¡Hasta aquí hemos llegado!


Desde los inicios de este quehacer editorial hasta el presente número de la revista, pasando por su antecesora Restauromanía, han transcurrido 18 años. No es gran cosa para quienes se dedican o se han dedicado a estas lides de manera profesional, pero ha sido un trabajo arduo para este editor que ha tenido que andar a la vez que aprendía a hacerlo, y lo compatibilizaba con un trabajo secular distinto a la edición en su primera época. 

Poner un punto final a esta revista no significa que ya no haya nada que decir, o que ya se haya dicho todo de su tema principal; al contrario, estamos a las puertas de un nuevo paradigma apasionante. Los paradigmas no se evalúan por décadas; duran siglos y, además, se solapan. Han tenido que pasar cinco siglos desde la Reforma Protestante para poder titular un artículo “A los 500 años… ya no es tiempo de reformas, sino de una gran ruptura radical” (José María Vigil). Reforma cuyo centro de gravedad era la salvación por obras/gracia ya superado, entre otras cosas porque ¿a qué llamamos “salvación”? 

El cristianismo ha dado hombres y mujeres excepcionales en todas las áreas –lo mismo que otras religiones–, pero también ha cubierto siglos de oscurantismo, anatemas, exclusiones… por no hablar de las persecuciones a quienes se atrevían a cuestionar su “ortodoxia”. Pensemos en la exclusión lenta pero sin pausas de los “judeocristianos” (primera comunidad cristiana de Jerusalén) en aras del empoderamiento de las comunidades paulinas con su soteriología basada en el pecado/sacrifico y la divinización de Jesús de Nazaret. Después, durante los primeros Concilios, anatematizando a todo lo que no se identificaba con la “ortodoxía” en auge; por no hablar de la Inquisición, vigente hasta hace poco más de un siglo. En general, toda la literatura religiosa (cristologías, teologías dogmáticas…), hasta hace muy poco tiempo, procedía de una burbuja académica endogámica donde unos bebían de los otros sin apenas una investigación libre, crítica e independiente. Los que se atrevieron a realizar este tipo de investigación, tanto en siglos pasados como presentes, fueron inmediata y sistemáticamente cuestionados, neutralizados, vilipendiados, cuando no encarcelados… ¡y matados!

En la escala del tiempo fue “ayer” que han surgido investigadores (historiadores, biblistas, exégetas, teólogos…) independientes con la suficiente libertad para escarbar en el fondo de la cuestión, identificando y separando lo legendario y mítico –presente en las Escrituras– del razonamiento científico y teológico (¡si esto es posible!), cuyos trabajos están dando un vuelco a la teología tradicional y retando a las instituciones religiosas a adaptar sus discursos a los tiempos presentes (¡nuevo paradigma!). El tiempo irá poniéndolo todo en su sitio… ¡lo está poniendo ya!, pero “deconstruir” y volver a “construir” no es tarea fácil.

¡Hasta siempre, nos esperan otros quehaceres!

Una nota personal


La primera vez que tuve acceso a un texto bíblico tenía unos ocho o nueve años de edad. Era un Nuevo Testamento de bolsillo. Se lo había regalado un cura a mi padre por un trabajo de carpintería que le había realizado. Mi padre era carpintero. Sin mucho interés por la lectura de dicho “librito”, mi progenitor me lo dio… ¡Era un libro sobre religión, pensaría él! No fui metódico en la lectura, pero recuerdo que algunos relatos me enganchaban mientras que otros los consideraba muy complejos. De otros más simplemente me preguntaba si eso que contaba el autor habría ocurrido de verdad o tendría algún otro significado que yo no alcanzaba a entender. Por ejemplo, que los que creyeran en Jesús “tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño” (Marcos 16:17-18). 

El “librito” en cuestión se perdió y no se supo nunca más de él, pero sus historias quedaron en mi mente. Fue en un kiosco de la estación de ferrocarril de Mérida (Badajoz, España), durante mi periodo de “mili”, que despertó mi curiosidad un libro titulado “Los Apóstoles”. No recuerdo el nombre de su autor. Lo compré, más que por algún interés religioso, por los recuerdos que me evocaron de las lecturas de aquel perdido “librito”; “Los Apóstoles” contenía muchas citas de él. 

Con mi traslado a la capital de España dio comienzo una nueva etapa de mi vida: me había casado, había sido padre de mi primer hijo e iniciaba una carrera profesional en lo que hoy se denomina Policía Nacional. Al pasar por un escaparate de una librería, en Madrid, vi que ofertaban una Biblia de formato grande, entré y la compré, 250 pesetas. Corría el verano de 1971. En mis muchas horas libres de servicio leía por doquier en aquella Biblia sin un programa de lectura, saltando de atrás hacia adelante y de adelante hacia atrás. Me encontré con el mismo problema que cuando era niño: ¿Cómo tenía que interpretar ciertos relatos que encontraba en la Biblia? Estas dudas originaban en mí cierta desazón y, sobre todo, una profunda frustración intelectual y teológica. ¿De verdad habló la asna de Balaam (Números 22:28)?; ¿se paró el Sol casi un día entero a la orden de Josué (Josué 10:12-13)? Sabía que el Sol no pudo ser, pero, ¿dejó entonces de girar la Tierra sobre sí misma?; ¿retrocedió la sombra diez grados del reloj (de sol) de Acaz, es decir, se detuvo la Tierra y giró a la inversa el equivalente a dichos diez grados (2Reyes 20:10-11)?; y otros muchos textos más…

Mi sentido común me decía que esos relatos deberían tener alguna significación simbólica, moralista sin duda, pero no estaba seguro. La lista de preguntas que me formulaba a mí mismo era muy larga. En cualquier caso, teniendo en cuenta que venía de una absoluta indiferencia religiosa, y a pesar de estas cuestiones puramente hermenéuticas, había descubierto al Jesús de los Evangelios.*

La cuestión es que, llegado aquí, después de muchos años, el Jesús de los Evangelios, a quien había descubierto mediante la lectura del Nuevo Testamento, y me había inducido de la indiferencia religiosa a la fe, ahora me ha devuelto a la indiferencia “por lo religioso” (clero, dogmas…). Dicho de otra manera: el Jesús que me trajo a la fe, es el Jesús que me ha sacado de lo que él nunca fundó: una religión. Hoy me siento libre; esta libertad ha sido un proceso; vuelo libre y alto, como Juan Salvador Gaviota.

Emilio Lospitao

(*) Testimonio personal más amplio

Sobre la LGTBIfobia


No es la primera vez, pero sí la última, que nos ocupamos de la LGTBIfobia en Renovación. Tenemos la esperanza de que algún día no muy lejano la visibilidad de las personas LGTBI+ sea tal que no necesiten ningún mecanismo social o político (leyes, campañas, manifestaciones…) para que sean ciudadanos comunes aceptados y respetados. Al menos así ha ocurrido con otros temas que comenzaron con el repudio, la censura y criminalización de parte de los oponentes, especialmente del sector religioso y grupos políticos conservadores: divorcio, eutanasia, igualdad de género, etc. 

Gracias a las ciencias bíblicas, la exégesis de los textos bíblicos con los recursos disponibles actualmente, y una hermenéutica contextualizadora, el lector avezado y estudioso sabe que los textos de la Biblia judeocristiana, que tienen algo que ver con la sexualidad, en ninguna manera se refieren a la relación homoerótica como la conocemos hoy, que tiene como marco de referencia la convivencia, la fijación emotivo-amorosa, el compromiso… exactamente igual que ocurre entre heterosexuales. Lo “normal” o “natural” en la sexualidad son términos convencionales y prejuiciosos que no siempre se ajustan a la “realidad”. Esta, la “realidad”, desde siempre, por su complejidad, ha sido y es muy distinta a lo que sugieren los convencionalismos reduccionistas. En otras palabras: la homosexualidad, tanto en hombres como en mujeres, no es una “pandemia” de los tiempos modernos, ha existido desde nuestros ancestros los primates. El hecho de que personas, supuesta y académicamente cualificadas, afirmen que la homosexualidad es una patología tiene el mismo valor que cuando esos mismos cerebros ilustrados defienden el geocentrismo del sistema solar “porque lo dice la Biblia”: o sea, ningún valor. Sobre todo porque otras celebridades académicas, con iguales credenciales, sostienen lo contrario en ambos casos. 

Les debería hacer pensar a las personas homófobas por qué es tan generalizada esta realidad en todas las civilizaciones, de cualquier época, cultura, educación, estatus social… ¡Incluso en el reino animal! La orientación sexual no se elige ni se construye; esta “construcción” puede ser forzada por un tiempo, pero al final, la realidad, cualquiera que sea, “sale”. No obedece a una pedagogía particular que la origine ni pueda, por lo tanto, evitarla. La fijación homoerótica se manifiesta desde la niñez, cuando no existe malevolencia o perversidad de ningún tipo, y no existe terapia alguna que pueda revertirla. El intento de revertirla, por muy buena que sea la intención, es un fraude. Las organizaciones (religiosas) que dedicaban tiempo y esfuerzos ya se manifestaron y pidieron perdón por el fraude que habían estado perpetrando con las consecuencias que originaron en los “pacientes” (Ver: https://es.wikipedia.org/wiki/Exodus_International).

El problema de la homosexualidad no son las personas homosexuales, son las personas homófobas. Esta LGTBIfobia recibe motivación moral en los discursos que se ofrecen especial, pero no únicamente, en los púlpitos religiosos. En estos discursos el vulgo homófobo encuentra los argumentos morales que necesitan para vilipendiar y agredir a la persona homosexual. La cuestión es si la LGTBIfobia tiene cura.

Emilio Lospitao

Sobre la «revelación»


Yo, que en otra época me he referido a Dios con la familiaridad y confianza del tendero de la esquina, atribuyéndome un conocimiento de Él para negar o afirmar cuál era su deseo y voluntad, hoy me hace daño a los oídos cuando oigo (o leo) a alguien decir precisamente eso: Dios detesta, Dios quiere… ¡Qué inmodestia, pretender saber nada menos lo que Dios –a quien no hemos visto ni oído– detesta o quiere! Por simple lógica podemos aventurarnos a afirmar que Dios quiere el bien para todo lo creado. Punto. ¡Si no, de qué clase de Dios estaríamos hablando? 

Lo que llamamos “revelación escrita” exige unos principios epistemológicos elementales que dudamos que los reúna. Veamos…

Si nos atenemos al concepto mismo de “comunicación” (que implica dicha “revelación”), esta exige un emisor, un receptor, un código y un objeto que comunicar. Damos por sabido quiénes son el emisor y el receptor; la duda radica en el “qué” y el “cómo”, es decir, el mensaje y el código (el lenguaje). Sin estos principios no hay posibilidad de comunicación y, por lo tanto, de “revelación”. Es verdad que el hecho comunicativo abarca no solo el convencionalismo de las palabras (significado,  símbolo…), sino su fondo existencial y psicológico tanto del emisor como del receptor, sea o no verbal dicha comunicación/revelación.  

En cualquier caso, si Dios se ha “revelado” y esta “revelación” depende de la subjetividad del “receptor”, por un lado, y de las dificultades que presenta la evolución de las lenguas vivas, por otro, resulta que dicha “revelación” es accesible solo para expertos cualificados. Añadamos a esta dificultad: a) el hecho de que la Biblia judeocristiana abarca unos mil doscientos años (?) entre los primeros y los últimos escritos; b) la amplia diversidad de autores; c) las motivaciones que les llevaron a escribir los metarrelatos (sobre este punto, el libro de Richard Elliot Friedman, Quién escribió la Biblia, es de sumo interés); d) el problema que presenta la historia de los textos bíblicos (Crítica textual, literaria…); e) las dificultades propias que toda traducción lleva consigo, etc. 

Una dificultad más: se consideran “revelaciones” los textos sagrados de las religiones no-monoteístas. El problema es que comparando estas “revelaciones” descubrimos un perfecto galimatías imposible de armonizar. 

No tenemos espacio para considerar la persona histórica de Jesús (como exégeta y revelador indiscutible del Dios teísta), porque del Jesús histórico, el que conocieron sus vecinos en la aldea de la Nazaret del siglo I, sabemos poquísimo, por no decir nada. Todo lo que sabemos de Jesús es a través de los Evangelios canónicos, pero toda persona medianamente ilustrada sabe que el Jesús de los Evangelios más que una persona es un personaje reconstruido (no inventado) por el acervo religioso de los primeros seguidores (sobre todo de la teología posterior), cuyo recuerdo y legado de Jesús fue heterogéneo desde los orígenes. O sea, hablar de “revelación” de manera inequívoca nos parece mucho hablar. 

El estudio a fondo de las disciplinas implícitas en los enunciados de más arriba, les ha llevado a muchos estudiosos a considerar que lo que llamamos “revelación de Dios” no es más que un producto enteramente humano, interesante, digno de estudio, sí, pero humano. 

La mejor intuición de la Realidad (llamémosle Dios) nos vendrá siempre del estudio y la contemplación de la Naturaleza, ¡que no es poco!Por ello, la eco-teología posiblemente sea el futuro de la espiritualidad sin religión.

Emilio Lospitao