Una cura de humildad


A través de Facebook nuestro amigo –y colaborador esporádico de esta revista– Alfonso Ropero Berzosa nos informaba de la ponencia que iba a exponer el 22 de julio en México DF con el título “El papel del libro dentro de la iglesia”. Quienes le leemos conocemos su constante empeño en que los cristianos lean, y lean buenos libros además de la Biblia.

Los libros no solo son buenos amigos, sino los que nos abren las ventanas del intelecto, que es lo mismo que decir que nos hacen más libres, porque nos presentan la realidad desde todas las perspectivas posibles. Y, sobre todo, a los cristianos, nos ayudan a ser auténticamente humildes. Sí, digo bien, humildes. Hoy tengo dudas de dónde salió esa idea de que los “protestantes somos el pueblo del libro”. He leído (¡en los libros!) que esa frase se atribuye al antiguo pueblo de Israel a partir de la época de Esdras y Nehemías. El Islam también lo reclama.

Pues bien, resulta que el “cristianismo” como religión, con sus teologías, sus liturgias, normas morales, etc., no es tan original como venimos creyendo, por no hablar del desarrollo teológico por el que tuvo que pasar – por eso la teología es una displina abierta, sujeta a revisiones.

Cinco siglos antes que Jesús, el filósofo pagano Sexto enseñaba: “Lo que desees que tu prójimo sea contigo, lo mismo debes ser tú con tu prójimo”; y Pitágoras, que además de matemático era filósofo y taumaturgo, decía que “aunque uno fuere maltratado, no debía defenderse”. El estoico Epicteto, en el primer siglo, escribe: “Esta es la manera de actuar del filósofo; ser azotado como un asno y amar a quienes le azotan, ser padre y hermano de toda la humanidad”.

Celso (siglo II dC), el filósofo griego más crítico con el que se topó el cristianismo, ridiculizaba a los cristianos precisamente porque estos atribuían a Jesús una singularidad no vista nunca antes (que hoy el creyente sigue confesando), pero sus críticas se dirigían a las similitudes que existían entre los mitos de las religiones mistéricas y lo que los cristianos enseñaban acerca de Jesús (un dios hombre que moría y resucitaba para no morir jamás). Amén de otras similitudes redentoristas, escatológicas y ultramundanas (cielo e infierno). Los padres de la Iglesia, conscientes de estas similitudes, lo achaban al Diablo, es decir, las aceptaban. El Diablo –decían– había plagiado varios siglos antes, mediante los misterios del Mitra persa (Osiris egipcio, Dioniso griego, Atis sirio… eran sus homólogos míticos), el verdadero y único misterio de Dios en Cristo.

Mucho del pensamiento platónico está inserto en el pensamiento cristiano; tanto que Clemente de Alejandría opinaba que los evangelios eran “platonismo perfeccionado”, y Justino Mártir decía que Heráclito, Sócrates y otros filósofos griegos eran cristianos anteriores a Cristo. Los iniciados en los misterios (de Mitra, Osiris, Dionisos…) pasaban por una experiencia semejante a la “conversión” cristiana, con los mismos ritos (bautismo y participación de una comida sagrada consistente en pan y vino) y vestiduras blancas como signo de purificación; a partir de ahí, estos iniciados se consideraban personas “renacidas” y se esforzaban por seguir un estilo de vida según las altas exigencias morales de los filósofos. Es decir, el término “pagano” no es necesariamente sinónimo de mundano (como no lo es hoy).

Fue el filósofo alejandrino Orígenes, discípulo de Clemente de Alenjadría, quien hizo una defensa de las verdades cristianas frente a las críticas de Celso (Contra Celso). Una defensa desde la razón y el conocimiento. Es decir, razones teológicas e intelectuales. Por cierto, ya Celso tuvo que contender con los cristianos “literalistas”, que leían los primeros capítulos del Génesis de forma literal. Con razón a Celso le daba la risa.

El empeño de Ropero es de primera magnitud: o leemos y nos ilustramos, o no podremos dialogar con la cultura de nuestro tiempo; porque la evangelización, hoy, pasa por el diálogo, sin el proselitismo del pasado.

Emilio Lospitao

Etiquetas


Cuando escuchamos atentamente un discurso captamos enseguida cuándo el orador está etiquetando a alguien o a algo. Por “etiquetar” me refiero obviamente a “encasillar” al sujeto o al grupo referidos con la intención de desacreditarlos. Este encasillamiento y desacreditación lo hemos oído durante los últimos meses en la vida política española en las alocuciones de los líderes del bipartidismo respecto a los grupos políticos emergentes y viceversa. Una dirigente del bipartidismo (“bipartidismo” es otra etiqueta) llegó a decir que si uno de esos grupos emergentes (Podemos) ganaba las elecciones, sería la última elección en libertad en España. Y no digamos de las descalificaciones que se hicieron desde la derecha más casposa española respecto a las mujeres que regirán alcaldías de ciudades tan importantes como Madrid o Barcelona, que pertenecen a plataformas de reivindicaciones sociales. Estos comunicadores saben que parte de la “masa” que les escucha suele ser poco crítica y se molesta poco en pensar sobre lo que oye.

Esta afición de encasillar ocurre en todos los  ámbitos y, por lo tanto,  también en el religioso (aquí, con más sutileza pero con el mismo propósito). Encasillar a las personas o a los grupos es una de esas peculiaridades que caracteriza al ser humano, cualquiera que sea su cultura o época. Además, dependiendo de la  influencia que tenga el orador sobre su auditorio, solo le bastará una palabra, un gesto, un ademán, para lograr su fin: sabe que su público le ha entendido y ha tomado nota.

Esta afición de etiquetar está presente también  en los relatos bíblicos. Cuando Jesús sanó al ciego de nacimiento (Juan 9), los fariseos solo tuvieron que pronunciar una frase: “Este hombre no procede de Dios, porque no guarda el sábado” (v.16). La frase mágica era “no guarda el sábado”. Y con esta frase encasillaban a Jesús en el grupo de los “pecadores” (los que no observaban la ley escrupulosamente). Lo suficiente para que la “masa” le mirara con recelos. El apóstol Pablo también tuvo que hacer frente a este tipo de encasillamiento. Los judíos de Tesalónica, que se opusieron al mensaje del Apóstol, vociferaban a las turbas (¡la masa!): “Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá” (Hech. 17:6). A Pablo le encasillaron en el grupo de los “populistas”, por lo tanto había que tener mucho cuidado con él y oponerse a su mensaje, como ellos hacían. Hoy un “populista” sería alguien que se atreve a cuestionar el consenso tradicional, es decir, lo que se ha hecho siempre.

En los círculos religiosos las etiquetas suelen ser eficaces herramientas para neutralizar a posibles contingentes y, de paso, para fortalecer el etnocentrismo del grupo (¡marcar diferencias!). Algunos líderes de iglesias, y medios de comunicación, lanzan las “etiquetas” para que ellas solas hagan su trabajo, que tienen como fin denigrar y descalificar a la persona o al grupo que ha puesto en su diana.

Al menos en el entorno religioso, la eficacia de cualquier etiqueta radica esencialmente en la escasa formación teológica del vulgo, cuando no de los mismos líderes, los cuales cuidarán mucho de que dicha ignorancia persista en aquellos. La ignorancia es el caldo de cultivo para la manipulación del rebaño. De ahí que los discursos de consumo interno se fundamenten en devocionales dirigidos a la emotividad de los oyentes, al corazón más que al intelecto. En algunos círculos islámicos prohíben la enseñanza de la astronomía porque, dicen, muchos pierden la fe (quizás porque descubren que no hay un “Cielo” con vírgenes esperándolos). En el entorno cristiano, sobre todo conservador, ocurre exactamente lo mismo. Algunos Ancianos (responsables) de  Iglesias de Cristo en el Sur de EE.UU. se vanagloriaban no hace mucho de que sus Predicadores no tuvieran formación universitaria (la universidad les trastocaba la “fe”), porque en el seno de este entorno conservador persiste la idea de que la Ciencia está en contra de la Fe. Por eso, las etiquetas son las armas eficaces de quienes no tienen argumentos convincentes para persuadir al intelecto y a la razón.

Emilio Lospitao

Oración irreverente (II)


La fe nos dice que debemos suplicar a Dios, sí; pero la fe bien entendida nos enseña que Dios no va a hacer absolutamente nada sin nosotros en las áreas sociales, políticas y económicas. Dios viste al desnudo, acompaña al enfermo y da de comer al hambriento a través de hombres y de mujeres anónimos dispuestos a hacer una realidad sus oraciones. No hay otro Dios fuera de este en cuyas manos podamos poner la solución de los problemas que nos atañen, sean de la índole que sean. Nuestra oración, pues, debe ir dirigida a que Él nos sensibilice ante las injusticias, que son las causas de los males sociales, para que actuemos en consecuencia”.

Con el párrafo de arriba, y poco más, concluía el editorial de enero pasado, con el título “Oración irreverente”.

Con un poco de conciencia crítica (¡la “razón”, cualidad que nos distingue a los seres humanos del resto del reino animal), podemos observar que en las grandes catástrofes los damnificados pertenecen a todas las ideologías, tanto políticas como religiosas; a todas las clases sociales (pero más a los desheredados de la tierra); a las personas de todas las edades; a creyentes y a ateos, etc. Los tsunamis, los huracanes, las inundaciones… no hacen distinción de personas. Lo mismo ocurre con las epidemias, las enfermedades, el desempleo, y otra serie de elementos adversos que causan sufrimiento a la Humanidad (otra cosa es cómo hace frente a estas realidades cada grupo étnico o religioso según su cosmovisión).

Con un poco de conocimiento (¡el que nos ofrece las ciencias y la filosofía!), hoy sabemos que la idea de “dos mundos” (el “terrenal” y el “celestial” –donde-está-Dios– y del cual se supone que dependemos) está siendo revisado por la teología desde hace varios siglos, pero sobre todo por los teólogos modernos. Una revisión, no desde la indiferencia o la incredulidad, sino desde la fe y el compromiso. De esta revisión se van sacando algunas conclusiones coherentes con lo que sabemos: que las catástrofes naturales, cualesquiera que sean, las enfermedades, etc. no vienen dictadas por el Cielo ni quien-lo-habita. Todo este devenir (el Mal) es la consecuencia de un mundo autónomo que se rige por leyes naturales (¡porque así parece haber sido diseñado!).

Con un poco de sentido común (¡la lógica!), por lo tanto, deberíamos también entender que la organización y la administración social (¡la política!) depende única y exclusivamente de nosotros, de las personas que formamos parte de la sociedad (¡el desempleo no va a bajar porque “recemos” a la Virgen… y tampoco a Dios!). Porque en esta parcela, ni el Cielo, ni quien-lo-habita, va a hacer absolutamente nada para organizarlo y administrarlo.

Por supuesto, el lector y la lectora que se sienta perplejo/a ante lo expresado más arriba, podrá echar mano de textos bíblicos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento para argumentar en favor de esa intervención del más-allá sobre el más-acá; es decir, la ayuda procedente del mundo de “arriba” sobre el mundo de “abajo”. Sin duda encontrará muchos textos, pero, ¿no deberíamos tener en cuenta desde qué cosmovisión escribían los hagiógrafos?

No obstante, los profetas del antiguo Israel pedían sistemáticamente la “conversión a Dios”, especialmente de los líderes religiosos y políticos (¡los guías!), porque los males que sufría el pueblo no los iba a solucionar Dios, sino ellos mismos mediante el cambio de conducta social, política y religiosa.

Por todo ello, teniendo en cuenta la situación social, laboral y económica de España, amén de la corrupción y el sistema socio-económico que echa a la calle a miles de familias desempleadas con menores a su cargo; teniendo en cuenta que este sistema excluye a miles de personas que necesitan de una sanidad pública y que sufrirán por ello mayores males posteriores; teniendo en cuenta la tendencia hacia un clasismo en el mundo estudiantil y, por lo tanto, profesional; teniendo en cuenta tantas y tantas cosas parecidas, me parece poco profético no solo que nuestras entidades religiosas Evangélicas callen ante esta realidad, sino que ofrezcan como alternativa salir a la calle para “Orar por España”.

Emilio Lospitao

Los otros creyentes


En noviembre hará dos años que RTVE (Comando Actualidad) emitió un magnifico programa sobre las minorías religiosas en España con el título “Los otros creyentes”. Como trabajo periodístico el equipo del programa ofreció a los televidentes una extraordinaria y detallada información de la fe musulmana, mormona, judía, hindú y budista a través del testimonio de sus propios adeptos.

En sus testimonios, los seguidores de las diversas creencias expresaban con absoluta certeza de que todo cuanto hacen o dejan de hacer se corresponde exactamente – en el caso de los monoteístas– con lo que Dios espera de ellos. Y lo que Dios espera depende de a qué grupo religioso escuchemos. Obviamente, las convicciones de cada grupo se corresponden con las imágenes que ellos tienen de Dios o de lo Trascendente. Al final de la emisión no pude menos que preguntarme qué pensaría Dios –Uno y Único– de tales heterogéneas convicciones (por supuesto, pensaba desde mi imagen personal de Dios también). Esta reflexión la hago desde la fe, pero desde una fe analítica, al margen de dogmas cualesquiera que estos sean. Y desde esta fe crítica no puedo evitar pensar en lo disparatado que le debe resultar a cualquier ser pensante que las particulares “convicciones” de cada uno de dichos grupos religiosos –y solo las de ellos– sean las que le agradan a Dios y, además, sean las que Dios exige de todos los mortales (por eso todos sienten el imperativo de “evangelizar” y ganar adeptos).

El esfera religiosa de la existencia humana es la más proclive al fanatismo, y, curiosamente, se da más en los monoteísmos, porque cuentan con Escrituras sagradas. Y porque las creencias se derivan de dichas Escrituras, aquellas adquieren un valor absoluto, indubitable, incuestionable, para el creyente. La historia de las religiones así lo confirma. Dice Luís Álvarez Varcálcel que “cuando una creencia se instala en nosotros de forma sólida, nuestra mente no tiene en cuenta las experiencias que no casan con ella. Una vez que creemos en algo, tendemos a ignorar las evidencias en contra y aceptamos sólo aquella información que refuerza esa creencia” (Cerebro, Mente y conciencia). Y esto ocurre independientemente de la formación académica que tenga el sujeto.

La fe –que es otra cosa diferente a la creencia– sin embargo, es siempre búsqueda porque hurga en el Misterio, siempre cercano pero inmanipulable y, a la vez, siempre lejano pero sentido en lo más profundo del alma humana. Las creencias son formulaciones de lo intuido elevadas a dogmas, y estos fanatizan e instan a la confrontación e incluso al odio; por eso se llega incluso a matar por las creencias. La fe, por el contrario, invita a caminar juntos en la búsqueda de la espiritualidad, asumiendo la diversidad en el respeto.

En el documental emitido que vengo citando no están representados los “Evangélicos” (¡ni las Iglesias de Cristo!), pero no hubiera cambiado nada el análisis. Estos también hubieran expresado lo que ellos piensan acerca de Dios, y que lo que hacen o dejan de hacer “es” lo que a Dios le agrada. En el fondo no dejaría de ser otra imagen de Dios distinta a la de los otros grupos. El problema es que cualquier imagen que nos hagamos de Dios no deja de ser un ídolo. El Dios-Creador, Uno y Único, debe ser Algo –Alguien– distinto a cualquiera de las imágenes que los seres humanos –también los cristianos– nos hacemos de Él. Los místicos, de cualquier creencia o religión, no suelen hablar de lo que es Dios, se limitan a decir “lo que no es”. Jesús tampoco disertó acerca de Dios, dejó que sus oyentes lo “palparan” a través de sus obras y su actitud ante la vida y hacia las personas. Lo que tiene de “religioso” las diferentes imágenes de Dios suplanta a la naturaleza del “reino de Dios” que el Galileo predicó e hizo vida con su vida. Un reino que, según el Apóstol de los gentiles, no consiste en comida ni en bebida (es decir, en religión), sino en poder y virtud en el Espíritu Santo; o sea: espiritualidad testimonial y existencial, que es distinto a “espiritualismo” religioso.

Emilio Lospitao