¿Era necesaria una ley?


Después de cuatro años de tramitación, el Parlament catalán aprobó el pasado 2 de octubre la primera Ley de Derechos de las Personas Gais, Lesbianas, Bisexuales y Transexuales. Esta ley tiene como objetivo, según sus defensores, erradicar la Homofobia. Excepto el PP, todos los demás partidos del Parlament catalán votaron a favor de dicha ley. Es la primera de estas características que se aprueba en España.

No han faltado quienes –sobre todo religiosos– se han llevado las manos a la cabeza ante la aprobación de dicha ley. Quizás porque están acostumbrados a todo lo contrario, que se promulguen leyes que inculpan, encarcelan e incluso matan a las personas por su condición homosexual. Estas personas que se escandalizan por la aprobación de esta ley –sobre todo religiosas– conocen muy bien el número de víctimas que sufren discriminación, acoso, linchamiento y muerte por expresar públicamente su orientación sexual. No obstante, suelen callarse ante esa actitud beligerante y agresiva porque quizás piensan que es “lo que se merecen”. Orientación sexual que sienten y viven desde que tienen uso de razón. Es decir, no se trata de una “perversión” que libremente eligieron de adultos, sino una condición esencial de su ser individual que encontraron desde antes de salir del vientre de su madre.

Quienes se han llevado las manos a la cabeza subrayan que esta ley se ha aprobado por la presión del “Lobby Gay” sin caer en la cuenta de que ellos mismos constituyen otro Lobby que se opone y condena al colectivo formado por personas LGTB. Obviamente, esta ley recién aprobada está dirigida a proteger los derechos de estas personas: los derechos de ser respetadas y aceptadas en todos los ámbitos, sean públicos o privados, sin menoscabo de su orientación y desarrollo sexual particular. Independientemente de dicha orientación sexual, el valor que merezcan como personas radicará en su ética, como cualquier hijo de vecino. ¿O no querrán tampoco que las personas con orientación sexual homosexual ejerzan como jueces, médicos, profesores…?

Por supuesto que el colectivo LGTB se mueve con una ideología propia y particular: la que necesitan para subsistir y luchar por sus derechos como individuos en medio de una sociedad donde otra minoría, especialmente de adscripción religiosa, los acosa haciendo uso de las instituciones y la ley misma. Exactamente igual se mueven con una ideología propia y particular, pero de signo contrario, los colectivos –sobre todo religiosos– que señalan, acosan y persiguen a las personas LGTB. ¿Dónde está la diferencia excepto que son ideologías opuestas?

¿Hacía falta una ley que protegiera de la homofobia al colectivo LGTB? Sí, y muy necesaria. Al menos hasta que la homofobia instalada en la ideología de estos sectores –sobre todo religiosos– deje de existir.

Emilio Lospitao

“porque no permito a la mujer enseñar…» (1 Timoteo 2:12).


El estatus de la mujer que enarbola estas declaraciones de la Pastoral se fundamenta en dos pilares institucionales de la época: a) La “casa”, donde nació la iglesia; y b) Los códigos domésticos donde se fundamentaba la institución de la familia, cuyo estatus de la mujer era de sumisión al paterfamilias.

  1. La casa donde nació la iglesia

La expresión “con toda su casa” o “la iglesia de su casa” se repite varias veces en el libro de los Hechos y en algunas epístolas (de Pablo) para referirse a la conversión de alguna persona en particular y con él “toda su casa” (Juan 4:53; Hechos 11:14; 16:15, 31-34; 18:8; etc.). También se habla de la “casa” como lugar natural de reunión de la iglesia que surge de dichas conversiones (Romanos 16:5; 1 Corintios 16:19; Colosenses 4:15; etc.). Estos dos aspectos que acabamos de citar indica la importancia que tuvo el entorno físico e institucional del “orden social de la casa” en el desarrollo de las comunidades cristianas primitivas. Ahora bien, el concepto que hoy tenemos de “casa” no era el concepto que tenían los cristianos del primer siglo en Oriente Medio y la cuenca mediterránea.

En primer lugar, el sustantivo «casa» (oikos/oikia) en el contexto social y político, tanto en el entorno judío como en el greco-romano, es un término polisémico: se refiere tanto a la casa-inmueble como a la casa-familia. Hoy, en algunos contextos literarios, sigue usándose con este doble sentido.

En segundo lugar, la «casa» de aquella época la formaban tanto los hijos y las hijas de la esposa principal como los de la(s) esposa(s) secundaria(s) [concubina(s)], juntamente con los esclavos y esclavas, además de otras personas dependientes del patronazgo del amo de la casa.

En tercer lugar, el orden social de “aquella” casa era de signo patriarcal, tanto en el mundo judío como en el greco-romano. Esto significa que el “señor” de la casa era varón, padre y amo, a quien correspondía no sólo el derecho de disponer y de dar órdenes, sino de castigar.

  1. Los códigos domésticos

Se llaman códigos domésticos a unos textos en los que se inculcan los deberes recíprocos de los miembros de la casa y se confirman las relaciones jerárquicas tradicionales. Los códigos domésticos que encontramos en el NT, que se corresponden con los códigos de la época, dan cuenta de este patriarcalismo (Colosenses 3:18-4,1; Efesios 5:21-6,9 y 1 Pe 2:18-3,1).

El origen de estos códigos domésticos se pierde en la noche de los tiempos, pero su ámbito es judeo-helenista: ya se ocuparon de ellos los filósofos socráticos:

Platón (La república) señala que (en la polis) lo propio de “los niños, mujeres y esclavos es la sumisión, de la misma forma que en un hombre los apetitos deben estar sometidos a la razón”.

Aristóteles (La política), por su parte, considera la triple relación que aparecerá luego en los códigos domésticos neotestamentarios:

“Ahora bien, como todo se debe examinar por lo pronto en sus menores elementos, y las partes primeras y mínimas de la casa son el esclavo y el amo, el marido y la mujer, el padre y los hijos, habrá que considerar respecto de estas tres relaciones qué y cómo debe ser cada una, a saber: la servil (despotike), la conyugal (gamike) y la procreadora (teknopoietike).

Aristóteles suponía que el orden jerárquico de la casa era un momento del orden natural del cosmos y, por tanto, tan inamovible como él: “Una casa y una ciudad son una imitación según la analogía del gobierno del mundo”. De estos códigos también hablaron Séneca y Filón de Alejandría. Es decir, las admoniciones bíblicas “la mujer aprenda en silencio”, “porque es indecoroso que una mujer hable en la congregación”, etc. tienen como contexto los códigos domésticos del orden social patriarcal de la época. Los hagiógrafos simplemente los evocan.

Emilio Lospitao

El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob


La frase que sirve de título a este editorial se repite una docena veces en el Antiguo Testamento, con la única variante de que el nombre de Jacob se cambia, a veces, por “Israel”; y cinco veces en el Nuevo Testamento. Siempre, tanto en un Pacto como en el otro, se usa para referirse al Dios uno y único de la fe, al Misterio objetivado como “Creador”, “Padre”, “Salvador”… Los personajes de la Biblia, sumergidos en las diferentes experiencias de la vida, se dirigieron a Él unas veces para cantar su gratitud; otras, para solicitar su socorro ante las desgracias, los sufrimientos, las injusticias…; otras, en cualquier caso, para afirmar que, a pesar de su silencio, confiaban en Él porque suponían que el Ser por antonomasia, Padre/Creador, no abandonaba nunca a sus criaturas. Y todo esto como resultado de la fe y la confianza en el Ser que se le siente revelado en los acontecimientos de la historia. Y porque es sentido como revelado, se habla y se escribe acerca de Él en la casa, andando por los caminos, al acostarse… como algo cotidiano. Porque la vida se entiende mejor a partir de la aceptación inequívoca y misteriosa de Su presencia. Este sentir revelado produjo el conjunto de libros que llamamos “Biblia” (y otros Libros sagrados). Pero el Misterio sentido como revelado es más que un Libro, o muchos Libros. A pesar de la revelación sentida, el Ser (“Yo soy el que soy”) continúa siendo Misterio. La frase del comienzo, pues, es una indicación hacia un “agarrarse al Misterio que es la Vida”.

Jesús, haciendo un atajo verbal y dialéctico, como respuesta a los Saduceos de su época (religiosos advenedizos del sistema político, y de ideología materialista), que negaban cualquier trascendencia de la vida humana, evoca la frase, cual epitafio, del “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” como afirmación inequívoca de la trascendencia humana (Mat. 22:23-32). Dios es Dios de vivos no de muertos. No hay un discurso más contundente de la trascendencia de la vida, que hablar de Dios/Creador como el Dios de la Vida. Tras la muerte de nuestros seres queridos solo sabemos que nos dejan. Se van. De ellos solo nos queda la memoria y el recuerdo de sus obras. Aun así, “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, sigue siendo el Dios de los que nos dejaron; también sigue siendo el Dios nuestro cuando partamos de aquí (aunque no exista un allí como localización espacio-temporal). Ese allí (espacio-temporal) no deja de ser una simple metáfora de una Realidad, pero no la Realidad misma.

Ante esas situaciones críticas, perplejas, dolorosas…, de la vida de cualquier persona: la muerte ajena o propia, Jesús no tuvo otras palabras de consuelo que remitirse a la esperanza de la resurrección (Juan 11:20-27). Cualquier cosa que sea y signifique esta “resurrección”, es una vuelta a la idea de un Dios que no solo es la fuente, sino el dador de la Vida. Concepto este sintetizado en la mente colectiva veterotestamentaria como “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”: ¡la Teología reducida a su mínima expresión! Todo lo demás es simple religión para explicar el Misterio. Lamentablemente, muchas veces, la religión, o las religiones, más que explicar este Misterio, lo desfiguran. Y lo que es peor: desde algunos púlpitos cristianos se pervierte por su ñoñería.

Emilio Lospitao

“Por lo cual la mujer debe tener señal de autoridad” (El velo) 1Cor. 11


En la época del Nuevo Testamento, además de un símbolo de pudor, el velo era también un símbolo del estatus de subordinación al varón, según las reglas del honor. Pero por razones que solo podemos especular, a la luz del 1Cor. 11, algunas mujeres cristianas de Corinto habían prescindido del “signo” (velo) que mostraba su sujeción al marido además de su recato en aquella cultura. Esta actitud por parte de aquellas mujeres originó un problema no solo en el hogar y en la iglesia, sino en el testimonio hacia “los de afuera” (los no cristianos). Por ello, y ante el escándalo que suponía en todos los órdenes, el Apóstol intervino de manera fulminante. La proposición apologética de Pablo es la siguiente: “Porque si la mujer no se cubre, que se corte también el cabello; y si le es vergonzoso a la mujer cortarse el cabello o raparse, que se cubra” (v.6). A continuación el Apóstol razona su proposición mediante tres argumentos, dos teológicos y uno estético.

Primer argumento teológico: “Porque el varón no debe cubrirse la cabeza, pues él es imagen y gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón” (v. 7). Pablo apela al orden cósmico de los estatus sobre los que está organizado el mundo simbólico de su época: en el rango Dios-Hombre-Mujer-Esclavo, el más próximo a Dios es el hombre, por ello él es la gloria de Dios, y la mujer es la gloria del hombre porque le sigue en rango.

Segundo argumento teológico: “Porque el varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón y tampoco el varón fue creado por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón” (vs.8-9). El Apóstol evoca el segundo relato de la creación de Adán y Eva (el sacerdotal), donde la mujer es creada en último lugar, después incluso que los animales (Gn. 2:4 sig.). Sin embargo, en el relato “yavista”, ambos son creados a la vez: ”Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Gn 1:27).

Argumento estético: “Juzgad vosotros mismos: ¿Es propio que la mujer ore a Dios sin cubrirse la cabeza? La naturaleza misma ¿no os enseña que al varón le es deshonroso dejarse crecer el cabello? Por el contrario, a la mujer dejarse crecer el cabello le es honroso; porque en lugar de velo le es dado el cabello” (vs.13-15). Aquí, por naturaleza, se refiere a la “costumbre”. Aunque parezca lo contrario, “en lugar de velo le es dado el cabello” no significa que el cabello largo sustituye al velo, sino que la costumbre (naturaleza) del cabello largo confirma que debe cubrirse con el velo.

Conclusión: “Por lo cual la mujer debe tener señal de autoridad sobre su cabeza…” (v.10).

Desde una exégesis literalista (hablar donde la Biblia habla…), hoy la mujer debería cubrir su cabeza con un velo. No obstante, el hecho de que “cubrirse” la mujer con un velo fuera en aquella época una costumbre (relacionada con el pudor y la sumisión), significa que la teologización de dicha costumbre no conlleva la obligación atemporal de la misma. Analizada esta teologización en su contexto nos indica que la misma no tiene un carácter absoluto, sino local y circunstancial en el contexto donde y cuando se formalizó. Nos vale el principio (cuando tenga que ver con la estética y la ética), pero no la norma cosificada en el velo.

Emilio Lospitao