Biblia y revelación


El teólogo católico Andrés Torres Queiruga dice que “la revelación es real no porque Dios tenga que `entrar en el mundo´, irrumpiendo en sus mecanismos, físicos o psicológicos, para hacer sentir una voz milagrosa; es real porque él está ya siempre `hablando´ en el gesto activo e infinitamente expresivo de su presencia creadora y salvadora. El hecho mismo de la creación es ya su revelación fundamental; y la creación misma, en su modo de ser, en sus dinamismos y en sus metas y aspiraciones, va desvelando en el tiempo y en la historia tanto el proyecto de Dios sobre ella como lo que en cada momento está tratando de realizar. En definitiva, la revelación consiste en `caer en la cuenta´ del Dios que como origen fundante y amor comunicativo está `ya dentro´, habitando la creación y manifestándose en ella. Lo hace ver sobre todo en el ser humano, tratando de que descubramos su presencia, rompiendo nuestra ceguera y venciendo nuestras resistencias” (Repensar la resurrección, Trotta 2003).

Este “caer en la cuenta” de que Dios ya estaba desde siempre “revelándose” a través de su creación, especialmente en el ser humano, es el mismo “caer en la cuenta» de que los libros sagrados (la Biblia para los cristianos) son trazos borrosos que los hombres han esbozado de la revelación percibida. De ahí las imágenes desfiguradas de Dios en dicha “revelación” (libros sagrados).

Jesús de Nazaret, con su actitud, su ejemplo y sus enseñanzas, es un referente nítido –la “piedra rosetta”– que nos permite “caer en la cuenta” no solo de lo que es esencial y fundamental, sino, sobre todo, del carácter inequívoco del Dios siempre “revelándose”. La interpretación literalista de los textos religiosos, creando y dando forma a las “ortodoxias”, no es un patrimonio del fundamentalismo contemporáneo, sino una corriente de pensamiento que se retrotrae a los orígenes de la cultura escrita. Lo escrito adquiere en el tiempo una autoridad inquebrantable, porque es el eje de la tradición que, a falta de originalidad, se convierte en verdad absoluta. En los Evangelios vemos a Jesús luchando contra esta forma de pensamiento fijada en la tradición –¡incluso en la escrita, la Escritura!– que había desvirtuado el carácter de Dios. De ahí que Jesús estuviera empeñado en que las gentes “cayeran en la cuenta” de que la imagen que tenían de Dios era errónea a pesar de que, a veces, provenía de la evocación de unos textos sagrados. Y este empeño fue una constante durante su ministerio. Unas veces mediante la enseñanza directa, “fue dicho…, pero yo os digo” (Mateo 5); otras reprendiendo a los discípulos cuando estos evocaron el “fuego del cielo” como había hecho el profeta Elías (2Reyes 1:1-15), en su caso para destruir a los samaritanos; y otras, guardando silencio primero e interpelando después a sus interlocutores para no ejecutar un mandato “divino” según lo escrito en la Ley de Moisés (Lev. 20:10). En el primer caso, Jesús idealiza el espíritu de la letra; en el segundo, zanja el tema con un “no sabéis de qué espíritu sois” (Lc. 9:54-55); en el tercero, con un “ni yo te condeno” (Juan 8:11). En todos los casos Jesús se distancia de la imagen de Dios que evocaban los textos sagrados veterotestamentarios. Para los interpretes literalistas y las mentes legalistas, de cualquier época o lugar, la actitud de Jesús de Nazaret es difícil de entender y duro de aceptar, porque les rompe los esquemas aprendidos, pero, sobre todo, porque cuestiona la seguridad que ofrece un “así dice la Biblia”.

El Jesús de los Evangelios –a pesar de la teologización de los relatos– es un referente nítido para “caer en la cuenta” de cuál es el verdadero carácter de Dios. Pero, no obstante de ser Jesús de Nazaret nuestro referente, “no hemos de olvidar que, como hombre histórico, estaba sujeto a las limitaciones humanas y temporales” (Claude Geffré). Geffré, teólogo dominicano-francés, dice que hay que distinguir “entre la revelación como acontecimiento y la revelación como mensaje. Como acontecimiento sucedido en Jesús es insuperable, irrebasable; como mensaje transmitido a través de Jesús y sus seguidores es limitada y no puede pretender agotar la plenitud de verdad que está en Dios. Dicho de otro modo: la verdad de Dios se nos comunica, incluso en Jesús, de forma limitada, finita, dado el vehículo humano”[1]. Como dice Goyret, “La Biblia es un canal humano que puede (y no siempre logra) comunicar un mensaje divino. Para el que está dispuesto a recibir ese mensaje, y se pone los “lentes” de la compasión y de la solidaridad (es decir, lee desde y con el amor de Jesucristo), el mensaje divino está ahí, a través de la palabra bíblica y, muchas veces, a pesar de la Biblia misma”. (Leonardo Goyret – en Facebook).

Caer en la cuenta, por su propia naturaleza cognitiva y psicológica, es una experiencia vital, un mirar lo mismo con otros ojos, una perspectiva nueva e inusitada hasta ese momento, es un descubrimiento… Un caso paradójico de esta realidad la encontramos en el relato de la conversión del centurión Cornelio (Hechos 10). Lo paradójico no radica en la conversión en sí del romano, sino en la “conversión” (“caer en la cuenta”) del apóstol Pedro y de los líderes de la iglesia en Jerusalén. Hasta aquella dramática experiencia de Pedro en Hope, al apóstol no le había pasado por la cabeza acercarse a una persona gentil para anunciarle el evangelio [“Vosotros sabéis cuán abominable es para un varón judío juntarse o acercarse a un extranjero; pero a mí me ha mostrado Dios [en esta experiencia] que a ningún hombre llame común o inmundo” – v. 28]. Esta misma paradoja se da de rebote en los líderes cristianos radicados en Jerusalén que, cuando llegan a conocer la experiencia de Pedro, exclaman: “¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!” (Hechos 11:18). Omitimos otras implicaciones muy serias de este relato de Hechos 10, que comentaremos en otra ocasión.

En todos los casos que venimos citando (los discípulos de Jesús, los fariseos o los escribas, los líderes cristianos de Jerusalén, el mismo Pedro…) incide un múltiple común denominador: la cosmovisión teológica desde la que pensaban, el concepto que tenían de la Escritura y la imagen que albergaban de Dios. Jesús se opuso a este denominador común que se hacía visible en la praxis cotidiana de las gentes. Se propuso que cambiaran de mentalidad, de visión de la realidad… El relato de Hechos 10 es un subproducto de la reflexión teológica que la comunidad fue desarrollando. Así que, “caer en la cuenta”, implica una reflexión profunda, un hacer diferente, una actitud distinta, ya sea por activa o por pasiva, ya sea moral, material, intelectual o filosófica.

O sea, una cosa es la Biblia (conjunto de libros religiosos), y otra distinta es la revelación hallada en ella. Esta distinción viene de “caer en la cuenta”.

Emilio Lospitao

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[1] Citado por José María Mardones en “Matar a nuestros dioses”.

La familia que viene


Los sistemas políticos, antes de alcanzar el modelo democrático en el que vivimos la mayoría de los países occidentales, tuvieron que sufrir cambios estructurales importantes a lo largo de su historia. Ello supuso mucho dolor, no solo por el cambio de organización social que conllevaba, sino por las luchas fratricidas que originaba en muchos casos. Lo mismo ocurrió con los modelos de familia anexionados a los sistemas políticos y a la organización social que los legitimaba.

El modelo de familia que encontramos en la Biblia hebrea, por ejemplo, es patriarcal, cuya figura dominante era el varón en su papel de marido, padre y amo (la institución de la esclavitud estaba inserta en aquel modelo social). Además, era patrilocal y poligínica; es decir, patrilocal porque la herencia y los títulos se transmitían por vía paterna (el varón), y poligínica porque el varón –y solo este– podía tener varias mujeres en calidad de esposas y/o concubinas. El ejemplo más conocido en la Biblia hebrea es la familia de Jacob, fundante del pueblo de Israel. Jacob compartió lecho con cuatro mujeres coetáneas: Raquel y Lea, hermanas entre sí (y primas de primer grado de Jacob), y las esclavas respectivas de estas: Bilha y Zilpa. El patriarca tuvo 12 hijos varones y una hija con tales mujeres (Gén. 29-30).

La familia llamada “nuclear” (padre, madre e hijos) que emergió principalmente durante la era industrial, procede de la familia “extensa” (padre, madre, hijos, tíos, primos, parientes), y esta de otra más extensa todavía, formada además por los esclavos, que dependían del paterfamilias (Familia, del latín, «grupo de siervos y esclavos patrimonio del jefe de la gens»). Es decir, históricamente, el concepto de “familia” es muy abierto.

Desde hace muy pocas décadas, en Occidente ha emergido un tipo de familia plural, entre ellos, el monoparental: hombres divorciados y mujeres divorciadas con hijos a su cargo pero sin pareja; o bien hombres y mujeres solteros con hijos adoptados (o propios en el caso de las mujeres). Por otro lado, no son pocas las familias que están compuestas por hermanos o hermanas solteros que conviven juntos; o grupos de mujeres y hombres que deciden vivir en “familia” compartiendo el mismo espacio (normalmente jubilados). Recientemente se han añadido a esta pluralidad de tipos de familia las personas del colectivo LGTB con el mismo proyecto de vida que cualquiera de los otros modelos de familia.

Pues bien, ninguno de estos diferentes modelos de familia atentan contra la familia nuclear tradicional. Ninguno. Pueden convivir perfectamente. Lo único que necesitan los modelos de familia no tradicionales son leyes que los reconozcan, los respeten y los protejan en las mismas condiciones que a la familia nuclear tradicional, para que puedan disfrutar de los mismos derechos y obligaciones legales que esta.

Los catastrofistas que se oponen a esta pluralidad de modelos de familia utilizan su artillería pesada con informaciones sesgadas, cuando no falsas, para crear miedo y, sobre todo, fanatismo entre sus fieles. Pero ninguna cerrazón va a impedir esta evolución social y familiar que se está generalizando cada vez más en todos los países occidentales.

Desde el siglo XVI, especialmente con el movimiento cultural de la Ilustración y los cambios políticos y sociales surgidos a tenor de dicho movimiento, el cristianismo en general, pero el fundamentalista en particular, se sintió agredido, y se revolvió tenazmente contra todo lo que consideraba un peligro para la fe que predicaba. En general, con el tiempo, el cristianismo progresista ha venido a reconocer que cometió un error porque no existía tal peligro, y, a posteriori, ha entendido que perdió el tren de la Historia.

¿Qué pensarán los catastrofistas bíblicos de turno, que se oponen a estos nuevos modelos de familia, si en vez de evolucionar hacia delante, evolucionáramos hacia atrás, volviendo otra vez al modelo y al sistema social patriarcal, es decir, al modelo de la familia de Jacob?

¿No deberíamos “caer en la cuenta” de que la Biblia no pretende fijar un modelo de familia ni siquiera acudiendo al Génesis? Otra cosa es la sucesión de la especie, pero eso es mera biología.

Emilio Lospitao

«Los del mundo», «los de afuera»


El lenguaje no es aséptico, siempre está asociado a los significados y a los símbolos que representa. Y tanto el significante como el símbolo del lenguaje están circunscritos al subgrupo social y cultural al que está socialmente integrado. En el mundo profano el significante y el símbolo están solidificados en el lenguaje ordinario, pero en el mundo religioso, además, éstos se teologizan, se les da un carácter religioso y de pertenencia. Esto ocurre con los dos términos que tratamos aquí: “los del mundo” y “los de afuera”, como  antítesis de “los fieles”, “los hijos de Dios”.

“Los del mundo”

La antítesis de “los del mundo” son “los no del mundo”, y estos se corresponden con “los creyentes”, “los hijos de Dios”, o sea, los cristianos. En este caso lo que se teologiza negativamente es la antítesis de “los hijos de Dios”.

Obviamos que en el Nuevo Testamento se usa el sustantivo mundo (kosmos) con tres acepciones genéricas diferentes: con alusión al universo creado (Hechos 17:24); al planeta donde vivimos los seres vivos (Mateo 4:8) y al conjunto de las personas (2 Cor. 5:19). Pero el término negativamente teologizado no se refiere a ninguna de estas acepciones, sino a la abstracción del mal, que se concretiza en los valores morales y éticos de los individuos. Ahora bien, la teologización negativa del término “mundo” tiene como telón de fondo el concepto dualista platónico del mundo griego, que les vino al dedo a los autores bíblicos para expresar sus conceptos teológicos (Palestina había sido fuertemente helenizada desde el siglo III a.C.).

Concepto dualista platónico

En el pensamiento platónico griego, lo material era opuesto a lo espiritual. El “cuerpo” físico (soma)[1] era una cárcel para el “alma” (psique)[2]. El cuerpo era “la sede de las pasiones, de los apetitos y los deseos”. Desde este concepto dualista platónico, Pablo se refiere a “las obras de la carne” (sarx) y al “fruto del Espíritu” (pneuma), donde las “obras de la carne”, por analogía, define lo que es “del mundo”.

El dualismo platónico como sustrato teológico

Los escritores neotestamentarios delimitan dos modos de pensar, vivir y realizarse diferentes en la vida (que podemos representar por dos círculos concéntricos, los cuales nos permiten hacer esta analogía): “carne/mundo” (el círculo exterior) y, por antítesis, “pneuma/hijo de Dios” (el círculo interior).

Estos círculos concéntricos están separados por fronteras de exclusión que los hagiógrafos han teologizado con el término “mundo”: “la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire” (Efesios 2:2); “la amistad del mundo es enemistad contra Dios” (Santiago 4:4); “si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Juan 2:15). Juan es el autor que más se acerca al concepto platónico para definir el “mundo”: “porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo.” (1 Juan 2:16). Etc.

Si preguntamos al autor de la carta a los Gálatas qué pone en evidencia a “los del mundo”, nos contestará que los “signos” de éstos son las “obras de la carne” (sarx), que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas…” (Gálatas 5:19-21).

Y si le preguntamos después qué pone en evidencia a los que “no son del mundo”, es decir, a los “hijos de Dios”, nos contestará que los “signos” de los que son guiados por el “Pneuma” (Espíritu) son aquellos cuyos frutos se caracterizan por el “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza…” (Gálatas 5:23).

Los de afuera

El gráfico virtual representado por los dos cículos concéntricos, “los del mundo” sigue cumpliendo perfectamente su función pedagógica en el presente concepto: el círculo interior representa a “los de adentro”, es decir, a los “hijos de Dios”; y el círculo exterior representa a “los de afuera”, los que no son “hijos de Dios”. Especialmente en los escritos paulinos existe una relación directa entre “los del mundo” y “los de afuera” (Efesios 2:2) y de ahí, estas frases: “Andad sabiamente para con los de afuera, redimiendo el tiempo” (Colosenses 4:5); “a fin de que os conduzcáis honradamente para con los de afuera” (1 Tes. 4:12); “que tenga buen testimonio de los de afuera” (1Tim. 3:7). Es decir, se teologiza el término “afuera” con el mismo sentido y propósito con que se teologiza el término “mundo”.

Apocalíptico versus escatológico

Es muy importante evocar aquí dos vocablos teológicos: apocalíptico y escatológico. En algún momento estos términos pueden coincidir y significar lo mismo (el final), pero son dos conceptos diferentes.

Lo apocalíptico

Lo apocalíptico hace referencia a un punto crucial, singular, espantoso… Así muchos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento (ej. Mateo 25:31 sig. y otros). Pero también se refiere a una línea fina que cuando se traspasa se ha entrado a un estado diferente. Ha pasado del blanco al negro, sin grises. En lo apocalíptico no existen estados intermedios, procesos realizantes… Visualizando los círculos concéntricos, o se está en el interior o se está en el exterior (en la iglesia, o en el mundo), todo depende de qué lado estamos de la línea que separa un círculo de otro. Los signos “sacramentales” que potenciaban estas fronteras de exclusión eran: a) el bautismo (rito de “entrada” e iniciación) y b) la eucaristía (“Santa Cena”), un rito de pertenencia al grupo. Estos dos signos “sacramentales”, con algunas variantes, eran conocidos y practicados fuera del cristianismo con los mismos propósitos (iniciación-pertenencia), pero el cristianismo primitivo lo vinculó y lo relacionó estrechamente con, por y para Cristo: es decir, los teologiza (cf. Colosenses 2:12-13; 1Cor. 10:16-17).

Lo escatológico

Lo escatológico, por el contrario, contiene la idea de un proceso que se dirige hacia un final realizante y realizado. No existe ninguna línea de separación entre un estado y otro, pues el estado es uno y único en el cual y por el cual se progresa hacia el final. Más que dos círculos concéntricos, se trata de un Camino en el que todos estamos caminando, unos estaremos en un punto diferente de dicho Camino que otros, pero todos nos dirigimos hacia el mismo final escatológico. Se trata de haber empezado a caminar o no en dicho Camino. Así, “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13). Pablo creía estar inmerso en dicho proceso: “No que lo haya alcanzado ya, ni que sea ya perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús” (Filipenses 3:12). Es decir, lo escatológico es un Camino de realización no excluyente ni condenatorio. La proclamación del evangelio del Reino era una invitación a andar en este Camino (“Venid a mí los que estáis trabajados y cargados…” – Mat. 11:28) en un espíritu de aceptación del otro (“el que no es contra nosotros, por nosotros es” – Lucas 9:50). Por ello, en torno a la persona de Jesús, durante su ministerio, no existían signos “sacramentales” (iniciación-pertenencia), sino una apertura a todos. El mensaje de Jesús era escatológico.

Pues bien, los conceptos teologizados de las epístolas, a los que vengo refiriéndome, son más apocalípticos que escatológicos. En los conceptos teologizados no hay lugar para estados intermedios, para procesos realizantes: O estás en el círculo interior, “adentro”; o estás en el círculo exterior, “afuera”. Hoy, la evangelización que conocemos, y que practica la mayoría del mundo evangélico, es apocalíptica; potencia las fronteras excluyentes, a veces, por el simple hecho de pertenecer a denominaciones cristianas distintas a las suyas. Quizás los líderes cristianos de todas las denominaciones debieran preguntarse si una auténtica “ekumene” responde adecuadamente a la oración de Jesús (Juan 17:21). El ecumenismo no es un  movimiento, ni una denominación, ni una organización religiosa, es un “espíritu”, una conciencia cristiana, individual, personal, libre y liberadora, que hace posible la fraternidad entre cristianos desde el respeto a la pluralidad, teniendo en cuenta que nadie tiene el monopolio de la verdad absoluta. Unidos hasta donde sea posible.

El abuso del lenguaje teologizado

El adoctrinamiento de muchas iglesias cae en el abuso de estos términos, levantando muros simbólicos (fronteras relacionales) sin márgenes intermedios, sin estados progresivos… Estos maestros catequistas no perciben, no captan, el sentido y el alcance relativo de un “signo” teologizado y apocalíptico. Las fronteras simbólicas que promueve la teologización de estos términos (los del mundo, los de afuera) crean zonas de exclusiones relacionales idénticas a las que creaban los escribas y fariseos del tiempo de Jesús con la teologización de los términos “puros” e “impuros”. Estos escribas y fariseos creaban estas zonas de exclusión a partir de las leyes ceremoniales relativas a la impureza presentes en la Escritura. En nuestras iglesias se crean estas zonas de exclusión mediante el lenguaje teologizado (los de afuera, los del mundo), que se absolutiza. ¿Nos hemos preguntado alguna vez cómo se sentirán nuestros padres, hermanos, parejas, amigos, hijos… cuando éstos perciben que el concepto que tenemos de ellos lo verbalizamos con dichos términos: los del mundo, los de afuera? ¡Y, a veces, en el peor de los casos, solo porque no creen lo mismo y de la misma manera que nosotros! ¿No creamos fronteras relacionales mediante el lenguaje teologizado sin reflexionar el sentido y el propósito que dicha teologización tiene? ¿No nos hemos dado cuenta que son términos “teologizados”, que tienen como objetivo fortalecer el sentido de pertenencia al grupo, a la iglesia, y nada más?

Emilio Lospitao

NOTAS:

[1] No obstante, “soma” tenía un concepto semánticamente más amplio que la “carne física”, como en Romanos 12:1, que evoca a la totalidad de la persona.

[2]. José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, “alma”.

¿Discípulos o religiosos?


¿Cómo calificaríamos a una persona que su propia familia piensa de ella que “está fuera de sí”, que los dirigentes religiosos de la comunidad la acusan de estar desviada de la ortodoxia, que la autoridad civil la busca por estar fuera de la ley y, además, muchos de los que seguían a esta persona la miran ahora con sospecha?

El perfil del personaje expuesto en el párrafo de arriba no corresponde a ningún “yonqui”, es el perfil de Jesús de Nazaret.

En efecto, la familia de Jesús (su madre y sus hermanos) le buscaron pensando que “estaba fuera de sí”, o lo que es lo mismo, en aquella época, “poseído” por demonios (Mr. 3:21). Esto que sospechaba su familia de él, lo afirmaban rotunda y públicamente los dirigentes religiosos (Mr. 3:22). La máxima autoridad política de Galilea, Herodes el tetrarca, buscaba ocasión para prenderle y hacer lo mismo que había hecho con el Bautista: matarle por embaucar a las gentes. Jesús le retó con estas palabras: “Id, y decid a aquella zorra: He aquí, echo fuera demonios y hago curaciones hoy y mañana, y al tercer día termino mi obra” (Luc. 13:31-32). Muchos que durante algún tiempo le siguieron, ante el compromiso y el reto de sus palabras, decidieron darle de lado, pues seguir escuchándole podría poner en peligro sus intereses ¡y su comodidad! (Jn. 6:66-67).

Los enfrentamientos que Jesús mantuvo con los líderes religiosos fueron básicamente por causa de lo que estos llamaban “impurezas”. Para estos líderes, impureza era arrancar espigas y curar a los enfermos en sábado (Mar. 2:23-24; 3:1-2), lo cual era abominable y deshonroso. Y, lo que era peor, Jesús compartía mesa con los publicanos (recaudadores de impuestos) los pecadores (los que no guardaban estrictamente la ley), y las prostitutas… (Lucas 15:1-2), ¡el estrato social más marginal de la sociedad judía! Esto significaba que Jesús estaba constantemente transgrediendo las leyes de pureza.

En el plano familiar, Jesús fue un “corruptor” de los estándares de su época. Su llamamiento conllevaba un inevitable desarraigo familiar. Jesús dejaba esta advertencia a quienes deseaban seguirle: “si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14:26). Jesús priorizaba los vínculos creados en la nueva familia espiritual sobre la familia carnal. Cuando “los suyos” fueron a buscarle, y le enviaron un mensaje a través de quienes le escuchaban (“tu madre y tus hermanos te buscan”), Jesús proclamó en público: “¿quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos” (Mar. 3:33-34).

Jesús cuestionó el sistema clerical y sacrificial del Templo. El simple hecho de relacionarse con los marginados de la sociedad de su tiempo, suponía una provocación a la autoridad religiosa representada por los escribas y los fariseos (“este a los pecadores recibe y con ellos come” – Lc. 15:2). Otorgar el perdón a los “pecadores” al margen de las prescripciones de la religión era como disparar un misil a la línea de flotación del Sistema religioso (Mar. 2:1-12; Luc. 7:36-50; etc.). Pero el punto álgido de esta provocación fue su afirmación de que para adorar a Dios no hacía falta ningún templo, ¡ni siquiera el de Jerusalén! (Jn. 4:20-24). Jesús era consciente de la provocación que levantaban sus acciones y sus palabras, pero actuó y habló con contundencia y autoridad. También sabía lo que le vendría, pero “afirmó su rostro para ir a Jerusalén” de todas formas (Luc. 9:51).

Jesús se enfrentó al poder económico y político. Además de llamar “hipócritas” a algunos de los fariseos (Mat. 23), la palabra más fuerte puesta en boca de Jesús fue llamar “zorra” nada menos que a la máxima autoridad política de Galilea: el tetrarca Herodes (Luc. 13:31-32). Pero su gesto más osado fue retar al poder económico y político del Sistema judío al expulsar de los atrios del templo a los cambistas (¡los banqueros!), que extorsionaban a los peregrinos de la diáspora, y de cuya extorsión se beneficiaban los altos jerarcas del Sanedrín (Mar. 11:15-19). ¡Qué poco hemos cambiado!

Obviamente, este Jesús de los Evangelios tiene poco que ver con el Cristo de las Epístolas. El Jesús de los Evangelios es el judío profeta, con los pies sobre la tierra, que proclamaba la justicia del reino de Dios, un reino que libera de la opresión y de la alienación que imponen los sistemas religiosos, políticos y sociales mundanos de cualquier época. El reino de un Dios comprometido con los débiles, con los que sufren las injusticias. El éxodo del que habla el Pentateuco es una metáfora del Dios liberador. El Cristo de las epístolas es el Cristo que “está a la diestra de Dios en el cielo”, salvador de las “almas”, comprometido con el culto, las liturgias y los sacramentos religiosos, pero ausente de lo terrenal y mundano.

El Jesús de los Evangelios, al final, se quedó solo, incomprendido por sus propios discípulos, vituperado por las multitudes fanatizadas, juzgado sin juicio, maltratado y crucificado. Fue el precio que tuvo que pagar por quebrantar las normas y los convencionalismos de la sociedad que le vio nacer, por retar con sus palabras y sus acciones a las autoridades religiosas y políticas. Su defensa ante tanta incomprensión y fanatismo fue un exquisito y firme silencio. Si del Maestro se hizo tal cosa, ¿qué esperamos que se haga a sus discípulos?

Este Jesús de los Evangelios, ciertamente, puede estropear un buen sermón dominguero, porque su ejemplo y su mensaje señala una misión mundana y comprometida, ahora y aquí. ¡Su misión es profética!

Emilio Lospitao