…y al polvo volverás


La reciente prohibición del Vaticano de conservar en casa las cenizas del difunto incinerado, o ser esparcidas en la tierra o en el agua, ha originado comentarios de todos los gustos y desde todos los medios. El documento vaticano (Ad resurgendum cum Christo), “acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación”, está recogido en ocho puntos relacionados con la resurrección de Cristo y la tradición cristiana respecto a la muerte y el enterramiento de los fieles difuntos. En síntesis, el documento especifica cuándo debe usarse la incine-ración: a) «Cuando razones de tipo higiénicas, económicas o sociales lleven a optar por la cremación»; b) «Cuando no sea contraria a la voluntad expresa del fiel difunto»; c) «Que no haya sido elegida (la cremación) por razones contrarias a la doctrina cristiana»; d) Con el fin de que se mantenga la oración por el difunto y no se lo olvide en la comunidad, «las cenizas del difunto deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica competente».

Este documento, firmado por el papa Francisco el 15 de agosto pasado, sale al paso –en las vísperas de la fiesta de Todos los Santos– a las recientes novedades en el tratamiento de las cenizas provenientes de las cremaciones de los difuntos, por ejemplo, convertirlas en joyas, usarlas como nutriente de maceta para plantar un árbol, o en otros tipos de conductas esotéricas.

Todas las culturas tienen alguna manera de tratar los restos de sus muertos. Y, cualquiera que sea esa manera, va acompañada por el respeto y la dignidad que el difunto merece según su cosmovisión; por ello, unas culturas dejan los cadáveres de sus difuntos a la intemperie a merced de las aves carroñeras sin que eso signifique para dichas culturas un sacrilegio; otras los momifican, otras los incineran, y otras los dejan simplemente que la corriente del río se los lleven. La tradición cristiana, en general, usó la sepultura en la tierra o en nichos como la manera que mejor expresaba la esperanza de la resurrección.

La Iglesia Católica Romana (ICR), aun cuando últimamente no condena la cremación de los difuntos, no obstante, recomienda la sepultura de estos. Enterrar el cadáver del fiel difunto, además de ofrecer un lugar para la oración y la meditación piadosa, y siguiendo la tradición, considera que es una forma de mantener la esperanza de la resurrección. Insiste, por otro lado, en la “separación” del alma –en el instante de la muerte– del cuerpo del difunto, y la unión de ambos (cuerpo y alma) en la resurrección venidera. Y en este punto es donde han salido los comentarios de conocidos teólogos católicos actuales haciendo una crítica del dualismo platónico que durante siglos ha sido el eje de la teología cristiana en general y particularmente de la ICR. Es decir, mientras tengamos asegurados un cielo en las alturas y un alma inmortal que trasciende el cuerpo físico, tendremos aseguradas también las oraciones por los difuntos, las misas por su eterno descanso y un clero que lo administra.

¡FELIZ NAVIDAD!

Emilio Lospitao

El voto «evangélico»


Después de más de medio siglo de guerrillas, secuestros, asesinatos y extorsión, las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) acaban de firmar un acuerdo de paz con el gobierno colombiano, que ha llevado cuatro años de diálogo. Dicho acuerdo de paz se rubricó en La Habana (Cuba) el 26 de agosto del año en curso. Este acuerdo de paz habría de ser refrendado después mediante un plebiscito nacional. El plebiscito se efectuó el día 2 del pasado octubre con una escasa mayoría por el “no”. El análisis que algunos medios han dado a conocer reseña que dicho “no” ha sido gracias a los votos de los “evangélicos” colombianos. Hasta aquí la noticia.

¿Por qué estos “evangélicos” colombianos han optado por el “no”? ¿Fueron pocos los años de sufrimientos originados por las guerrillas, los asesinatos, los secuestros de las FARC? ¿Será peor la situación en Colombia con la integración de los miembros de las FARC en la sociedad y en la vida política? ¿Hubieran preferido estos “evangélicos” colombianos una derrota sin par, con la correspondiente doblegación y humillación de los guerrilleros de las FARC? ¿Y sería esto lo que inspira el mensaje conciliador del evangelio de Jesús de Nazaret? ¿Quizás estos “evangélicos” colombianos desean que estas personas se integren en la sociedad como ciudadanos de segunda clase, señalados de por vida por su pasado, objeto de vejación institucionalizada? ¿Por qué votaron “no” al proceso de paz un gran número de colombianos “evangélicos”?

Por supuesto, no todos los “evangélicos” colombianos votaron por el “no”. Hubo quienes votaron por el “sí” –quizás vieron las cosas de una manera muy distinta–, porque la información que tenían era también diferente.

En cualquier plebiscito, sea de la naturaleza que sea, la información de que disponen los votantes es crucial. Y la información nos llega por los medios a los que estamos más vinculados, sea prensa, radio o televisión… ¡y a través de los púlpitos de las iglesias!

El campo “evangélico” latinoamericano (como el campo “evangélico” español), en general, es hijo del movimiento misionero estadounidense. Y el sello que lo distingue de los demás movimientos religiosos (reformados o derivados de estos) es el “fundamentalismo” originado en los EE.UU en el siglo XIX. El fundamentalismo de la Biblia “inerrante”, el mismo que afirma que Dios hizo el mundo en seis días de 24 horas hace seis mil años, y que el Sol gira alrededor de la Tierra (todavía hay quienes defienden el geocentrismo, porque lo afirma la Biblia). A partir de este biblicismo cualquier adoctrinamiento es posible.

Los “evangélicos” colombianos, como los de cualquier país democrático, tienen todo el derecho de votar por la proposición que crean más oportuna para su país. Faltaría más. Pero en este caso concreto, o en otros parecidos, en cualquier otro lugar, lo terrible es que la voluntad de unos cuantos, por la influencia que ejercen sobre las multitudes sometidas emocionalmente a unas creencias religiosas, se impongan mediante el concurso de un plebiscito.

La democracia –ya se ha dicho hasta la saciedad– es el régimen político menos malo. Pero tal como se ejerce en algunos países (incluida España), es un simple mito. La democracia exige para ejercerla la formación cultural, intelectual, filosófica y, sobre todo, política de los ciudadanos. Pero desde la mayoría de los púlpitos en las iglesias se tiende a todo lo contrario: al aborregamiento; o sea, a la manipulación. Parece ser que hay demasiados fieles que se sienten muy a gusto en seguir las directrices de sus líderes antes que pensar por sí mismos.

Emilio Lospitao

Los signos del reino


Por “reino” nos referimos al “reinado de Dios” (buenas nuevas) que Jesús anduvo predicando por las zonas rurales de Galilea, de cuya naturaleza da testimonio una de las fuentes más antiguas que usa el autor de Hechos: “cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hechos 10:38).

Por “signo” nos referimos a cualquier señal que ponga en evidencia la naturaleza de dicho “reinado de Dios”, no importa la procedencia geográfica o cultural, la religión, el sexo, la edad, la creencia o no creencia, del sujeto que manifiesta dicho “signo”. El Dios creador, cualquier cosa que sea su naturaleza o esencia, es consustancial a todo ser vivo, y racionalmente al ser humano: “pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas… Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos” (Hechos 17:25-28). Estos signos del reino se hacen presentes en los gestos de empatía, de solidaridad, de respeto, de justicia… hacia el prójimo por parte del budista, del hindú, del musulmán, del animista, del escéptico, del ateo, del agnóstico e igualmente del cristiano. No hay ninguna diferencia. Lo que lo diferencia es la etiqueta que le colgamos.

En la literatura “evangélica” es común leer panegíricos etnocentristas que dejan la impresión al lector de que solo los cristianos representamos dichos “signos”, excluyendo a todos los demás, sobre todo a los ateos, a los agnósticos y a los escépticos, precisamente porque no confiesan la “fe cristiana”.

A este respecto bueno es citar el libro bíblico de Jonás. El libro de Jonás es ante todo una parábola ampliada con recursos literarios épicos y míticos (el gran pez), con una moraleja que recogen los últimos versículos.

El contexto ideológico de este libro se ubica precisamente en el etnocentrismo del pueblo israelita, que tan bien dibuja el evangelista Marcos en el relato de la mujer sirofenicia (Marcos 7:24-30). El autor del libro de Jonás debió haberse granjeado mucha enemistad cuando lo dio a conocer. Toda una provocación al estilo del mensaje de Jesús en la sinagoga de Nazaret: “muchas viudas había en Israel en los días de Elías… pero a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de Sidón…” (Marcos 4:24-30).

El lector judío contemporáneo del libro de Jonás se indignaría porque en la historia de este libro se representa a un Dios preocupado por los “perros” gentiles de Nínive. La moraleja del libro profético es significativa (para entonces y para ahora): “¿Y no tendré yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad donde hay más de ciento veinte mil personas que no saben discernir entre su mano derecha y su mano izquierda, y muchos animales?” (Jonás 4:11).

La historia del libro termina bien, “comiendo perdices”, como en los cuentos. Los ninivitas mostraron esos “signos del reino” que Dios espera de todo ser humano. El texto dice que el rey ordenó a todos los súbditos de su reino que “clamen a Dios fuertemente; y conviértase cada uno de su mal camino, de la rapiña que hay en sus manos. ¿Quién sabe si se volverá y se arrepentirá Dios, y se apartará del ardor de su ira, y no pereceremos? Y vio Dios lo que hicieron, que se convirtieron de su mal camino; y se arrepintió del mal que había dicho que les haría, y no lo hizo.” (Jonás 3).

En efecto, se convirtieron de “su mal camino, de la rapiña que había en sus manos”, y Dios se arrepintió del mal que tenía previsto hacer con ellos. Porque los signos del reino comienzan por ahí, haciendo obras dignas de arrepentimiento.

En esta misma línea de pensamiento, el evangelista Mateo pone en boca de Jesús estas palabras: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.” (Mateo 25:31-46).

¡Los “signos del reino”!

Emilio Lospitao

Cuando la muerte no evoca un lamento


Cuando el feminismo fue tomando auge aparecieron los mensajes misóginos condenando el atrevimiento de los movimientos feministas por reivindicar los derechos civiles que reclamaban para las mujeres. Esta misoginia era más patente en el entorno religioso, porque dicha reivindicación suponía todo un reto a los textos bíblicos que imponía la tutela del varón sobre las féminas, primero del padre y luego, casada, del marido.

Especialmente el siglo XX, y con más ahínco lo que va del XXI, se caracteriza por el derrumbe de una cosmovisión de la vida que muchos ven obsoleta. La “batalla” del feminismo ya la tienen perdida los misóginos: la mujer ha logrado conquistar puestos que eran exclusivos del varón, en todos los estamentos y esferas de la vida. Los ánimos están más calmados. Era normal que así fuera. No ocurre lo mismo con otras reivindicaciones, como es la referente a la sexualidad y el género. En principio porque no distinguen sexo y género.

Como ocurría con el estatus (tutela) de la mujer, que se enarbolaba el mensaje bíblico (“la mujer esté sujeta a su marido”, etc.), también ahora se cita la famosa declaración de “varón y hembra los hizo Dios” para negar cualquier otra realidad sexual o de género. Tendrá que pasar al menos otro siglo para “caer en la cuenta” de que los textos bíblicos no son ciencia exacta ni intentan imponer una manera de entender la vida de las personas, de todas las personas.

No pasa un día que los titulares de los periódicos den cuenta de alguna barbaridad cometida contra el colectivo gay. Ocasión que aprovechan los “portavoces de Dios” para poner su granito de arena a favor de la homofobia. No pasaron ni 24 horas del atentado de Orlando (EEUU) el pasado mes de junio, donde murieron 49 personas y fueron heridas otras 50, pertenecientes al colectivo LGTB, para que el pastor bautista Roger Jiménez hiciera público su convicción de que tales muertes eran un juicio de Dios. Literalmente dijo: “Hey, si me preguntan ¿estás triste que 50 pedófilos murieron hoy? No. Yo creo que es grande. Creo que eso ayuda a la sociedad. Creo que Orlando, es un poco más seguro de esta noche de la Florida” (sic). Aseguró además el pastor Roger Jiménez, en Sacramento (EE. UU.), que “los cristianos no debían lamentar la muerte de 50 sodomitas”.

La cuestión es la siguiente: Toda muerte, de quien sea, evoca un lamento. Debe evocar un lamento. Al menos para cualquier persona sensible, y más si se trata de una que se declara “cristiana”. Cualquier insensibilidad al respecto, proceda de donde proceda, es otra forma de cultivar y potenciar odio y rechazo por el simple hecho de enamorarse y sentir atracción hacia otra persona del mismo sexo. O sea, por amar a otra persona y desear compartir la vida con ella como lo hace el colectivo heterosexual.

Emilio Lospitao