«Mas no sabía que era Jesús» (Juan 20:14)


Las lecturas evangélicas de la resurrección de Jesús resultan problemáticas cuando desde ellas se intenta componer una “fotogalería” de la resurrección o de la breve agenda de las apariciones a los discípulos. De hecho, la resurrección física de Jesús es uno de los problemas no menores de los exégetas y teólogos de todos los tiempos. Los relatos de los evangelistas son discordantes, a veces contradictorios. Sin embargo, la fe del cristianismo primitivo se fundamentó precisamente en la resurrección de Jesús (Hechos 2:30-36; 1 Cor. 15:3-8; etc.). Hasta hubo, en sus orígenes, una apología basada en la tumba vacía, incluso que los judíos difundían el bulo que los discípulos habían robado el cuerpo para justificar la tumba vacía (Mateo 28). En cualquier caso, es la naturaleza de la resurrección de Jesús lo que les resultó problemático a los evangelistas a la hora de presentar la “agenda fotográfica” de las apariciones. 

Se han ofrecido muchas explicaciones al hecho de que, según algunos relatos, los testigos no reconocieran a Jesús resucitado. Uno de estos relatos es el de los “dos” discípulos del camino de Emaús (Lucas 24:13-35). En este caso fue el “gesto” de partir Jesús el pan lo que les permitió a estos discípulos entender (“ver”) que él era Jesús. En otro relato los discípulos tienen que cerciorarse que no se trataba de un “fantasma”, sino del propio Jesús “viendo” como el Resucitado degustaba parte de un “pez” (Lucas 24:36-43). Cuando tomamos nota de los detalles de estos relatos evangélicos acerca de la resurrección de Jesús, lo importante son los gestos simbólicos, los cuales son más importantes que la propia historiografía de la resurrección. Aparte de estos gestos simbólicos, los relatos, desde una consideración racional, crea muchos problemas. ¿Cómo es posible que Jesús invite a Tomás meter sus dedos en las heridas de los clavos como muestra de que no es un fantasma, es decir, que era realmente el que había sido muerto y sepultado, y, a la vez, pueda ese mismo cuerpo atravesar las paredes, pues entró en el recinto con las puertas cerradas? 

En el fondo, lo que desearon comunicar estos testigos de excepción –ante la realidad histórica de la pasión, muerte y sepultura de Jesús– es que Él seguía vivo. Le experimentaron vivo tanto en su experiencia personal como en la experiencia de la comunidad naciente. De tal manera experimentaron al Jesús vivo, que le proclamaron como Aquel a quien –aun muerto y sepultado– al tercer día Dios le resucitó. El libro de Apocalipsis es una apología fundamental del Cristo vivo. Fue su trascendencia a la muerte lo que dio a la primera comunidad testificante el brío para la proclamación de la Buena Noticia. El evangelio (buena noticia), no es sólo la proclamación de una verdad, es la proclamación de una persona: Jesús el Cristo. Un Cristo al que los discípulos fueron desvelando, reconociendo, con los ojos de la fe, y sólo de la fe.

Emilio Lospitao

«Ni en este monte ni en Jerusalén» (Juan 4:21)


Sobre esta perícopa del Evangelio de Juan se han hecho muchos comentarios y algunos muy novedosos y significativos. El más conocido y tradicional, ajeno a la crítica literaria y teológica, es el que proporciona el texto llano. Jesús se encuentra con una mujer junto a un pozo, dialoga con ella hasta el punto de hablar de la intimidad de la mujer (“llama a tu marido”) y llegan al culmen de la charla: dónde había que adorar a Dios. La mujer era samaritana, y enseñada desde su infancia creía que el lugar correcto para adorar a Dios era el monte Gerizim, en Samaria. Los judíos, que no se llevaban bien con los samaritanos desde hacía siglos, repetían una y otra vez que el lugar correcto era el templo de Jerusalén. Y en este contexto del diálogo Jesús dice las palabras de nuestro título: “ni en este monte ni en Jerusalén” (leer 4:1-42). Posiblemente no están mal encaminados los exégetas que ven en este relato, si tiene base histórica, algo más profundo que la vida de una mujer, sobre todo si leemos el texto desde la comunidad de Juan y en el contexto histórico en que se escribe. Pero esta otra visión del texto lo dejamos para otra ocasión.

Una deducción podemos sacar del texto: ni a los dirigentes religiosos samaritanos, ni a los dirigentes religiosos judíos, les debió gustar esta declaración de Jesús (según la comunidad joánica). Esta declaración de Jesús venía –viene– a decir que para adorar a Dios no hace falta ni “lugares altos” (los montes eran lugares sagrados), ni templos de ninguna clase ni en ningún lugar. No sabemos cómo les sonará esta declaración a los dirigentes religiosos actuales, de cualquier denominación cristiana. Jesús anticipa un nuevo paradigma religioso, personal, espiritual, del corazón, auténtico, universal, abierto, compartido… sin necesidad de lugares sacralizados, sean del tipo que sean. Esta significación, no obstante, no impide que se construyan lugares de reunión donde adorar a Dios, incluso catedrales con vidrieras. Pero cuando la adoración depende o necesita de estos lugares como una necesidad, se ha subvertido el sentido de la verdadera adoración. De hecho, la casa (el hogar) fue el lugar habitual y primero de las reuniones del cristianismo primitivo. 

Siempre habrá cristianos ricos y pobres. Esto quiere decir que los primeros podrán disfrutar de lugares suntuosos, confortables, para sus servicios religiosos (calor en invierno y fresco en verano). Bendito sea Dios. Y quiere decir que los segundos sólo disfrutarán de la intemperie, cuando el tiempo lo permita, para hacer lo mismo. Bendito sea Dios. 

Emilio Lospitao

«He aquí subimos a Jerusalén» (Marcos 10:32-34)


Los Evangelios son historias de la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús. Pero cada evangelista, aun cuando quiere llegar a la misma conclusión, hace el camino literario de manera distinta, usa la información de la que dispone con propósitos diferentes y con un proyecto teológico particular. Este momento histórico en la vida de Jesús –“subir a Jerusalén”– , distinto a otros viajes anteriores a la Ciudad Santa (Juan 2:13; 5:1; 7:1-10; 10:22; 12:12), marca un punto de inflexión importante en el ministerio y la vida de Jesús (Lucas 9:51). Marcos ha llegado hasta este punto literario advirtiendo reiteradamente al lector de lo que iba a acontecer (8:31; 9:30-31). Un aspecto teológico del Evangelio de Marcos es que presenta a unos “discípulos” torpes para “entender” (4:13, 41; 6:52; 7:18) e incapaces de asimilar un Mesías Sufriente (8:32; 9:32). En cualquier caso, históricamente, es verosímil la nota de Marcos cuando afirma que “Jesús iba delante, y ellos se asombraron, y le seguían con miedo” (10:32). 

¿Por qué le seguían con miedo?

El comentario programático que Marcos pone en boca de Jesús (“será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles; y le escarnecerán, le azotarán, y escupirán en él, y le matarán; mas al tercer día resucitará”), no hemos de interpretarlo como un anticipo profético. Jesús sí sabía que todo eso podría ocurrir, aunque no en ese orden detallado. Los Evangelios se escriben post eventum, haciendo memoria de lo que ocurrió. Es, pues, una síntesis histórico-pedagógica de la comunidad de Marcos, en este caso. Pero el miedo que sienten los discípulos estaba justificado, no sólo por las advertencias anticipadas y reiteradas de Jesús (Mar. 8:31; 9:30-31), sino por el clima hostil que se ha ido tejiendo entorno a su persona, de manera progresiva, por parte de los escribas y, sobre todo, por los altos dignatarios religiosos de Jerusalén: hasta el punto de conspirar para matarlo (Juan 7:8- 10; 11:47-54). Y los discípulos lo sabían (Juan 11:7-8).

“Subir a Jerusalén” es una metáfora del testimonio y la fidelidad a Dios. Jesús sabía lo que allí le esperaba. Incluso rogó al Padre que apartara de él esa “copa” (Mar. 14:32-36). Jesús fue fiel a Dios, su Padre, hasta el fin, hasta la muerte. Según el evangelista Marcos no hay otra fe válida que aquella que entiende y acepta a un Mesías Sufriente, que es fiel hasta la muerte. 

La paradoja de este Evangelio es que en esa muerte ignominiosa (y un“fracaso” según entendieron al principio los discípulos) se afirma la identidad del Crucificado. El primero en reconocer esa identidad fue un centurión romano, un gentil, su propio verdugo, cuando afirmó, tras expirar Jesús: “verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mar. 15:39). Entiéndase esta paradoja como parte de la teologización del Evangelio de Marcos.

Emilio Lospitao

«Id, y decid a aquella zorra…» (Lucas 13:31-35)


Según los estudiosos de los Evangelios, este relato pertenecería a la fuente “Q” (“Q”, de quelle, “fuente”, en alemán), fuente literaria común a Mateo y Lucas. Un documento del cual no tenemos constancia física de él, pero las evidencias de la crítica literaria ofrece mucha verosimilitud de que existiera. Se habría perdido, como se perdió seguramente una tercera carta de Pablo a los corintios. Esta fuente “Q” contenía normalmente discursos de Jesús y otros relatos, como éste que comentamos.

Un aspecto crítico en la lectura de los Evangelios es el contexto no sólo político, social y religioso de la época, sino, sobre todo, el contexto eclesial de la comunidad del hagiógrafo. Es decir, cuando se escriben los relatos de los dichos y los hechos de Jesús, estos, a veces, se actualizan mediante la reflexión de los mismos en el contexto vivencial de la comunidad. 

En primer lugar, la fuente “Q” (admitamos esta fuente) presenta a un Jesús histórico dispuesto a enfrentarse al máximo gobernante político –tutelado por Roma­– de Galilea y Perea, lugar donde Jesús enseña y hace curaciones. Si la expresión que se le atribuye a Jesús es cierta, nos encontramos ante un exabrupto de primer orden puesto en boca de Jesús: “Decid a aquella zorra” (o “zorro”, es igual). La acepción de “astuto” no parece encajar en el contexto, luego se trata de un insulto, y para nuestra mentalidad, poner tal insulto en boca de Jesús, nos parece una frase demasiado fuerte (como aquella otra de “mirándolos alrededor con enojo” de Marcos 3:5, por no citar la expulsión de los mercaderes del templo con un látigo). 

Pero este relato en su conjunto está teologizado por el autor (como otros tantos relatos evangélicos). Así pues, aquí tenemos el siguiente triángulo teológico.

En primer lugar, el texto nos presenta un enfrentamiento entre poderes: El poder político, el económico y el institucional… frente al poder moral, el cual puede estar representado por los materialmente débiles y sin estatus social (Ej. Herodes versus Jesus; en el contexto eclesial: el testimonio cristiano frente al Imperio). En segundo lugar, el texto nos presenta la histórica lucha entre el poder religioso/ritualista, representado en este caso por la autoridad religiosa radicada en Jerusalén –¡Jerusalén, Jerusalén…!– y el poder profético/espiritual, representado primero por el profetismo histórico de Israel, luego por la persona de Jesús y ahora (cuando se escribe el documento “Q”) por quienes proclaman el evangelio, que son incomprendidos y perseguidos por los judíos intransigentes. Y en tercer lugar, el texto nos presenta un juicio condenatorio y profético contra quienes usan el poder institucional para rechazar, condenar y matar: “vuestra casa os es dejada desierta… y no me veréis hasta el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor”. 

Emilio Lospitao