explicación tan sencilla como profunda. 

Si Dios es, es quien me mueve siempre hacia el amor, hacia los demás, sean personas, animales, árboles… Ese movimiento, ese impulso es a compartir, a simpatizar, a cuidar, a hacerme responsable, a meterme en el agua que guarda en su fondo ese pozo de todo lo que está vivo. La amistad es la felicidad de no poder tocar nunca el fondo de ese pozo. Eso es amor: un pozo sin fondo en el que poder beber. Eso debe ser Dios. En el amor que tengo a quienes quiero yo siento a Dios. 

Si Dios es, es belleza. El derroche de belleza de la Naturaleza –las estrellas del cielo, los ojos de los perros, la forma de las hojas, el vuelo de los pájaros, los colores y sus matices, el mar–, todo ese inconmensurable y siempre sorprendente listado de hermosuras, todas parecidas, todas diferentes, todas relacionadas, esa belleza que yo no puedo ni abarcar ni entender, que deslumbra mis ojos y mi mente, que la ciencia nos descubre y nos explica, siento que tiene “la firma” de Dios. En el fondo de toda la belleza que veo en todo lo que existe yo siento a Dios. 

Si Dios es, es alegría. En la fiesta, en la música y el baile, en las formas indefinibles que adopta la alegría cuando es profunda, en la palabra, en la compañía, en la celebración, en los logros, en el esfuerzo de creatividad, y muy especialmente en las risas y en las sonrisas de la gente, yo siento que Dios es más cercano que nunca. 

Si Dios es, es también justicia. Es la justicia que la historia que conozco y en la que vivo no le ha garantizado nunca a la gente buena. Que no le garantizó a aquel campesino pobre y analfabeto que me definió la fe como “un amor”. 

Pero Dios siempre está más allá de todo amor, de toda belleza, de toda alegría, siempre inalcanzable, innombrable, indescifrable, siempre más allá de la idea que de Dios me hago, más allá de mi propio deseo y nostalgia. Maimónides, el gran pensador judío de la Edad Media, escribió un tratado teológico-filosófico con este fascinante título: “Guía para perplejos”. Dice él: “Describir a Dios mediante negaciones es la única manera de describirlo en un lenguaje apropiado”. 

Ni una pizca de esa perplejidad la encuentro ya en el sistema religioso en el que nací. Y es con estos “ladrillos” de pensamiento y de sentimiento, con este pensar y este sentir, con los que he ido construyendo a tientas una espiritualidad, convencida, como decía el poeta León Felipe, que nadie va a Dios por el mismo camino por el que voy yo. La espiritualidad es un camino personal, la religión es un corsé colectivo. Un “yugo pesado”, en palabras de Jesús. 

En su libro La ola es el mar, el monje benedictino Willigis Jäger comenta: “Una persona sagaz dijo: La religión es un truco de los genes”. Jäger se toma muy en serio esa afirmación. Y explica: “Cuando la especie humana alcanzó el nivel evolutivo adecuado para plantearse preguntas sobre su origen, su futuro y el sentido de su existencia, desarrolló la capacidad para dar respuesta a esas preguntas. El resultado de este proceso es la religión, que durante milenios ha desempeñado magníficamente su tarea y aún sigue haciéndolo hoy. La religión forma parte de la evolución humana. Y si hoy llegamos a un punto en que sus respuestas ya no satisfacen, es un indicio de que la evolución ha dado un paso hacia adelante y está surgiendo en la humanidad una nueva capacidad para comprendernos como seres humanos”. 

A pesar de los caminos errados y de los tiempos perdidos, cuánto me alegro de que, antes de morirme, desarrollé esa capacidad y pude vivir en el tiempo de ese paso hacia adelante. 

El gozo que nace en la compasión


Ocurrió en la Semana Santa andaluza, en la procesión de Viernes Santo, al paso de Jesús atado a la columna, lacerado y sangrante. En la misma Sevilla en la que el Gran Inquisidor reprochó a Jesucristo les propusiera una libertad con sufrimiento cuando él les estaba asegurando un bienestar sin libertad. “Un mundo feliz”, vamos. 

Fue allí, pues, donde, un emocionado asistente a la procesión se puso a cantar una saeta al Cristo de los Dolores cuando la imagen estaba a su alcance.  El “paso” o imagen, a hombros de sufridos costaleros, se detuvo, y el “cantaor” se extasió cantando y llorando. En esa misma elegía iban su sufrimiento y el de Jesús y poco a poco esa condolencia se fue extendiendo por toda la muchedumbre en profundo silencio. Unos se compungían interiormente a lágrima muerta, mientras otros sollozaban a lágrima viva, sintiendo todos ese momento tan privilegiado como un sacramento de todos los sufrimientos del mundo que allí adquirían su sentido y consolación. Y cuando ya el “paso” reemprendió la marcha y las emociones se fueron amainando, un periodista preguntó al hombre que cómo se encontraba y él contestó “Qué bien de mal lo estoy pasando”.  Es decir se sentía contento en el seno de esa profunda dolencia.

El buen cristiano se había liberado de sus culpas y penas y acompañaba en el dolor a esa persona que sufrió por toda la humanidad y a quien le debía agradecimiento y fidelidad. Más cuando Jesucristo era para él el mismo Dios, lo más sagrado y absoluto de su vida, el que acabaría con todo el mal, la muerte, sus egoísmos y limitaciones.

Más allá de la anécdota, en el fondo de esa experiencia late una actitud muy positiva ante algo que es incomprensible e irresoluble, el mal y el sufrimiento: la posibilidad de que el significado de lo que padecemos reduzca el mismo padecimiento. Porque no es tanto el dolor lo más insoportable cuanto su falta de sentido, es decir la desesperanza.

La ineludible presencia del mal

El problema del mal es irresoluble y el sufrimiento inevitable, del mismo modo que no hay figura sin fondo ni fondo sin figura y porque la limitación es el precio de la identidad. El mal nunca deja de ser una merma, un quejido y una queja, un puñetazo en el estómago, una pregunta reiterativa y molesta. Porque hiere y porque pone en cuestión el sentido de la libertad. A veces se desearía renunciar a ella a cambio de la pervivencia del bien. 

El mal no es solo una carencia de bien, golpea como dotado de consistencia propia. Y resulta paradójico, si lo suprimimos queda la nada en el ámbito físico y el autómata en el ámbito moral. Es pues el mayor tropiezo de la vida, orientada de por sí a la felicidad. Y todavía es mayor no comprender por qué se da y por qué lo hace con tanta discriminación. Y especialmente hiriente cuando no damos motivos para ello sino todo lo contrario y la desgracia recae sobre los más inocentes o bondadosos. Entonces estalla el escándalo, sobre todo en el creyente.

La única manera de integrar el mal es darle sentido y aminorarlo con la práctica del bien. Ahogando el sufrimiento en el mar de la compasión. Algo que se logra a veces ahondando en esa laguna interior de buen sentir que unos llaman Dios y otros, creatividad de la conciencia, cualidad humana profunda, fondo del ser, encuentro o fusión en el todo. Otras veces, según se dice, dejando pasar el tiempo que lo cura todo, pero porque el tiempo está cargado de vida creadora. Nuestro “cantaor” soporta el dolor en virtud de un máximo valor y mejor vida que le llega después o incluso en el mismo momento. Tal ocurre también con los dolores de parto y los procesos creativos. 

Sufrimiento con sentido y consentido 

«En el corazón tenía la espina de una pasión; logré arrancármela un día: ya no siento el corazón» (Antonio Machado).

El dolor es por tanto un aviso de que algo va mal, nos indica qué órgano o estructura está dañado. Si eliminamos el dolor eliminamos el ser, tiene razón Machado. Quizás entonces, si tiene sentido, podemos consentirlo. Hasta hace un tiempo el sentido y la aceptación eran de tipo sobrenatural, la identificación con el Cristo Redentor. Pero hoy el paradigma de la Salvación por el sufrimiento y muerte de un Dios ha entrado en crisis sustituido por una nueva concepción de la realidad y de la verdad.

Ayer sacrificio y resurrección

Todavía quedan en nuestra cultura bastantes reminiscencias de aquella mentalidad en la que estar junto a Dios aunque fuera sufriendo era el mayor regalo y felicidad que se le podía dar al humano. El martirio, la vida consagrada y abnegada o la donación cívica extrema eran el camino más idóneo para esa fusión celestial y la mejor garantía de un final beatífico, la Resurrección o la utopía social. En esa perspectiva el sufrimiento estaba suficientemente justificado y asimilado; ya antes de que sobreviniera uno ya lo había buscado. Morir o sufrir por Dios – véase la película “Camino” – era la mayor oblación y agradecimiento.

En esa mentalidad el escándalo de un Dios omnipotente e infinitamente bueno se justificaba por su condición de Misterio es decir, adora, confía y no preguntes. Pero era un pseudo escándalo religioso pues si bien obliga a optar por la bondad que no es absoluta o por el poder que no quiere, en el fondo se sabe que Dios querrá y pondrá un final feliz, que para eso es Dios. Es una contradicción resuelta a priori en la infinita bondad de Dios, en la recta escritura con renglones torcidas. El Ente Supremo se convierte en el pleno y definitivo sentido para todo mal, sufrimiento y fracaso de la libertad. 

Hoy complejidad y Creatividad. 

¿Podemos renunciar al Dios creador -el Dios todopoderoso, omnipotente y omnisciente que nos enfrenta al problema del mal- y en su lugar encontrar reverencia a una creatividad incesante en el desarrollo de la naturaleza? Creo que sí. (Stuart Kauffman, “Suficiente Dios”).

Hoy nuestro modelo de fe está cambiando radicalmente, tanto es así que en muchos contextos estamos en un momento posreligional y posteista lo que quiere decir que abandonamos la creencia en un Ente Supremo, creador del bien y carente de un mal que queda endosado a la libertad humana, la que Él mismo creó. Pero la bondad y la maldad van siempre juntas y son un resultado del proceso de constituirse la realidad y del madurar de la libertad. 

La ciencia actual parece inclinarse por otro modelo de creación que no necesita de un agente externo o Dios todopoderoso.  La moderna biología y la teoría de sistemas nos ayudan a entender lo que somos y cómo surgimos de especies anteriores. Los conceptos de autopoiesis (autoproducción) de Maturana y Varela y sobre todo la investigación de Stuart Kauffman nos sitúan en una biosfera autocreativa. Los seres emergen unos de otros según la mutación azarosa de los genes y la adaptación al medio ambiente. Pero Kauffman introduce un tercer elemento, la autocatálisis (enriquecimiento y aceleración de las relaciones en un sistema). 

Los elementos de un sistema biológico, moléculas, genes, células, se interrelacionan con tal intensidad y frecuencia que rompen el equilibrio anterior y suscitan un nueva organización, enteramente distinta. Producen nuevas formas. No somos, pues, solo fruto del azar, de la necesidad y de la selección natural sino también de la complejidad y la autoorganización interna.  Estamos cerca de una cierta intencionalidad evolutiva lo que corrige tanto la creación de la nada y el literalismo bíblico, como la exclusividad del azar y la necesidad o el reduccionismo científico. 

También la nueva concepción de la verdad y de la creencia cambia nuestra percepción del mal. El mal y la muerte no son una condena por un pecado como a veces se atribuye a la Biblia. Los relatos religiosos pueden seguir siendo consoladores pero bajo una lectura inteligente, desde dentro del simbolismo de la narración y de sus razones cordiales. Pues si no, la lectura literal los asemeja a las fake-news o bulos, y a la posverdad. 

Pero aun con estas explicaciones, el mal sigue junto a nosotros y su realidad contradice con golpes bajos esta visión tan optimista. Entonces nos preguntamos cómo podemos cantar la creatividad de la realidad si en muchos casos es una creatividad negativa, si las mutaciones y adaptaciones no siempre son favorables y sus desarrollos muchas veces nocivos. Y la respuesta nos llega de la misma limitación de la razón. Cuando la razón hace agua el corazón rompe aguas y la niña se llama esperanza.  

Y estas son algunas vetas de esperanza. El impulso natural de la vida que nos lleva a expandirnos, surgido en la oscuridad de la energía cósmica y que nos lleva hasta la maravilla de la consciencia y el amor. El bienestar, la salud y el gozo de vivir que ya mucha gente disfruta, aun con escasos recursos y conscientes de su provisionalidad. Es algo que abre la posibilidad de que todo el mundo pueda también alcanzarla. Los descubrimientos científicos, el enorme esfuerzo por la justicia, por la democracia, la igualdad de género, etc. Hay allí amor. Hay amor y no más bien nada u odio, y la esperanza lo sabe.

3. Que todos los dolores sean de parto

El bien y el mal van siempre juntos, la alegría con la tristeza y el placer con el dolor, porque la realidad es muerte y vida, evolución creadora. Y en esa única realidad, que la tomas o la dejas, las formas de vida se mejoran en virtud de su creatividad incesante.  La cultura humana progresa en dignidad y bondad a pesar de los múltiples retrocesos como son las catástrofes y las malas voluntades. Pero para comprender esto necesitamos una mirada larga, de siglos. La propia de la lentitud creadora, setenta veces siete días. 

Hoy estamos en mejores condiciones para reducir el sufrimiento. Para evitar las zonas catastróficas, atenuar las alteraciones climáticas, corregir el sistema económico que produce migraciones, hambrunas y guerras; educar en la ciencia, la poética, el arte y la cordialidad, sin que nos de vergüenza; buscar la cohesión social y el bienestar profundo, subordinar la robótica, favorecer el consenso crítico universal, etc. También poner en juego la “cualidad humana profunda”, la conciencia de totalidad y hermandad, resolver los conflictos con la paz, recuperar el amor tras los desamores. Son buenas prácticas para aminorar el mal, son cuidados paliativos…de la vida. 

Ahondar en la bondad “subyacente” expresada en las tradiciones religiosas, encontrar la consolación en la filosofía o la serenidad con la meditación, entrar en la intersubjetividad doliente, en un igualitario sentimiento de creatividad y recreación, de crearse y recrearse. Y por encima de todo acercarse al que sufre y juntos intentar una nueva vida que, compartida, será más una canción que un lloro, un gozo en la compasión, un “qué bien de mal” vamos a mejorar el mundo.

Santiago Villamayor, Febrero, 2023 

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