Aunque lo diga la Biblia


LA BIBLIA ES UN TEXTO “inspirado”; si más, igual o menos inspirado que los textos religiosos de otras religiones depende del creyente del grupo religioso que lo afirme. Esto es algo obvio. Pero en especial los fieles pertenecientes a la religión judía, a la cristiana y a la musulmana, afirmarán que sus textos son “inspirados” porque fueron revelados directamente por Dios. Así pues, los textos en cuestión adquieren la categoría de “Palabra de Dios” y, por lo tanto, inequívoca, inerrante e incuestionable.

Este concepto de inerrancia, sin embargo, es muy discutido hoy entre biblistas, exégetas y teólogos cristianos, tanto católicos como protestantes; excepto para el fundamentalismo religioso de cualquiera de los grupos citados, que persiste en la inerrancia susodicha. Pero las evidencias –que no procede citar aquí– nos instan a creer que los textos sagrados (pertenezcan estos al grupo que pertenezcan) tienen más de sapiencial que de inerrante. Inspirados, sí; pero el sentido de esta inspiración nada tiene que ver con algún dictado divino.

Por ello, usar textos sapienciales, producto del sentir circunstancial del autor ante diversas experiencias de su vida y generalizar sus impresiones como promesas universales de Dios para la humanidad, o ni siquiera para una persona concreta, es un abuso exegético. Un ejemplo de esto que estamos diciendo –de los muchos que podríamos citar de la Biblia–, es esta afirmación del autor de Proverbios: “Jehová no dejará padecer hambre al justo” (10:3 RV1960), cuando sabemos que muchos hombres y mujeres justos, por diversas circunstancias de la vida, pasan hambre y sufren otras humillaciones, y no precisamente por causa de su fe, sino por los mismos motivos y circunstancias que sus contemporáneos. Esas afirmaciones de los autores sagrados son más bien meras expresiones de su vivencia y piedad personal, que pueden ser solo expresiones poéticas en el contexto de su obra literaria más que una promesa dictada por Dios cuyo cumplimiento habría de producirse sí o sí.

Obviamente, con esta fría observación no discutimos ni negamos el universal sentido de transcendencia que tiene el ser humano, de todas las culturas y de todas las sensibilidades religisosas, y por ello su necesidad de confiar y depender de un ser superior (Dios) de quien siente recibir protección y seguridad. De ahí las celebraciones religiosas y las ofrendas como muestra de gratitud por las buenas cosechas u otras dadivas recibidas, o los peregrinajes a los lugares santos para rogar por la bondad de la cosecha próxima u otras peticiones pendientes, y un largo etcétera.

La pregunta legítima –con todo el respeto–, es si dicha actitud de piadosa dependencia responde más a la necesidad psicorreligiosa del creyente que a la respuesta que pueda recibir de Dios. Porque la cotidianidad en cualquier asunto de la vida nos enseña que dicha respuesta viene siempre de otro lado, aunque se la otorguemos a Dios. Un test relevante que nos muestra esta realidad tiene que ver con la salud: si vamos al hospital, nos curamos; pero si prescindimos de la institución médica con sus recursos tecnológicos, farmacológicos y humanos nos exponemos irremediablemente a lo peor, ¡aunque lo hayamos puesto en las manos de Dios! Cualquier excepción –que la habrá– confirma esta regla. Otra observación de la misma cotidianidad tiene que ver con las desgracias naturales: estas no hacen acepción de personas, las víctimas en estos casos pertenecen a todos los estratos y condiciones sociales: ricos y pobres, buenos y malos, creyentes y ateos, etc. lo que significa que Dios está al margen de estos sucesos naturales, tanto para bien como para mal. Ante esta realidad incuestionable la piedad religiosa busca refugio en el resignado subterfugio: ¡Dios tiene un propósito que ahora no conocemos!

Por desgracia, con demasiada frecuencia en los sermones se abusa de aquellos textos que prometen esperanza, sobre todo materiales o físicas, como las relacionadas con la salud, que al final producen más frustración que sosiego en las personas que pasan por alguna experiencia adversa (el “sosiego” suele ser de corto plazo). Sería más honesto (com)prometer a la hermandad para que la solidaridad de esta sea la que supla las necesidades, al menos las materiales, de los justos. Obviamente, esta perspectiva procede de una manera diferente de entender a Dios, consecuencia de una crítica cultivada en el tiempo (ver “Cómo llegamos a creer lo que creemos” en este ejemplar de la revista, p.58).

A pesar de la pesimista realidad que nos ofrece la cotidianidad, la piedad religiosa insta al creyente a acudir a Dios bien para solicitar de su ayuda, o bien para alabarle con cánticos cuyas letras rezuman frases devotas, inspiradas en los textos sagrados (sean del grupo religioso que sea). Esto parece inevitable, ha sido así desde la etapa del homo sapiens, y lo seguirá siendo. Pero el predicador de turno debe cuidarse mucho de lanzar con ligereza promesas divinas en momentos críticos de la vida de las personas… aunque lo diga la Biblia.

Emilio Lospitao

Etnocentrismo


¿Por qué se tiende a atribuir en exclusiva una virtud, sea de la naturaleza que sea, a las personas que pertenecen a una entidad en particular, la que sea, lo que conlleva negar o, en el mejor caso, dudar que esa misma virtud la puedan poseer las personas de cualquier otra entidad diferente a la que se pertenece?

En algunos medios cristianos se manifiesta este tipo de etnocentrismo ad nauseam, sin pudor, sin ética, con una convicción insultante. Se quiere significar con este tipo de manifestaciones, a raíz de algún comportamiento elogioso, que este es exclusivo de creyentes cristianos. Así, en cualquier noticia digna de encomio por una acción concreta se suele hacer hincapié en esta identidad religiosa del o la protagonista.

Este etnocentrismo, de estrechez mental, poco leído, refugiado en páramos con vallas altas, ignora que la “buena gente” se encuentra en cualquier rincón del planeta, no importa cuál sea su credo o religión. Ignora que la bondad y el altruismo innatos no necesita de creencias particulares para desarrollarse. Desgraciadamente, la historia nos enseña que precisamente las creencias cristianas se han usado como santo y seña para torturar, ensañarse y matar en el nombre de Dios (el dios de sus creencias).

Este etnocentrismo, enraizado hasta la médula por el adoctrinamiento, está presente en el vocabulario y en los gestos de la gente de iglesia. Términos tan coloquiales como “los del mundo”, “los no creyentes”, “los inconversos”, etc., forman parte del argot común para referirse a quienquiera que no pertenezca a “la comunidad” (la comunidad cristiana). En el caso de los cristianos Evangélicos, aunque el credo del vulgo –¡y no tan del vulgo!– católico sea prácticamente el mismo (salvo algunos dogmas), los epítetos también se aplican a ellos. Por supuesto este acervo común tiene como fundamento el lenguaje bíblico mismo, solo que en los textos sagrados tienen un contexto diferente al nuestro y, por lo tanto, una explicación (que no se ofrece).

Jesús de Nazaret dejó muy clara esta verdad universal: “No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos”. Este “buen fruto” del que hablaba el galileo es un signo del “reinado de Dios” que anduvo predicando, y que tantos problemas le acarrearon: acabó ajusticiado en una cruz. Pero estos “signos” los podemos observar en gestos sencillos en las personas de todas las culturas, de todas las religiones, de todas las etnias… Por ello, ese etnocentrismo ad nauseam está fuera de lugar, es poco atrayente, es insultante, insolidario, delata mucha soberbia espiritual.

Emilio Lospitao

Acriticidad


EN EL MUNDO RELIGIOSO se suelen citar los textos sagrados (selectivamente, claro), que instan a perpetuar los conceptos que sirven para mantener una tradición particular (según qué grupo religioso los cite). La obcecación de quienes los citan no les permite caer en la cuenta de que todo –¡absolutamente todo!– está, debe estar, sobre la mesa para ser revisado, analizado y reflexionado con vistas a ser corregido, cambiado o renovado… ¡Incluso las ideas acerca de Dios!

La incapacidad para desarrollar este tipo de análisis en el siglo XVI les llevó a quienes representaban en aquella época la Ciencia, la Filosofía y la Teología a condenar el trabajo investigativo sobre cosmología de Copérnico y después de Galileo. Les resultó más fácil condenar que escuchar y repensar. Y siempre son los mismos quienes condenan. Condenaron el heliocentrismo, rechazaron al principio las vacunas (que tantas vidas salvaron y salvan), se opusieron a los anticonceptivos (que tantas enfermedades pudieron haber evitado), en la actualidad obstaculizan el desarrollo de la ciencia genética (que tantas taras pueden evitar y mejorar la calidad de vida de las personas) y se oponen a la realización sentimental y sexual entre personas del mismo género, juzgándolas y condenándolas… ¡Siempre en contra de todo en el nombre de Dios!

En las últimas décadas (gracias a los conocimientos que nos proveen las ciencias sociales, la nueva arqueología, la antropología social, el estudio de las religiones, las ciencias bíblicas, la astronomía y la cosmogonía modernas, etc.) se ha abierto un nuevo paradigma teológico, que empezó con el Renacimiento y la Ilustración, en definitiva con la Modernidad, y se vuelve a repetir la historia: ¡La acriticidad y la obcecación de una parte del mundo religioso continúa con aquello que saber hacer muy bien: condenar!

Este sector religioso anclado en el pasado no es capaz de hacer una autocrítica de sus planteamientos teológicos por más que le pongan delante las evidencias de su error histórico. Se obstina en afirmar su pensamiento teológico simplemente porque ese era el que defendieron sus abuelos, luego sus padres y ahora ellos. Esta acriticidad se pone en evidencia en la interpretación literal de los textos bíblicos, como hizo un pastor evangélico en el programa de TV el pasado 20 de mayo al comentar el libro de Jonás. Este tipo de exégesis es un insulto a la inteligencia.

En el mundo católico las iglesias se están quedando vacías, excepto un remanente de personas normalmente de edad avanzada. Los jóvenes no es que se hayan ido, es que nunca estuvieron. En el mosaico multicultural Evangélico les retiene, hasta cierta edad, el fundamentalismo con el que se les adoctrina, pero una gran mayoría de jóvenes terminan yéndose por el asfixiante adoctrinamiento arcaico, sobre todo si alcanzan cierto nivel académico. Les salva en cierta manera el folklore musical que acompaña el servicio religioso.

Ante esta realidad (la desertización religiosa de las iglesias) el discurso más fácil es seguir condenando, en este caso el “ateísmo” cultural que hace décadas comenzó en Europa. Se condena como alternativa a una mínima autocrítica que no se hace. Pero esta autocrítica sí se está realizando en ciertos sectores del cristianismo, y lo están haciendo muy bien poniendo el dedo en la llaga: apuntando el error que traía el viejo paradigma con su cosmovisión precientífica y obsoleta. Las gentes no son “ateas” porque no acepten nuestras prédicas, es que estas son ya inasumibles. El cristianismo del siglo XXI o se repiensa y se renueva o terminará como una simple secta. En el mejor de los casos se aceptará como un club donde las personas encuentran calor y cobijo humano… por encima de las creencias de cada uno.

Quizás Jacinto Benavente tuviera razón al afirmar que “una idea fija siempre parece una gran idea, no por ser grande, sino porque llena todo un cerebro”, y porque “llena todo un cerebro”, no queda espacio siquiera para intuir que las cosas pueden ser de otra manera. Es decir, da carta de naturaleza a la acriticidad: la falta de análisis crítico.

Emilio Lospitao

Los otros


“Maestro, hemos visto a uno que echaba fuera demonios en tu nombre; y se lo prohibimos, porque no sigue con nosotros. Jesús le dijo: No se lo prohibáis; porque el que no es contra nosotros, por nosotros es.” (Lucas 9:49-50).

HEMOS OÍDO toda clase de comentarios acerca del relato que encabeza este editorial; el más común es aquel que tiene que ver con la apertura al “otro” aunque no sea de los “nuestros”. Pero la experiencia nos muestra que lo habitual es censurar y excluir a los que no son de los “nuestros”; es decir, los que no creen las mismas cosas y de la misma manera que nosotros. El esperpento que supone esta arbitrariedad queda patente en estas dos observaciones retroactivas:

1. La pluralidad del cristianismo primitivo

La comunidad cristiana de Jerusalén – donde Santiago, apegado a la ley mosaica, fue su líder indiscutible– estaba ideológicamente muy lejos de las comunidades gentiles según se desprende de Gálatas 2:11-12. Sin embargo, las comunidades judeocristianas helenistas simpatizaban con estas comunidades quizás gracias al consenso de mínimos logrado en el llamado “concilio” de Jerusalén (Hech. 15:24-31). Es sintomático el hecho de que los misioneros helenistas que llegaron a Antioquía (Hech. 11:20) no exigieran a los gentiles la circuncisión, cosa que sí hicieron los misioneros de Judea (Hech. 15:1). Por otro lado, las comunidades de Pedro, o las influenciadas por este apóstol, se encontraban en el medio, como colchón de apaciguamiento entre las rivalidades que mantenían las iglesias del entorno jerosolimitano y las iglesias del mundo gentil originadas y lideradas espiritualmente por Pablo. Estas tres sensibilidades se aprecian en las cartas de Pablo y en Hechos, incluso en estos pocos textos: Hechos 15:24-31; 21:17-25; Gálatas 2. Lo que viene a mostrar que el cristianismo primitivo fue heterogéneo. Esto lo confirman, además, los trabajos realizados por eruditos.

2. Los consensos que culminaron en el canon del Nuevo Testamento

En primer lugar, no tenemos un evangelio canónico solo, sino cuatro (además de los no canónicos). Los más parecidos son los llamados sinópticos: Mateo, Marcos y Lucas. Según los expertos, el evangelio de Marcos habría sido el primero. Le siguieron Mateo y Lucas, que no solo utilizaron el material de Marcos, sino que lo corrigieron. El evangelio de Juan es posterior y diferente a los sinópticos, además de ser más teológico y presentar una “cristología” más desarrollada. ¿Dicen todos los evangelios lo mismo? ¡No! A Marcos no le interesa nada la infancia de Jesús, que sí le importan a Mateo y a Lucas, pero sus relatos de la infancia son muy diferentes además de contener reminiscencias míticas (la estrella de Belén, por ej.). El autor del cuarto evangelio más que historiador es teólogo; y como al autor de Marcos, tampoco le interesa la infancia de Jesús; su interés es eminentemente teológico y trascendente: en su teología Jesús es “preexistente” –vino del cielo, adonde volvió después de resucitado (otra idea mítica). El lector poco habituado a un estudio serio del Nuevo Testamento considera que los relatos de los cuatro evangelios son concordantes y complementarios; es decir, para estos lectores no existen contradicciones entre ellos. Pero un estudio crítico de los evangelios muestra todo lo contrario.

En segundo lugar, el canon de nuestro Nuevo Testamento fue consensuado en la pluralidad. Su formación lejos de una supuesta recopilación de cartas apostólicas rubricadas y guardadas ex profeso, surge de una amalgama de literatura cristiana procedente de las cartas consideradas “apostólicas”, de la literatura pseudoepigráfica y de la patrística de finales del primer siglo y principios del segundo. Alguna de esta literatura patrística no solo se leía en las iglesias con la misma autoridad que las auténticamente apostólicas, sino que algunas de ellas estuvieron a punto de ser incluidas en el canon. Durante los primeros siglos circulaban en el orbe cristiano cuatro listas “pre-canónicas” atribuidas a: Clemente (150–215), Orígenes (185–254), Hipólito (+235) y Eusebio (+340). Los autores de estas listas incluían cartas que luego se quitaron; y excluían cartas que después se incluyeron en el canon definitivo. Es decir, la purga que culminó en el canon definitivo a finales del siglo IV, pasó por el consenso. Todavía a mediados del siglo II aquel proto-NT solo contaba con 20 libros o cartas: cuatro Evangelios, trece cartas atribuidas a Pablo, Hechos, 1ª Pedro y 1ª Juan; aunque para el año 160 o 170 el conjunto de todos los libros o cartas que forman nuestro Nuevo Testamento ya estaban agrupados (pero no canonizados).

Esto nos enseña que los fundamentalismos, los exclusivismos, y todos los -ismos juntos, no tienen sentido de ser. En una época de cambios profundos como es en la que vivimos, en todos los campos del conocimiento humano, deben seguir abiertos esos consensos. El pensamiento único es propio de los complejos, de la inseguridad, del temor a ser cuestionados (¿de la ignorancia?, ¿de los intereses?)… Ha sido la diversidad y el respeto a las diferencias lo que ha hecho que las culturas y las civilizaciones prosperaran y nos trajeran adonde hemos llegado. Escuchar a “los otros” más que hacer daño, enriquece. Es más, “los otros” suelen ser los que aportan ideas nuevas, creativas e interpelantes, que hacen agudizar la razón y formar positivamente la mente y el espíritu.

Emilio Lospitao