Sarna con gusto…


Dos noticias me sirven para la reflexión de este primer editorial de 2014: el libro “Cásate y sé sumisa”, de la periodista italiana Constanza Miriano, y la “conversión” a Jesucristo de la tenista estadounidense Mary Pierce en una iglesia Evangélica dirigida por el pastor Miki Hardy, también estadounidense.

La publicación del libro “Cásate y sé sumisa”, por la Editorial Nuevo Inicio, es una iniciativa puesta en marcha por el arzobispo de Granada (España) para convertirse en “instrumento pastoral” con el que superar “la pérdida de la fe en la sociedad contemporánea”, según indica la Editorial en su web (http://www.diocesisgranada.es). El artículo publicado en esta misma web por Feliciana Merino, miembro del Consejo Editorial de Nuevo Inicio, defendiendo dicho libro, no da ninguna pista salvo denunciar a los medios que, según ella, despotrican contra el libro “sin haberlo leído”. Merino afirma que el libro está “lleno de ironía y sentido del humor”. En cualquier caso, el hecho de que el libro esté inspirado en una frase del apóstol Pablo, “las casadas estén sujetas a sus maridos” (Ef. 5:22), ya es muy sospechoso toda vez que el imperativo del Apóstol se fundamenta en los códigos domésticos patriarcales de la época… ¡y ya han pasado algunos siglos! Otra cosa son las injusticias socio-laborales de nuestro sistema capitalista que esclaviza a las mujeres y a los hombres, donde ellas son las mayores víctimas de las injusticias de dicho sistema.

La “conversión” en sí de la tenista Mary Pierce no tiene ninguna relación con el libro de Constanza Miriano, pero sí con el entorno religioso donde se ha producido su conversión. Pierce ha encontrado la “fe” en la comunidad Evangélica que dirige el pastor Miki Hardy, fundador de la Church Team Ministries International (CTMI), con cuya familia convive (www.protestantedigital.com/ES/Sociedad). Un artículo publicado por la esposa de Hardy en la web de CTMI, titulado “True freedom and submission” (La verdadera libertad y sumisión) va en la misma dirección de la propuesta en el libro de la periodista italiana: la sumisión de la mujer al marido. ¿Qué podemos esperar de la persona, sea hombre o mujer, que vive la experiencia de una conversión religiosa (legítima por otro lado) en una comunidad con esta ideología? ¡Esta persona, inmersa en una experiencia nueva, singular, es profundamente vulnerable, se siente intelectual y teológicamente huérfana para reflexionar con objetividad lo que está viviendo! ¡Su indefensión moral es tal que aceptará todo lo que se le pida, si es mujer incluso dicho rol de sumisión!

El fundamentalismo religioso (pues de esto se trata), en aras de su consabido literalismo bíblico, enseña a sus fieles el rol de la sumisión femenina al varón, no solo en la iglesia sino también en el hogar. Y esto simplemente porque la Biblia dice que “las casadas estén sujetas a sus maridos”. Obviamente, esto se escribió en el contexto del orden social patriarcal de la época. Lo que dice la Biblia ya lo venían diciendo los filósofos moralistas desde los tiempos de Platón en el mundo griego; es decir, ese orden social patriarcal no es exclusivo de la Biblia. No es un mandamiento divino. El paternalismo patriarcal, donde la mujer carecía de mayoría de edad y personalidad jurídica, ha durado hasta entrada la Edad Moderna, concretamente hasta el siglo XIX, cuando los movimientos feministas comenzaron a manifestarse, y gracias a los cuales la mujer ha conquistado su mayoría de edad, su personalidad jurídica y, por lo tanto, su dignidad.

Por otro lado, desde el punto de vista del “reino de Dios” que predicó el Galileo, la alternativa a esta sumisión patriarcal no es lo opuesto, es decir, la sumisión del varón a la mujer, sino el respeto y la sumisión recíprocos: “Pero no será así entre vosotros, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor” (Mar. 10:43). Cualquier tipo de sumisión impuesta degrada al individuo, sea al hombre o a la mujer. ¿Pero qué decir cuando la propia fémina defiende la sumisión de la mujer al varón? Por supuesto, nadie es quien para quitar la arena del interior de los zapatos ajenos si el caminante desea mantenerla. La sarna con gusto no pica… ¡pero escuece!

Emilio Lospitao

Pensaban que estaba fuera de sí (Marcos 3:20-35)


Todos los biblistas dan por hecho que Marcos fue el primer evangelio que se escribió. Le siguieron Mateo y Lucas (los tres forman los llamados Evangelios “Sinópticos”). Además de otros datos más relevantes que confirman esta cronología literaria, también se aprecian ciertas “correcciones” por parte de Mateo y de Lucas al copiar de Marcos. Por ejemplo, donde Marcos dice: “¿No es éste el carpintero, hijo de María…?” (6:3), Mateo dice: “”¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María…?” (13:55). Donde Marcos dice: “Entonces, mirándolos alrededor con enojo, entristecido por la dureza de sus corazones…” (3:5), Mateo simplemente omite el sentimiento del “enojo” de Jesús (12:9-14). Lo mismo hace Lucas. 

Estas correcciones que Mateo y Lucas llevan a cabo no son inocentes. Tienen una justificación desde el punto de vista de sus propósitos, pero sobre todo como “editores críticos” del material que usan e interpretan. Se sienten libres para realizar esa “crítica” literaria.

En primer lugar, en aquella época patriarcal, era costumbre denominar a las personas por el nombre del padre, como hace Lucas: “¿No es éste el hijo de José?” (4:22). Llamar a una persona por el nombre de la madre añadía connotaciones no sólo atípicas sino deshonrosas. Significaba, salvo raras excepciones, que era hijo/a de madre soltera, con todo el estigma social que ello conllevaba. De hecho, el evangelio de Juan recoge una frase capciosa de los judíos que se enfrentaban a Jesús: “Vosotros hacéis las obras de vuestro padre. Entonces le dijeron: Nosotros no somos nacidos de fornicación…” (8:41). Que Marcos no cuide estos detalles, confirma la autenticidad de su escrito, pero Lucas y Mateo no quieren exponer literariamente a Jesús bajo esa deshonrosa sospecha, ni que estuviera sujeto a pasiones como el enojo. 

Los signos que honran o deshonran a las personas depende de las culturas, aunque existen algunos signos que son comunes a todas ellas. Según Marcos, la familia carnal de Jesús (sus hermanos y su madre) fueron “para prenderle” porque pensaban que estaba “fuera de sí” (3:21). ¿Qué decía o qué hacía Jesús para que su familia quiera “prenderle”, y pensaran que estaba “fuera de sí”? 

La religión judía, basada en la ley de Moisés y en las tradiciones de los Ancianos, discriminaban a las personas (y a las cosas) en “puras” e “impuras”, según su estilo de vida, etnia, etc. Nadie que quisiera ser o aparentar ser “puro” debía relacionarse o acercarse a las personas o cosas “impuras”. Al juntarse o relacionarse con lo “impuro” no sólo se deshonraba a sí mismo, sino a toda su familia. ¡Y esto precisamente era lo que Jesús estaba haciendo: juntarse y relacionarse con ese tipo de personas: los publicanos y pecadores (cf. Lucas 15:1-2)! Con este comportamiento Jesús se estaba deshonrando a sí mismo ante la sociedad a la vez que deshonraba a su familia. Su actitud era difícilmente comprendida, sólo una persona “fuera de sí” podría actuar así. Por eso su familia, que sentía vergüenza por el tipo de gente de la que se hacía acompañar Jesús, fueron “a prenderle”. Los prejuicios pesan mucho en las costumbres de las personas, sobre todo si son de tipo religioso. Hoy también.

La unidad literaria completa donde se halla esta frase comienza en 3:19b (“Y vinieron a casa”), y termina en 3:35 (VRV60), de la cual hemos de hacer las siguientes observaciones previas: a) “No podían comer pan” es una traducción literal, mejor “y ni siquiera les dejaban comer” (LA PALABRA); b) “Los suyos”, lit. “los de su entorno”. En el contexto social judío, el entorno familiar podía ser muy amplio: padres, hermanos, tíos, primos, parientes lejanos, incluso amistades cercanas; c) “Estar fuera de sí” equivalía a “estar poseído por el demonio” (los trastornos mentales se atribuían siempre a algún tipo de posesión), pero también, coloquialmente, a nuestro “¡tú estás loco!” (cuando algo se considera un disparate), como se puede deducir de estas situaciones: Juan 7:19-20 y 8:48; d) Posiblemente esta unidad literaria fuera reeditada, incluyendo los vs 22-30 después del v. 21, por la afinidad del tema: la posesión demoniaca atribuida por los escribas. De manera que, según el texto de Marcos, la familia de Jesús pensaba de él lo mismo que sus rivales: que estaba “fuera de sí”, es decir, poseído.

Se comprende que los escribas y los fariseos pensaran así de Jesús, ¿pero qué hacía o qué decía Jesús para que su propia familia, su madre y sus hermanos (vs. 31), llegaran a pensar igual: que estaba loco, o sea, fuera de sí? ¡Obviamente, no podía ser porque Jesús curara a los enfermos, o porque alimentara a las multitudes hambrientas! 

Lo que más nos preocupa a las personas en general es la imagen que damos de puertas para afuera, ante la gente, porque tiene que ver con nuestro honor. Es decir, la causa de que “los suyos” pensaran que Jesús “había perdido el juicio” tenemos que buscarla en lo que aquella sociedad entendía por el honor. 

El honor 

Los signos que honraban o deshonraban a las personas en la sociedad judía estaban directamente relacionados con lo que se consideraba “puro” o “impuro”. La religión judía, amparada en la ley de Moisés y en las tradiciones de los Ancianos, discriminaba a las personas (y a las cosas) por su estado de “pureza” o “impureza”. Según estas reglas de pureza era impuro (deshonroso) los defectos congénitos (Lev. 21:17-20), ciertas enfermedades, temporales o crónicas (ver Mr. 1:40-41; 5:25-34), ciertos oficios (barrenderos, pastores de ovejas, recaudadores de impuestos, p. ej.) y, por supuesto, los “pecadores” (los que no cumplían escrupulosamente los preceptos religiosos), las rameras, etc. La impureza, por lo tanto, era un estigma social y religioso, es decir, una deshonra. Lo religioso formaba una simbiosis con lo social. Además, de esta impureza y deshonra participaban quienes se relacionaban con dichas personas impuras. Nadie, pues, en su “sano juicio”, buscaría tales compañías. ¡Nadie, excepto Jesús!

El estilo de vida de Jesús era “impuro”

¡Así pues, lo que nadie en su sano juicio hubiera hecho era precisamente lo que Jesús estaba haciendo: juntarse y relacionarse con ese tipo de personas! Básicamente, los enfrentamientos que Jesús mantuvo con los escribas y los fariseos, fueron por causa de este tipo de impurezas: Arrancar espigas, curar a los enfermos… en sábado quebrantaba la ley (Mar. 2:23-24; 3:1-2), lo cual era abominable y deshonroso. Los Evangelios sinópticos insisten en que Jesús compartía mesa con los publicanos y los pecadores: “Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este a los pecadores recibe, y con ellos come”. (Lucas 15:1-2).

Jesús y el reino de Dios

Lo paradójico de todo esto es que en Jesús se hacía presente el “reino (reinado) de Dios”: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio, “la buena noticia” (Mr 1:15). ¡La “buena noticia” del reino de Dios era Jesús mismo y su estilo de vida! Pero “los suyos” no podían comprender que Jesús rompiera las “normas” sociales y religiosas de su tiempo, y, a la vez, predicara el reino de Dios. “Los suyos”, pues, se sentían deshonrados con el proceder de Jesús, quien también se estaba deshonrando a los ojos de la gente. Quizás por este “mal ejemplo” sus hermanos no creían en él (Jn 7:5), y María, su madre, sufriría en silencio la incomprensible actitud de “este” hijo suyo. 

Lo que nos enseña esta historia evangélica

Primero, que los prejuicios pueden constituirse en un poderoso obstáculo para abrirse a otras formas de ver la realidad y para crecer en lo auténtico. Las enseñanzas y el hacer de Jesús supuso: a) Un reto para la gente (“¿Eres tú el que había de venir?”, preguntaban algunos, “Demonio tiene, y está fuera de sí; ¿por qué le oís?”, decían otros, “¿Puede acaso el demonio abrir los ojos de los ciegos?”, argüían los demás –Luc. 7:19; Jn 10:20-21); b) Un desafío para los líderes religiosos (“Este hombre no procede de Dios, porque no guarda el día de reposo” – Jn. 9:16); c) Un quebradero de cabeza para los “suyos”. ¡Cuántas discusiones debieron de oírse en el hogar de Jesús por causa de su manera de comportarse! ¡Por causa de los prejuicios que “los suyos”, al igual que el resto de las gentes, abrigaban!

Segundo, que sólo el amor genuino supera los prejuicios. Junto a la cruz, después que todos le abandonaron, vemos a algunas mujeres, entre ellas a su madre, y a un sólo discípulo: a quien Jesús amaba (Jn. 19:25-27). En esos momentos de confusión mental (Jesús estaba muriendo como un malhechor, en cierta manera se lo había ganado, pensarían), no obstante, estas pocas personas estaban adonde el amor te lleva: al lado de la persona amada, “a pesar de”. El amor auténtico supera los prejuicios.

Tercero, que sólo el “hambre de saber” (inquietud intelectual) abre el entendimiento. Durante el ministerio de Jesús sus hermanos no creyeron en él. No obstante, luego, los encontramos en el Aposento alto junto con su madre y los otros discípulos (Hech. 1:14). La noticia de que Jesús había resucitado a la vida de Dios llegó hasta Nazaret, y los suyos “quisieron saber” qué había ocurrido exactamente. Llegaron, escucharon y creyeron. Los prejuicios se desvanecen con el conocimiento. 

Emilio Lospitao

Navidad 2013


La Navidad, como celebración, ciertamente, no podemos remitirla a las primeras décadas del cristianismo. El origen de esta celebración nos lleva no más allá de finales del siglo II en Alejandría, donde ciertos teólogos egipcios asignaron no solo el año (vigésimo octavo año de Augusto) sino también el día del nacimiento de Jesús, el 20 de mayo (el 25 de diciembre se impuso sobre toda la cristiandad a principios del siglo IV). Pero ya se ha dicho hasta la saciedad que lo que importa no es la exactitud del año y el día, sino el hecho en sí del nacimiento de Jesús. De esto no hay duda.

¿Qué importancia dieron los primeros cristianos a la fecha del nacimiento de Jesús, y al nacimiento mismo? Para el autor del Evangelio de Marcos no tuvo ninguna: ni siquiera lo menciona. Bien es cierto que, desde un punto de vista teológico, el Evangelio de Marcos es una “predicación”. Comienza su obra exactamente con la misma proposición con que termina: Jesús es el Hijo de Dios. El comienzo es una afirmación del autor: “Principio del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (1:1), el final es la confesión de un gentil, centurión romano, ejecutor de la crucifixión de Jesús: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (15:39).

Para Mateo y Lucas, como para Marcos (del cual copian), Jesús es también el Hijo de Dios. Sus obras no son biografías estrictas de Jesús (ningún Evangelio lo es), pero ofrecen datos biográficos y como tales siguen el estándar literario de la época sobre la historia de los héroes. El entorno histórico y geopolítico del Nuevo Testamento estaba marcado por “señores” y personajes “divinos” (hijos de dioses). El César era llamado “señor” y se consideraba “divino”. En este contexto debemos entender algunas frases contestatarias como: “aunque haya algunos que se llamen dioses, sea en el cielo, o en la tierra (como hay muchos dioses y muchos señores), para nosotros, sin embargo, sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él; y un señor, Jesucristo” (1Cor. 8:5-6). Los escritores paganos remitían el nacimiento de sus héroes a genealogías y sucesos sobrenaturales.

Es por esto que Mateo y Lucas sí dan importancia al nacimiento de Jesús. Para ello siguen el estándar de sus coetáneos paganos: ¡un héroe no puede tener un nacimiento vulgar! Así, Mateo sigue el guión de un héroe del Antiguo Testamento: Moisés. Moisés fue salvado de una ley egipcia injusta: matar a los nacidos varones judíos (Éxodo 2:1-10), Jesús también fue salvado de otra ley injusta: matar a los niños de dos años de edad (Mateo 2:13-23). Moisés recibe la ley en un monte (Éxodo 19:3s), Jesús desde un monte reinterpreta la ley (Mateo 5:1s). Etc.  Lucas toma otro rumbo, pero su cometido teológico es idéntico. El nacimiento de Jesús, como no podía ser de otra manera en cuanto Hijo de Dios, está rodeado de hechos acordes con la naturaleza del nacido: engendrado sobrenaturalmente, apariciones de ángeles que cantan, etc. (Lucas 1-2).El autor del cuarto Evangelio va directamente al grano: Jesús es el Verbo de Dios hecho carne que habitó entre nosotros (Juan 1:1-18); es decir, Dios, en la persona de Jesús, irrumpió en la historia.

Navidad, pues, quiere decir que no estamos solos. Navidad significa “Dios con nosotros”. Y el Verbo –la única Palabra de Dios– vino para predicar el reinado del Padre cuyo signo era la reivindicación de los desheredados de este mundo, de las víctimas por causa de las injusticias… por cuanto el Espíritu le ungió [a Jesús] para dar buenas noticias a los pobres; para sanar a los quebrantados de corazón; para pregonar libertad a los cautivos y para poner en libertad a los oprimidos… (Luc. 4:18-19). Por todo esto, ¡Feliz Navidad!

Emilio Lospitao

“Pero María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lucas 2:19)


Estas frases se habrán repetido miles, millones de veces, a lo largo de los dos milenios de cristianismo, especialmente en los sermones de celebraciones de la Navidad (desde que ésta se instituyera como fiesta en todo el orbe cristiano entrado el siglo IV). El contexto literario de estas frases es el relato de la infancia de Jesús (que sólo Mateo y Lucas mencionan). Estas frases son como un corolario de la aparición de los ángeles y el anuncio de estos a los pastores, vs 8-17 (se repite en v. 51), así como es otro corolario la afirmación “Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres” (v.52) de lo dicho anteriormente en los vs. 39-51, que trata del regreso de la familia a Nazaret (Según Lucas no hubo “exilio” a Egipto, ni matanza de los inocentes, como sugiere Mateo). 

Esta meditación de María, muy lógica si tenemos en cuenta el acontecimiento de una aparición de seres celestiales a unos pastores lugareños, contrasta con lo que debió meditar años después acerca de su hijo adulto, sobre todo por la manera de comportarse éste. Ella, como el resto de la familia (los demás hijos de María) llegaron a pensar que Jesús estaba “fuera de sí” (Marcos 3:21), lo cual se apercibía como una deshonra para él mismo y para toda la familia. Y todo porque ese niño ya adulto se reunía con “malas compañía”: publicanos y pecadores (Cf. Lucas 15:1-2).

Desde una perspectiva socio-religiosa-teológica esta tensión literaria nos enseña mucho. Por un lado nos enseña la expectativa que María tenía de “ese” hijo. Y esta expectativa no podía ser otra que la de cualquier madre judía de su época: ver a su hijo creyente y sujeto a los estándares piadosos de la tradición, lo cual honraba sobremanera: ¡he ahí mi hijo!, diría cualquier madre a su vecindario. Pero María no pudo decir eso. 

No sabemos cuándo empezó Jesús a mostrar sus propios pensamientos acerca de la ley, de las tradiciones de los Ancianos, de las enseñanzas de los fariseos, etc. (sólo los Evangelios apócrifos hablan de la infancia y la adolescencia de Jesús; Lucas 2:41-52 es más legendario que histórico). Pero es obvio, a la luz de los relatos evangélicos, sobre todo cómo terminó la biografía del Jesús histórico, que María tuvo que hacer una profunda catarsis de aquella primera meditación. No pasó desapercibida esta catarsis para el evangelista, por lo cual dice: “y una espada traspasará tu misma alma” (2:35). Tampoco sabemos mucho de esa María, mujer y madre judía, inmersa en sus tradiciones religiosas, en la época pospascual. Sabemos de ella un poco en relación con la pasión y muerte del hijo (Juan 19:25-27), pero nada en relación con la resurrección del hijo, salvo su presencia entre el grupo de los seguidores del Resucitado según cuenta el autor de Hechos de los Apóstoles (Hechos 1:14). 

Emilio Lospitao