Las 12 tesis de J. S. Spong #2

TESIS 2
Dado que Dios ya no puede concebirse en términos teístas, no tiene sentido tratar de entender a Jesús como “la encarnación de una divinidad teísta”. Los conceptos tradicionales de la Cristología están, por tanto, en bancarrota.


TESIS 2

Dado que Dios ya no puede concebirse en términos teístas, no tiene sentido tratar de entender a Jesús como “la encarnación de una divinidad teísta”. Los conceptos tradicionales de la Cristología están, por tanto, en bancarrota.

El cristianismo nació de una experiencia de Dios asociada a la vida de un judío del siglo I llamado Jesús de Nazaret. Cuáles fueron las dimensiones precisas de aquella experiencia es algo difícil de decir. Los evangelios se escribieron entre 40 y 70 años después de que se condenase a muerte a este hombre, así que no sabemos cómo articularon realmente esa experiencia aquellos que fueron sus primeros discípulos en la primera generación de la historia cristiana. La mayoría de ellos había muerto antes de que se escribiesen los evangelios. Hasta donde sabemos, los primeros discípulos estaban bastante convencidos de que todo lo que habían pensado siempre sobre Dios lo habían experimentado presente en la vida de Jesús. Ese fue el núcleo del mensaje y así es como comenzó el cristianismo. Parece que al principio los seguidores de Jesús se limitaban a proclamar el núcleo de su experiencia: “Dios estaba en Cristo”. Esto es todo lo que el Apóstol Pablo dijo al principio de su vida cristiana (2 Cor 5,19). Se contentaba simplemente con proclamar su experiencia, no tenía necesidad de explicarla. Creía que de algún modo, en Jesús, había visto la presencia de lo santo. Así, al escribir a los corintios, en torno al año 54, simplemente dijo: “Dios estaba en Cristo”. Después, sin embargo, alrededor del año 56 o 58, cuando Pablo escribía a los romanos (una comunidad de cristianos en la que no había estado y para la cual era un desconocido), sintió la necesidad de explicar lo que quería decir al afirmar que había encontrado a Dios en la vida de Jesús. Así, en la Epístola a los Romanos, sugirió que en la resurrección Dios había elevado al humano Jesús hasta hacerlo Dios (Rm 1,1-4). Según los esquemas posteriores, esta era una extraña explicación. Con el tiempo, sería una herejía: el adopcionismo; pero era ahí a donde había llegado el pensamiento sobre la naturaleza divina de Jesús a mediados y finales de los años cincuenta del siglo I.

El problema era el que ya hemos apuntado. La mente humana sólo podía concebir a Dios en términos teístas. El teísmo es una concepción a la que se llega magnificando las cualidades de los humanos. Dios era un ser exterior con poder sobrenatural. Si esa era la definición vigente de Dios, entonces la cuestión era: ¿cómo había entrado este Dios externo en la vida de Jesús para que la gente lo experimentase presente en ella? Esta era la cuestión que sentían que debían responder, y las respuestas, a medida que se desarrollaban, empezaron a configurar el cristianismo de nuevas maneras, según pasaban los años.

Cuando Marcos, el primer Evangelio, se escribió en torno al año 72, se introdujo en las mentes de los seguidores de Jesús una nueva explicación de cómo él y Dios estaban conectados. En el primer capítulo, Jesús, adulto y plenamente humano, es llevado al río Jordán para que lo bautice uno llamado Juan el Bautista. En su relato del bautismo, Marcos dijo que los cielos –el reino de Dios– se abrieron. Se concebía en aquellos días el Universo como una superficie cubierta por una cúpula gigantesca. El cielo era el tejado que separaba el reino de Dios del de los humanos; el techo de la tierra era el suelo del cielo. Así, un agujero apareció en el techo y el Dios que vivía encima simplemente derramó el Espíritu Santo sobre el humano Jesús. Tal como lo registra Marcos, eso es lo que significaba el bautismo de Jesús. No era un espíritu que estuviese de paso, sino que habría de permanecer en él para siempre, un espíritu que, en última instancia, redefiniría su humanidad. Marcos dijo que, en ese momento, la voz de Dios proclamó desde el cielo que Jesús era su hijo, el hijo en el que tenía puesta su complacencia. El estudio de la escritura revela que las palabras que Dios pronunció esta vez, en el Evangelio de Marcos, no eran originales. Se encuentran en el Salterio (Sal 2,7) y en el libro de Isaías (Is 42,1). Sin embargo, el significado era ahora que la presencia de Dios se había enviado para habitar en Jesús y en verdad, en la experiencia de los discípulos, este espíritu lo marcó de modo que fue ya diferente. Se empezó a pensar en él como en un ser humano lleno de Dios. En ese estadio se encontraba la comprensión cristiana de Jesús en los años 70 del siglo I.

Este proceso de explicación avanzó en la novena y la décima décadas, cuando se escribieron los evangelios que llamamos Mateo (en torno al año 85) y Lucas (89-93). En estos dos evangelios, se pensaba en Jesús, no sólo como en un ser humano infundido de Dios, sino como una presencia de Dios que habitaba en su forma humana. El momento en el que se dijo que el Dios teísta se había unido a Jesús se fue desplazando hacia atrás, desde la resurrección, que es cuando Dios adopta a Jesús según Pablo, primero hasta el bautismo, que es cuando Dios entró en Jesús según Marcos, y luego hasta su concepción, que es cuando Dios actuó como agente masculino que da la vida a Jesús según Mateo y Lucas. Fue entonces cuando la tradición del nacimiento virginal se incorporó al relato cristiano. Fue una adición de mediados o finales de la novena década a este relato de fe que estaba desarrollándose. En el pensamiento cristiano, el Espíritu Santo pasó a pensarse como si fuese el padre biológico de Jesús. Ahora, su humanidad estaba ya permanentemente comprometida. ¡No se puede tener por padre al Espíritu Santo y aun así ser plenamente humano!

Con ser tan importante ese cambio, no sería, sin embargo, el punto final de este desarrollo cristológico. Cuando se completó el cuarto Evangelio, hacia el final de los años 90 de la era cristiana (años 95-100), se dijo de Jesús que él ya había formado parte de Dios; Él era “la Palabra” de Dios que estaba con Dios desde el principio de la creación. La Palabra de Dios “se hizo carne” en la persona de Jesús. Juan estaba afirmando que el Dios teísta que está por encima del cielo había asumido forma humana en Jesús y que en él habitaba Dios entre nosotros. Jesús era ya completamente entendido como la encarnación del Dios que habita por encima del cielo. Se habían puesto así las bases, tanto de la doctrina de la Encarnación como de la de la Santísima Trinidad. Los credos de Nicea y las doctrinas y dogmas que siguieron a aquellos credos pretenden aún poder definir a Dios. Posteriormente, esta interpretación ortodoxa habría de ser impuesta quemando en la hoguera a los que discrepaban.

Sin embargo, si la idea de un Dios por encima del cielo ha llegado a estar en bancarrota, tal como creo que ha sucedido, entonces la idea de que este Dios teísta se encarnó en el Jesús humano está igualmente en bancarrota. Esto significa que esta que es la principal explicación de Jesús en los credos, desarrollada a lo largo de siglos, ya no puede aplicarse hoy. Ahora bien, ¿significa eso que la experiencia que esta explicación pretendía explicar no es real ni válida? No lo creo. Pero sí significa que hay que buscar nuevas palabras que la expliquen. Las antiguas ya no funcionan. Toda explicación es una creación humana. Como tal, toda explicación está atada a un tiempo y tiene el sesgo propio de ese tiempo. Por tanto, ninguna explicación es eterna. Sin embargo, una experiencia que no se explica no puede pasar de unos a otros. Mas una experiencia que se transmite nunca es ya la misma que la original. Las explicaciones apuntan a una verdad intemporal, pero no pueden apresarla.

Entonces, ¿cuál es esa verdad eterna, intemporal, acerca de Jesús, a las que apuntan –tan imperfectamente- nuestras veneradas palabras teológicas? ¿Qué hubo en torno a Jesús que hizo que la gente creyese que había encontrado a Dios en él? Esto es lo que la búsqueda de la verdad nos llama hoy a descubrir. La fe en Jesús como la encarnación de Dios, o como la segunda persona de la Trinidad, nació de una experiencia humana. ¿Cuál fue esa experiencia? No fueron las historias sobre un poder milagroso de Jesús lo que reunió a la gente alrededor de él. Eso vino mucho después de la afirmación de que “Dios estaba en Cristo”. La convicción de que Jesús era la encarnación de Dios no nace de los relatos de su poder milagroso. No podemos encontrar evidencia alguna que asocie milagros a Jesús hasta la octava década de la era cristiana. La afirmación de que en Jesús se ha hallado la presencia de Dios antecede varias décadas a la de su condición de hacedor de milagros. La experiencia de encontrar a Dios en él tampoco se relacionó con la afirmación de que él había tenido un nacimiento virginal milagroso. Esa idea se añadió al relato cristiano en la novena década. Tampoco se vinculó a una interpretación de la resurrección como la “resucitación” de un cuerpo muerto para devolverlo a la vida de este mundo. Esa fue una idea que sobre todo Lucas aportó al cristianismo en la décima década. La experiencia de encontrar a Dios en Jesús precede a todos estos aspectos del desarrollo de la tradición cristiana. La experiencia de hallar a Dios en Jesús tuvo que ser algo original y transformador. Permítanme presentar lo que esa experiencia tiene que ver con las cualidades de la humanidad de Jesús, con la totalidad de su vida, con el poder de su amor para romper ataduras, y con su capacidad para ser, en todo tipo de circunstancias, él mismo de la forma más profunda y auténtica. Quizá la gente vio y experimentó en su vida “la Fuente de la Vida”, en su amor “la Fuente del Amor” y en su ser “el Fundamento del Ser”. Quizá sintieron en él y desde él la llamada a vivir en plenitud, a amar generosamente y a ser todo lo que cada uno podía ser. Quizá con esas experiencias llegaron a entender que se habían encontrado con lo santo en las dimensiones de lo humano. Quizá el problema de las explicaciones teológicas no estaba en la experiencia que trataban de transmitir, sino en los conceptos que determinaron las palabras usadas en las explicaciones de esta nueva realidad. Quizá la experiencia es real y, una vez desechadas las explicaciones anticuadas e irrelevantes, entonces la realidad de esa experiencia pueda proponerse una vez más. ¿Qué realidad fue la que hizo que los seguidores de Jesús desarrollasen doctrinas como la Encarnación y la Trinidad? ¿Cómo describir hoy esa realidad?

Hoy, ¿podemos aún pensar en Jesús como ser divino sin entenderlo como encarnación de una divinidad sobrenatural que vive por encima del cielo? Cuando se formuló la doctrina de la Encarnación, la gente pensaba en términos dualistas. Lo divino y lo humano se oponían. Pero supongamos que lo divino y lo humano no son dos reinos separados, sino una sola realidad continua. Quizá el camino hacia la plenitud e incluso hasta lo divino consiste en hacerse profunda y plenamente humano. Quizá el impulso biológico hacia la supervivencia no es el valor supremo para los humanos, sino que ese valor supremo consiste más bien en trascender la necesidad de sobrevivir y en ser capaz de darse a uno mismo en el amor a otro. Quizá cuando vayamos más allá de los límites de nuestra seguridad tribal, de género, de orientación sexual, raza, credo o estatus, experimentemos una humanidad que no está atada al instinto de supervivencia. Quizá se encuentre a Dios en la libertad de permitir –y, en realidad, aceptar– la responsabilidad de ayudar a los demás a ser aquello que cada uno fue creado para ser, sin imponerles nuestras ideas. Quizá es eso lo que Pablo trataba de decir cuando escribió que “Dios estaba en Cristo”, reconciliando al mundo con Dios y con la unidad de Dios. Interpretada literalmente, la Encarnación no tiene sentido en un mundo cuyo pensamiento ya no es dualista. Pero es infinitamente significativa cuando se la ve, no como explicación, sino como una experiencia.

¿Podemos recuperar este concepto cristiano para el siglo XXI? Creo que sí. Si el cristianismo ha de sobrevivir, creo que debemos. Y el cristianismo podría resultar ser algo mucho más profundo de lo que habíamos imaginado.

¿Predicador o Pastor?


(Escrito originalmente para los líderes de las Iglesias de Cristo del Movimiento de Renovación)

El nombre “Pastor” es característico de las iglesias surgidas de la Reforma protestante para referirse a sus ministros de culto. Esto es debido, quizás, a que el término “sacerdote” de la Iglesia Católica Romana se rescató con un sentido universal para todos los creyentes. El término “Pastor”, como título, se suele usar no sólo entre las iglesias protestantes históricas, sino entre las iglesias evangélicas en general. El Pastor es el ministro de culto oficialmente reconocido por una iglesia local en la mayoría de las denominaciones, aunque en algunas se conserva el título de Obispo.

Sin embargo, “Predicador” es el nombre por el cual, normalmente, se suele conocer a la persona que expone las enseñanzas de la Biblia, bien a través de estudios o disertaciones temáticas (sermones), en las Iglesias de Cristo. En la mayoría de los casos, el “Predicador” es el “ministro de culto” equivalente al “Pastor” de las iglesias aludidas anteriormente. No obstante, se rehúsa el título de “Pastor”, en singular, toda vez que la organización de la Iglesia de Cristo está constituida por una pluralidad de Ancianos. Es decir, en las Iglesias de Cristo no hay un Pastor, sino una pluralidad de Pastores, usualmente llamados “Ancianos” (rara vez Obispos). Aun así, la persona que monopoliza el púlpito, casi institucionalmente, para predicar y enseñar, es el “Predicador”, que no es necesariamente Anciano, aunque puede serlo.

¿Tiene algún fundamento bíblico la figura del “Predicador”, tal como está institucionalizado en las Iglesias de Cristo? ¿Se le puede llamar “Pastor”, si reúne los requisitos y lleva a cabo las funciones propias de éste? ¿Usurpa el título de Pastor el “Predicador” que cumple con los requisitos del Anciano, pero no ha sido designado como tal? ¿Tiene responsabilidades pastorales el “Predicador”? ¿Quién designa o elige al “Predicador” en la iglesia? ¿Qué requisitos debe reunir un candidato para ser reconocido como “Predicador”? ¿Necesita los mismos, más o menos requisitos el “Predicador” que el Anciano para ser designado como tal? ¿Dónde está establecido en el Nuevo Testamento la forma de elegir al “Predicador”? ¿…?

ACLARANDO TÉRMINOS

En el Nuevo Testamento encontramos una variedad de nombres (Anciano, Obispo y Pastor) para referirse a las personas que tienen la responsabilidad de gobernar la iglesia local.

Anciano

El término griego para anciano es “presbíteros”, un adjetivo comparativo que significa “el más viejo”. La elección de personas mayores en edad para dirigir una comunidad, ya fuera ésta grande o pequeña, de carácter sagrado o profano, era usual en todas las culturas de la antigüedad. El Senado de la antigua Roma tenía como precedente este ancestral “consejo de Ancianos”. En Egipto, por ejemplo, existía esta institución (Génesis 50:7), y parece ser que los israelitas imitaron esta costumbre egipcia mientras aun estaban en esclavitud (Éxodo 3:16). Después, constituido como pueblo, mantuvieron esta mínima organización civil de carácter local (Deuteronomio 19:12; 21:2; 25:7). Finalmente, quedaría como norma en número de 70 ancianos con autoridad jurídica, que desembocaría en el histórico Sanedrín (Número 11:16-17; Jueces 8:14).
En la época del Nuevo Testamento, aparte del Sanedrín, la sinagoga estaba gobernada por un consejo de Ancianos a quienes Marcos llama “principales de la sinagoga” (Marcos 5:22). Estos no tenían títulos eclesiásticos, la sinagoga era una institución laica. La iglesia se organizó siguiendo el modelo de la sinagoga: se establecieron Ancianos para su gobierno local (Hechos 14:23). Al comparar la organización de la iglesia apostólica con el precedente judaico de la sinagoga y la organización secular social de su entorno, hallamos una no casual coincidencia. Lo contrario nos hubiera llamado la atención por su singularidad. Al considerar el convencionalismo, aunque atávico y sabio, de este consejo de Ancianos, que la iglesia se apropió para establecer su estructura organizativa, nos preguntamos si esta forma de gobierno “debe ser” la única para la iglesia, independientemente de cualquier circunstancia.

Obispo

El término, literalmente, significa supervisar, mirar, vigilar. Aparte del significado del término griego, la idea está recogida en las palabras de Pablo a los Ancianos de la iglesia de Éfeso: “Por tanto mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos” (Hechos 20:28). Obviamente, estas personas, a las cuales el Apóstol les exhorta y les llama obispos, son las mismas que antes Lucas ha llamado Ancianos (Hechos 20:17). Es decir, los nombres Anciano y Obispo se intercambian. El término Obispo se halla además en Filipenses 1:1; 1 Timoteo 3:2; Tito 1:7 y 1 Pedro 2:25.

Pastor

En principio, el término se refiere a la persona que guarda y cuida un rebaño de ovejas. Metafóricamente, se aplica a las personas que cuidan de la vida moral y espiritual de la iglesia. Una buena definición la hallamos en el texto de Lucas: “para apacentar la iglesia del Señor” (Hechos 20:28) y en estas palabras de Pedro: “apacentad la grey de Dios que está entre vosotros” (1 Pedro 5:2). En este sentido metafórico la usa el profeta hablando en nombre de Dios: “y os daré pastores según mi corazón, que os apacienten con ciencia y con inteligencia” (Jeremías 3:15). Y usando el mismo lenguaje metafórico, Jesús se definió a sí mismo como “el buen pastor” (Juan 10:11). En el Nuevo Testamento, para referirse al Anciano, el término Pastor aparece una sola vez, en una lista de dones y ministerios, entre los cuales figuran además los apóstoles, los profetas, los evangelistas y los maestros (Efesios 4:11). El término “apacentar” comunica el mismo concepto, pues es sinónimo de “pastorear” (Juan 21:15 sig; Hechos 20:28; 1 Pedro 5:2, 4). E implícitamente lo hallamos en esta expresión de Pedro: “Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores..” (1 Pedro 5:4). Pedro dice esto referido a los Ancianos entre los cuales él mismo se cuenta (1 Pedro 5:1). Como podemos observar, los términos Anciano y Pastor son intercambiables de la misma manera que los términos Anciano y Obispo (ver Hechos 20:17, 28).

¿PASTOR O PASTORES?

Como ya hemos dicho más arriba, la iglesia tomó como referencia la organización que ya estaba establecida en la sinagoga: un consejo de Ancianos. Este mimetismo organizativo de la sinagoga nos parece totalmente lógico toda vez que la iglesia se originó en un entorno social y religioso judío. Y ocurre que en el mundo gentil, gobernado por el imperio romano, también encontraba parangón con su organización secular, cuyas ciudades contaban con un consejo de Ancianos constituido por hombres mayores, respetados y elegidos por la comunidad. Pablo, de profundo arraigo rabínico, estableció Ancianos en las iglesias surgidas durante su primer viaje misionero, al estilo de la sinagoga (Hechos 14:23), y dio instrucciones a Timoteo y a Tito para que hicieran lo propio en la iglesia de Éfeso y en las iglesias de la isla de Creta, respectivamente (1 Timoteo 3:1-7; Tito 1:5-9). No sabemos cómo ni cuándo se nombraron, pero en la iglesia de Jerusalén ya había Ancianos en la fecha cuando se llevó a cabo el Concilio en el cual participaron juntamente con los Apóstoles (49 AD) (Hechos 15:2, 4, 22). Una cosa parece evidente: el término Anciano u Obispo aparece siempre en plural respecto a una iglesia local (Hechos 14:23; 20:17, 28; Filipenses 1:1).

No obstante, es muy interesante saber que ya a principios del siglo II esta institución eclesiástica evolucionó y diversificó las funciones o rangos entre el Obispo, en singular, y los “Presbíteros” (Ancianos), en plural. Es decir, lo que en la época apostólica parecía ser una diversidad terminológica (Anciano, Obispo o Pastor), posteriormente se constituyó en dos instituciones diferenciadas: el Obispo (Pastor), como la autoridad máxima en la iglesia local, y el “Presbiterio”, una pluralidad de “Presbíteros” (Ancianos) auxiliares del Obispo, como queda atestiguado en estas citas patrísticas:
“Justo es, pues, que en todas maneras glorifiquéis a Jesucristo, que tanto os ha glorificado, para que, ajustados bajo una misma disciplina, en todo viváis santificados, siempre sumisos al Obispo y al Presbiterio” (Carta de Ignacio de Antioquia a los efesios)[1]
“Yo que he tenido la dicha de veros a todos en la persona de Damas vuestro Obispo digno de Dios, y en la de los dignos presbíteros Baso y Apolonio, y en la de mi consiervo el diácono Zoción..” (Carta de Ignacio de Antioquia a los magnesios)[2]
¿Por qué evolucionó esta institución eclesiástica? ¿Evolucionó porque la eminencia de uno de los Obispos hizo sombra al resto del “Presbiterio”?[3] ¿Fue el abandono progresivo de una doctrina eclesiástica? ¿Quizás, en la práctica, dejó de funcionar bien el consejo de Ancianos? ¿Se debió al relajamiento de las responsabilidades que recaía en el Presbiterio primitivo y tomó el “timón” uno de ellos? No lo sabemos. Sí sabemos que, posteriormente, la autoridad del Obispo se ampliaría más allá del ámbito local, acaparando una provincia o una “diócesis” en las grandes ciudades. También sabemos que el siguiente paso fue la institución de los “patriarcados”, cuya autoridad abarcaba grandes regiones geográficas (Roma, Constantinopla, Alejandría, etc.). Y sabemos también que, finalmente, la institución del papado sucedió a la del patriarcado.

¿ANCIANO, PASTOR U OBISPO?

¿Por qué le llamamos Anciano, en las Iglesias de Cristo, y no Pastor u Obispo, que son nombres intercambiables? Que no le llamemos Obispo es comprensible por las connotaciones que evoca al Obispo de la Iglesia Católica Romana, ¿huimos también de llamarle Pastor por las connotaciones que evoca al Pastor protestante? Si esto es así, tendremos que reconocer que no somos todo lo bíblicamente libres que decimos ser toda vez que la historia y los prejuicios nos condiciona. Dicho de otra manera: echamos por tierra nuestros propios argumentos en el sentido de que enseñamos que los términos Anciano, Obispo y Pastor son intercambiables. Si son intercambiables, ¿por qué no intercambiamos y usamos indistintamente dichos nombres?

¿PREDICADOR O EVANGELISTA?

El término “predicador”

El significado del término “predicador”, ya sea como sustantivo o como adjetivo, tenemos que buscarlo en el DRAE[4] [Orador sagrado], ya que en los Diccionarios Bíblicos y en la Enciclopedia de la Biblia que consultamos ni siquiera consta. Vine[5] incluye una nota al término Kerux (heraldo) y dice que “indica al predicador dando una proclamación”. Obviando el significado de la raíz griega para “predicador”, sus sinónimos pueden ser: “heraldo”, “pregonero”, “evangelista”, “misionero” etc. No obstante, de las tres veces que aparece el término “predicador” en el Nuevo Testamento, en la Versión Reina-Valera, una se refiere al comentario que hicieron los atenienses respecto a Pablo [«predicador de nuevos dioses»] (Hechos 17:18), aunque la raíz griega es distinta. Las otras dos son atribuciones personales de Pablo: “fui constituido predicador y apóstol” (1 Timoteo 2:7; 2 Timoteo 1:11). Aparte de estos textos, como nombre o título no aparece más en el Nuevo Testamento. En 2 Pedro 2:5, cuya raíz gramatical es también kerux, se traduce como “pregonero”.

Adelantamos que nos es indiferente el nombre que usemos para referirnos a la persona que “predica”, “evangeliza” o “enseña” mediante la oratoria, ya sea desde un púlpito o desde el suelo llano, ya sea en el local donde se reúne la iglesia o en un lugar de tránsito público. Al que proclama el evangelio en público podemos llamarle “orador”, “conferenciante”, “disertador”, “evangelista”, “predicador”, “misionero” etc. Todos estos nombres pueden ser válidos, según en qué contexto. Pero qué duda cabe que las palabras (un nombre es una palabra) tienen lugar propio según sea la comunidad lingüística donde se usa (en España, por ejemplo, no usamos el verbo “platicar”, sino hablar, disertar, conversar, charlar, etc.). ¿Por qué, entonces, se ha acuñado el término “Predicador” casi de ámbito universal en la Iglesia de Cristo? ¿Quién acuñó este nombre? ¿Por qué se acuñó? Lo que queremos decir es esto: ¡Usamos conceptos e ideas (¿también doctrinas?) por simple inercia, sin razonarlos ni analizarlos! Si hay que llamar al que usa el púlpito “Predicador”, lo llamaremos así, pero no le demos categoría doctrinaria: hacemos el ridículo.

El término “evangelista”

El nombre de Evangelista (“mensajero de lo bueno”), como sinónimo de Predicador, aparece en la lista de dones de Efesios 4:11. Ahora bien, en el contexto misionero del Nuevo Testamento, el ministerio del Evangelista solía ser itinerante. Normalmente, no estaba afincado en una misma iglesia. A Felipe se le llama “el evangelista” (Hechos 21:8) y es comprensible por qué: ¡Salía a predicar! (Hechos 8:4-5, 26). Timoteo es exhortado a hacer “obra de evangelista” (2 Timoteo 4:5), es decir, a salir y anunciar el evangelio para ganar almas para Cristo. La afinidad más próxima del Evangelista, en cuanto a su cometido, sería el Apóstol (“enviado” a predicar). Pero sabemos que el término “apóstol” adquirió matices muy concretos aparte de su significación general (1 Corintios 9:1; Efesios 2:20; etc.).

Si queremos ser neotestamentarios, ¿por qué usamos un nombre que sólo aparece indirectamente en el Nuevo Testamento, como es el de “Predicador”, y no el de Evangelista, que aparece como un don y un ministerio específico (Efesios 4:11)?

REQUISITOS DE LOS ANCIANOS (OBISPOS O PASTORES)

Los requisitos o condiciones para ser elegido Anciano (Pastor u Obispo) se encuentran expresamente en 1 Timoteo 3:1-7 y en Tito 1:5-9. Una cuestión muy importante a este respecto es si dichos requisitos, uno por uno, son necesarios e inexcusables que los candidatos reúnan, o son orientaciones para elegir lo mejor entre lo mejor. Sea como sea, las condiciones que deben reunir los candidatos para aspirar a ser Anciano (Obispo, Pastor) tienen que ver con áreas concretas de su vida: personal, familiar y social.

Área personal

El Obispo NO DEBE ser:
Soberbio, iracundo, dado al vino, pendenciero, codicioso de ganancias deshonestas, neófito [en la fe].

Por el contrario, DEBE ser:
hospedador, amante de lo bueno, sobrio, justo, santo, dueño de sí mismo, amable, apacible, apto para enseñar, retenedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza (Tito 1:6-9; 1 Timoteo 3:2-3).

Área familiar
El Obispo DEBE tener solvencia de que gobierna bien su casa, que tiene a sus hijos en sujeción con toda honestidad y que éstos no estén acusados de disolución ni de rebeldía.

Además, debe ser marido de una sola mujer. ¿Qué significa “marido de una sola mujer”? Se ha deducido de esta frase que el Obispo debe ser casado, ¿pero quiere decir el texto que el Obispo debe estar casado, o que si está casado sea marido de una sola mujer? ¿Haría falta especificar que debe estar casado con una mujer? ¿Cuál es el contexto? ¿La poliginia lícita en aquella sociedad, tanto en la judía como en la grecorromana, o los matrimonios homosexuales actuales? El contexto parece ser la poliginia. Entre los convertidos al evangelio había hombres que tenían varias mujeres, pero la enseñanza evangélica introdujo la monogamia, como “era en el principio” [dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer] (Génesis 2:24; Efesios 5:31). La exégesis más correcta, a la luz de su contexto, es que en el caso de que el aspirante sea casado, éste sea marido de una sola mujer. Pero ni siquiera el requisito de tener hijos creyentes implica que debe estar casado; sino que aquellos que tienen hijos, que éstos muestren ser frutos de un hogar cristiano digno de ser imitado. Es cierto que el hombre casado y con hijos, cuyo hogar refleja esas virtudes (fe y respeto), ofrece más garantías de gobernar bien la iglesia que otro que desconoce la experiencia de gobernar un hogar y de educar unos hijos. Así pues, entre aspirantes casados y con hijos, se requiere que sean elegidos aquellos que tienen hijos creyentes lo cual indicaría que el candidato ha sabido guiar a sus propios hijos hacia la fe. Aun cuando la fe es individual e intransferible, es un buen indicador para el candidato que sus hijos hayan abrazado la fe siguiendo los pasos fieles de su progenitor. Aun así, no sería justo, hoy, desechar a un candidato, padre de familia numerosa, porque uno o algunos de sus hijos hayan elegido el camino del mal o el de la incredulidad [no es de todos la fe] (2 Tesalonicenses 3:2). Ni sería justo elegir a un candidato que carece de los requisitos personales, simplemente porque tiene hijos creyentes, y descalificar al candidato que supera aquellos requisitos personales porque simplemente no tiene hijos.

Área social

El Obispo DEBE tener “un buen testimonio de los de fuera, para que no caiga en descrédito y en lazo del diablo” (1 Timoteo 3:7). Es decir, que en sus relaciones sociales sea irreprensible, que nadie pueda decir con verdad algo malo de él.

¿PERO EXISTEN PERSONAS ASÍ?

Si todos estos requisitos bíblicos son indispensables, uno por uno, para elegir a los Ancianos, nos queda la duda si existen personas con esa perfección moral, preparación teológica e intelectual y con ese hogar “paradisíaco”, sobre todo cuando algunas de esas condiciones no dependen de él personalmente. No obstante lo dicho, en ninguna manera estamos subestimando estos requisitos del Anciano (Pastor, Obispo). Al contrario, creemos que la vida de la iglesia, su crecimiento espiritual y, por lo tanto, numérico dependerá mucho de la clase de Ancianos y Evangelistas que tiene la iglesia.

¿SON DIFERENTES LOS REQUISITOS PARA SER “PREDICADOR” QUE PARA SER ANCIANO?

Como la figura del “Predicador”, como tal, no aparece en el Nuevo Testamento, no disponemos de los requisitos o condiciones que deben reunir para ser “elegido” o “nombrado” en la iglesia. Se supone que lo menos que se puede exigir del talante del “Predicador”, aparte del don de la oratoria y la preparación teológica, es el mismo que se exige del Anciano (¿excepto ser casado?), toda vez que el ministerio del “Predicador” es público y más visible aún que el del Anciano (al menos en las Iglesias de Cristo). Y si los requisitos personales que se exigen al “Predicador” son los mismos que a los Ancianos, ¿por qué no se puede llamar Pastor al “Predicador”? ¿Qué es más importante, el título que se otorga o los requisitos y, por lo tanto, la función o funciones que desempeña la persona que ministra desde el púlpito? ¿O es sólo el estado de estar casado lo que diferencia al “Predicador” del Anciano?

LA ELECCIÓN DE LOS ANCIANOS EN LA IGLESIA

Pablo instituyó ancianos en las iglesias de Listra, Iconio y Antioquia de Pisidia, a la vuelta de su primer viaje misionero (47-49 AD?) (Hechos 14:21-23) ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que las personas de estas iglesias se convirtieron al evangelio? ¿Un año? ¿Un año y medio? ¿Dos años? En el mejor de los casos (dos años), ¿no eran todavía unos neófitos? ¿Tanto habían madurado espiritualmente? ¿Habían aprendido toda la sana doctrina? ¿Habían convertido a sus hijos a la fe? ¿….? No lo sabemos. Quizás sí, quizás no. La Escritura no lo dice. Pero el sentido común, y la experiencia, nos ofrece mucha información respecto a las personas. El hombre no ha cambiado desde entonces.
Muy probablemente, los requisitos y las condiciones que Pablo enumera para elegir a los Ancianos era el fruto de las malas experiencias, pues de ellas se aprende. También de la sabiduría y del sentido común. Por un lado, los muchos años de convertido al evangelio no garantiza la concurrencia de todos esos requisitos en una misma persona. Hay creyentes que serán toda la vida “neófitos” en la fe. Pablo los retrata cuando dice: “que alentéis a los de poco ánimo, que sostengáis a los débiles” (1 Tesalonicenses 5:14). Por otro lado, tampoco el hecho de ser mayores en edad, “viejos”, significa que sean las personas adecuadas para ejercer dicho ministerio. Así pues, la presencia continuada del “Predicador”, ejerciendo como Pastor en la iglesia, puede ser anómalo desde un punto de vista bíblico, pero siempre será menos nocivo que instituir Ancianos que no reúnen los mínimos requisitos para dicho ministerio. Y en este punto llamamos la atención a la irresponsabilidad, que se observa en algunas iglesias, de nombrar como Ancianos a personas inadecuadas para el ejercicio de dicho cargo. No pocas veces se nombran Ancianos simplemente porque se cree que la iglesia “debe tenerlos” o por la presión de quienes, desde lejos, pagan el salario de los “Predicadores”. Pero cuando esto es así (se cede a la presión o se nombran porque hay que nombrarlo) el resultado es pésimo y las consecuencias desastrosas.

¿Cuándo hay que elegir Ancianos?

Tenemos que ser bíblicos, pero también tenemos que ser prácticos. Es decir, tenemos que ser coherentes y usar el sentido común y la responsabilidad. Si una iglesia tiene necesidad de Ancianos para ser apacentada, y hay personas que tienen esa vocación, debemos permitir que lo ejerzan y lo cultiven para edificación de la iglesia. La pastoral no empieza y acaba en la idea de “gobernar” la iglesia. No, la pastoral es tan amplia que ofrece un campo de actividad sin la obtención previa de un título. La valía personal del individuo y el desenvolvimiento de su ministerio le legitimará para el mismo. Pero será la necesidad de la congregación la que reclame dicho don, y éste satisfará la necesidad (¿No es Dios quien reparte dones en la iglesia?). Después, la iglesia, más que “nombrar”, reconocerá y legitimará dicho don en las personas afectas. Esta dinámica está acreditada en la cláusula añadida en los requisitos para elegir Obispos y Diáconos: “Y éstos [los Diáconos] TAMBIEN sean sometidos a prueba primero” (1 Timoteo 3:10). El precedente de “éstos” son los Obispos, quienes debían ser sometidos a prueba primero. Mientras que surjan esas personas con vocación en el pastorado, y dicha vocación sea reconocida por la iglesia, es preferible que el “Predicador”, quien recibió la vocación y la visión de servir al Señor, continúe su ministerio pastoral y evangelístico con el respaldo de la iglesia.

¿Cuántos Ancianos hay que elegir?

Ni más ni menos que los que la necesidad de la iglesia requiera. Dependerá del número de personas que forman la congregación, de sus características e idiosincrasia, de la homogeneidad social, de la proximidad geográfica de las personas que la forman, etc.

FUNCIONES DE LOS ANCIANOS

En la iglesia apostólica, los Ancianos tenían como cometido, además de gobernar la iglesia, visitar a los enfermos (Santiago 5:14), predicar y enseñar la Palabra (1 Timoteo 5:17). Todo esto respaldado por sus cualidades personales, familiares y sociales antes expuestas. Los Ancianos deben estar formados para enseñar y predicar en la iglesia: “Porque es necesario que el obispo sea… retenedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen…” (Tito 1:7-9). “Porque es necesario que el obispo sea… apto para enseñar” (1 Timoteo 3:2). Mirando hacia dentro, los Ancianos deben estar capacitados para cubrir todas las necesidades de la iglesia, ya sea en el gobierno de la misma, la enseñanza o la predicación mediante la cual se edifica y se exhorta a la congregación: ¡es la tarea de los Ancianos en la iglesia!

EL “PREDICADOR”, ¿UNA INCOHERENCIA?

Si esas son las funciones y el cometido de los Ancianos en la iglesia, ¿por qué se busca tan insistentemente a un “Predicador” cuando la iglesia carece de él? Y si el “Predicador” tiene que asumir esas responsabilidades pastorales, como asimismo la enseñanza y la exhortación a través de la predicación (el sermón), ¿por qué se le niega el título de Pastor, si desarrolla las mismas funciones que ellos? Es más: si esas funciones las tiene que desarrollar el “Predicador”, ¿qué pintan los Ancianos? Lo que queremos decir es que los Ancianos no son “floreros” en la iglesia, sino ministerios de alta responsabilidad por su valía, idoneidad, entrega y actitud activa. Y queremos decir que cuando el “Predicador” lleva a cabo las mismas responsabilidades ES un PASTOR.

Cuando la presencia de un “Predicador” es necesaria en una iglesia que ya tiene Ancianos, una de dos, o los Ancianos no están cumpliendo con sus obligaciones (léase vocaciones), o no están capacitados para ellas. Si es lo primero, la iglesia estará pagando a un “Predicador” para que haga el trabajo que les corresponde a los Ancianos. Si es lo segundo, entonces los Ancianos están usurpando un ministerio que no les corresponde. Puede ocurrir, y de hecho ocurre, que los Ancianos estén a pleno tiempo en sus trabajos seculares, y ello les impide desarrollar su cometido pastoral en la iglesia. Y puede ocurrir, y de hecho también ocurre, que los mismos “descansen” en la diligencia pastoral del “Predicador”. La pregunta legítima es esta: Si no pueden desarrollar debidamente su ministerio como “Pastor”, y tienen que “descansar” en el “Predicador”, ¿por qué no dimiten de sus cargos? ¿O ser Anciano es un título honorífico? Y si el “Predicador” recoge la antorcha de la praxis pastoral, ¿por qué se le niega el estatus de Pastor?

La otra posibilidad es que la iglesia desarrolle una actividad evangelística constante, ya sea en la misma iglesia o fuera de ella, y dicha actividad sea el ministerio concreto del “Predicador”: evangelizar a las personas que no conocen las Buenas Nuevas. Es decir, cuando una iglesia tiene constituido un consejo de Ancianos, y estos llevan a cabo sus funciones de Pastores, más que un “Predicador”, para que haga lo que les corresponde a ellos, lo que debería tener es un Evangelista para llevar a cabo la “tarea de evangelista”, es decir, llevar el evangelio a otros lugares [«me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra» – Hechos 1:8], sin excluir el lugar donde se reúne la iglesia.

CONCLUSIÓN:

Posiblemente, el retrato que hago aquí de la figura del “Predicador” no se ajuste a todas las Iglesias de Cristo, dependiendo del lugar y de la herencia eclesiástica recibida; pero estoy seguro que muchos se sentirán identificados con este retrato. La cuestión, en general, es que la figura del “Predicador” en nuestra educación religiosa es bastante extraña. En la práctica es una figura “híbrida” en cuanto que sus funciones son las propias del Anciano y la del Evangelista. Esto se debe a que se espera del “Predicador” lo que es propio del Pastor, pero no le reconocemos este estatus. Por otro lado, subestimamos la formación del Anciano porque confiamos en el buen hacer del “Predicador”, cuya influencia en la iglesia, en no pocos casos, eclipsa el papel de los Ancianos ¡y estos lo saben! Deseamos una profunda reflexión sobre la organización eclesiástica de nuestras iglesias en torno a la figura del “Predicador” y también a la de los Ancianos (Pastores y Obispos).

________________________________________
[1] Ignacio Errandonea S.I Primer siglo cristiano, Biblioteca Príncipe, Escelicer, S.A. Madrid. p. 90
[2] Íbid. p. 102
[3] Este término, que aparece en 1 Timoteo 4:14, es traducido “consejo de Ancianos” por Francisco Lacueva, Nuevo Testamento interlineal Griego-Español. CLIE 1984.
[4] Diccionario de la Real Academia Española
[5] W.E.Vine, Diccionario expositivo de palabras del Nuevo Testamento, “Predicador”

Por Emilio Lospitao

Del Paleolítico al Neolítico


(Porción del libro “Por un cristianismo sin religión” de Bruno Mori).

Enlace de descarga del libro, al final del texto.

Nacimiento del pensamiento mítico 

Hoy en día las Ciencias Humanas son unánimes en afirmar que las religiones, tomadas en el sentido ordinario de instituciones que determinan, estructuran y organizan oficialmente las modalidades de la relación de los humanos con la divinidad, son creaciones relativamente recientes. 

Con esto quieren decir que la existencia de una religión, constituida por una estructura organizativa, con jerarquía, poder, sacerdotes, creencias, normas y ritos, es un fenómeno que se remonta al pasado recentísimo en la escala de la historia evolutiva de la humanidad. Los humanos han vivido la mayor parte de su presencia en la Tierra sin «religión» y sin «dios». 

Desde hace más de noventa mil años, las expresiones externas del pensamiento simbólico y de la espiritualidad humana relacionadas con el carácter «sagrado» y «misterioso» de la vida y de la realidad cósmica (ritos, sacrificios, cultos funerarios, etc.) se practican al margen de toda organización religiosa formal y sin referencia alguna a una deidad o deidades. 

Las ciencias antropológicas nos informan de que los seres humanos del Paleolítico no tenían una idea bien definida de «dios», tal y como la elaboraron las culturas posteriores. Sin embargo, poseían una profunda sensibilidad espiritual y veían la manifestación de lo «divino» en todas partes. Para ellos, la Naturaleza contenía un Misterio que la hacía enigmática e inquietante, pero al mismo tiempo maravillosa y mágica. Sentían que el mundo estaba atravesado por una «Energía» inexplicable que producía variedad, diversidad, belleza, movimiento y profusión de vida, y ante la cual sólo podían sentir asombro, temor, veneración y reconocimiento. Todo esto iba acompañado de un fuerte sentimiento de inmersión y de formar parte de un «Todo» que les envolvía con benevolencia y amor. 

Si lo «divino» es lo que fascina, aunque sigue siendo incomprensible e inefable; si lo sagrado es lo que tratamos con temor, respeto y veneración, entonces hay que decir que los hombres del Paleolítico sentían el mundo como algo «sagrado» y «divino», y la Naturaleza nutricia que les rodeaba como «maternidad divina». 

En este mundo y en esta Naturaleza, los humanos del Paleolítico se sentían como niños pequeños en los brazos de una Madre Cósmica. Esta percepción se ve confirmada por una gran variedad de estatuillas femeninas, que datan de esa época y que los arqueólogos han encontrado por doquier, y que representan a una Diosa Madre, con pechos generosos y desbordantes, de los que los humanos se colgaban para obtener alimento, fuerza y vida. 

A lo largo del Paleolítico, los cazadores-recolectores vivían en profunda simbiosis con el mundo natural, considerado como una Realidad global de la que formaban parte, en la que estaban insertos como en una matriz que genera todo lo que existe y vive, y a la que todos los seres vivos regresan al final de su viaje terrenal. De la «madre naturaleza» tomaban sólo lo que les ofrecía, con el mayor reconocimiento y respeto al Misterio que se revelaba por doquier con profusión de poder, fecundidad y belleza. 

Para los humanos primitivos de aquella época, toda la Realidad era una manifestación de una Fuerza «voluntaria» y «bondadosa» que no podían identificar ni nombrar, pero que era captada por sus mentes y corazones como en perfecta armonía y en plena sintonía con los impulsos más profundos de su ser. 

Por ello, durante milenios, la humanidad vivió en un mundo holístico e indiviso, donde todo estaba interconectado, lo cercano y lo sagrado, lo divino y lo humano, el cielo tocaba la tierra y la tierra tocaba el cielo. El cielo era la parte de la tierra que no podíamos tocar, sino sólo contemplar. La tierra era la parte del cielo que se había acercado a nosotros para ser acariciada y maravillarnos con las misteriosas bellezas de las que había sido sembrada. Todo era cielo sin tierra y tierra sin cielo; una tierra celestial y un cielo terrenal, porque todo era uno, lo divino y lo humano, la tierra y el cielo, lo cercano y lo lejano, el espíritu materializado y la materia espiritualizada. 

El Misterio estaba en todas partes, incomprensible, inalcanzable, esquivo, pero activo, real, en acción, impregnando y llenando con su Espíritu y fascinación la inmensidad del cielo estrellado, el esplendor deslumbrante del sol, la claridad y las fases de la luna, la frescura húmeda de las mañanas, el resplandor de las tardes, el murmullo de los arroyos, la calma chispeante de los lagos, la altura misteriosa y sagrada de las montañas, la profundidad de los bosques, el enjambre de las sabanas, la inmensidad de los océanos, la armonía festiva de los cantos de los pájaros y la paleta fantástica y flamígera de sus colores, el estruendo de los truenos y el destello repentino de los rayos en un cielo de verano… 

Todo ello tenía su propio espíritu, que «espiritualizaba», por así decirlo, el mundo de los humanos de aquel remoto período de nuestra historia. Todo estaba «espiritualizado», todo era «sagrado», todo estaba «divinizado», todo era la expresión de un Misterio que lo abarcaba todo, en el que todo estaba inmerso y del que todo ser y todo fenómeno era parte y manifestación. 

La revolución neolítica 

La transición del Paleolítico al Neolítico constituye un verdadero cambio de paradigma en la historia evolutiva de la humanidad. En el Neolítico, la humanidad pasó de una cultura y sociedad de cazadores-recolectores a una cultura y sociedad de agricultores-pastores. Esta transición constituye una enorme revolución, que implicó un cambio fundamental de hábitos y actitudes. Mientras en el Paleolítico el ser humano vivía sólo de lo que le daba la tierra, en el Neolítico cambió, transformó, modificó, estructuró y reestructuró la naturaleza y la geografía de la tierra. Domesticaron animales, seleccionaron plantas y frutos mediante injertos y cruces. Al darse a sí mismos el control sobre los medios y las condiciones de su vida, los seres humanos neolíticos se convirtieron en los artesanos de su propio desarrollo. 

La transición a la agricultura traerá consigo, con la sedentarización, la cría y domesticación de animales, la aparición de aldeas y ciudades, el aumento de la natalidad y, por tanto, de la población, la diversificación de las ocupaciones, la acumulación de riqueza, la formación de la propiedad privada, así como las estructuras de explotación, dominación y poder; la aparición de desigualdades, clases sociales y la escritura, instrumento indispensable para una mejor y más eficaz administración de los recursos humanos y de la riqueza. 

Estos cambios neolíticos serán tan radicales que darán lugar a un mundo fundamentalmente diferente y a nuevos paradigmas, es decir, a una nueva forma de entender, interpretar y afrontar la realidad de Dios, del mundo y del propio ser humano. Los paradigmas cognitivos y las imágenes con las que el ser humano concibe y expresa su «cosmovisión» son ahora de otro orden. Veamos brevemente los aspectos más destacados de este cambio: 

1. El mundo natural del Paleolítico, el único lugar en el que está presente lo divino, se ha vaciado de su carácter sagrado. Los «espíritus» y «deidades» que habitaban y animaban el mundo natural son expulsados y exiliados a otro mundo, situado fuera, por encima del mundo de los humanos. Ahora es el «cielo», y ya no la «tierra», lo que se considera la morada de los dioses. 

2. Sin la presencia de lo divino, la naturaleza deja de ser esa «Madre» sagrada, venerada, maravillosa y respetable. Se convierte en una «cosa» profana, materia prima, opaca, sin forma, caótica, sin alma, un conjunto de recursos materiales que el ser humano puede utilizar y explotar en su beneficio, sin límite ni restricción alguna. 

3. El nuevo «Theos», supremo, se concibe como una individualidad personal, masculina, inmaterial, un espíritu puro, que posee una inteligencia y unos poderes infinitos que utiliza para poner orden en el caos femenino del mundo material. 

4. Nacen los nuevos mitos de la «creación» del mundo a través de la palabra todopoderosa de esta divinidad masculina que dispone y regula el funcionamiento del Universo. La tierra y su naturaleza quedan definitivamente desposeídas de sus características «maternales». Ahora es un dios masculino, guerrero, violento, con poderes ilimitados, que tiene en sus manos la suerte y el destino del mundo y de la humanidad. El poder se convierte en una actitud y un fenómeno exclusivamente «masculino». 

5. Esta nueva visión deteriora la condición de la mujer, que pierde definitivamente su condición de icono y símbolo que sirve para ilustrar el carácter «maternal», nutritivo, convivencial y sagrado de la naturaleza. Ahora se transforma en un símbolo de un mundo material peligroso, desordenado y caído; una criatura que debe ser controlada y, por tanto, permanecer sometida al poder «divino» del hombre. Como Dios es masculino, lo masculino se convierte en divino. En consecuencia, el varón pasa a ser considerado el humano que ostenta el poder, el humano que es superior a la mujer, que está sometida a él y a la que puede tratar como un objeto o una propiedad de la que puede disponer a su antojo. Este es el nacimiento del patriarcado y su peor expresión: el machismo. 

6. La aparición en esa época del mito de la creación y su creencia generalizada, introduce una ruptura definitiva en la unidad de la visión paleolítica de la Realidad, donde lo divino, lo natural y lo humano (dios-cosmos-ser humano) eran sólo elementos perfectamente integrados de un Todo Universal. 

7. Debido al mito de la creación, el dualismo afecta ahora a la comprensión humana de la Realidad, que se divide y escinde automáticamente en dos polos opuestos: el cielo y la tierra; Dios en lo alto, los humanos aquí abajo. Allá arriba, el mundo perfecto de las realidades y de las esencias divinas y espirituales; aquí abajo, el mundo imperfecto de la materia bruta, pesada, opaca, limitada y malvada, que frena e impide el vuelo del alma humana hacia el cielo de Dios, único lugar verdadero y de salvación definitiva, estas afirmaciones han sido los «paradigmas» de comprensión de la Realidad que han regido la historia de la humanidad, al menos en Occidente y Oriente Medio, durante los últimos quince milenios. 

Es principalmente a través de la religión judeo-cristiana (que la ha adoptado plenamente) como esta visión neolítica de la Realidad ha llegado hasta nosotros. Esta religión introdujo estos antiguos paradigmas tanto en la concepción y contenido de sus libros sagrados (Torá, Talmud, Biblia, Nuevo Testamento), como en la formulación de sus creencias, dogmas y doctrinas que son, en Occidente, los principales catalizadores de esta cosmovisión primitiva que ha mantenido viva hasta los tiempos modernos y que la religión cristiana sigue imponiendo, aún hoy, a la fe de sus fieles. 

Por si fuera poco, esta religión, en el curso de su evolución histórica, ha contribuido en gran medida a la creación de un gran número de variaciones sobre los contenidos y temas sustantivos de las antiguas creencias míticas, creando nuevos mitos y creencias y ampliando así aún más el abanico de «verdades» míticas en las que creer. Lo veremos más adelante en este estudio. 

POR UN CRISTIANISMO SIN RELIGIÓN

Por Bruno Mori

Libro completo: AQUÍ

¡Hasta aquí hemos llegado!


Desde los inicios de este quehacer editorial hasta el presente número de la revista, pasando por su antecesora Restauromanía, han transcurrido 18 años. No es gran cosa para quienes se dedican o se han dedicado a estas lides de manera profesional, pero ha sido un trabajo arduo para este editor que ha tenido que andar a la vez que aprendía a hacerlo, y lo compatibilizaba con un trabajo secular distinto a la edición en su primera época. 

Poner un punto final a esta revista no significa que ya no haya nada que decir, o que ya se haya dicho todo de su tema principal; al contrario, estamos a las puertas de un nuevo paradigma apasionante. Los paradigmas no se evalúan por décadas; duran siglos y, además, se solapan. Han tenido que pasar cinco siglos desde la Reforma Protestante para poder titular un artículo “A los 500 años… ya no es tiempo de reformas, sino de una gran ruptura radical” (José María Vigil). Reforma cuyo centro de gravedad era la salvación por obras/gracia ya superado, entre otras cosas porque ¿a qué llamamos “salvación”? 

El cristianismo ha dado hombres y mujeres excepcionales en todas las áreas –lo mismo que otras religiones–, pero también ha cubierto siglos de oscurantismo, anatemas, exclusiones… por no hablar de las persecuciones a quienes se atrevían a cuestionar su “ortodoxia”. Pensemos en la exclusión lenta pero sin pausas de los “judeocristianos” (primera comunidad cristiana de Jerusalén) en aras del empoderamiento de las comunidades paulinas con su soteriología basada en el pecado/sacrifico y la divinización de Jesús de Nazaret. Después, durante los primeros Concilios, anatematizando a todo lo que no se identificaba con la “ortodoxía” en auge; por no hablar de la Inquisición, vigente hasta hace poco más de un siglo. En general, toda la literatura religiosa (cristologías, teologías dogmáticas…), hasta hace muy poco tiempo, procedía de una burbuja académica endogámica donde unos bebían de los otros sin apenas una investigación libre, crítica e independiente. Los que se atrevieron a realizar este tipo de investigación, tanto en siglos pasados como presentes, fueron inmediata y sistemáticamente cuestionados, neutralizados, vilipendiados, cuando no encarcelados… ¡y matados!

En la escala del tiempo fue “ayer” que han surgido investigadores (historiadores, biblistas, exégetas, teólogos…) independientes con la suficiente libertad para escarbar en el fondo de la cuestión, identificando y separando lo legendario y mítico –presente en las Escrituras– del razonamiento científico y teológico (¡si esto es posible!), cuyos trabajos están dando un vuelco a la teología tradicional y retando a las instituciones religiosas a adaptar sus discursos a los tiempos presentes (¡nuevo paradigma!). El tiempo irá poniéndolo todo en su sitio… ¡lo está poniendo ya!, pero “deconstruir” y volver a “construir” no es tarea fácil.

¡Hasta siempre, nos esperan otros quehaceres!