El reino de Dios ha llegado a vosotros, Lucas 11,20


Independientemente de la naturaleza escatológica de algún “Reino de Dios”, (y de lo que esto signifique), la vida y las enseñanzas de Jesús de Nazaret apuntaban hacía una realidad del “reinado de Dios” que predicaba. La afirmación de Jesús: “si por el dedo de Dios echo yo fuera los demonios, ciertamente el reino de Dios ha llegado a vosotros” (Luc. 11:20), era una forma de remitirse a su ministerio, a su forma de hacer, de vivir y de enseñar. Es decir, la praxis del “reinado de Dios” que Jesús predicaba tenía una dimensión absolutamente mundana (en y para este mundo). La “buena noticia” era Jesús mismo y su estilo de vida. Pero la praxis de dicho “reino”, expresado en el estilo de vida de Jesús, chocaba con los prejuicios y los intereses de la época en todos los estamentos: familiar, social, político y religioso. Si Jesús hubiera vivido en nuestra sociedad habría encontrado la misma oposición y de los mismos estamentos, especialmente el religioso, que contribuyó a su condena y muerte.

Y es que el “reinado de Dios” que Jesús predicaba subvertía los convencionalismos sociales, políticos y religiosos de su época. Esta “subversión” la percibimos en la manera que reaccionaron los sectores más representativos de la sociedad israelita, incluida la propia familia carnal de Jesús. En cualquier caso, lo que hemos de entender es que el modo de vida de Jesús (su forma de ser y de hacer) era la expresión auténtica del “reinado de Dios”. Por ello, Jesús se convirtió en…

a) Un quebradero de cabeza para los suyos: “Cuando lo oyeron los suyos, vinieron para prenderle; porque decían: Está fuera de sí” (Marcos 3:21). “Los suyos” era su familia más directa, su madre y sus hermanos, quienes se sentían deshonrados por el comportamiento de Jesús.

b) Un reto para las gentes del vulgo: “¿Eres tú el que había de venir?”, preguntaban algunos; “Demonio tiene, y está fuera de sí, ¿por qué le oís?”, decían otros; “¿Puede acaso el demonio abrir los ojos de los ciegos?”, argüían los demás (Luc. 7:19; Jn 10:20-21). Jesús desenredó todas las seguridades religiosas que las gentes encontraban en la práctica de la religión. Les enfrentó con sus propias vidas; lo importante no era lo que hacían o dejaban de hacer (rituales), sino lo que eran como personas.

c) Una provocación para los líderes religiosos: “Este hombre no procede de Dios, porque no guarda el día de reposo” (Jn. 9:16). ¿Cómo podían aceptar a Jesús –ni siquiera como un profeta–, si quebranta lo más sagrado, que era cumplir el descanso sabático? ¿Cómo iba a ser más importante el hombre que el sábado?

d) Un desafío para el poder político: “Aquel mismo día llegaron unos fariseos, diciéndole: Sal, y vete de aquí, porque Herodes te quiere matar” (Lucas 13:31). Lo que más teme un gobernante político (o religioso) es que alguien cree inquietud, división de opiniones, entre las gentes que gobierna. Judea en el tiempo de Jesús era un nido de “mesías” revoltosos. Roma no perdonó a ninguno, tampoco a Jesús. El gobernante de hoy, sea político o religioso, no ha cambiado nada.

Pero, ¿por qué la familia de Jesús pensaba que estaba “fuera de sí”?

No era porque daba de comer a los hambrientos o curaba a los enfermos. No. Pensaba que estaba “fuera de sí” porque nadie en su sano juicio hubiera hecho lo que Jesús hacía: contravenir los convencionalismos religiosos, juntarse con personas reconocidas como “impuras” (enfermos, publicanos, pecadores, prostitutas…)… “los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este a los pecadores recibe, y con ellos come” (Luc. 15:2).

Con su actitud Jesús no sólo se deshonraba a sí mismo, sino que deshonraba también a su familia. Por eso “los suyos” fueron a buscarle –su madre y sus hermanos (Mar. 3:21, 31-35)–. “Los suyos” no podían entender que el comportamiento de Jesús tuviera algo que ver con algún “reinado de Dios”.

La pregunta crucial que nos interpela hoy es: ¿qué tiene que ver lo que predicamos desde nuestros púlpitos con aquel “reinado de Dios” que Jesús predicaba?

Emilio Lospitao

¿A qué llamamos Dios?


¿Un Dios locuaz?

El lector de la Biblia atento percibe enseguida que en la época de los personajes bíblicos Dios hablaba directamente con ellos de la misma manera que nosotros conversamos. Por ejemplo, según el autor de Génesis, Dios había hablado a Abraham diciéndole: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” (Génesis 12:1). A Moisés, mientras pastoreaba las ovejas en el monte, le llama desde una zarza ardiente: “¡Moisés, Moisés… Yo soy el Dios de tu padre…” (Éxodo 3). A Josué le notifica la muerte de Moisés y le comisiona como líder en su lugar: “Mi siervo Moisés ha muerto; ahora, pues, levántate y pasa este Jordán, tú y todo el pueblo, a la tierra que yo les doy a los hijos de Israel…” (Josué 1). Y así, a los reyes, a los profetas… Las frases típicas en la Biblia son: “Habló Dios a…”, “Le dijo Dios…”, etc. En el Nuevo Testamento, salvo dos veces que se oye la voz divina desde el cielo (Lucas 3:22; 9:35), es el Espíritu Santo el que “dice” o “habla” a alguien (Hechos 10:19; 11:12); o bien es Jesús resucitado (Hechos 9:5); incluso un Ángel de Dios (Lucas 1:26 sig.; Hechos 10:3).

Ahora bien, ¿cómo hemos de entender este “diálogo” –incluso la voz del cielo– entre Dios y los humanos? “¿Es razonable, comprensible y teológicamente admisible –se pregunta Máximo García– que Dios mantenga diálogos más o menos coloquiales con los humanos?”.[1] El teólogo católico Andrés Torres Queiruga dice que “la revelación es real no porque Dios tenga que `entrar en el mundo´, irrumpiendo en sus mecanismos, físicos o psicológicos, para hacer sentir una voz milagrosa; es real porque él está ya siempre `hablando´ en el gesto activo e infinitamente expresivo de su presencia creadora y salvadora.[2]

Pero, independientemente de la manera en que haya hablado Dios a los seres humanos, el lector de la Biblia atento percibe también que Dios hoy ya no se comunica así.

¿Un Dios silente?

Desde la época de los últimos escritos canónicos (del Nuevo Testamento), ni Dios, ni Jesús, ni el Espíritu Santo, ni los Ángeles nos hablan ni nos dicen nada (a la manera “locuaz” de los relatos bíblicos). Silencio total durante dos milenios. Ante este notorio silencio se dice que hoy Dios nos habla por medio de “su Palabra”, la Biblia. ¡Abrupto cambio de medio de comunicación que dura ya dos mil años! ¡Con lo inequívoca que era aquella manera directa de dar órdenes y mandamientos! Si Dios nos habla hoy por medio de la Biblia, como se dice, y solo por medio de la Biblia, entonces se ha quedado algo obsoleto, pues la Biblia es un conjunto de libros escritos en un paradigma social, político y religioso (precientífico y mítico) muy diferente al nuestro. La Biblia, por eso mismo, no tiene respuestas para muchas preguntas que se formula el hombre del siglo XXI. ¿Cómo entender este silencio milenario de Dios, particularmente en momentos tan cruciales por los que han pasado los pueblos y las personas, incluida la misma Iglesia que dice representale? Sobre todo cuando vemos que en los relatos bíblicos (¡y solo en estos!) Dios se involucraba en la vida cotidiana de las personas y de las familias con mensajes concretos y directos. No solo se hacía presente Dios con sus mensajes oportunos, a través de los profetas, sino incluso interviniendo puntualmente a nivel personal. Moisés, Josué, Gedeón, Pedro, Pablo… fueron protagonistas de milagros singulares. Pero aparte de los relatos bíblicos, donde aparecen los personajes en cuestión, vuelve el mutismo divino. ¿Cómo entender esto? ¿Era realmente Dios tan locuaz e intervencionista en el periodo de tiempo de los personajes de la Biblia, y tan inactivo y silente fuera de ese tiempo? ¿O, por el contrario, no estará Dios hablando ahora, como ha estado haciéndolo siempre, pero no captamos lo que dice porque no fue –ni es– con el oído físico como podemos oírle, como sugiere el teólogo Torres Queiruga?

Queiruga dice que Dios ha estado “hablándonos” siempre por medio de lo único con que puede comunicarse con nosotros: su creación.[3]. Dios no ha “conversado” nunca con ningún ser humano, como plantea Máximo García. La expresión “Dios dijo a Moisés, a Elías…”, entra en la categoría de simple estilo literario en un contexto religioso y teológico, además de retrospectivo e interpretativo. Es decir, el concepto de “palabra de Dios” referido a la Escritura se circunscribe primero a una tradición oral, de aquel “caer en la cuenta” de los autores de que Dios les había estado “hablando” a través de los sucesos históricos, que fueron finalmente puestos por escrito no sin una interpretación de los mismos con las limitaciones y los condicionamientos que impone la cultura de la época. Por ello, el literalismo bíblico es una perversión de la “Escritura” misma.

¿Un Dios ausente?

En otro orden de cosas, en el espacio de tiempo de solo unos pocos minutos de cualquier día del año, en el mundo, se está produciendo explotación, abuso y violación de niños y niñas indefensos; naufragios, terremotos y huracanes, que provocan la pérdida de miles de vidas humanas; enfrentamientos bélicos con millones de personas desplazadas; atentados, robos con violencia y muerte, etc. Es obvio que unos males tienen su origen en la maldad humana, pero otros obedecen a causas naturales. Desde el punto de vista de un Dios intervencionista, esta objetiva realidad nos muestra a un Dios que o bien está voluntariamente ausente o no puede hacer nada para evitar tales desgracias. La cuestión es que tanto si el origen del mal es humano como si es natural, la pregunta no puede ser contestada de manera simplista con un “Dios tiene un plan que nosotros no conocemos”. Un “plan” que comienza con sufrimiento, dolor y muerte no puede proceder de un Dios bondadoso y justo. No se corresponde con el Dios creador de Génesis, cuya obra ejecutada termina con un “vio Dios que era bueno”. Un amigo me compartía hace poco este aforismo: “La cuestión no es si existe Dios o no existe, sino a qué llamamos Dios”. Exacto: tanto filosófica como teológicamente, esta es la cuestión: ¿a qué llamamos Dios? Porque gastamos muchísima energía razonando lo irracional de la presencia y/o la ausencia de “eso” que llamamos Dios.

¿Un Dios que nos necesita?

Por otro lado, desde un punto de vista histórico, podemos considerar un antes y un después de los descubrimientos de la ciencia en general y de la ciencia médica en particular. Por ejemplo, hasta que se descubrieron las vacunas o los fármacos que curaban ciertas enfermedades, las personas, especialmente los niños, morían por miles a causa de tales enfermedades. Una vez que estos remedios ya están a nuestro alcance, las personas se curan y se salvan de una muerte cierta. Sobre todo por la especialización e individualización de los fármacos, la sofisticación de las tecnologías y la formación de los especialistas. Es decir, Dios empezó a responder a nuestras oraciones para curar estas enfermedades, que eran letales, cuando la ciencia descubrió las vacunas y los fármacos que las erradicaban. Por eso, los niños del tercer mundo, en tanto que no les llegan estos recursos farmacéuticos y humanos, siguen muriendo hoy. Desde esta objetiva y tozuda realidad parece que es Dios quien nos necesita a nosotros y nos pide que hagamos con diligencia aquello que él obviamente no va a poder hacer. No es su misión hacerlo.

A pesar de esta objetiva realidad, desde la piedad religiosa se sigue remitiendo a la “intervención” de Dios en cualquier aspecto de la vida no importa su nimiedad. En los casos de gravedad, cualquiera que sea su naturaleza, se remite a la confianza en Dios porque se cree que todo está en sus poderosas manos. Si todo sale bien (porque está en las manos de la ciencia y del especialista que lo atiende), se lo atribuimos a Dios y obviamos la eficiencia de los especialistas y los recursos de la ciencia. Si sale mal, porque la ciencia y los especialistas aun no están a la altura de tanto éxito –y parece ser que en la voluntad de Dios no estaba tampoco una resolución feliz del problema– entonces se echa mano de la consabida recurrencia: “no estaría en los planes de Dios”. Y el terapeuta religioso se queda tan fresco… y el doliente, frustrado y perplejo. Con esta crítica no estamos subestimando la oración de petición a Dios, solo sugerimos que quizás debamos reenfocar dicha oración y modificar la imagen que tenemos de Dios. La eficacia de la oración viene por un camino muy diferente y con un resultado distinto al solicitado. En principio, la oración nos acerca a Dios, nos influye confianza y serenidad ante cualquiera que sea la realidad final. La oración es una fuente de poder moral y espiritual tanto para el que ora como para quien por medio de la oración intercedemos. Pero la “intervención” de Dios no radica en que hará aquello que le pedimos, sino en que estará a nuestro lado para facultarnos en la superación de la contingencia a la que nos enfrenta la vida, cualquiera que esta sea. Dios no está ausente –porque no puede ausentarse de su propia realidad–, él está siempre en y con nosotros… ¡como estuvo con Jesús en la cruz! La tozudez de lo cotidiano nos muestra a un Dios muy diferente del “todopoderoso” que pensamos “en el cielo”. Este dios del cielo es el dios mítico, no el Dios que estuvo con Jesús en la cruz. Por ello, ¿a qué llamamos Dios?

¿Un problema hermenéutico?

Los autores de la Biblia nos muestran una imagen de Dios según la cosmovisión que tenían del mundo y de la realidad. “Desde el punto de vista de la cultura y del contexto, los autores y su público tenían una cosmovisión muy distinta a la nuestra: un trasfondo diferente, conocimientos diferentes, diferentes supuestos sobre la realidad… Consecuentemente, el esfuerzo por comprender ese trasfondo cultural y las perspectivas de los autores… puede ser de gran ayuda, y ha de ser una preocupación importante”.[4] Esta afirmación de Brown referida al Nuevo Testamento es válida para toda la Biblia. Al leer la Biblia (mejor, al estudiarla) no se pueden dejar de lado las Críticas [textual, histórica, de las fuentes, de las formas, de la redacción, narrativa, retórica, social…], porque ellas en su conjunto nos permiten aproximarnos al sentido y al valor del texto y al propósito de su autor, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento”.

En la época de los autores de la Biblia se creía que todas las realidades, tanto cotidianas como trascendentes, estaban influenciadas y dirigidas bien por las fuerzas del cielo o por las fuerzas del inframundo; o sea, por Dios o por el Diablo. No había medias tintas. Las deformidades físicas, la ceguera, la lepra, la locura, etc. eran causadas por espíritus demoniacos, o como consecuencia de algún pecado personal o heredado que se retrotraía a generaciones pasadas (Éxodo 20:5). De ahí que la mayoría de los milagros de Jesús tengan que ver con la liberación de dichos demonios, a quienes atribuían la causa de las enfermedades que la gente sufría. (Mat. 8:28 sig.; 9:32; 10:8; 17:14 sig.; etc.).

Pero hoy conocemos las causas y el origen de las enfermedades y los defectos congénitos. No hay demonios que las causen ni pecados que las originen. Tampoco son castigos de Dios. Obviamente sabemos que algunas patologías pueden tener un origen psicológico (el ser humano es una unidad, cuerpo/mente); pero todo se circunscribe a la naturaleza misma de las cosas.

¿Hacia un Dios no placebo?

Hacer el camino de la vida indagando acerca de este Dios, sin atribuirle la autoría de ninguna clase de mal, pero entendiendo que no es su misión estar interviniendo puntualmente ante los males, sean cuales sean, nos hace madurar y ser creyentes adultos. Esta madurez nos permite comenzar y terminar el camino buscando la solución a los problemas de la vida por nosotros mismos, en la compañía de quienes hacen la misma senda, en un diálogo de búsqueda, de compresión del otro, de compasión y empatía, reconociéndonos compañeros del mismo y único destino porque uno y único es Dios, lo que quiera que ello sea. Lo demás, todo lo demás, que proferimos desde nuestros púlpitos, es autocomplacencia para complacer al público que nos escucha. Porque, ¿con qué autoridad podemos nosotros prometer que Dios va a sanar cualquier enfermedad, resolver cualquier problema, solucionar cualquier vicisitud de la vida de alguien, a menos que nosotros y los interpelados nos pongamos manos a la obra? Esa prédica de autocomplacencia para complacer no tiene nada que ver con ninguna clase de “edificación”. A menos que entendamos por “edificar” mantener al público en la ignorancia y el aborregamiento, manteniendo su fe a base de placebos espirituales.

Lo que nos ocurre diariamente, tanto si es malo como si es bueno, ocurre sin que intervenga Dios. Ocurrirá de todas formas. Si estamos expuestos a contagios por virus enfermaremos sin que Dios lo evite. Las “bendiciones” que recibamos dependerán de en qué lugar del planeta nazcamos o vivamos, sin que Dios tenga nada que ver. Entender y asumir esta tozudez de la realidad es un paso hacia la reconciliación con el Dios siempre presente pero no intervencionista. Obviamente, un Dios que no interviene origina muchas preguntas relacionadas con la fe. Pero no son menos las interrogantes que levantan un Dios intervencionista. En cualquier caso, la soberanía de Dios debe ser cualquier cosa excepto aquello que le convierte en un monstruo.

¿Un Dios en y con nosotros?

La respuesta más aséptica y coherente con la aparente inacción de Dios ante los males, tanto los originados por el ser humano como los causados por la naturaleza, es el silencio. Nuestro silencio. Por ello necesitamos preguntarnos “a qué llamamos Dios”. Estas consideraciones que estamos planteando aquí no son argumentos de “incrédulos” o “escépticos”, son también reflexiones de “creyentes”. Es desde la fe que planteamos estas reflexiones. Reflexiones legítimas, lógicas, pertinentes, razonables y necesarias. Se trata de ahondar en la imagen de Dios que tenían los autores de la Biblia según la cosmovisión del mundo y de la realidad desde la que escribieron y hablaron de Dios.

La tozuda cotidianidad nos invita a considerar un cambio de la imagen que tenemos de Dios, y verle a la luz de la debilidad de la cruz y de la persona de Jesús, que aceptó su amarga realidad con un “Hágase tu voluntad”. El Dios que se revela en la persona de Jesús de Nazaret es un Dios débil con los débiles, necesitado con los necesitados, muerto en la cruz con los crucificados… Pero, a la vez, en Jesús percibimos al Dios que nos interpela ante las injusticias de este mundo, que necesita de nuestra acción, que nos ruega que actuemos porque él no va a actuar. Jesús fue el testigo fiel que Dios necesitaba para anunciar el Reino. Hoy sigue necesitando el testimonio de fieles seguidores de Jesús.

Emilio Lospitao

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Notas:
[1] Máximo García, “Los sueños, ¿canal de revelación?”- Lupa Protestante.
[2] Andrés Torres Queiruga, “Repensar la resurrección”, Trotta 2003.
[3] O. cit.
[4] Raymon E. Brown, “Introducción al Nuevo Testamento”.Vol. I. Trotta. 2002.

Imágenes míticas de Dios


En la nueva mentalidad, un Dios separado lleva necesariamente, o bien al deísmo puro y duro del «dios arquitecto o relojero», que se desentiende de su creación, o bien a una especie de deísmo intervencionista, es decir, a la imagen de un Dios que mora en el cielo, donde no está totalmente pasivo, puesto que interviene de vez en cuando, pero al que, por eso, hay que tratar de acercarse mediante el rito, el recuerdo o la invocación, e intentar mover o convencer mediante la petición, la ofrenda o el sacrificio.

(Andrés T. Queiruga – Fin del cristianismo premoderno)

En la Biblia encontramos muchas y muy diferentes imágenes de Dios. La imagen a la que tiende la nueva teología, a partir de aquella que presenta el Jesús de los Evangelios, es la de un Dios que crea por amor, y por amor redime y sustenta su creación. Un Dios que, “aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo, él me recogerá” (Sal. 27:10); que sus misericordias son nuevas cada mañana (Lamentaciones 3:22-23); que como la gallina cobija a sus polluelos, así Dios está –ha estado– siempre queriéndonos proteger, en el decir de Jesús (Mateo 23:27); y como el padre de la parábola del hijo pródigo, Dios está siempre mirando el camino por donde habremos de regresar de vuelta a casa, sin palabras de reproche y sin juicios. Esta debe de ser la imagen más auténtica, más genuina del Dios creador, sin olvidar nunca que es un lenguaje antropomórfico. No obstante de este lenguaje simbólico, se colige de ello que, según Jesús, Dios apuesta incondicionalmente por sus criaturas, por todas sus criaturas, sean de oriente o de occidente, del norte o del sur, no importa a cual educación religiosa o cultura pertenezca, porque todas las almas son suyas. Esta es también la imagen de Dios que tenía el autor del libro de Jonás, que fue una obra crítica y teológica que cuestionaba el etnocentrismo judío en los días del escritor (Jonás no fue una persona histórica):“¿no tendré yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad donde hay más de ciento veinte mil personas que no saben discernir entre su mano derecha y su mano izquierda, y muchos animales?” (Jonás 4:11). Una apuesta incondicional de Dios no en razón de las peticiones de unos creyentes particulares, y solo para estos creyentes, sino para toda su creación, sin acepción de personas, por su libérrima bondad, pues este Dios de Jesús “hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45). Y todo esto sin que se lo pidamos, porque apostar por su creación es su naturaleza.

Un dios problemático

Dicho lo anterior, hay que decir también que encontramos, muchas veces, imágenes de un dios inaceptable, arbitrario, injusto… en la Escritura. ¡Son imágenes míticas!

El biblicismo (literalismo bíblico), por su propia idiosincrasia teológica, tiene dificultad para reconocer que la Biblia albergue alguna imagen mítica de Dios. Por ello, cuando las acciones de este Dios no se corresponden con algunos de sus atributos (bondad, justicia, imparcialidad…), como es matar sin distinción a todos los primogénitos de un país (Egipto – Éxodo 12); asesinar a los niños, las mujeres y los ancianos en los genocidios llevados a cabo durante la conquista de la “tierra prometida” (Josué 6-12), etc., se suele aludir a algo tan recurrente e inaudito como que “Dios tiene un plan que nosotros ahora no conocemos”. Esto en el mejor de los casos, en otros se objetará que ¿quiénes somos nosotros para juzgar a Dios, que es soberano? Esta era la salida del apóstol Pablo cuando argumentaba sobre la soberanía de Dios en el sentido de la “elección” en el problemático capítulo 9 de Romanos. Pero un “plan” que empieza por el sufrimiento y la muerte deliberada de tantos inocentes no puede ser un plan de un Dios bueno, justo e imparcial. Porque dicho sufrimiento y muerte no es accidental, o natural, sino el resultado de un “mandato suyo” o de una acción deliberadamente “divina”. Un Dios que nos impone en sus mandamientos un código ético no puede él mismo actuar al margen y en contra de la ética de ese código. Su soberanía no justifica nada que pueda cuestionar su justicia y su imparcialidad. Las acciones arbitrarias e injustas antes citadas solo encuentran un parangón en los dioses de las mitologías. Por ello, esta imagen de Dios es mítica, le guste o no al biblicismo. Es más, aunque otorguemos a estos textos un carácter mítico, Dios no queda a salvo de la arbitrariedad y la parcialidad, porque esa imagen mítica le está representando, luego habrá que hacer otra lectura de tales textos además de revisar el concepto de “inspiración” que le atribuimos.

El problema

¿Por qué resulta difícil de aceptar que la Biblia tenga imágenes míticas y legendarias de Dios? Entre otras, por dos muy simples: ¡porque necesitamos imágenes antropomórficas de Dios, y porque en el lenguaje hemos naturalizado y socializado el imaginario mítico del mundo y del cosmos! Una vez naturalizado este imaginario mítico del mundo y del cosmos, y asumido el antropomorfismo divino, ya no percibimos que la imagen que tenemos de Dios sea también mítica. En este imaginario religioso, precientífico, seguimos concibiendo a un Dios “afuera”, por encima del cielo, pero que interviene de vez en cuando en este mundo. Seguimos hablando, por ejemplo, de “ir al cielo”, “está en el cielo”, etc. Y ese “cielo” se corresponde con el piso de “arriba” del huevo cósmico mítico de las tres moradas (el cielo, la tierra y el inframundo). En la figura de este huevo cósmico el cielo está “arriba”, y la línea que une ese cielo con la tierra tiene una y única dirección vertical, porque desde aquel paradigma precientífico y mítico se concebía la Tierra como un disco plano. Por ello, tanto el imaginario religioso acerca del “cielo” como el imaginario religioso sobre el Dios que “lo habita”, son imágenes míticas. Dios, lo que quiera que sea, no habita en ningún cielo –¡que lo limitaría!– porque tal cielo no existe: ¡es mítico! El lenguaje antropomórfico que los autores de la Biblia usan para referirse a Dios es simbólico y mítico (¡porque no hay otra forma de hablar de Él!).

El Dios que mata a todos los primogénitos de un país por culpa de su gobernante (Éxodo 12); que ordena a un padre que sacrifique a su hijo para probar su obediencia (Abraham-Isaac – Génesis 22); que aniquila a un centenar de personas con “fuego del cielo” para legitimar la identidad de su profeta (Elías y Ococías – 2Reyes 1); que ordena matar a niños, mujeres y ancianos para otorgar su latifundio al “pueblo elegido” (Josué 6-12); que permite la ruina material y moral de una familia simplemente para probar la fidelidad que el patriarca le profesa (Job); y un largo etcétera, es más propio de los dioses de las mitologías, que eran arbitrarios, crueles e injustos. La imagen de Dios que mostró Jesús de Nazaret es muy diferente de la imagen de este dios, que es mítica y legendaria. El lector cristiano nos objetará diciendo: ¡Pero todo eso está en la Biblia, que es inspirada e inerrante!

El conocimiento que tenemos del mundo y de la realidad interpela a la Biblia

En efecto, dichos relatos están en la Biblia. Pero el hecho de que estén en la Biblia no significa que sean ni siquiera históricos. Son relatos escritos varios siglos después en un contexto político y social adecuado y con un propósito específico, lejos de la historia científica moderna. La importancia de las historias que los autores narran no radica en su historicidad y veracidad, sino en su valor pedagógico y catequético dirigido a un pueblo que está cuestionando su historia y su identidad, sobre todo después de haber sufrido una gran derrota militar a manos de un país enemigo y apoyado por un dios extranjero, además de un largo cautiverio. La naturaleza de los relatos en sí, su estilo, la apelación al sentido mítico, la despreocupación por la coherencia literaria, nos llevan a la conclusión de que debemos leerlos desde categorías diferentes a la que corresponde a la literatura moderna. Las plagas que relata el autor del libro de Éxodo es un ejemplo. ¿No es significativo que los sacerdotes egipcios emulen los portentosos milagros que ejecuta Moisés por el poder de Dios? [“Y los hechiceros de Egipto hicieron lo mismo con sus encantamientos; y el corazón de Faraón se endureció, y no los escuchó; como Jehová lo había dicho” – Éxodo 7:22]. ¿Y cómo es posible que después de haber matado a todos los animales de los egipcios en la quinta plaga (Éxodo 9:3-6), aún queden animales egipcios que puedan morir en la séptima (Éxodo 9:17-19)? Obviamente, estas peripecias que relata el libro de Éxodo no sucedieron como las cuenta, aunque contenga secuelas históricas. Pero el relato más controvertido es el de la última plaga, la de la muerte de los primogénitos. La importancia del relato de esta décima plaga parece radicar en su significación fundante, es decir, para explicar la fiesta de la Pascua, coincidente con una fiesta agrícola cananea. [1] ¿Pero cómo catalogar esta plaga en la cual Dios mata a todos los primogénitos de un país, incluidos los primogénitos de los animales, por culpa del soberano que lo gobierna? [“Y aconteció que a la media noche Jehová hirió a todo primogénito en la tierra de Egipto, desde el primogénito de Faraón que se sentaba sobre su trono hasta el primogénito del cautivo que estaba en la cárcel, y todo primogénito de los animales” – Éxodo 12:29].

Estos relatos bíblicos aludidos (¡son muchísimos más!), que exhiben una imagen legendaria de Dios, nos abocan a hacer una seria y profunda reflexión acerca de la naturaleza literaria de la Biblia en su totalidad y, de paso, un análisis de la fundamentación religiosa donde está arraigada la teología de la Biblia. Porque dicha teología está basada sobre esas imágenes míticas de Dios. Por ello, el literalismo es teológicamente tóxico porque tergiversa aquella otra imagen de Dios de la que fue portador Jesús de Nazaret (que debe ser la piedra filosofal de cualquier exégesis bíblica). Jesús tomó distancia de esas imágenes míticas y legendarias de los relatos bíblicos (la petición de enviar “fuego del cielo” – Luc. 9:51-56 y el intento de lapidar a la mujer acusada de adulterio – Juan 8:1-11, son dos botones de muestra). Y se hubiera alejado también de algunas imágenes de Dios existentes en las escrituras cristianas. El relato del juicio sumarísimo de Ananías y Safira – Hechos 5:1-11, por ejemplo. Este suceso no se corresponde con la actitud del Nazareno.

Por eso, cuando se revisa sobre qué imagen de Dios se fundamenta la teología bíblica (literalista), caemos en la cuenta de que un nuevo cristianismo es posible.[2] La Biblia como tal (conjunto de libros narrativos con estilos diferentes) cuenta con su propia historia en el tiempo. El desarrollo teológico que hallamos en la Biblia no bajó del cielo (aunque aceptemos la “inspiración”), ni se desarrolló al margen de su propio paradigma histórico, cultural y religioso, sino que dicho paradigma condicionó su teología; luego es posible y legítimo explorar nuevas proposiciones teológicas y hermenéuticas. Algunos teólogos y biblistas (citados algunos en nota a pie de página) están convencidos de que esta reflexión no solo es posible, sino una necesidad llevarla a cabo en el cristianismo del siglo XXI.

Emilio Lospitao

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[1] Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, Vol. II. Lothar Coenen-Erich Beyreuther-Hans Bietenhard. Sígueme. 3ªEdición. Fiestas.

[2] Entre otros títulos y autores: “Un nuevo cristianismo es posible”, Roger Lenaers. “Fin del cristianismo premoderno”, Andrés T. Queiruga. “Un nuevo cristianismo para un mundo nuevo”, John Shelby Spong. “Repensar la cristología”, Andrés T. Queiruga. “Sincero para con Dios”, John A.T. Robinson. Etc.

El cielo de la Biblia


En este “Caer en la cuenta…” queremos llamar la atención sobre el “cielo” de la Biblia. En el vocabulario religioso son típicas las expresiones “en el cielo”, “ir al cielo”, “está en el cielo”, “subió al cielo”, etc. Ciertamente es un lenguaje que también usaron los escritores de la Biblia, solo que ellos lo usaron desde una cosmovisión muy diferente a la nuestra. La cosmología y la cosmogonia de los hagiógrafos se correspondían a las de su época, las que compartían todos, así que todos se entendían bien. El cristianismo no se ha reconciliado con la ciencia moderna en el vocabulario ni ha dado un paso hacia adelante en la teología. Seguimos usando los conceptos y los términos precientíficos y míticos de la antigüedad.

En este breve artículo queremos hacer “caer en la cuenta” de cuáles son las raíces del vocabulario teológico y religioso que usamos en los sermones, en las oraciones y la conversación piadosa. Nuestro propósito es puramente hermenéutico, es decir, no pretendemos desacreditar la Biblia como tal. Sus relatos tienen un contexto y este contexto debe servir para una lectura adecuada sin subvertir el propósito último, que es religioso y teológico.

Por ejemplo, y para empezar, cualquiera que tenga una formación cultural elemental puede percibir en la lectura de la Biblia que su cosmología es geocéntrica (el Sol gira alrededor de la Tierra), y que su cosmogonía se corresponde con el mítico huevo cósmico con tres plantas: Arriba, el cielo; en el medio, la tierra (plana); y abajo, el inframundo, el Seol o el Hades bíblico (Fig.1). Y si, además, ha leído algo sobre mitología observará que el “cielo”, “la tierra” y el “inframundo” son los lugares naturales de los dioses, los héroes y los titanes. Pues bien, cuando leemos la Biblia no es difícil caer en la cuenta de que su cosmogonía evoca estos lugares míticos. Esto es así porque los autores de la Biblia compartían la misma cosmovisión el mundo simbólico de las demás civilizaciones (que no habían tenido ninguna “revelación” divina).

1. La cosmología bíblica

Los escritores de la Biblia concebían que la Tierra era el centro del mundo, que para ellos era nuestro sistema solar (un universo compuesto por millones de galaxias es una idea reciente), y que los cuerpos celestes, incluido el Sol, giraban alrededor de ella. Lo concebían así por la sencilla razón de que así lo percibían, y es así como lo percibimos nosotros también. La expresión “sale el sol” procede de esa “percepción”: nos parece que el sol “sale” por el oriente y se “oculta” por el occidente (a esto se denomina “geocentrismo”). De ahí las poéticas declaraciones del salmista: “Y éste [el Sol], como esposo que sale de su tálamo, se alegra cual gigante para correr el camino. De un extremo de los cielos es su salida, y su curso hasta el término de ellos” (Sal 19:6). La alocución del Predicador es del mismo tono: “Sale el sol, y se pone el sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta” (Eclesiastés 1:5). En un lenguaje legendario, el autor del libro de Josué narra un apoteósico acontecimiento que se llevó a cabo durante una encarnizada batalla; dice así: “Entonces Josué habló a Jehová el día en que Jehová entregó al amorreo delante de los hijos de Israel, y dijo en presencia de los israelitas: Sol, detente en Gabaón;
y tú, luna, en el valle de Ajalón. Y el sol se detuvo y la luna se paró, hasta que la gente se hubo vengado de sus enemigos”. (Josué 10:12-13). Y más contundente es la narrativa del libro de Isaías: “He aquí yo haré volver la sombra por los grados que ha descendido con el sol, en el reloj de Acaz, diez grados atrás. Y volvió el sol diez grados atrás, por los cuales había ya descendido”.(Is 38:7-8).

Hasta el siglo XVI así era cómo entendíamos que funcionaba nuestro sistema solar. Por ello pareció inaudita la afirmación copernicana de un sistema heliocéntrico, o sea, que no era el Sol el que se movía, sino la Tierra… ¡aunque no se perciba! Cualquier texto bíblico en el que se quiera ver anticipadamente una idea moderna del cosmos es una extrapolación anacrónica.

¡El lenguaje de la Biblia es geocéntrico, pero nuestro sistema solar es heliocéntrico! ¡Qué le vamos a hacer!

2. La cosmogonía bíblica

En los mitos cosmogónicos existe un común denominador conceptual: conciben y representan el universo en forma de un huevo cósmico con tres plantas (Fig. 1): Arriba, el cielo; en el medio, la tierra (plana); y abajo, el inframundo, el Seol y Hades bíblico.
Los escritores sagrados, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento –igual que sus coetáneos– concebían el mundo con estas tres moradas:

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Fig. 1

a) El Cielo, la morada celestial

Uno de los muchos textos míticos paradigmáticos del Antiguo Testamento se encuentra en los capítulos 1 y 2 del libro de Job. Esta “morada celestial”, tanto en los mitos como en el imaginario bíblico, es un lugar físico. Al Acusador (el Satán), que aún no ha adquirido ese atributo maléfico de textos posteriores (Luigi Schiavo, La invención del Diablo, cuando el otro es problema) se le permite que “descienda” a la Tierra para poner a prueba a Job. El relato de Job está escenificado desde la cosmovisión del huevo cósmico, donde el Cielo está en la parte superior.

En el imaginario de la Biblia el cielo cuenta con su lenguaje simbólico propio: “arriba”, “subir”… El autor del libro de Job pone en labios del protagonista (las cursivas nuestras): “Sea aquel día sombrío, y no cuide de él Dios desde arriba, ni claridad sobre él resplandezca… ¿No está Dios en la altura de los cielos?… Porque ¿qué galardón me daría de arriba Dios, y qué heredad el Omnipotente desde las alturas?” (Job 3:4; 22:12; 31:2). El autor del libro de Eclesiastés exclama: “¿Quién sabe que el espíritu de los hijos de los hombres sube arriba, y que el espíritu del animal desciende abajo a la tierra? (Eclesiastés 3:21).

Los autores del Nuevo Testamento siguen esta misma cosmovisión. Eufemísticamente se refiere al cielo con la siguiente expresión acerca de la glorificación de Jesús después de resucitado: “Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lucas 9:51). Y el mismo autor dice: “Aconteció que bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo” (Lucas 24:51). El apóstol Pablo, desde esta cosmogonía mítica, jerarquiza diferentes estratos celestiales al hablar de su experiencia extática: “Conozco a un hombre en Cristo, que hace catorce años… fue arrebatado hasta el tercer cielo” (2 Cor. 12:2). En la cosmogonía asirio-babilónica contaban siete cielos.

Esta idea mítica de un cielo “donde está Dios” está presente no solo en el lenguaje simbólico, sino en relatos legendarios y épicos de la Biblia. Dos ejemplos con este trasfondo mítico son el arrebatamiento del profeta Elías “a los cielos” en un carro con caballos de fuego (2Reyes 2:9-11) y Enoc, que fue llevado al cielo sin experimentar la muerte (Génesis 5:24; Hebreos 11:5). “En la historia secular, Alejandro Magno, como se lo puede ver en el muro exterior de San Marcos en Venecia, es llevado a los cielos por hipogrifos alados; Rómulo, el legendario fundador de Roma, fue llevado al cielo durante una tormenta, según la antigua mitología romana. Hoy día, la idea de que estas mitologías correspondan aunque sea un poco a la realidad, se ha disuelto con ellas.” (Roger Lenaers, 2008).

b) El Hades, el lugar los muertos

Al igual que de la morada celestial, “donde está Dios”, la Biblia habla de otro lugar misterioso, el Inframundo, el lugar de los muertos, conforme a la cosmogonía mítica de las tres moradas, que se corresponde con el Hades griego o el Seol hebreo bíblicos. Inframundo es un término general que se emplea para describir a los distintos reinos de la mitología griega, que se creía que estaba situado debajo de la tierra y era la morada de los muertos. La descripción más antigua del inframundo se encuentra en la Iliada y la Odisea de Homero (VIII a.C.). Pero el inframundo (Hades/Seol), como concepto, siempre se ubica en el subsuelo, opuesto a lo de arriba, que es la morada de Dios.

Las referencias a este inframundo son numerosas en la Biblia, siempre en el lenguaje simbólico, que es la manera como se refieren a él. Debemos tener en cuenta que lo “trascendente” (el Cielo, el Hades o Seol, el Infierno…) se refieren siempre desde el lenguaje mítico o simbólico, contrario a lo tangible del hábitat terrestre, para el que se suele usar el lenguaje histórico (épico o legendario). El autor del libro de Job se refiere al inframundo con estas imágenes: “Como la nube se desvanece y se va, así el que desciende al Seol no subirá… es más alta que los cielos, ¿qué harás? Es más profunda que el Seol, ¿cómo la conocerás?” (Job 7:9; 11:8). Igualmente hace el salmista: “Como a rebaños que son conducidos al Seol, la muerte los pastoreará… “Porque tu misericordia es grande para conmigo, y has librado mi alma de las profundidades del Seol” (Salmos 49:14; 86:13).

c) La Tierra plana

Además, la cosmovisión de los autores de la Biblia se corresponde con la de una Tierra plana. No solo porque esa era la cosmovisión de sus coetáneos, que es de pura lógica, sino porque así se desprende de sus relatos.

Si bien desde el siglo V a.C. algunos filósofos griegos (Hesiodo, Zenón, Aristóteles…) anunciaban la posibilidad de que la Tierra fuera esférica, no obstante, la idea que predominaba entre el vulgo era la de una Tierra plana. De hecho, la esfericidad de la Tierra fue tomando carta de naturaleza muy lentamente. Entre el clero cristiano de los primeros siglos la aceptación de una Tierra esférica no era generalizada. Cosmas Indicopleustes, marino griego que se hizo monje nestoriano, escribió un libro sobre el año 550 llamado “Topografía cristiana”[1]. En él afirma que la Tierra es plana, y desacredita la teoría de la Tierra esférica por ser “una enseñanza pagana” (griega). La cuestión es que la idea de la esfericidad de la Tierra seguía siendo una abominación para muchos cristianos de los primeros siglos, y aunque algunos la admitían, no obstante, no se atrevían a aceptar la posibilidad de que hubiera habitantes en el otro extremo de la esfera terrestre, los antípodas (¿cómo iban a vivir con la cabeza para abajo?). Pero, simultáneamente, autores de la talla de Basilio el Grande (330-379), San Ambrosio (340-397) o San Agustín de Hipona (354-430) aceptaban la esfericidad terráquea.

Cosmovisión bíblica de la Tierra plana

En general, los escritores de la Biblia “tenían una idea funcional de la tierra: se la imaginaban como un gran disco plano, cuya redondez limitaba en el horizonte”[2]. Es decir, la cosmovisión de los israelitas era la misma que la de sus coetáneos. Se acomodaron a la creencia general conforme a las apariencias externas.

Algunos textos que avalan la Tierra plana

Él está sentado sobre el círculo de la tierra…” (Isaías 40:22 – VRV60).

Otras versiones: “Dios habita en el orbe de la tierra… despliega el cielo como un toldo” (BTI). “Él está sentado sobre el círculo de la tierra… El tiende los cielos como un toldo” (Nácar-Colunga). “El que se sienta sobre el círculo de la tierra… el que extendió como toldo el cielo y lo desplegó” (Biblia del Peregrino).

En primer lugar, estas Versiones no hablan de “esfera”, sino de “círculo” u “orbe terrestre”. Círculo quizás exprese mejor la cosmovisión de la época. El círculo es la percepción que se tiene del entorno terrestre observado desde un lugar alto, como puede ser la cima de un monte. El horizonte que un observador divisa desde la cima de una montaña es equidistante del lugar de observación, y se percibe como un círculo plano, aunque ondulado por las colinas y las montañas más bajas que la del punto donde se encuentra el observador. Este es el imaginario cosmológico del profeta.

Al que extendió la tierra sobre las aguas” (Salmos 136:6). “Pusiste la Tierra sobre sus bases para que ya nunca se mueva de su lugar” (Sal 104, 5). “…Dios la afirmó para que no se mueva jamás” (Sal 93:1).

El salmista, por su lado, habla del reposo de la tierra sobre las aguas y de su inmovilidad. “Dios la afirmó –la hizo estática– y no se moverá jamás”. En el último texto está implícito además el sistema geocéntrico: una tierra inmóvil sobre la que gira el Sol.

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Fig. 2

Crecía el árbol, y se hacía fuerte, y su copa llegaba hasta el cielo, y se le alcanzaba a ver desde todos los confines de la tierra” (Daniel 4:11). “Otra vez le llevó el diablo a un monte muy alto, y le mostró todos los reinos del mundo” (Mateo 4:8).

Tanto en el relato del sueño que interpreta Daniel, como en el relato de Mateo (tentación de Jesús), se fundamentan sobre el concepto de una Tierra plana (Fig. 2): en ambos textos está presente el factor “altura”. Es precisamente la altura que tiene el árbol lo que permite que sea “visto” desde “todos” los confines de la tierra, y es la altura del monte lo que permite mostrarle a Jesús “todos” los reinos del mundo.

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Fig. 3

En una Tierra esférica (Fig. 3), por muy alto que sea un monte nunca podríamos ver lo que hay en los antípodas (el otro lado del globo terráqueo), ni podríamos ser visto por los observadores que viven en el otro hemisferio terrestre.

¿No deberíamos caer en la cuenta de que la Biblia en general no pretende hablarnos de “realidades científicas celestiales”, sino de verdades religiosas y teológicas?

Emilio Lospitao