“vuestra mujeres callen en las congregaciones…» (1Cor. 14:33b-35).


¿Por qué se prohíbe hablar a la mujer en las congregaciones del cristianismo primitivo? ¿Debe continuar callada hoy?

En principio, la explicación general de esta prohibición la hallamos en los códigos domésticos del orden social patriarcal de la época (Ver “acento hermenéutico” #3, Renovación nº). El contexto local de este texto es la reunión litúrgica de la iglesia, el culto.

“Como también la ley lo dice”

La ley a la que se remite el hagiógrafo es la ley del matrimonio civil, del orden social patriarcal, mediante la cual la mujer debía absoluta obediencia al marido; obediencia objetivada en la sumisión y el recato, sobre todo en presencia de extraños, y cuyo símbolo era el velo.

“Pregunten en casa a sus maridos…”

Porque de esta manera quedaba a salvo el honor del marido, señor de la casa y valedor del orden social según los códigos domésticos (conf. “acento hermenéutico #3, Renovación nº –).

“Porque es indecoroso que una mujer hable en la congregación”

Este “indecoro”, ordinariamente, radicaba ­en –y era coherente con– el estatus de la mujer en una sociedad donde la sumisión y la invisibilidad era su mayor virtud, como refleja el texto. En casos extraordinarios (como parece ser el indicado en 11:5, donde la mujer ora y profetiza en la congregación), este “indecoro” se acentuaba con la privación del velo, como parece ser que ocurrió, lo cual debió de haber originado problemas domésticos además de en la iglesia de Corinto (1Cor. 11:4-6). Para más información sobre la prenda del velo, ver: “Señal de autoridad” en: http://revistarenovacion.es/Biblioteca.html.

[Nota: La visibilidad de la mujer en los primeros escritos neotestamentarios (1-2 Corintios, Romanos, Gálatas, Filipenses…) contrasta con su invisibilidad que comienza con la imposición de los códigos domésticos en los escritos posteriores (Efesios, Colosenses) y termina con la prohibición de hablar y enseñar en los últimos escritos, las Pastorales (1-2 Timoteo, Tito)].

Este estatus de la mujer en la iglesia, que se sintetiza en su invisibilidad, encuentra su explicación en los códigos domésticos del milenario orden social patriarcal, que es el suelo histórico de los textos bíblicos. Y solo desde ese contexto social, político e institucional, se puede desarrollar una exégesis pulcra.

En cualquier caso, la prohibición de los últimos escritos indica que antes la mujer había hablado y enseñado en la iglesia, como testifican las primeras cartas de Pablo (citadas más arriba). Es decir, desde el movimiento de Jesús originario, hasta el tiempo de las Pastorales, había habido una involución considerable en cuanto al papel de la mujer en general y particularmente en la iglesia. Para una explicación más amplia, ver: “La iglesia nació en la casa” en: http://revistarenovacion.es/e-Libreria.html.

Emilio Lospitao

Ser y Estar


Salvo en el último editorial de la ya extinta revista Restauromanía, y en el primero de la presente, no solemos dedicar esta página para hablar de la revista que lo acoge. Hay otros temas más importantes a los que dedicar este espacio.

Esta revista tiene vocación de ser plural, más de lo que fue Restauromanía. Ya en el primer editorial de Renovación decíamos que estaba abierta a la publicación de trabajos de colaboradores de líneas teológicas distintas a la del editor, pero también decíamos que eso no significaba que publicaríamos todo y de todos. En cualquier caso, este editor siempre ha respetado –y respetará– el trabajo de los colaboradores, aunque no lo comparta (salvo en lo que corresponda a la ética y a la estética).

Expulsiones, persecuciones, encarcelamientos, ejecuciones, de tipo religioso, ocupan gran parte de las páginas de los libros de historia. No estaban exentos, tales episodios, de intereses políticos y económicos, pero muchas veces, demasiadas, solo eran porque los “inculpados” no se adecuaban a la “ortodoxia” oficial de cualquier Iglesia (y no solo la de la Iglesia Católica Romana). Los agnósticos, los escépticos y los ateos nos lanzan a la cara estas anécdotas, reales anécdotas, y con mucha razón. ¡Una vergüenza dichos episodios!

Vivimos cada vez más en un mundo globalizado, en todos los sentidos, también en el religioso. El cristianismo –no importa cómo están otras Creencias– está dividido en tres o cuatro Iglesias históricas, en cientos de Denominaciones y en miles de Sectas. Todos, al menos entre los más integristas, se atribuyen tener el monopolio de la verdad. Algunos incluso de la “única” verdad. Unos pocos de nuestra Denominación (Iglesias de Cristo) creen pertenecer a esa única Iglesia “verdadera”. ¡Las divisiones, otra vergüenza!

La única manera de romper ese círculo vicioso (que alimenta la exclusión, la expulsión y, a veces, la estigmatización) es abriendo un amplio círculo inclusivo de diálogo: para hablar y para escuchar, sobre todo esto último. De la escucha atenta nace la amistad, de la amistad la comunión, de la comunión la unidad (no uniformidad) de la cual habló Jesús. El reino de Dios que Jesús enseñó y vivió no consiste en dogmas, sino en el “buen hacer”, y los buenos hacedores se encuentran también fuera de la ortodoxia, sea esta cristiana o de otra confesión (Mat. 25:31-46). Para el corto de entendederas diré que no estoy hablando de sincretismos, o de “todo vale”… El respeto a las creencias ajenas no implica abandonar las propias: es una forma de humanizarse y de humanizar. Se trata de saber ser, que es lo más íntimo y personal de uno mismo. Y se trata de saber estar, porque el saber estar nos dignifica como personas y como cristianos. Entre el Pablo que sugería que sus rivales se “castrasen” (Gál. 5:12) y el Jesús que enseñaba poner la otra mejilla, me quedo con el Maestro. Hay que saber ser (lo que somos y creemos), pero hay que saber estar (respetando lo que otros creen y son). A los únicos que el Maestro no soportó, ni les puso la otra mejilla, fue a los manipuladores de conciencias, a los que ponían la religión por encima de las personas. Ser y Estar, dos verbos. Dos actitudes inclusivas.

Emilio Lospitao

La Iglesia en el camino de la Historia


A la Iglesia (cualquier Iglesia) se la ha identificado con un paquidermo, o con un trasatlántico, por la lentitud de sus movimientos, entendidos estos como el cambio de actitud hacia la modernidad. En la Edad Media, cuando la medicina griega estaba siendo aceptada, algunos religiosos cuestionaban la validez de la misma no solo por ser “griega”, es decir, “pagana”, sino porque era ir en contra de los designios divinos. Considerando que “todo” estaba bajo el control de la Providencia, y, por lo tanto, cualquier desgracia, como la enfermedad, era enviada por Dios o, al menos, permitida por él, ¿quién era el hombre, o la ciencia humana, para contravenir dichos designios divinos? A raíz de estos recelos proliferaron los milagros de sanidad por medio de las reliquias de algún santo o santa… ¡que sí eran legítimas, pues al fin y al cabo tras los milagros estaba la Providencia!

Con esta comprensión de las cosas, la Iglesia se opuso sistemáticamente a todo cuanto la modernidad descubría o innovaba. Se opuso a la “herejía” del sistema heliocéntrico, umbral de la ciencia moderna que tanto ha aportado a la humanidad en los últimos siglos en todas las áreas del conocimiento humano; “herejía” que también rechazó Lutero. Cuando se descubrió la vacuna contra la viruela, el Papa la prohibió en Roma durante años. Cuando la reina de Inglaterra usó la anestesia en un parto, fue cuestionada por teólogos ingleses. Cuando se extendió el uso de la incineración de los cadáveres, la jerarquía católica prohibió los funerales religiosos. Cuando la medicina comenzó los trasplantes de órganos este tipo de operaciones también fueron rechazadas por un tiempo. Cuando, para tratar enfermedades sexuales, la medicina pidió muestras de semen, la jerarquía religiosa prohibió conseguirla por masturbación… La lista es interminable. El denominador común: ¡hemos topado con la Iglesia!

En cualquier caso, y visto a posteriori, los miedos de la Iglesia (de los jerarcas religiosos de cualquier Iglesia), que se materializaban en una férrea oposición a toda innovación, radicaban en los prejuicios científicos, filosóficos y teológicos de un paradigma obsoleto, o sea, en la ignorancia, en la falta de conocimientos sobre los temas en cuestión.

¿Qué consiguió la Iglesia –cualquier Iglesia– oponiéndose sistemáticamente a toda innovación o cambios? ¡Absolutamente nada! ¡Bueno, sí, consiguió distanciarse del pueblo al que quería anunciar las buenas nuevas del Carpintero de Nazaret! Pero este alejamiento cultural y filosófico es una simple consecuencia de su cerrazón frente al fenómeno cultural que supuso la Ilustración y la Edad Moderna, de la cual el sector retrógrado de la Iglesia –cualquier Iglesia– ha aprendido muy poco, salvo algunos teólogos progresistas, incomprendidos por cierto, que se esfuerzan por señalarle el camino en un mundo radicalmente nuevo.

Una lectura rápida de los libros de historia nos muestra que, tras esa virulenta oposición religiosa hacia las innovaciones, estas fueron finalmente aceptadas, primero por la sociedad, por supuesto, pero luego por la misma jerarquía eclesiástica (al menos la progresista). Es decir, el conocimiento cada vez más profundo de cuanto nos rodea, viene a poner las cosas en su sitio. Es cierto que siempre estará ahí ese sector retrógrado, con la Biblia en la mano, pero tiene la batalla perdida de antemano. Es una cuestión de tiempo.

Emilio Lospitao

El discípulo a quien Jesús amaba. Juan 13,21 sig


Seis veces, en el Evangelio de Juan (y sólo en el de Juan), se habla del discípulo “al cual Jesús amaba”. El hagiógrafo tiene un interés especial en no desvelar quién era ese discípulo. A la posteridad nos ha dejado el enigma de quién podría ser el discípulo a quien Jesús, de una manera muy especial, amaba.

La primera referencia que habla del discípulo que Jesús amaba se encuentra en el Evangelio de Juan con ocasión de la muerte de Lázaro. Las hermanas de éste hicieron llegar a Jesús la noticia de que su hermano se encontraba muy enfermo. El texto joánico dice que “enviaron, pues, las hermanas para decir a Jesús: Señor, he aquí el que amas está enfermo”. (Juan 11,3). ¿Tiene aquí la expresión “el que amas” la misma connotación que en los otros lugares de los Evangelios?

La segunda referencia de este enigma tiene como marco literario una cena (donde los Sinópticos sitúan la institución de la “Santa Cena”). Este discípulo “estaba recostado al lado de Jesús”… “recostado cerca del pecho de Jesús” (13:23, 25). Fue a este discípulo a quien Jesús le declaró quién le iba a traicionar.

La tercera referencia la hallamos en el momento cumbre de la pasión, junto a la cruz, cuando todos los demás discípulos habían huido, excepto la madre de Jesús y el “discípulo a quien él [Jesús] amaba” (19:26). Jesús, agonizante, pero consciente de quiénes eran las personas que estaban acompañándole en tan decisivo momento, se dirigió a su madre, María, y le dijo: “Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo [a quien Jesús amaba]: he ahí tu madre” (19:26-27). 

Y desde aquella hora el discípulo [a quien Jesús amaba] la recibió en su casa. sólo el autor de este Evangelio narra esta brevísima escena. ¿Por qué? ¿Carecía de significado para los otros tres evangelistas? ¿Qué quiso decir el autor del cuarto Evangelio dejando escrito este importantísimo detalle de la pasión, recalcando una vez más quién era el discípulo que no huyó, como habían hecho los demás, y que se mantuvo allí, compartiendo el dolor de una madre?

La cuarta referencia se encuentra en un escenario totalmente diferente: ¡Jesús ha resucitado! María Magdalena fue la primera mujer que ha visto el sepulcro vacío (y la primera en ver a Jesús resucitado – Mateo 28:9-10). Ésta corrió a dar esta buena nueva a Pedro y al otro discípulo, “aquel al que amaba Jesús” (20:1-2). Según este texto, el discípulo a quien amaba Jesús no era María magdalena, como algunos han deducido de otras exégesis, pues María Magdalena es una persona distinta a Pedro y al “discípulo”. Estos corrieron juntos, pero el “discípulo” corrió más aprisa que Pedro. ¿Era más joven que Pedro? Cuando el “discípulo” entró en el sepulcro vacío, vio “y creyó”. ¿También el “discípulo amado” abrigaba dudas? 

La quinta referencia la encontramos junto a las aguas del Mar de Tiberíades. ¿Estaban aquí porque el Resucitado les había ordenado ir Galilea (Mateo 28:10), o porque ante el “fracaso” de la cruz lo que quedaba era volver de nuevo a la pesca (Simón Pedro les dijo: Voy a pescar. Ellos dijeron: Vamos nosotros también)? Cuando iba amaneciendo, tras una noche de infructuosa pesca, el Resucitado se presentó en la playa… Y fue “aquel discípulo a quien Jesús amaba” que dijo a Pedro: ¡Es el Señor! (21:7). 

La sexta y última referencia es la más enigmática. El autor del cuarto Evangelio, que no usa ni una sola vez el sustantivo “apóstol” (usa siempre “discípulo”), y omite voluntariamente la escena en la región de Cesarea de Filipo (Mateo 16:13 sig. – muy escuetamente Marcos 8:27 sig. y Lucas 9:18 sig.), aquí expone a Pedro en la situación más humillante a la que una persona puede ser expuesta: ser restaurado al pastorado después de haber negado a Jesús (Juan 18:25-27 y par.). Después de esta restauración, viendo Pedro que les seguía “el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado al lado de él… dijo a Jesús: Señor, ¿y qué de éste?” A continuación, el hagiógrafo escribe: “Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas, y escribió estas cosas; y sabemos que su testimonio es verdadero” (21:24).

A partir de aquí caben muchas interrogantes: ¿Es el apóstol Juan, hijo de Zebedeo, el autor de este último versículo en tercera persona? ¿Es “otro” discípulo, de la escuela de Juan, que culmina el Evangelio que éste escribió, testificando de su veracidad? ¿Es la continua referencia del “discípulo que Jesús amaba” una manera para ocultar su propia identidad, por humildad, por precaución…? ¡Y por qué tanto interés en dejar su autoría como un enigma? ¿Quién fue realmente ese discípulo “a quien Jesús amaba”?

Emilio Lospitao