Sobre la «edificación»


En una de sus acepciones la RAE define el termino “edificar” como “infundir en alguien sentimientos de piedad y virtud”; este es –o debería de ser– el objetivo que se persigue en el contexto de cualquier comunidad de personas cualquiera que sea su naturaleza. Pero como el lenguaje se vicia y se manipula con bastante facilidad, esta “edificación” puede ir acompañada de intereses espurios, muy común en el seno de las comunidades religiosas donde confluye con una idiosincrasia y una ideología propias. Esto significa que lo que sirve de “edificación” para una comunidad puede resultar inapropiado para otra de diferente idiosincrasia e ideología. Creemos que esto se entiende bien. 

En general, pero particularmente en el mundo religioso fundamentalista, esta “edificación” mediante el discurso suele basarse en una expectativa derivada de una extrapolación de lo que le ocurrió a algún personaje legendario bíblico, en el sentido de que Dios puede bendecir de igual manera a quien escucha hoy la arenga. Dicho de otra manera: que la Providencia va a estar actuando en la vida de la persona creyente para bien, sea en la enfermedad, en los reveses de la vida familiar o individual, y en cualquier circunstancia cotidiana… ¡aunque la experiencia del día a día contradiga esa supuesta protección divina! Claro, en estos casos, cuando la realidad le golpea en la cara, que es lo común, el “edificador” de turno dirá que “Dios tiene un plan para su vida”… y seguirá el próximo domingo “edificando” en base a los mismos textos sapienciales. En última instancia, siempre quedan las bendiciones celestiales en el “más allá”. Curiosamente, las bonanzas cotidianas, que les ocurren a todo el mundo independientemente de lo que crean o dejen de creer, suelen ser motivos de acción de gracias en estas comunidades, aunque el mérito real, en caso de enfermedad, sea de los recursos sanitarios y del agente que los administra; por cierto, a estos se les ignora normalmente.

Todos, en algún momento, necesitamos acompañamiento, ayuda moral y espiritual, ¡cómo no! Pero esta ayuda no puede basarse en promesas placébicas y, a veces, fraudulentas, sino encarando la realidad, cualquiera que sea, con la reflexión y la madurez que el caso requiera; porque mediante este ejercicio cognitivo y racional vamos madurando emocional y espiritualmente como personas, haciéndonos adultos ante los diferentes avatares al que nos enfrenta la vida real. Este acompañamiento pastoral, en momentos decisivos y complejos, requiere poner nombre a cada realidad de la vida y enfrentarla con madurez; esto sí es edificar. Lo otro, ofrecer promesas basadas en extrapolaciones de textos sapienciales, es un fraude y una indecencia. Porque si Dios me salva, me sana y me bendice, pero deja en la estacada a mi vecino en una situación parecida, el indecente entonces es Dios (ese dios). Otra cosa es la oración, esta consuela.

Emilio Lospitao

Creer de otra manera


El “ateísmo”, como lo entendemos hoy, es un concepto moderno. Por ello, resulta anacrónica la afirmación de que los científicos medievales, incluso de la Modernidad, eran “creyentes”. ¿Qué otra cosa podían ser, nos preguntamos? Kepler y Galileo fueron creyentes y científicos a la vez y sabemos cómo les fue precisamente por esas circunstancias. 

En nuestro contexto religioso entendemos por “creer” la afirmación de la existencia de un Dios creador, todopoderoso y demás atributos (teísmo). No “creer”, por el contrario, es negar la existencia de “ese” Dios  (ateísmo). Obviamos la actitud agnóstica o escéptica.

Ante la intriga que les produce a algunos la poca concreción que mostramos en los editoriales acerca de este asunto, casi siempre reflexiones con interrogantes, la respuesta es que se puede “creer de otra manera”. ¿Qué significa creer de otra manera? Pues abandonar la creencia en la imagen tradicional del “dios-que-está-en-los-cielos” para asumir otra diferente del Dios que no está en ningún cielo. Por supuesto este cambio en la manera de creer implica no solo abandonar definitivamente la “inerrancia” que el fundamentalismo otorga a la Biblia, sino relativizar los postulados centrales de esta, los cuales señalamos en el editorial de junio (“pecado original”, “sacrificio expiatorio”, “salvación”), los cuales tienen una significación meramente teológica, es decir, religiosa.

¿Creer? Sí, pero “de otra manera”. Creer en una Realidad que nos habita, por la cual y en la cual somos y vivimos. Este Dios, Realidad, Misterio (lo que quiera que sea) no está en ningún “cielo”, ni tenemos que buscarlo afuera: forma parte de todo lo que fue traído a la existencia, de todo cuanto tiene vida, de nosotros mismos. El “panteísmo”, el “panenteísmo”, el “pandeísmo”, y todos los ismos al respecto, son esfuerzos intelectuales, filosóficos y especulativos para reflexionar sobre esa Realidad de la que no sabemos absolutamente nada… pero intuimos. ¡Llamémosle Dios!

Resulta inconcebible un dios-que-está-en-los-cielos, todopoderoso, omnisciente, omnipresente… (teísmo) cuya ausencia racional en el día a día de la Humanidad es su mayor virtud. El dios teísta solo habla y actúa en los relatos sagrados (de las religiones monoteístas); fuera de ahí, su silencio es absoluto, y su acción o no-acción en la vida real resulta escandalosamente irracional… aunque el vulgo creyente lo reclama como un placebo necesario. El llamado “Silencio de Dios” es una frase inventada por los teólogos para entretenimiento de los teólogos mismos con el único propósito de salvar al dios teísta. Las teodiceas (un esfuerzo intelectual improductivo), además de una cura de humildad (porque en ellas reconocemos que no sabemos nada), ponen en evidencia la contingencia entre el dios teísta y la Realidad. Quizás esta contingencia explique bien dicho “Silencio de Dios”.

La Realidad, lo que quiera que sea, no tiene nada que ver con las imágenes del dios que el homo sapiens ha creado en su devenir histórico (religión). Ni tiene nada que ver con ninguna “historia de salvación” que tanto les gusta evocar a los religiosos ilustrados, salvo que esta “salvación” se refiera a la autorrealización del género humano; ni tiene nada que ver con supuestos “mesías salvadores”, salvo que estos mesías solo sean guías para dicha autorrealización. ¿Creer? Sí, pero de otra manera.

Emilio Lospitao

¿Fundamentalista yo?


Hace ya bastantes años, mientras impartía un estudio bíblico en la iglesia donde era docente, y formulaba preguntas al auditorio acerca del ministerio de la mujer en la iglesia, un notorio dirigente de la institución irrumpió para afirmar que él “era fundamentalista”. En el momento de la irrupción, muy pocas de las personas presentes entendieron bien qué significaba aquella afirmación (¡ni yo!). Una cosa quedó muy clara: al cuestionar el veto que esta iglesia imponía –e impone– a la mujer al ministerio pastoral, estaba cruzando una línea roja. Fue el principio del final de mi “fundamentalismo”. Sí, sin saberlo, yo también fui un fundamentalista. 

Pues bien, hoy nadie quiere ser tildado de fundamentalista; al contrario, presumen de ser “progresistas ilustrados”. Algunos piensan que salir de las trincheras del literalismo de la Biblia ya han abandonado el fundamentalismo. Claro, cuando de “fundamentalismo” se trata quizás debamos añadir que existen muchos estratos, y esto supone un serio problema para entenderse. No obstante, hacemos un esfuerzo a modo de test escolar mediante las siguientes interrogantes:

Creer en el “pecado original” de Adán y Eva en el jardín del Edén, ¿es fundamentalismo?

Creer que dicho “pecado original” fue la causa de la perdición trascendente y eterna del género humano, ¿es fundamentalismo?

Creer que Dios se “encarnó” en la persona de Jesús de Nazaret para ser sacrificado como  “expiación” por aquel “pecado original” (del cual el género humano, se dice, es subsidiario), ¿es fundamentalismo? 

Creer en la “salvación” que se deriva (y se predica) de las tres cuestiones anteriores, ¿es fundamentalismo?

En esas cuatro interrogantes se enraíza el núcleo de la teología cristiana (occidental). Las cristologías, las teologías sistemáticas y dogmáticas, además de cientos de libros de teología tradicional, tienen como centro neurálgico los tópicos de dichas preguntas.

Obviamente, la fundamentación teológica de dichos tópicos está arraigada en las Escrituras cristianas; es decir, es “bíblica”. Esto no lo ponemos en duda, pero es el valor que otorguemos a dichas Escrituras la cuestión principal. Mientras que el fundamentalismo ha hecho de ellas el escritorio donde Dios puso sus codos para escribirlas (a través de los hagiógrafos), el progresismo teológico liberal y revisionista considera que las Escrituras (la cristiana y todas las demás) son un producto esencialmente humano, originado en la sensibilidad, inspiración y especulación de sus autores, desde un lenguaje sapiencial y religioso; de ahí la diversidad, los galimatías, las contradicciones y, sobre todo, las imágenes arbitrarias de Dios que se encuentran en ellas. En el caso de las Escrituras judeocristianas, obviamente, están escritas sobre un escenario geográfico y humano históricos, pero mítico y legendario a la vez.

Así pues, ser o no ser fundamentalista no radica en la literalidad total o parcial con que leamos e interpretemos ciertos textos de la Biblia, sino del concepto que tengamos de la Biblia misma en su totalidad. Lo primero nos clasifica en fundamentalistas de primera, de segunda o de tercera. Lo segundo nos define cualitativamente si somos o no fundamentalistas. El meollo de la cuestión es si aceptamos o no los mitos fundacionales (el “pecado original”, el “sacrificio expiatorio”, la “salvación”…) como ejes teológicos de la fe cristiana. Esto y no otra cosa nos convierte o no en fundamentalistas.

Emilio Lospitao

Cuando dejas de ser de los nuestros


Si no fuera porque se trata del grupo filántropo y caritativo por antonomasia, como es –o debería ser– una comunidad religiosa, cristiana además, diríamos que estamos hablando del oscuro mundo de la mafia. No importa la naturaleza del grupo humano, del gremio, la organización o la familia espiritual a la que se pertenezca, siempre ocurre lo mismo: se señala al disidente, al verso suelto, al heterodoxo… Esta realidad no es nada del otro mundo, al contrario, es lo más normal de este, salvo excepciones, claro.

Este señalamiento preventivo, que hunde sus raíces en las cavernas neandertales, formó parte de la atención pastoral de las comunidades cristianas desde muy pronto, cuando comenzó la institucionalización y la ortodoxia del cristianismo; pero no fue esa la actitud de Jesús de Nazaret. Este “señalamiento” tomó cuerpo sutilmente mediante el lenguaje, creando fronteras simbólicas de exclusión que distinguian a los que estaban “dentro” de la comunidad de los que estaban “afuera” de ella. Como el lenguaje tiene mucho poder, se utilizaron expresiones teologizadas tales como “los del mundo”, “los de afuera”, referidas a los que no formaban parte de la comunidad. Esta teologización del lenguaje fue muy productiva a partir de la época citada: fortalecía el sentido de pertenencia a la comunidad y preservaba a esta de influencias ajenas a los intereses de la misma. La semántica siempre tiene mucho sentido y es muy eficaz. 

Por lo tanto, había que prestar mucha atención a cualquier tipo de disidencia. Ya lo decía un viejo refrán: “un poco de levadura leuda toda la masa”. Así que los intereses del grupo (que se identifican siempre con la verdad única que le da sentido) prevalece sobre todo lo demás, incluidas las relaciones personales cualesquiera que sean los vínculos que unen a los “fieles” con los disidentes (“con ellos ni aun comas”). Hoy, algunas comunidades religiosas (que omitimos nombrar), prohiben a sus “fieles” que tengan cualquier tipo de relación con los disidentes, incluso si son familiares (hijos, padres, cónyuges,…), no solo por aquello de la “levadura”, sino como la disciplina que tiene como objetivo preservar la ortodoxia. Paradójicamente, ha sido esa ”levadura” la que ha hecho –y hace– posible las revoluciones sociales, políticas y religiosas. Eso sí, a muy alto precio.

Pero la realidad es más prosaica y sutil: las personas que forman parte de esas comunidades no necesitan un mandamiento expreso para que se produzca ese distanciamiento, basta el adoctrinamiento subyacente para que los fieles sientan que hay que guardar distancia con aquellos que se han salido del rol común de creencias; lo consecuente, pues, es ignorarlos; en el peor de los casos, desdeñarlos porque ya no son “de los nuestros”. 

Esto es así porque vivimos en una cultura religiosa milenaria que cree haber recibido un mensaje claro e inequívoco del Dios único. Las culturas politeístas, por su propia naturaleza, fueron condescendientes y respetuosas con las demás creencias. 

La tendencia hoy, no obstante, por causa de la globalización, es abrirse a la interreligiosidad, aun con el no religioso: “el ateo y el creyente son ahora vecinos de una maravillosa escalera sin claraboya que comparten una planta baja de incomprensión, de esperanza sin certezas y de amor sin condiciones”(*).

(*) Santiago Villamayor y José M. Vigil, DESPUÉS DE DIOS. OTRO MODELO ES POSIBLE.

Emilio Lospitao