Vida digna


“Adiós a todos mis queridos amigos y familiares a los que quiero. Hoy es el día que he elegido para morir con dignidad, afrontando mi enfermedad terminal, este terrible cáncer en el cerebro que me ha quitado tanto… pero me habría quitado mucho más”. Así se expresaba Brittany Maynard, norteamericana, de 29 años de edad, el pasado mes de agosto cuando anunció en un vídeo su decisión de poner fin a su vida, por causa del fatídico cáncer cerebral que sufría. No es la primera persona ni será la última en el mundo que tome tal decisión, en casos parecidos.

Como en tantas otras decisiones o propuestas acerca de cómo vivir la vida, esta vida, que es la única que conocemos, sentimos y experimentamos, no faltarán quienes, echando mano de los libros o de cualquier tótem sagrados, pontificarán que la vida es “sagrada”, y que el único que puede tomar decisiones sobre ella es Dios, su autor y dador. La declaración de estos pontificadores, pues, será que decidir cuándo y cómo poner coto a la vida es un “pecado” contra el Autor de la misma. Incluso dirán que esa fatídica decisión es falta de coraje (o de fe) para enfrentar las vicisitudes que “Dios nos manda”. Y un montón de cosas más. Todo, menos comprensión.

La vida, para el creyente, es “sagrada”, sí, pero no absolutamente sagrada. El Jesús de los Evangelios dice que “nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn.15:13); y el Apóstol de los gentiles asume que alguno osara morir por alguna persona buena (Rom. 5:7), es decir, que pudiera ofrecer libremente su vida a favor de otro. Y en estos casos a nadie se le ocurriría condenar tal decisión. Al contrario, diríamos que es un héroe o una heroína.

La expresión, tan en uso, “morir con dignidad” es solo una manera de ver la misma realidad. Yo la cambiaría por “vivir con dignidad”. Porque la muerte es el final de la vida, pero es esta la que hay que vivir con dignidad. Y esta dignidad comienza en el vientre materno y termina en el último suspiro. Subyace cierta hipocresía en la acción de los movimientos denominados “Pro-Vida”, que solo se preocupan por que el ser engendrado salga vivo del útero materno. ¿Y luego? ¿Qué pasa con esa “vida” que ha salido del vientre: su cuidado, su crecimiento, su educación, su salud, sus derechos como persona…? Por estas otras cosas, cuando son cercenadas por una situación institucionalizada de injusticia, estos “defensores” de la Vida no suelen manifestarse en la calle.

No es cuestión de “morir con dignidad”, se trata más bien de vivir la vida dignamente hasta el momento del óbito. Morir en medio de un insufrible dolor, tanto físico como moral, no solo del paciente sino también de quienes le aman y le cuidan, no añade ninguna virtud al que se marcha (ni a los que se quedan). Es más bien una falta de misericordia por parte de quienes imponen soportar esa situación de indignidad y sufrimiento innecesario. Toda mi comprensión, y mi aplauso, para Brittany Maynard, que tuvo la claridad y el equilibrio mental para poner fecha a su partida. Al hacerse Dios ser humano, dignificó nuestra existencia aquí y ahora. Navidad significa también “dignidad”.

Emilio Lospitao

¿Era necesaria una ley?


Después de cuatro años de tramitación, el Parlament catalán aprobó el pasado 2 de octubre la primera Ley de Derechos de las Personas Gais, Lesbianas, Bisexuales y Transexuales. Esta ley tiene como objetivo, según sus defensores, erradicar la Homofobia. Excepto el PP, todos los demás partidos del Parlament catalán votaron a favor de dicha ley. Es la primera de estas características que se aprueba en España.

No han faltado quienes –sobre todo religiosos– se han llevado las manos a la cabeza ante la aprobación de dicha ley. Quizás porque están acostumbrados a todo lo contrario, que se promulguen leyes que inculpan, encarcelan e incluso matan a las personas por su condición homosexual. Estas personas que se escandalizan por la aprobación de esta ley –sobre todo religiosas– conocen muy bien el número de víctimas que sufren discriminación, acoso, linchamiento y muerte por expresar públicamente su orientación sexual. No obstante, suelen callarse ante esa actitud beligerante y agresiva porque quizás piensan que es “lo que se merecen”. Orientación sexual que sienten y viven desde que tienen uso de razón. Es decir, no se trata de una “perversión” que libremente eligieron de adultos, sino una condición esencial de su ser individual que encontraron desde antes de salir del vientre de su madre.

Quienes se han llevado las manos a la cabeza subrayan que esta ley se ha aprobado por la presión del “Lobby Gay” sin caer en la cuenta de que ellos mismos constituyen otro Lobby que se opone y condena al colectivo formado por personas LGTB. Obviamente, esta ley recién aprobada está dirigida a proteger los derechos de estas personas: los derechos de ser respetadas y aceptadas en todos los ámbitos, sean públicos o privados, sin menoscabo de su orientación y desarrollo sexual particular. Independientemente de dicha orientación sexual, el valor que merezcan como personas radicará en su ética, como cualquier hijo de vecino. ¿O no querrán tampoco que las personas con orientación sexual homosexual ejerzan como jueces, médicos, profesores…?

Por supuesto que el colectivo LGTB se mueve con una ideología propia y particular: la que necesitan para subsistir y luchar por sus derechos como individuos en medio de una sociedad donde otra minoría, especialmente de adscripción religiosa, los acosa haciendo uso de las instituciones y la ley misma. Exactamente igual se mueven con una ideología propia y particular, pero de signo contrario, los colectivos –sobre todo religiosos– que señalan, acosan y persiguen a las personas LGTB. ¿Dónde está la diferencia excepto que son ideologías opuestas?

¿Hacía falta una ley que protegiera de la homofobia al colectivo LGTB? Sí, y muy necesaria. Al menos hasta que la homofobia instalada en la ideología de estos sectores –sobre todo religiosos– deje de existir.

Emilio Lospitao

El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob


La frase que sirve de título a este editorial se repite una docena veces en el Antiguo Testamento, con la única variante de que el nombre de Jacob se cambia, a veces, por “Israel”; y cinco veces en el Nuevo Testamento. Siempre, tanto en un Pacto como en el otro, se usa para referirse al Dios uno y único de la fe, al Misterio objetivado como “Creador”, “Padre”, “Salvador”… Los personajes de la Biblia, sumergidos en las diferentes experiencias de la vida, se dirigieron a Él unas veces para cantar su gratitud; otras, para solicitar su socorro ante las desgracias, los sufrimientos, las injusticias…; otras, en cualquier caso, para afirmar que, a pesar de su silencio, confiaban en Él porque suponían que el Ser por antonomasia, Padre/Creador, no abandonaba nunca a sus criaturas. Y todo esto como resultado de la fe y la confianza en el Ser que se le siente revelado en los acontecimientos de la historia. Y porque es sentido como revelado, se habla y se escribe acerca de Él en la casa, andando por los caminos, al acostarse… como algo cotidiano. Porque la vida se entiende mejor a partir de la aceptación inequívoca y misteriosa de Su presencia. Este sentir revelado produjo el conjunto de libros que llamamos “Biblia” (y otros Libros sagrados). Pero el Misterio sentido como revelado es más que un Libro, o muchos Libros. A pesar de la revelación sentida, el Ser (“Yo soy el que soy”) continúa siendo Misterio. La frase del comienzo, pues, es una indicación hacia un “agarrarse al Misterio que es la Vida”.

Jesús, haciendo un atajo verbal y dialéctico, como respuesta a los Saduceos de su época (religiosos advenedizos del sistema político, y de ideología materialista), que negaban cualquier trascendencia de la vida humana, evoca la frase, cual epitafio, del “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” como afirmación inequívoca de la trascendencia humana (Mat. 22:23-32). Dios es Dios de vivos no de muertos. No hay un discurso más contundente de la trascendencia de la vida, que hablar de Dios/Creador como el Dios de la Vida. Tras la muerte de nuestros seres queridos solo sabemos que nos dejan. Se van. De ellos solo nos queda la memoria y el recuerdo de sus obras. Aun así, “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, sigue siendo el Dios de los que nos dejaron; también sigue siendo el Dios nuestro cuando partamos de aquí (aunque no exista un allí como localización espacio-temporal). Ese allí (espacio-temporal) no deja de ser una simple metáfora de una Realidad, pero no la Realidad misma.

Ante esas situaciones críticas, perplejas, dolorosas…, de la vida de cualquier persona: la muerte ajena o propia, Jesús no tuvo otras palabras de consuelo que remitirse a la esperanza de la resurrección (Juan 11:20-27). Cualquier cosa que sea y signifique esta “resurrección”, es una vuelta a la idea de un Dios que no solo es la fuente, sino el dador de la Vida. Concepto este sintetizado en la mente colectiva veterotestamentaria como “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”: ¡la Teología reducida a su mínima expresión! Todo lo demás es simple religión para explicar el Misterio. Lamentablemente, muchas veces, la religión, o las religiones, más que explicar este Misterio, lo desfiguran. Y lo que es peor: desde algunos púlpitos cristianos se pervierte por su ñoñería.

Emilio Lospitao

Ser y Estar


Salvo en el último editorial de la ya extinta revista Restauromanía, y en el primero de la presente, no solemos dedicar esta página para hablar de la revista que lo acoge. Hay otros temas más importantes a los que dedicar este espacio.

Esta revista tiene vocación de ser plural, más de lo que fue Restauromanía. Ya en el primer editorial de Renovación decíamos que estaba abierta a la publicación de trabajos de colaboradores de líneas teológicas distintas a la del editor, pero también decíamos que eso no significaba que publicaríamos todo y de todos. En cualquier caso, este editor siempre ha respetado –y respetará– el trabajo de los colaboradores, aunque no lo comparta (salvo en lo que corresponda a la ética y a la estética).

Expulsiones, persecuciones, encarcelamientos, ejecuciones, de tipo religioso, ocupan gran parte de las páginas de los libros de historia. No estaban exentos, tales episodios, de intereses políticos y económicos, pero muchas veces, demasiadas, solo eran porque los “inculpados” no se adecuaban a la “ortodoxia” oficial de cualquier Iglesia (y no solo la de la Iglesia Católica Romana). Los agnósticos, los escépticos y los ateos nos lanzan a la cara estas anécdotas, reales anécdotas, y con mucha razón. ¡Una vergüenza dichos episodios!

Vivimos cada vez más en un mundo globalizado, en todos los sentidos, también en el religioso. El cristianismo –no importa cómo están otras Creencias– está dividido en tres o cuatro Iglesias históricas, en cientos de Denominaciones y en miles de Sectas. Todos, al menos entre los más integristas, se atribuyen tener el monopolio de la verdad. Algunos incluso de la “única” verdad. Unos pocos de nuestra Denominación (Iglesias de Cristo) creen pertenecer a esa única Iglesia “verdadera”. ¡Las divisiones, otra vergüenza!

La única manera de romper ese círculo vicioso (que alimenta la exclusión, la expulsión y, a veces, la estigmatización) es abriendo un amplio círculo inclusivo de diálogo: para hablar y para escuchar, sobre todo esto último. De la escucha atenta nace la amistad, de la amistad la comunión, de la comunión la unidad (no uniformidad) de la cual habló Jesús. El reino de Dios que Jesús enseñó y vivió no consiste en dogmas, sino en el “buen hacer”, y los buenos hacedores se encuentran también fuera de la ortodoxia, sea esta cristiana o de otra confesión (Mat. 25:31-46). Para el corto de entendederas diré que no estoy hablando de sincretismos, o de “todo vale”… El respeto a las creencias ajenas no implica abandonar las propias: es una forma de humanizarse y de humanizar. Se trata de saber ser, que es lo más íntimo y personal de uno mismo. Y se trata de saber estar, porque el saber estar nos dignifica como personas y como cristianos. Entre el Pablo que sugería que sus rivales se “castrasen” (Gál. 5:12) y el Jesús que enseñaba poner la otra mejilla, me quedo con el Maestro. Hay que saber ser (lo que somos y creemos), pero hay que saber estar (respetando lo que otros creen y son). A los únicos que el Maestro no soportó, ni les puso la otra mejilla, fue a los manipuladores de conciencias, a los que ponían la religión por encima de las personas. Ser y Estar, dos verbos. Dos actitudes inclusivas.

Emilio Lospitao