Todos los biblistas dan por hecho que Marcos fue el primer evangelio que se escribió. Le siguieron Mateo y Lucas (los tres forman los llamados Evangelios “Sinópticos”). Además de otros datos más relevantes que confirman esta cronología literaria, también se aprecian ciertas “correcciones” por parte de Mateo y de Lucas al copiar de Marcos. Por ejemplo, donde Marcos dice: “¿No es éste el carpintero, hijo de María…?” (6:3), Mateo dice: “”¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María…?” (13:55). Donde Marcos dice: “Entonces, mirándolos alrededor con enojo, entristecido por la dureza de sus corazones…” (3:5), Mateo simplemente omite el sentimiento del “enojo” de Jesús (12:9-14). Lo mismo hace Lucas.
Estas correcciones que Mateo y Lucas llevan a cabo no son inocentes. Tienen una justificación desde el punto de vista de sus propósitos, pero sobre todo como “editores críticos” del material que usan e interpretan. Se sienten libres para realizar esa “crítica” literaria.
En primer lugar, en aquella época patriarcal, era costumbre denominar a las personas por el nombre del padre, como hace Lucas: “¿No es éste el hijo de José?” (4:22). Llamar a una persona por el nombre de la madre añadía connotaciones no sólo atípicas sino deshonrosas. Significaba, salvo raras excepciones, que era hijo/a de madre soltera, con todo el estigma social que ello conllevaba. De hecho, el evangelio de Juan recoge una frase capciosa de los judíos que se enfrentaban a Jesús: “Vosotros hacéis las obras de vuestro padre. Entonces le dijeron: Nosotros no somos nacidos de fornicación…” (8:41). Que Marcos no cuide estos detalles, confirma la autenticidad de su escrito, pero Lucas y Mateo no quieren exponer literariamente a Jesús bajo esa deshonrosa sospecha, ni que estuviera sujeto a pasiones como el enojo.
Los signos que honran o deshonran a las personas depende de las culturas, aunque existen algunos signos que son comunes a todas ellas. Según Marcos, la familia carnal de Jesús (sus hermanos y su madre) fueron “para prenderle” porque pensaban que estaba “fuera de sí” (3:21). ¿Qué decía o qué hacía Jesús para que su familia quiera “prenderle”, y pensaran que estaba “fuera de sí”?
La religión judía, basada en la ley de Moisés y en las tradiciones de los Ancianos, discriminaban a las personas (y a las cosas) en “puras” e “impuras”, según su estilo de vida, etnia, etc. Nadie que quisiera ser o aparentar ser “puro” debía relacionarse o acercarse a las personas o cosas “impuras”. Al juntarse o relacionarse con lo “impuro” no sólo se deshonraba a sí mismo, sino a toda su familia. ¡Y esto precisamente era lo que Jesús estaba haciendo: juntarse y relacionarse con ese tipo de personas: los publicanos y pecadores (cf. Lucas 15:1-2)! Con este comportamiento Jesús se estaba deshonrando a sí mismo ante la sociedad a la vez que deshonraba a su familia. Su actitud era difícilmente comprendida, sólo una persona “fuera de sí” podría actuar así. Por eso su familia, que sentía vergüenza por el tipo de gente de la que se hacía acompañar Jesús, fueron “a prenderle”. Los prejuicios pesan mucho en las costumbres de las personas, sobre todo si son de tipo religioso. Hoy también.
La unidad literaria completa donde se halla esta frase comienza en 3:19b (“Y vinieron a casa”), y termina en 3:35 (VRV60), de la cual hemos de hacer las siguientes observaciones previas: a) “No podían comer pan” es una traducción literal, mejor “y ni siquiera les dejaban comer” (LA PALABRA); b) “Los suyos”, lit. “los de su entorno”. En el contexto social judío, el entorno familiar podía ser muy amplio: padres, hermanos, tíos, primos, parientes lejanos, incluso amistades cercanas; c) “Estar fuera de sí” equivalía a “estar poseído por el demonio” (los trastornos mentales se atribuían siempre a algún tipo de posesión), pero también, coloquialmente, a nuestro “¡tú estás loco!” (cuando algo se considera un disparate), como se puede deducir de estas situaciones: Juan 7:19-20 y 8:48; d) Posiblemente esta unidad literaria fuera reeditada, incluyendo los vs 22-30 después del v. 21, por la afinidad del tema: la posesión demoniaca atribuida por los escribas. De manera que, según el texto de Marcos, la familia de Jesús pensaba de él lo mismo que sus rivales: que estaba “fuera de sí”, es decir, poseído.
Se comprende que los escribas y los fariseos pensaran así de Jesús, ¿pero qué hacía o qué decía Jesús para que su propia familia, su madre y sus hermanos (vs. 31), llegaran a pensar igual: que estaba loco, o sea, fuera de sí? ¡Obviamente, no podía ser porque Jesús curara a los enfermos, o porque alimentara a las multitudes hambrientas!
Lo que más nos preocupa a las personas en general es la imagen que damos de puertas para afuera, ante la gente, porque tiene que ver con nuestro honor. Es decir, la causa de que “los suyos” pensaran que Jesús “había perdido el juicio” tenemos que buscarla en lo que aquella sociedad entendía por el honor.
El honor
Los signos que honraban o deshonraban a las personas en la sociedad judía estaban directamente relacionados con lo que se consideraba “puro” o “impuro”. La religión judía, amparada en la ley de Moisés y en las tradiciones de los Ancianos, discriminaba a las personas (y a las cosas) por su estado de “pureza” o “impureza”. Según estas reglas de pureza era impuro (deshonroso) los defectos congénitos (Lev. 21:17-20), ciertas enfermedades, temporales o crónicas (ver Mr. 1:40-41; 5:25-34), ciertos oficios (barrenderos, pastores de ovejas, recaudadores de impuestos, p. ej.) y, por supuesto, los “pecadores” (los que no cumplían escrupulosamente los preceptos religiosos), las rameras, etc. La impureza, por lo tanto, era un estigma social y religioso, es decir, una deshonra. Lo religioso formaba una simbiosis con lo social. Además, de esta impureza y deshonra participaban quienes se relacionaban con dichas personas impuras. Nadie, pues, en su “sano juicio”, buscaría tales compañías. ¡Nadie, excepto Jesús!
El estilo de vida de Jesús era “impuro”
¡Así pues, lo que nadie en su sano juicio hubiera hecho era precisamente lo que Jesús estaba haciendo: juntarse y relacionarse con ese tipo de personas! Básicamente, los enfrentamientos que Jesús mantuvo con los escribas y los fariseos, fueron por causa de este tipo de impurezas: Arrancar espigas, curar a los enfermos… en sábado quebrantaba la ley (Mar. 2:23-24; 3:1-2), lo cual era abominable y deshonroso. Los Evangelios sinópticos insisten en que Jesús compartía mesa con los publicanos y los pecadores: “Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este a los pecadores recibe, y con ellos come”. (Lucas 15:1-2).
Jesús y el reino de Dios
Lo paradójico de todo esto es que en Jesús se hacía presente el “reino (reinado) de Dios”: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio, “la buena noticia” (Mr 1:15). ¡La “buena noticia” del reino de Dios era Jesús mismo y su estilo de vida! Pero “los suyos” no podían comprender que Jesús rompiera las “normas” sociales y religiosas de su tiempo, y, a la vez, predicara el reino de Dios. “Los suyos”, pues, se sentían deshonrados con el proceder de Jesús, quien también se estaba deshonrando a los ojos de la gente. Quizás por este “mal ejemplo” sus hermanos no creían en él (Jn 7:5), y María, su madre, sufriría en silencio la incomprensible actitud de “este” hijo suyo.
Lo que nos enseña esta historia evangélica
Primero, que los prejuicios pueden constituirse en un poderoso obstáculo para abrirse a otras formas de ver la realidad y para crecer en lo auténtico. Las enseñanzas y el hacer de Jesús supuso: a) Un reto para la gente (“¿Eres tú el que había de venir?”, preguntaban algunos, “Demonio tiene, y está fuera de sí; ¿por qué le oís?”, decían otros, “¿Puede acaso el demonio abrir los ojos de los ciegos?”, argüían los demás –Luc. 7:19; Jn 10:20-21); b) Un desafío para los líderes religiosos (“Este hombre no procede de Dios, porque no guarda el día de reposo” – Jn. 9:16); c) Un quebradero de cabeza para los “suyos”. ¡Cuántas discusiones debieron de oírse en el hogar de Jesús por causa de su manera de comportarse! ¡Por causa de los prejuicios que “los suyos”, al igual que el resto de las gentes, abrigaban!
Segundo, que sólo el amor genuino supera los prejuicios. Junto a la cruz, después que todos le abandonaron, vemos a algunas mujeres, entre ellas a su madre, y a un sólo discípulo: a quien Jesús amaba (Jn. 19:25-27). En esos momentos de confusión mental (Jesús estaba muriendo como un malhechor, en cierta manera se lo había ganado, pensarían), no obstante, estas pocas personas estaban adonde el amor te lleva: al lado de la persona amada, “a pesar de”. El amor auténtico supera los prejuicios.
Tercero, que sólo el “hambre de saber” (inquietud intelectual) abre el entendimiento. Durante el ministerio de Jesús sus hermanos no creyeron en él. No obstante, luego, los encontramos en el Aposento alto junto con su madre y los otros discípulos (Hech. 1:14). La noticia de que Jesús había resucitado a la vida de Dios llegó hasta Nazaret, y los suyos “quisieron saber” qué había ocurrido exactamente. Llegaron, escucharon y creyeron. Los prejuicios se desvanecen con el conocimiento.
Emilio Lospitao