«Para memoria de ella» (Mateo 26:13)


El contexto donde se halla nuestra frase fue una cena a la que Jesús fue invitado y durante la cual una mujer le ungió con un perfume de gran precio. Lo relatan Mateo, Marcos y Juan (Mateo 26:6-13; Marcos 14:3-9; Juan 12:1-8). No obstante, estos evangelistas difieren en los detalles del relato. En general, las diferencias entre los Evangelios, cuando refieren un mismo suceso, se explican bien porque se tomaron la libertad de alterar algo según su propósito particular, cuando depende uno del otro, o bien porque están usando una tradición oral distinta del mismo suceso. Nada de esto, sin embargo, le resta verosimilitud.

La primera diferencia entre el relato de Mateo-Marcos y el de Juan tiene que ver con el “lugar” del evento. ¿Fue en casa de Lázaro, o en casa de Simón el leproso? ¿Fue en casa de Simón el leproso, pero estaba allí también la familia de Lázaro? ¿Ayudaba Marta en el servicio siendo ella una invitada?… (Lo de “leproso”, quizá porque había sufrido en otro tiempo esa enfermedad – ¿le habría sanado Jesús?). 

La segunda diferencia tiene que ver con la “persona” que ungió a Jesús. En Mateo-Marcos se trata de “una mujer” (Mateo 26:7 par.), pero Juan dice que esta mujer fue María (Juan 12:3). ¿Cuál María? ¿La hermana de Lázaro? ¿María Magdalena? (ésta formaba parte del grupo, cf. Lucas 8:1-3; además fue una protagonista notoria durante la pasión y la resurrección de Jesús). 

La tercera diferencia tiene relación con el “ungimiento” en sí. Los dos sinópticos dicen que “una mujer, con un vaso de alabastro de perfume de gran precio… lo derramó sobre la cabeza de él” (Mateo 26:7 par.). Pero Juan dice que “María tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los pies de Jesús” (Juan 12:3).

La cuarta diferencia tiene que ver con “los que” protestaron por el “derroche” que supuso el ungimiento con el perfume de gran precio. Según Mateo “los discípulos se enojaron” (Mateo 26:8); según Marcos “hubo algunos que se enojaron”. Pero Juan dice que “Judas Iscariote” fue el enojado (Juan 12:4-5). En cualquier caso, hubo una clara manifestación verbal contra la liberalidad de la mujer que ungió a Jesús. 

Pero el punto álgido de este relato es la afirmación, mediante la cual, Jesús convirtió a esa mujer en la protagonista de la cena. ¿Qué le movió a dicha mujer a gastar tanto dinero en un perfume tan caro y de tal calidad para distinguir a Jesús en aquella ocasión? ¿Presintió que era la última vez que le tendría como invitado? ¿Qué significaba Jesús como persona y como hombre para esta mujer? El pietismo simplón es incapaz de entender la empatía, el cariño humano, la atracción personal, que dos personas pueden sentir recíprocamente, aunque la otra persona fuese el mismo Jesús, el Jesús semejante en todo a nosotros… Pero Jesús sí supo entender, y percibir, todo esto de la mujer que le estaba ungiendo. 

Tal fue el sentimiento recíproco entre Jesús y esta mujer que ésta fue la única persona de la cual Jesús dijo alguna vez que dondequiera que el Evangelio fuese predicado se hablaría de ella, por lo que hizo, y por los sentimientos que expresaban su acción. Así que todo predicador, evangelista o maestro de la Biblia tiene la obligación de enseñar el amor que esta mujer sentía por Jesús. 

Emilio Lospitao

«Siempre tendréis a los pobres con vosotros» (Marcos 14:7)


Esta pobreza de la que habla Jesús es literal, material; es la pobreza que está asociada con la mendicidad; es decir, esos pobres no son otros que los mendigos, que normalmente solían ser las personas lisiadas: cojos, ciegos, mancos… o con alguna otra discapacidad que le impedía trabajar para ganarse la vida. Muchos de estos mendigos fueron llevados ante Jesús para que fueran sanados (Mateo 15:30), no sólo por lo que la restauración física suponía para el lisiado (además de la liberación de la carga familiar que conllevaba), sino por la dignidad que le devolvía al paciente. 

El concepto de “mendigo” ha cambiado mucho en las últimas décadas. En la época de mi niñez, en los años 50/60, en los pueblos de Extremadura, como en el resto de España, era normal ver a estos mendigos (mancos, cojos, ciegos, o con alguna discapacidad visible que le excluía de la vida laboral), ir de puerta en puerta esperando una limosna “por el amor de Dios”. Nunca se alejaban defraudados de la puerta donde llamaban; a veces, quienes les daban algo, también eran pobres, pero se sentían privilegiados porque no tenían que mendigar. Al mendigo se le daba pan, fruta, agua, una moneda… incluso se le ofrecía una silla para descansar “por el amor de Dios”. 

Durante la época de las “vacas gordas” (los años 90+) el perfil del mendigo cambió considerablemente: se podía contemplar en la entrada del “Metro”, además de los mendigos de siempre, a jóvenes y no tan jóvenes, sanos, saludables, pidiendo, no una “limosna”, sino una “ayuda” por un sinfín de motivos, y no “por el amor de Dios”, sino porque tú vestías mejor, o presuponía que tenías más dinero, o simplemente porque creía que tú tenías la obligación de darle algo (siempre dinero contante); a veces, incluso podían increparte por la nimiedad de la limosna. Algunos se jactaban de “ganar” más dinero en 4 horas que un peón de albañil en un día entero. Tal era así, que “el amor de muchos se enfrió” y se negaban a dar nada; y cuando se daba se hacía no tanto porque el “mendigo” lo necesitara, sino para luego sentirse bien consigo mismo. 

Durante la bancarrota económica (el derrumbe de la economía de 2008) en miles de hogares, el perfil del mendigo volvió a cambiar. No era por su discapacidad (podría gozar incluso de alguna paga estatal por ello), eran personas que habían perdido su trabajo y, como consecuencia de ello, también su casa; algunos hasta su familia por diferentes motivos. Eran personas que habían vivido con un estatus de vida desahogado, pero, por muy diversas circunstancias, de un día para otro, se habían visto prácticamente sin nada. Se habían “agachado” (“pobre” en el idioma que se escribieron los Evangelios lleva esa connotación) y llamaban a la puerta pidiendo algo, esperando que le ofreciéramos algo aunque no lo pidieran “por el amor de Dios”, pero que “el amor de Dios” nos exigía que algo le diéramos. Para decir Jesús que “siempre tendríamos a los pobres con nosotros” no hacía falta ser profeta (Jesús no estaba profetizando), bastaba conocer la “naturaleza” del ser humano y los sistemas opresores (hoy el neoliberalismo) y Jesús lo conocía. 

Parece ser que estamos viviendo en una fase de la Historia donde esa “naturaleza” ha llegado a cotas muy altas, tan altas que unos pocos piensan seguir haciéndose cada día más ricos, mientras muchos, muchísimos, cada día, impotentes, se están haciendo cada día más pobres, ¡hasta la mendicidad! La existencia de ONGs evidencia el fracaso de nuestro sistema por lograr un orden social nuevo donde la implantación de una justicia universal produzca un mundo más equitativo, más imparcial, más solidario, en definitiva, más justo. La reflexión cae por sí sola: ¿No habrá descuidado la Iglesia cristiana su papel de profeta, de la denuncia profética del Reino de Dios, aquel que Jesús de Nazaret predicaba? Muchos creemos que el cristianismo posterior traicionó el mensaje de Jesús predicando un “reino en los cielos”, después de la muerte, en el más allá…

Emilio Lospitao

“Si fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca” (Lucas 7:39)


No es casualidad que siempre sea una mujer el personaje vinculado con el pecado del sexo en los Evangelios. Hasta no hace mucho, la María Magdalena de los Evangelios había sido la “pecadora” (sexual, se entiende) por antonomasia. Hoy la historia y la exégesis bíblica la han exonerado de esa calumnia. La historia de los manuscritos bíblicos acogió un texto “errante” en el cuarto Evangelio (aparece en otros lugares), que relata la historia de otra mujer “pecadora sexual” (Juan 8:1-11). Y, por supuesto, no olvidamos a aquella samaritana que se encontró con Jesús en el pozo de Jacob, que tenía pendiente cuestiones “sexuales”: vivía con un hombre que no era su marido (Juan 4:1-42). El caso es que, cuando se refiere a una mujer, el término “pecadora” siempre tiene una connotación sexual, mientras que el término masculino “pecador” o “pecadores” (normalmente bajo el binomio “publicanos y pecadores”) es más amplio, y la mayoría de las veces es simplemente porque no cuidaban todos los aspectos religiosos de la ley (ver Mateo 9:10; 11:19; Lucas 6:32; etc.). Esto es así, no porque el Espíritu Santo “inspirara” a los hagiógrafos a discriminar a las mujeres, sino por una razón más simple: la sociedad en la que vivió Jesús y se escribieron los Evangelios era una sociedad patriarcal y androcéntrica, es decir, machista, desde muchos siglos atrás. Por eso el causante principal de la “caída” en el Génesis no fue el varón, sino la mujer (¡todavía la manzana es un símbolo de tentación sexual!). 

Desde un punto de vista antropológico, lo “diferente” ha sido siempre considerado un tabú y, en el marco de lo religioso, un “pecado”. Por eso, en ciertos momentos de la historia de Israel –¡aún hoy!- , comer liebre no sólo es distanciarse (ser diferente) del resto de los mortales (judíos), sino que se constituye en un “pecado”. En el mundo católico romano comer carne en ciertas fechas del año es un “pecado”, no porque ingerir carne en sí lo sea, sino porque alguien se ha encargado de dictaminar que “eso” es pecado en esas fechas. 

Sobre la teología de lo que supone pecado o no, el Apóstol de los gentiles tuvo algunas dificultades: comer carne que había sido sacrificada a los ídolos (¡toda la carne que se vendía en los mercados greco-romanos era ofrecida a los ídolos!), por ejemplo, era pecado según cómo y cuándo se comía (1 Corintios 8). 

En cualquier caso, y al margen del caso específico que evoca el texto de cabecera, el quid de la cuestión de lo que aquí intentamos dilucidar tiene que ver con lo “diferente”. Caemos en la tendencia antropológica de condenar, estigmatizar, excluir todo lo que es “diferente” simplemente por serlo. 

Sorprende la ausencia de una mínima preocupación y molestia por verificar si dicha “diferencia” constituye un mal irreversible innato para un bien común libre de tabúes y prejuicios. 

Creemos que Jesús de Nazaret fue el hombre más santo y más justo de todos los tiempos, que deseaba por encima de todas las cosas hacer la voluntad de su Padre que “está en los cielos”. Y es paradójico que precisamente él acogiera a quienes los religiosos de su generación repudiaban, excluían y condenaban por ser “diferente”. Es paradójico también que aquellos que se consideran hoy sus “seguidores”, y desean “hacer su voluntad” se hayan alienados, no con la actitud y ejemplo del Maestro, sino con sus adversarios, los fariseos de su época, condenando, excluyendo y estigmatizando lo que resulta diferente, simplemente por ser diferente. Y lo que es peor, venden esta paradoja como la ortodoxia por excelencia. 

Emilio Lospitao

Señor, enséñanos a orar (Lucas 11:1)


Cuando miramos a nuestro alrededor, la realidad de la vida resulta, cuando menos, paradójica, tanto para creyentes como para no creyentes, cristianos o de cualquier otra fe. Exceptuando algunos pequeños paréntesis de felicidad, la vida se presenta dura, experimentamos el sufrimiento, la decepción, la injusticia, que ella nos depara. Esta realidad no sólo la sufre el “débil” en la fe, también la padece el “maduro” creyente. Sin embargo, aun así existe también una común experiencia positiva: la sensación y el deseo de dominar estas situaciones y alcanzar un mundo mejor. Abrigamos la esperanza de que la vida puede ser totalmente distinta, más hermosa, más libre, más justa, más festiva… donde encontrar plenitud de vida.

El reino de Dios (gobierno de Dios) que encontramos en las páginas de los Evangelios no tiene nada que ver con ese mensaje descarnado, espiritualista, que tantas veces oímos desde muchos púlpitos. Mensajes para alienígenas, para personas que no viven la realidad de esta vida, mensajes carentes de empatía hacia los que sufren, los que caen, los infelices… Es verdad que vivimos en medio de una sociedad que parece vivir para el dinero, el trabajo, la salud, el éxito, el poder, el sexo…, lo cual se convierte en un dios. A veces, los “creyentes” muy poco podemos mostrar que anhele la gente común, salvo que, en medio de la misma tempestad que ellos, les mostremos que nada, absolutamente nada, puede arrebatarnos la paz y el amor que hemos recibido de Dios. La paz que “reine en nuestro corazón” será lo único que desearán tener también… ¡y ciertamente que lo desean! Lo que rechazan es otra cosa.

Aún no estamos “en el reino” (escatológico), el “ya pero todavía no” de los teólogos. Lo cierto es que este “reino” no elude las dificultades de la vida, el desempleo, la enfermedad, incluso la muerte, pero nos capacita para sobreponernos sobre todo eso. Podemos pedir a Dios porque cuide de nosotros, pero más aún debemos aprender a convivir con nuestras carencias, con nuestra enfermedad, con muestras dificultades. Jesús no vivió como un superhombre, imponiéndose a todo y sobre todo, sino conviviendo con su propia debilidad de ser humano, con el cansancio, la sed, el dolor, las lágrimas. Me temo que no enseñamos a nuestros feligreses a convivir con sus propias debilidades; antes bien fomentamos que, como niños perennes, papá Dios los vaya allanando el camino, sin tener en cuenta que cada día mueren casi 7 mil niños menores de 5 años en el mundo por desnutrición, y sabemos que Dios no va a hacer nada para evitarlo. Deberíamos reflexionar mucho antes de orar en los cultos de oración.

Emilio Lospitao