Navidad


CADA AÑO, AL LLEGAR LA “NAVIDAD”, es recurrente en ciertos círculos religiosos, tanto en publicaciones como en predicaciones, rebatir que Jesús hubiera nacido un 25 de diciembre. Incluso se ofrecen otras fechas alternativas del año como más probables (por datos bíblicos e históricos indirectos), pero en ninguna manera en invierno. Cualquier tipo de celebración del nacimiento del Galileo, ante la absoluta ignorancia que tenemos de la fecha exacta, radica en el nacimiento en sí: ¡algún día tuvo que haber nacido! En cuanto al lugar donde nació Jesús de Nazaret, Belén es la aldea donde apuntan los relatos bíblicos, pero, según los estudiosos, con pretensiones ideológicas y teológicas más que históricas.

En cualquier caso, el folclore festivo-religioso que adquirió la celebración de la “Navidad” a través de los siglos en el mundo cristiano, ha consagrado tanto el lugar (Belén) como la fecha (25 de diciembre). Una celebración por otro lado desconocida hasta principios del siglo IV. Se cree que fue Juan Crisóstomo (patriarca de Constantinopla) quien impulsó a su comunidad a celebrar el nacimiento de Jesús el 25 de diciembre, que coincidía con la celebración de la fiesta del Nacimiento del Sol Invicto (Natalis Solis Invicti) en el Imperio romano. Luego, con el tiempo, esta fecha se universalizaría.

Sin embargo, la espiritualidad que durante siglos la “Navidad” había aportado a la vida familiar, social y, sobre todo, religiosa, ha venido devaluándose progresivamente por la mercantilización que se ha hecho de dicha celebración y, sobre todo, por la secularización que ha invadido todas las áreas de la sociedad occidental cristiana. Hoy el recogimiento espiritual ancestral que conllevaba la “Navidad” ha cambiado en pocas décadas, salvo que la celebración como tal se ha convertido en un pretexto para el encuentro social y familiar. Algo es algo.

A estos fenómenos socio-culturales, que han afectado al sentido de la “Navidad”, se ha añadido el influjo académico-teológico que estudia a la persona histórica de Jesús de Nazaret. Actualmente es aceptado por la mayoría de los estudiosos que los autores de los capítulos 1-2 del evangelio de Mateo y 1-2 de Lucas, que relatan lo concerniente al nacimiento y a la infancia de Jesús, recurren al mito y a la leyenda más que a la historia misma: los magos y la estrella, la muerte violenta de los niños menores de dos años por mandato del rey Herodes, la anunciación a María por medio de un ángel de que concebiría un hijo de manera sobrenatural, el exilio a Egipto de la “sagrada familia”, entre otras cosas, son claros recursos literarios míticos y legendarios. Estos relatos míticos y legendarios, sin duda, fueron de una gran importancia teológica para presentar el carácter, la personalidad y la naturaleza del Mesías (que luego pasaría a ser “Dios Hijo” en el desarrollo cristológico). Sin embargo, los autores del segundo y del cuarto evangelios (Marcos y Juan), no consideraron importantes estas referencias al nacimiento y a la infancia del Nazareno; por ello, ni siquiera hicieron mención de ellas.

¿Significará la secularización de la sociedad, por un lado, y el estudio de la persona histórica de Jesús (descartando lo mítico y legendario de los relatos evangélicos, como se está haciendo), por otro, que estamos en el umbral de un nuevo paradigma que afectará a la vida y la práctica religiosa cristiana? Según auguran los estudios sociológicos, la práctica de la religión se transformará (salvo para los grupos fundamentalistas, que lucharán por defender a ultranza el literalismo de los textos sagrados), pero se mantendrá vivo el anhelo de trascendencia que siente el ser humano en lo más profundo de sí, y continuará su búsqueda donde satisfacerlo. Quizás tenga razón Marià Corbi cuando afirma que “otra espiritualidad es posible y necesaria”. Así que, las religiones, todas ellas, están aseguradas. El ser humano, diga lo que diga el laicismo, es un animal religioso.

¡Feliz Navidad!

Emilio Lospitao

De sentimientos religiosos


El titular del Juzgado de Instrucción número 11 de Madrid procesó el pasado 26 de septiembre al actor Willy Toledo por la presunta comisión de un delito contra los sentimientos religiosos. Concretamente por blasfemar contra Dios y la Virgen María, cuyos epítetos aquí obviamos.

Al hilo de este procesamiento, Javier Pérez Royo, Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, ponía en duda en un artículo publicado en eldiario.es (27/09/2018) que Dios y la Virgen María pudieran ser insultados. El Catedrático matizaba que no sabemos qué es Dios ni qué es la Virgen María. Royo aclara que, “aunque es obvio que existió una mujer llamada María, madre de Jesús… una cosa es la persona física María, madre de Jesús, y otra muy distinta la Virgen María”. Y afirmaba en dicho escrito que, “si no es posible saber qué son Dios y la Virgen María, sí podemos saber con seguridad lo que no son. No son «personas» en el sentido en que es definido este concepto en el Código Civil”.

En cualquier caso, la cuestión es que hay personas, creyentes en Dios y en la Virgen María (aunque no se sepa qué son desde el Código Civil), que se han sentido ofendidas por los epítetos contra Dios y la Virgen María que repetidas veces ha proferido públicamente el procesado indicado más arriba.

Obviamente, los sentimientos ofendidos en este caso están relacionados directamente con las creencias religiosas de un sector de la población. Ahora bien, a colación de estos sentimientos ofendidos cabe preguntarse qué diferencia existe entre la creencia en Dios, en la Virgen María, o en las ánimas del Purgatorio, por ejemplo, y la creencia en los Duendes del bosque, en Zeus padre del Olimpo o que la Tierra es plana… Puesto que se trata de algo tan subjetivo como son los “sentimientos”, ¿se podría querellar el segundo grupo de adeptos citado porque alguien blasfeme contra Zeus, los Duendes del bosque o la Tierra plana? ¿No se podrían sentir ofendidos los sentimientos de estos adeptos cuando machaconamente se les atosiga con procesiones religiosas por las vías públicas por parte de los creyentes en Dios y en la Virgen María? Más aún: ¿Acaso no se pueden ofender los sentimientos de los que no creen en nada y, por lo tanto, vulnerables a las proclamas públicas de fe? El artículo 525 del Código Penal (que citamos más abajo) se supone que ampara también a los adeptos del segundo grupo citado y, por supuesto, a los que optan por la “no-creencia” que es, al fin y al cabo, otro tipo de “creencia”.

Según la letra de dicho artículo 525 pueden ser ofendidos tanto los sentimientos de los creyentes en Dios o la Virgen María, como los creyentes en Zeus, los Duendes del bosque o la Tierra plana. En ambos grupos en sus creencias le va la vida.

Es una paradoja que este tipo de procesamiento ocurra en España, el país donde más se blasfema el nombre de Dios: tres veces por minuto públicamente, y sin que nadie acuda al Juzgado de Guardia a denunciarlo.

El artículo 525 del Código Penal establece que «Incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican«.  Es decir, que si desde este editorial afirmáramos que la “ascensión al cielo en cuerpo y alma” de María, la madre de Jesús, es solo un dogma de fe (reciente por cierto: 1950), y, por lo tanto, una creencia carente (por su propia naturaleza) de alguna base histórica, podríamos estar ofendiendo a muchos creyentes cristianos, aunque no a todos (la gran mayoría de los cristianos protestantes no creen en dicho dogma). Si lo afirmáramos –que dicho dogma no tiene sentido de ser– lo haríamos desde el convencimiento de que el mismo se fundamenta sobre la cosmovisión mítica de un mundo con tres plantas: el cielo, la tierra y el infierno. Y porque es una cosmovisión mítica (y superada por el conocimiento que tenemos del mundo) es muy dudoso que exista un “cielo donde ir” en “cuerpo y alma”.

¿No va siendo hora de que los creyentes, de cualquier signo, en vez de empoderarnos con artículos del Código Civil (que son revisables), diéramos credibilidad a nuestras creencias mediante nuestro estilo de vida?

Emilio Lospitao

La legitimidad de las creencias


LAS CREENCIAS, sobre todo las religiosas, por pertenecer al ámbito más personal, privado y subjetivo, son en principio legítimas en sí mismas y dignas de todo respeto. Pero solo en principio, porque habrá creencias que, por sus presuposiciones (dogmáticas) e implicaciones (en la vida), serán cuestionablemente legítimas.

Dicho esto, y sin subestimar la legitimidad que de entrada podamos otorgar a las creencias religiosas, la razón nos dice que debemos reflexionar sobre lo que ellas afirman en el contexto concreto de la cultura filosófica, científica y tecnológica en nuestro caso (sin obviar el cientismo, que no olvidamos). Sobre todo cuando los axiomas de dichas creencias corresponden a una cosmovisión precientífica y mítica. Hoy disponemos de conocimientos definitivos a pesar de la provisionalidad de las investigaciones científicas. Por ejemplo, hemos distinguido la astronomía de la astrología (que en la antigüedad era una misma disciplina); y sabemos con absoluta certeza que es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no al contrario como explícitamente afirman los textos sagrados (Josué 10:12-13, por ej.). Gracias a los amplios conocimientos que tenemos de la naturaleza de las cosas, manejamos sofisticadas y asombrosas tecnologías que nos permiten tener un gran dominio sobre muy diferentes disciplinas: la medicina, la cosmología y la meteorología, por citar solo estas tres.

Pues bien, estos conocimientos abarcantes de nuestra realidad nos han abierto una nueva cosmovisión del mundo que afecta irreversiblemente a la teología y, por lo tanto, a las creencias religiosas. Es decir, dichos conocimientos nos instan a cuestionar cualquier tipo de creencia, por muy legítima que esta sea. Ya no podemos dejar insertado en nuestro imaginario colectivo religioso el concepto de que la lluvia está causada por una intervención directa de Dios, como una bendición prometida (la lluvia a veces produce estragos), ni tampoco que los huracanes, los tornados…, en definitiva las desgracias naturales, sean causadas por una intervención divina como castigo. Esta clase de “creencias” son nefastas y alienantes, producto de la ignorancia. No son dignas de respeto alguno.

Lo que queremos decir es que –aunque legítimas cuando no supongan agravios y sufrimientos al prójimo– las creencias no poseen –no tienen por qué poseer– un valor absoluto y fijo para siempre; aunque lo diga un texto sagrado o una declaración dogmática eclesial de cualquier signo. Solo hay que ser un poco reflexivo para caer en la cuenta de que las creencias –por ser eso: ¡creencias!–, pueden y deben ser razonadas, cuestionadas…, y cambiadas cuando proceda sin merecer subestima alguna por ello y muchos menos criminalizar judicialmente a quienes las cuestionen. En este sentido, la Modernidad favoreció que se hiciera una catarsis filosófica, científica y teológica a partir de los siglos XVIII-XIX hasta nuestros días. Esta catarsis nos ha llevado a repensar muchas creencias religiosas, que ya son inviables: no existe un mundo con tres plantas (cielo, tierra, infierno), por ejemplo; y, por lo tanto, nadie ascendió al cielo “en cuerpo y alma” (¡son dogmas de fe privados!). La incuestionabilidad de ciertas creencias no tiene nada que ver con la espiritualidad que nos humaniza, sino con la superstición y el fanatismo.

Antropológicamente hablando, al homo religiosus le precedió el homo sapiens. El sentido de trascendencia que adquirió el homo sapiens le llevó primero e inevitablemente al sentido de la espiritualidad, y como consecuencia de ello fue emergiendo en él el sentido religioso (mediante la religión institucionalizada). Fue la religión institucionalizada la que le impuso una serie de creencias (dogmas), mayormente míticas, de las que se nutre la religión. Por el contrario, la filosofía fue la esquina donde la razón y el homo sapiens se dieron cita. El fruto de aquella cita ya lo conocemos: la ciencia moderna. Los fundamentalismos, concretamente los religiosos, son una vuelta al homo religiosus, o sea, una vuelta a la caverna. Las creencias pueden ser legítimas, sí; pero, después de lo que sabemos, mantenerlas sin racionalidad alguna, pertenece a una época de superstición e ignorancia ya pasada.

Emilio Lospitao

Los «evangelistas» de Metrovalencia


EL PASADO 4 DE AGOSTO fueron detenidas en Valencia (España) nueve personas de nacionalidad alemana de entre 19 y 42 años de edad, de religión cristiana evangélica, por alterar el orden público en la linea 3 de Metrovalencia. Según los testigos (y vídeos que lo confirman), estos evangelistas alemanes, con megáfono en mano, gritaban dentro del convoy frases como: “sois todos pecadores y vais a morir”; “este tren está lleno de alcohol, droga y pecado”; “arderéis todos en el infierno”, según informaba el lunes siguiente Europa Press.

Esta clase de predicación ya la oímos en las plazas y en los parques de cualquier ciudad de España por parte de grupos evangélicos fundamentalistas, pero en estos espacios abiertos causa menos estupor y temor que en un tren cerrado y masificado. El pánico que causó este tipo de mensaje en el Metro de Valencia fue enorme por la evocación a los mensajes yijadistas de los cuales tenemos experiencia desgraciadamente en España.

¿Por qué se sienten motivados estos “evangelistas” a proclamar este tipo de mensaje?

Creemos que por alguna de estas tres causas, o todas ellas juntas:

Por la interpretación de unos textos bíblicos carente de la mínima hermenéutica que los contextualice. Son textos de carácter apocalíptico pertenecientes a una época y un contexto concreto de la historia de la religión de Oriente Medio (incluida la cristiana). Este era el estilo de Juan el Bautista según los relatos evangélicos (“¡Oh generación de víboras!… el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto se corta y se echa en el fuego” – Luc. 3). Sin embargo, Jesús de Nazaret dirigió su ministerio con un mensaje más escatológico que apocalíptico: el reinado de Dios, que era liberador, comprometido y, sobre todo, ético. Se nota que estos “evangelistas” alemanes del Metro de Valencia leen mucho la Biblia, o ciertas partes de ella, pero muy pocos libros acerca de la Biblia.

Por seguir una teología desactualizada. El nuevo paradigma teológico al que están entregados de lleno una nueva hornada de teólogos (tanto católicos como protestantes), especialmente a partir de la nueva cosmovisión del mundo, gracias a la ciencia en general, las ciencias sociales, las ciencias bíblicas, el estudio de las religiones…, ha puesto en entredicho la tradicional teología de la culpa y el sacrificio expiatorio, que dio forma a la vida religiosa, la liturgia y la fe de los cristianos (especialmente en el medioevo) y que sigue presente en los sectores más integristas del cristianismo. Una teología enraizada en el mito del Edén (culpa/sacrificio) divulgada por el Apóstol de los gentiles (Saulo de Tarso) pero ausente en la vida y la enseñanza de Jesús de Nazaret que, con un “vete y no peques más”, finiquitó el sistema sacrificial del templo judío y el clero que lo representaba. El rabino Saulo interpretó el sacrificio de la cruz (muerte de Jesús) a la luz de aquella teología de la culpa y el sacrificio (José Comblin).

Porque no es la fidelidad a una teología en particular, de las muchas que hay, de cualquier época, ni es por amor a “los perdidos” lo que les mueve a esta clase de personas a desarrollar actitudes como la del Metro de Valencia, sino el fanatismo (que siempre desnaturaliza cualquiera teoría teológica) y el beneplácito que supone para sus egos ante la comunidad, fanatizada también, que los aplaude y reverencia.

El exclusivismo que ha enseñado el cristianismo durante siglos (“fuera de la Iglesia no hay salvación”), a todas luces hoy no tiene sentido. Hubo que esperar al Concilio Vaticano II para que la Iglesia Católica se diera cuenta de ello y abriera las puertas de esa “salvación” (que se creía un patrimonio exclusivo) a los Protestantes y a los creyentes de otras religiones. Es decir, con el Concilio Vaticano II comenzó la era de la Interreligiosidad. No se trata ya, por tanto, de imponer la conversión de los creyentes de otras fes (o no creyentes) al credo de nuestra Iglesia, sino de dialogar con ellos y conocer sus creencias y sus puntos de vista hacia tal “salvación”. O sea, los textos exclusivistas del Nuevo Testamento necesitan una profunda revisión teológica.

En definitiva: cualquier cosa menos meterse en un tren y gritar que todos están destinados al infierno salvo que se conviertan a las particulares creencias evangélicas.

Emilio Lospitao