Asincronía entre la Modernidad, el lenguaje y los conceptos teológicos


El teólogo católico José María Vigil dice que la historia de las religiones es la historia de un conocimiento humano en continuo crecimiento, y de una religión cuyas afirmaciones sobre Dios van retrocediendo paralelamente a aquel avance de aquel conocimiento humano creciente.[1] Esta aclaración de Vigil se correlaciona perfectamente con esta “asincronía” de la que vamos a hablar.

Infinidad de veces hemos escuchado, o leído, que la Modernidad, como paradigma científico y filosófico, “echó fuera a Dios de la vida común”, y en cierta medida es cierto. Pero esta afirmación necesita ser explicada, al menos en parte. Digamos que lo único que hizo este nuevo paradigma científico y filosófico fue estudiar los fenómenos de la naturaleza, y a esta misma, y mostrar las causas de dichos fenómenos. Dicho estudio, y su exposición, desacreditó las creencias religiosas en las que estaba asentada la “vida común” de las personas. En la Edad Media se creía que las enfermedades, las tormentas, las sequías, los terremotos… eran originados por la voluntad de Dios como castigos en el peor de los casos, con su permiso en el mejor de ellos. Las personas se entregaban incansablemente al rezo, a los ritos, a las ofrendas a Dios, a los Santos o a las Vírgenes para remediar el caos que ello suponía. Pero no había respuestas visibles y satisfactorias. No obstante, por la ignorancia, el vulgo insistía en lo mismo cada vez que los efectos se producían porque no disponían del conocimiento que ofrece hoy la ciencia. Por ejemplo, la gente común entregaba ofrendas y encendía velas a Santa Bárbara cuando había tormentas y relámpagos; pero vino Franklin e inventó el pararrayos. A partir de entonces la gente comenzó a poner un pararrayos en el tejado de su casa y se acabaron los rezos y las ofrendas a Santa Bárbara. ¡Así es como la Modernidad fue echando fuera a Dios de la vida común! Mejor dicho, la Modernidad echó fuera las falsas y míticas imágenes de Dios, no a Dios mismo. Pero a la Religión parece gustarle mantener esas imágenes falsas de Dios, bien porque ella misma las necesita, o bien porque con ellas puede controlar mejor a la feligresía.

En el campo de la cosmología y la cosmogonía ha ocurrido lo mismo. Hasta el siglo XVI tanto la Ciencia como la Filosofía y la Teología se basaban en una cosmovisión aristotélica-ptolemaica. Se creía que el Sol giraba alrededor de la Tierra; que esta estaba quieta además de ser el centro del mundo. El mundo se concebía con tres plantas: arriba, el cielo donde moraba Dios; en medio, la Tierra plana (su esfericidad se fue aceptando lentamente); y abajo, el inframundo, el Infierno. Tanto el lenguaje bíblico, como los conceptos teológicos derivados de la Escritura, se fundamentan en esta cosmovisión. Pero a pesar de los cinco siglos que han transcurrido desde el descubrimiento del sistema heliocéntrico, y los avances de la ciencia en todas las disciplinas, que contradicen dicha cosmovisión, el mundo religioso permanece en esos arcaicos conceptos y lenguajes del pasado. Habría que preguntarse quién ha echado fuera a Dios de la vida común, si la Modernidad con sus luces o el pensamiento religioso, incapaz de evolucionar y actualizar su prédica.

En el presente número de la revista incluimos dos artículos estrechamente relacionados con esta “asincronía”. En el primer artículo –”Creer de otra manera”–, el teólogo católico Andrés Torres Queiruga dice que “o logramos cambiar muy hondamente las palabras y conceptos con que expresamos y vivenciamos nuestra fe, o la hacemos incompresible e increíble para las nuevas generaciones.” En el segundo artículo –”Los relatos de la infancia de Jesús, ¿teología o historia?”–, el teólogo y ex-sacerdote católico Leonardo Boff, se pregunta: “¿Qué hacer, pues, con los relatos de la Navidad y con el pesebre?”, para afirmar a continuación: “Que continúen. Pero que sean entendidos y revelen aquello que quieren y deben revelar: que la eterna juventud de Dios penetró este mundo para nunca más dejarlo; que en la noche feliz de su nacimiento nació un sol que ya no ha de conocer ocaso”.[2]

María Clara Bingemer, teóloga brasileña, afirma que existe «una fuerte sed de espiritualidad, pero, la mayoría de las veces, fuera de las instituciones religiosas… El cristiano del futuro cuestionará mucho a la Iglesia y hará su propia síntesis” [3]. Ese futuro, creemos, ya ha llegado.

¡Feliz Navidad!

Emilio Lospitao

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[1] “Errores sobre el mundo que redundan en errores sobre Dios”. http://servicioskoinonia.org/relat/440.htm

[2] http://www.redescristianas.net/los-relatos-de-la-infancia-de-jesus-teologia-o-historialeonardo-boff/

[3] http://www.periodistadigital.com/religion/libros/2017/10/19/maria-clara-bingemer-hay-sed-de-espiritualidad-que-se-busca-fuera-de-las-instituciones-religiosas-iglesia-religion-dios-jesus-papa.shtml

De tradiciones y apologías


La iglesia que surgió en Jerusalén en las primeras décadas del siglo primero, se formó primera y esencialmente por personas judías que, no obstante, continuaron practicando la piedad religiosa de sus ancestros (Pablo mismo no dejó las costumbres religiosas judías – Hechos 18:18, 21; 20:16). No fue hasta la predicación del evangelio en Antioquía, por parte de judíos helenistas convertidos que huyeron de Jerusalén por la persecución desatada con ocasión de la provocación de Esteban (Hechos 7; 11:19-20), que los gentiles vinieron a formar parte de la Iglesia. Este encuentro religioso-cultural, entre judíos y gentiles que habían obedecido a la fe, provocó el llamado “concilio” de Jerusalén (Hechos 15). En apariencia todo quedó resuelto, pero solo en apariencia. La historia posterior así lo atestigua. Jean-Pierre Lémonon, profesor emérito de la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Lyon, especialista en Nuevo Testamento, en un trabajo titulado “Los judeocristianos, testigos olvidados”, nuestra que aquel movimiento religioso que llamamos “cristianismo primitivo” (el que hallamos en los primeros capítulos del libro de los Hechos) fue rechazado muy pronto por el cristianismo helenista que se expandía por el continente europeo gracias a la misión de Pablo. El mal llamado “concilio” de Jerusalén (año 49 aprox.) marcó el antes y el después de esta historia.

Cuatro hitos cronológicos señalan el inicio de los lentos pero efectivos cambios que sufrió el cristianismo primitivo desde las primeras comunidades a lo que luego devino en la “Gran Iglesia” (con sus concilios, sus dogmas, sus ritos…):

Primer hito (años 40/50). Desde la perspectiva del autor de Hechos, a estos judeocristianos se les llama “los fieles de la circuncisión” (Hechos 10:45), que eran uña y carne con Santiago, una columna de la iglesia en Jerusalén (Gálatas 2:11-12). La iglesia de Jerusalén, sobre los años 58-59, estaba constituida por estos “fieles de la circuncisión” (Hechos 21:20).

Segundo hito (finales del primer siglo – época de las Pastorales). Posiblemente tengan razón los críticos al afirmar que estas cartas no salieron de la pluma de Pablo). Para estas fechas, a estos mismos “fieles” ya se les llama “contumaces… de la circuncisión” (Tito 1:10). La tensión entre judeocristianos y gentiles cristianos ha subido de tono, a pesar de la concordia alcanzada en el “concilio” (Hechos 15:28-31; 21:25).

Tercer hito (sobre el año 110). Ignacio de Antioquía escribía a los magnesios: “Es absurdo apelar al nombre de Jesucristo y después vivir a lo judío; no es el cristianismo el que creyó en el judaísmo, sino el judaísmo el que creyó en el cristianismo, donde se han reunido cuantos creen en Dios” (“El primer siglo cristiano”, Ignacio Errandonea S.J.). El mensaje en esta época es abiertamente apologético y excluyente respecto a los judeocristianos.

Cuarto hito (mediados del siglo II). Melitón de Sardes, obispo de Asia Menor, emite en un sermón esta condena contra “los de la circuncisión”: “Oídlo todas las estirpes de los pueblos, y vedlo: Un asesinato jamás sucedido antes tuvo lugar en Jerusalén, el Rey de Israel fue eliminado mediante la diestra de Israel” [#94-96].(*) Ya no se trata de evangelizarlos, sino de condenarlos. De la apología y la exclusión se pasó a un declarado enfrentamiento: ¡Había comenzado la persecución contra los judíos! (Judeofobia, Gustavo D. Perednik).

¿Qué nos enseña esta sintética historia?

Que el desarrollo teológico, como la historia misma, se va construyendo con las piedras de las tradiciones. Somos lo que somos y hemos llegado adonde hemos llegado gracias a un conglomerado de tradiciones. Los apologistas de la “sana doctrina” deberían recapacitar acerca de lo que llaman “doctrina sana”. Ignorar la historia de la iglesia, los dogmas que esta ha ido levantando durante los siglos, las liturgias y los ritos que han configurado su identidad, puede llevarnos a reduccionismos que opacan el personaje central y la esencia del Evangelio: Jesús de Nazaret y el “reinado de Dios” que este predicó y vivió.

Nos enseña también que la apología es importante, pero debemos cuidar el fondo y la forma de la misma. El fondo, porque la apología misma es un constructo histórico-teológico siempre pendiente de revisión: no contiene absolutos. La forma, porque cualquier autoritarismo dogmático la desacredita. El pensamiento único (¿la sana doctrina?) ha originado muchas guerras, muchos sufrimientos y muchas exclusiones innecesarias.

¿Puede ser buena apología aquella de la cual se desconoce su historia? ¿Puede ser buena apología aquella que, aun conociéndola, no hace una autocrítica seria? La apología cristiana, si queremos que sea escuchada hoy, debemos dejar de mirarnos el ombligo, y echar un vistazo atrás, revisar la progresión teológica y dogmática de la que procedemos y ponernos al día. Quienes nos precedieron merecen ser recordados y reconocidos, por supuesto, pero en ninguna manera pueden constituirse en una hipoteca lastrante. Es nuestra responsabilidad mirar hacia el futuro empedrando bien el camino del presente, aunque para ello necesitemos primero desempedrarlo.

Emilio Lospitao

(*) http://www.kerux.com/doc/0401A1.asp (en inglés)

Buenas nuevas y reino de Dios


Hemos hecho un gran esfuerzo y nos hemos situado al otro lado de la “fe” (cristiana) y nos hemos encontrado con “gentiles” perplejos de lo que oyen y ven en este lado cuando miran por encima de la valla. Y los hemos entendido. Lo cierto es que, cuando nos acercamos a uno de estos “gentiles” sin intenciones proselitistas, el diálogo acerca de la fe (incluso cristiana) resulta fácil y fluido. A veces resulta más fácil dialogar con estos “gentiles”, que no tienen nada claro, que con algunos de nuestros congéneres creyentes cristianos, que lo saben todo y no albergan ningún tipo de dudas. Desde esta percepción, que es muy personal por supuesto, nos preguntamos si quizás no deberíamos reflexionar acerca de lo que llamamos “evangelización”, tanto en la forma como en el fondo. ¡Porque hay demasiados “ateos”! Nos preguntamos si quizás no debiéramos buscar las pautas en el comportamiento de Jesús de Nazaret (según los Evangelios), en lo que él predicaba, enseñaba y vivía en relación con las personas de su entorno, ya fueran judíos o gentiles.

Al menos algunos de los lectores estarán de acuerdo en que el testimonio que ofrece una parte no pequeña del cristianismo que conocemos incentiva muy poco al “gentil” crítico para dar el paso de fe en Jesús de Nazaret. Como cristianos equidistantes nos produce la misma indiferencia las complicadas liturgias y los fríos ritualismos de unos que las folclóricas y ruidosas reuniones “evangélicas” de otros. ¡Cuánta más indiferencia no les producirá a esos “gentiles”! ¿Qué tiene que ver todo eso con el “reinado de Dios” que predicaba Jesús de Nazaret? La Buena Noticia (“reinado de Dios”) que Jesús predicaba irritó, ¡y de qué manera!, tanto al sector político, como al social y al religioso, sobre todo a este. Tanto les irritó que acabaron condenándole y matándole. No hace falta ser muy crítico leyendo los Evangelios para ver que eso fue así. Entonces, ¿en qué hemos convertido el evangelio de Jesús? ¿Qué hemos entendido por reinado de Dios? ¿No lo habremos reducido a mera “teología” o “cristología”? No estamos quitando importancia a la Teología per se como ciencia y objeto de estudio. Lo que estamos señalando es que la Teología (o teologías, en plural), lo mismo que la Cristología (o cristologías, en plural) son solo especulaciones filosóficas y teológicas acerca de Dios o de Cristo. Pero las Buenas Nuevas del “reinado de Dios” que predicaba Jesús, por lo cual fue apresado, condenado y crucificado, tenían una incidencia existencial en la vida de las personas y en la sociedad en todos los ámbitos: político, social, familiar, económico, ecológico… El “reinado de Dios” que Jesús predicaba era esencial y fundamentalmente “mundano”, es decir, primariamente, “para” este mundo. Las Buenas Nuevas de Jesús no tenían que ver con ninguna “salvación del alma”, sino con la redención de la persona toda, ahora y aquí. El relato de Zaqueo (Luc. 19:1-10) ejemplifica ampliamente esta “redención” de la persona toda y su naturaleza histórica y existencial. Quizás los “gentiles” de nuestra época entenderían mejor el mensaje del Galileo, y se harían seguidores de él, si vieran una incidencia real, profética, en la vida de las personas que se llaman “cristianas” y la institución que las representa: la Iglesia (todas las Iglesias).

Emilio Lospitao

¿Semper reformanda?


Cuando la obra “Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo”, de Galileo Galilei, fue publicada en Florencia, Italia (1632), generó una fuerte polémica por cuestionar el milenario geocentrismo ptolemaico, que afirmaba la revolución del Sol en torno a la Tierra y la quietud de esta. El geocentrismo era el paradigma cosmológico que sostenía la Ciencia, la Filosofía y la Teología de la época desde los tiempos de Aristóteles. La teoría que defendía Galileo no era suya, ya la había anunciado el polaco Nicolás Copérnico, pero este no la publicó en vida por miedo a las represalias de la Iglesia. Salvo estos dos insignes científicos (y algunos otros que apoyaban sus tesis), la gran mayoría se hacía cruces con solo oír que la Tierra se movía alrededor del Sol. El sector más sorprendido ¡y ofendido! fue el religioso: la Iglesia, que condenó a Galileo a reclusión domiciliaria de por vida por enseñar tal disparate. Ni la Ciencia, ni la Filosofía, ni la Teología, mucho menos el vulgo, estaban preparados para aceptar un nuevo paradigma de tal envergadura, sobre todo porque, además, contravenía a la misma Escritura.

Desde la antigüedad, la lectura y la interpretación de la Biblia se hacía desde la estricta literalidad conjugándola, esporádicamente, con la interpretación alegórica. El concepto de “inspiración” atribuido a la Escritura procede de la descripción y la definición que había expuesto Filón de Alejandría, filósofo judío (15 a.C.- 45 d.C), desde el pensamiento de la escuela griega.(*) Según la definición de Filón, el hagiógrafo venía a ser un simple instrumento pasivo de la irresistible acción de Dios. Luego Dios era el único autor de la Escritura. De ahí su “inerrancia”. Pero entre el Concilio Vaticano I (1869) y el Concilio Vaticano II (1962) se produjo un cambio significativo al respecto, sobre todo por la presión que estaba ejerciendo la Ilustración. La conclusión del Vaticano II (Dei Verbum) dejó un resquicio a la doble paternidad de la Escritura: divina y humana, y que ésta no fue ajena a la influencia del paradigma cultural de los autores. No obstante, unos fieles cristianos estadounidenses quisieron fijar la plena inspiración (e inerrancia) de la Escritura. Auspiciaron la publicación, en varios volúmenes, de los Fundamentos que había que defender para salvar dicha inerrancia (de estos Fundamentos se deriva el término “fundamentalista”). Y ahí estamos.

Mirando hacia atrás en el tiempo, parece que vivimos inmersos en una “catarsis” que no encuentra fondo. Antes de haber resuelto viejas controversias, nos encontramos con otras nuevas. La controversia geocentrismo versus heliocentrismo parece estar superada (excepto para unos cuantos), y lo hemos superado sin arrancar hojas de la Biblia, simplemente hemos llegado a la conclusión de que, al menos ciertos textos, no se pueden interpretar de manera literal precisamente porque el contexto que lo valida es obsoleto. Pero llegar a esta conclusión no fue fácil. Costó muchos anatemas y no pocas excomuniones. Actualmente andamos digiriendo la controversia creacionismo versus evolucionismo, un nuevo enfrentamiento entre la ciencia y la fe. Un enfrentamiento absurdo toda vez que sus metodologías epistemológicas son de diferentes naturalezas. La verdad (lo que entendamos por esto) llegará un día u otro, como llegó la verdad cosmológica, admitiendo que era la Tierra la que se movía alrededor del Sol y no al contrario, a pesar de los enunciados bíblicos al respecto.

Pasadas las celebraciones del V Centenario de la Reforma (por lo que significó que un monje se enfrentara al poder más grande de la Europa de su época: el papado), se supone que es un momento adecuado para revisar el camino andado y, sobre todo, lo que ha ocurrido durante esos cinco siglos especialmente en el campo de la sociología, la política y, sobre todo, en la teología y la ciencia. Una vez más, como Lutero en su día, de entre sus filas han surgido teólogos y exégetas que van por delante de los actuales herederos de la Reforma en la exégesis y en las ciencias bíblicas. En estos dos campos específicamente lo que podemos hacer (como lo están haciendo ya algunos biblistas protestantes) es acompañarlos en el camino. Esto quiere decir que el mundo evangélico/protestante debería profundizar en lo que la Reforma en sí significó, y más que levantar altares a aquellos Reformadores, lo sensato es seguir el camino que ellos iniciaron. Si no damos este paso de revisión crítica, no habremos entendido nada lo que significó la publicación de las 95 tesis del Reformador, y las habremos simplemente anquilosados. O sea, seguir el eslogan barthiano: Ecclesia reformata semper reformanda est.

Emilio Lospitao

(*) Paul, André. La inspiración y el canon de las Escrituras, (Historia y teología). Curso Bíblico nº 49. Verbo Divino.