Introducción
Cuando se acercaba el siglo XXI, con las celebraciones del milenio, me sentí cada vez más llamado a evaluar el estado de la religión cristiana en el mundo. Por todas partes había múltiples signos de su declive y quizá, incluso, de su muerte inminente. Cada vez menos personas acudían a las iglesias en Europa, y las que lo hacían eran cada vez más ancianas. Las Iglesias de Norte América se sumían, o bien en un vacío tan liberal como insulso, o bien en un fundamentalismo anti-intelectual. Las Iglesias sudamericanas se alejaban cada vez más de las preocupaciones de la gente, y ninguno de sus líderes parecía capaz de hablar a esas preocupaciones con autoridad. Nada de esto era nuevo. A lo largo de los últimos 500 años, ante cada descubrimiento procedente del mundo de la ciencia en lo que se refiere a los orígenes del universo y de la vida misma, las explicaciones ofrecidas por la Iglesia cristiana parecían cada vez más desfasadas e irrelevantes. Los líderes cristianos, incapaces de asumir la revolución en el conocimiento, parecían creer que la única forma de preservar el cristianismo era no alterar los viejos patrones y no prestar atención a los nuevos conocimientos (ni mucho menos ponerlos en práctica).
Conforme afrontaba estas cuestiones como obispo y como cristiano comprometido, llegué a convencerme de que la única forma de salvar al cristianismo como fuerza para el futuro era encontrar en la Iglesia el coraje que la hiciese capaz de renunciar a muchos esquemas del pasado. Traté de articular este desafío en mi libro Por qué el cristianismo debe cambiar o morir, publicado justo antes de la llegada del siglo XXI. En ese libro examiné en detalle los temas que –estaba convencido– el cristianismo debía afrontar.
Poco después de la publicación de ese libro reduje su contenido a doce tesis, que puse, a la manera de Lutero, en la entrada principal de la capilla del Mansfield College, en la Universidad de Oxford, en el Reino Unido. Después envié por correo copias de esas doce tesis a todos los líderes cristianos reconocidos del mundo, incluyendo al Papa, al Patriarca de la Ortodoxia Oriental, al Arzobispo de Canterbury, a los líderes del Consejo Mundial de Iglesias, a los líderes de las Iglesias protestantes tanto en Estados Unidos como en Europa, y a las más conocidas voces televisivas del cristianismo Evangélico. Fue un intento de llamarlos a un debate sobre los verdaderos problemas que –tenía la certeza– la Iglesia Cristiana tiene ante sí hoy día. Presenté mis doce tesis con un lenguaje tan audaz como me fue posible, pensado ante todo para suscitar respuestas y debate.
Recientemente, los editores de la revista Horizonte me pidieron que explicase en su publicación en América Latina, a través del mundo de habla hispana y en definitiva para los cristianos de todo el mundo, mis razones para llamar al debate sobre estas doce tesis. Estoy encantado con esta oportunidad de hacerlo. Recibo con gozo las respuestas de cristianos de todas partes. No me presento como experto ni pretendo tener certezas cuando ofrezco mis respuestas, pero confío en que entiendo los problemas que afrontamos como cristianos que quieren conectar con el siglo XXI.
TESIS 1
El teísmo como forma de definir a Dios ha muerto. Ya no puede entenderse a Dios de forma creíble como un ser con poder sobrenatural, que vive por encima del cielo y está listo para interferir en la historia humana periódicamente, a fin de hacer cumplir su divina voluntad. Por tanto, hoy, la mayor parte de lo que se dice sobre Dios no tiene sentido. Debemos encontrar un nuevo modo de conceptualizar a Dios y de hablar sobre Él.
Dado que esta tesis es determinante para todas las demás, le dedicaré más tiempo y ocuparé más espacio tratándola que con cualquiera de las otras. Es importante que los cristianos admitamos la crisis de la fe en que vivimos, para entender así su origen y reconocer que esta no puede ser negada ni ignorada.
La persona que, en mi opinión, dio inicio a una nueva visión de la realidad que aún hoy sigue desafiando la credibilidad de la forma tradicional de expresar la mentalidad cristiana, fue un devoto monje polaco llamado Nicolás Copérnico, que vivió en una época tan lejana como el siglo XVI. Sin embargo, pocos en aquel momento fueron conscientes de los descubrimientos de Copérnico ni de sus conclusiones, de modo que, en realidad, murió sin haber desafiado nunca la conciencia de la Iglesia. Nadie entendió la profundidad de la revolución que él había comenzado, y así fue hasta el punto de que a su muerte se le acogió en el seno de la Madre Iglesia.
Sin embargo, el sucesor intelectual inmediato de Copérnico fue un astrónomo italiano del siglo XVII llamado Galileo Galilei, el cual, como Copérnico, era profundamente católico. No sólo tenía una hija monja, sino que él mismo era conocido en los círculos más altos del Vaticano, que confiaban en él. Era un verdadero amigo del que por entonces ejercía de Papa, sentándose en la silla de Pedro. Galileo había construido su propio telescopio y, al igual que Copérnico, estudió el movimiento de los cuerpos celestes, buscando siempre entender la relación de unos con otros y de todos con la Tierra. La teoría de Copérnico de la localización del sol en el centro del Universo era algo de lo que Galileo había llegado a convencerse. Aunque pareciese radical y revolucionario, Copérnico estaba seguro de que la relación entre la Tierra y ese Sol en el centro consistía en ser un satélite que da vueltas a su alrededor, en un ciclo anual. Esta idea se ajustaba a las conclusiones a las que Galileo había llegado, y respondía a muchas de sus preguntas, lo que, lentamente pero con seguridad, le hizo aceptar lo que luego llegaría a llamarse “la revolución copernicana”. Galileo, sin embargo, a diferencia de Copérnico, no vivía en el claustro. Era un conocido científico, toda una figura pública. Ni se le ocurriría abstenerse de escribir y publicar sobre sus hallazgos. Fue precisamente al hacerlo cuando descubrió que sus escritos estaban provocando debate y controversias que inevitablemente lo llevarían a un conflicto directo con la jerarquía de la Iglesia Católica. En aquel momento histórico, la Iglesia era aún una poderosa fuerza política. Su poder estaba en su pretensión, ampliamente aceptada, de que tenía la autoridad para hablar en nombre de Dios. Eso significaba que los líderes de la Iglesia Católica tenían tanto una necesidad política como un deseo ególatra de controlar el pensamiento, para definir la verdad y para interpretar la realidad para todo el mundo. Ciertamente, una duda que –viniese de donde viniese– pareciera erosionar esa parte del papel de la Iglesia, sería un desafío a su autoridad.
La verdad poseída y preservada por la Iglesia se decía que había sido recibida como resultado de la revelación divina. Se había enseñado a la gente a creer que esta verdad no sólo se había revelado en Jesucristo, sino que también se había plasmado en términos de lo que estaban bastante seguros que era una cosmología no cuestionada e incuestionable. Esta cosmología se podía enunciar de manera simple: Dios habita por encima del cielo; la Tierra era el centro, no sólo del universo, sino también de la atención de Dios. La mirada divina que todo lo ve en el mundo desde su reino celestial asistía a Dios en la tarea de registrar todas las acciones y fechorías de cada ser humano. Se guardaban libros de registro de las acciones humanas, los cuales constituían la base sobre la que cada existencia humana se juzgaría al final de los tiempos. Ese era también el momento en que se decidiría el destino eterno de la persona. La Iglesia y su sistema de fe funcionaban así como un sistema de control increíblemente poderoso del comportamiento humano. Eso era, en esencia, lo que tanto Copérnico como Galileo parecían cuestionar directamente. Era un desafío, no sólo a lo que se percibía como la verdad, sino también al poder político. No se podía ignorar. Así, se acusó a Galileo de Herejía. Al final, fue condenado. El castigo habitual por la herejía en aquel tiempo era la muerte por el fuego, es decir, que el hereje era quemado en la hoguera.
El juicio de Galileo tuvo mucha publicidad. Sus ideas no sólo se atacaron con severidad, sino que los eclesiásticos que realizaron la investigación las ridiculizaron. Se acusaba a la visión de Galileo de ser contraria a la “Palabra de Dios” tal como se reveló en las Sagradas Escrituras, que, en aquel momento, se creía que eran las palabras de Dios dictadas con un sentido literal. Si Galileo estaba en lo cierto, la Biblia y la Iglesia se equivocaban. Esa era la conclusión eclesiástica que sellaría el destino de Galileo. Casi en cada página de la Biblia había un relato según el cual Dios vivía por encima del cielo, en el estrato superior de un universo organizado en tres niveles. Dios había mandado la lluvia desde el cielo en tiempos de Noé y el diluvio (Gen 7). En el libro del Génesis la gente quiso construir la Torre de Babel, tan alta que alcanzaría al cielo, donde se creía que vivía Dios (Gen 28). Se decía de Moisés que había recibido la Tora de Dios, que bajó del cielo a la cima del Monte Sinaí para entregarle directamente aquellas tablas de piedra que contenían los Diez Mandamientos (Ex 20). En el libro de Josué, el sucesor de Moisés había rogado a Dios, en medio de los rigores de la batalla, que detuviese el sol en su movimiento celeste alrededor de la tierra, para que su ejército dispusiese de más horas de luz en las que destruir a sus enemigos (Jos 10). Elías fue transportado al cielo, al reino de Dios, en un carro mágico ardiente tirado por caballos igualmente mágicos, y fue impulsado hacia la gloria por un poderoso torbellino que, enviado por Dios, venía del cielo (2 Re 2).
Los presupuestos bíblicos que apoyaban la idea de que Dios vivía por encima del cielo no estaban sólo en lo que los cristianos llamaban el Antiguo Testamento. Cuando Jesús nació, según el Evangelio de Mateo, Dios puso una nueva estrella en el cielo para anunciarlo (Mt 1). El autor del Evangelio de Lucas había escrito que unos ángeles aparecieron en el cielo, de entre la oscuridad del cielo de medianoche, para anunciar su llegada a los pastores que estaban en una ladera (Lc 2). Se dijo luego que Jesús ascendió al cielo, por encima de la tierra para estar con Dios (Hch 1). Todas las secciones de la Biblia presuponían que la tierra estaba en el medio de un universo con tres niveles. Galileo había desafiado esta antigua y universalmente aceptada visión del mundo y, en el proceso, había desestabilizado este saber tradicional, sólidamente asentado hasta entonces. Había alterado la forma del universo. La intuición de Galileo desplazaba a Dios de su divina morada y, a fin de cuentas, lo convertía en un sin-techo. Si Dios no habitaba por encima del cielo, ¿dónde estaba? Los seres humanos no podían imaginar a Dios viviendo en ningún otro sitio. Por tanto, el pensamiento de Galileo sacudía los cimientos de la visión cristiana del mundo. No sorprende que en el juicio fuese hallado culpable de herejía. Se le condenó a morir quemado en la hoguera. Sin embargo, debido a su avanzada edad y a su frágil salud, y ayudado por sus conexiones con las altas esferas del Vaticano, se llegó a un acuerdo con la acusación. A Galileo le tocó renunciar a sus propias conclusiones y admitir públicamente que se había equivocado. También se avino a no publicar sus ideas nunca más en ningún medio de comunicación. Finalmente, aceptó una condena de arresto domiciliario para el resto de su vida. A cambio de estas considerables concesiones, el tribunal vaticano le perdonó la vida. La crisis se había superado, o eso pensaban al menos los líderes eclesiásticos. La verdad, sin embargo, no puede rechazarse simplemente porque no resulta conveniente, y los hallazgos de Galileo tenían a la verdad de su parte. En diciembre de 1991 el Vaticano anunció finalmente que ahora creía que Galileo estaba en lo cierto. En aquel momento, se habían iniciado los viajes espaciales. Los descubrimientos en astronomía y astrofísica habían aumentado exponencialmente. Se había diseñado el telescopio Hubble, y la verdadera vastedad del Universo comenzaba a abrirse paso en la conciencia humana, de un modo incontrovertible. El resultado de esta controversia en torno a Galileo era que se había desplazado a Dios definitivamente. Las antiguas interpretaciones sobre la configuración del mundo y sobre el concepto de Dios vinculado a ese mundo empezaron a desvanecerse. Las nuevas definiciones aún no se habían aclarado del todo, eran aún difíciles de asumir intelectual y emocionalmente. El cristianismo y su autoridad, sin embargo, empezaron a tambalearse. Este tambaleo habría de hacerse más intenso, mucho más de lo que se percibía entonces, a medida que, en la conciencia humana, comenzaban a abrirse paso otros hallazgos, de otras disciplinas. Galileo había provocado que el mundo experimentase un periodo de rápida transformación y crecimiento y, al precipitarse todos estos cambios sobre la conciencia humana, pronto se haría obvio que el cristianismo, tal como se había entendido tradicionalmente, ya no encajaba en este nuevo mundo que nacía.
El año en que Galileo murió, nació Isaac Newton en la región Northumbria, en Inglaterra. Fue ante todo un matemático, pero las matemáticas lo llevaron a una nueva comprensión de cómo funcionaba el Universo. Estudió la causalidad, la gravedad, y la interrelación de todos los seres vivos. No había lugar en el universo de Newton para un Dios exterior que interviniese de modo sobrenatural en la historia humana. El margen para la realización de eso que llamábamos “milagros” se reducía sensiblemente. El concepto de “milagro” pronto empezaría a desaparecer del vocabulario humano y, al final, de todas nuestras expectativas. Este impacto se dejó sentir en muchos aspectos de la vida.
Cuando los humanos empezamos a entender algo sobre los frentes atmosféricos y sobre lo que los causaba, así como sobre otras realidades geológicas, dejó de creerse que Dios controlase cosas como los huracanes, las riadas, las sequías o los terremotos. Nadie siguió pensando que estos sucesos naturales fueran instrumentos de la ira de Dios, o un procedimiento divino para castigar a la gente por sus pecados. Los seres humanos explicaban ahora estos hechos como hechos naturales, causados por cosas tales como los sistemas de bajas presiones que se desplazan a través de las aguas calientes del océano, o el movimiento de las placas tectónicas muy por debajo de la superficie de la tierra. Dios, expulsado del cielo por Galileo, comenzaba ahora a quedar desvinculado de cualquier función relativa a los patrones climáticos. En este momento, la idea de Dios como un ser exterior a este mundo, y aun así dispuesto a y capaz de interferir en este mundo, estaba ya en retirada. De repente, los seres humanos habían dejado de entender por qué un ser exterior al mundo llamado Dios era necesario, o simplemente qué era lo que ese Dios hacía. Los traumas en el concepto tradicional de Dios seguirían dejándose sentir mientras la explosión del conocimiento seguía incidiendo sobre nosotros, procedente también de otras fuentes. Ahora, Dios no sólo era un sin-techo, sino que, progresivamente, se convertía en un desempleado. Ya no tenía ningún trabajo que hacer.
En los años treinta del siglo XIX, un naturalista inglés llamado Charles Darwin comenzó su viaje alrededor del mundo en el Beagle. Este viaje alcanzaría su punto culminante en las islas Galápagos, frene a la costa de Ecuador, en América del Sur. Allí encontraría Darwin evidencias ciertas de que la evolución de las especies está causada por la interacción de los seres vivos con un entorno en continuo cambio. En 1859, publicó sus hallazgos en el libro titulado El origen de las especies por medio de la Selección Natural[1]. Pocos años después haría seguir a este libro otro titulado El origen del hombre[2]. En aquellos libros, Darwin sostenía que toda vida evolucionó a lo largo de millones, incluso miles de millones de años, a partir de simples células. De modo que toda esa vida estaba conectada; ninguna especie existía de forma permanente, sino que estaba siempre sometida a un devenir; la humanidad surgió de la familia de los primates, y el relato de la creación del libro del Génesis no era ni biológica ni históricamente exacto. Empezó a ser evidente para el saber humano que no fuimos creados, en ningún sentido, a imagen de Dios, sino que Dios había sido creado a imagen de la humanidad. También se hizo cada vez más evidente que los seres humanos no estaban sólo un poco por debajo de los ángeles, como sugería el libro de los Salmos (Sal. 8), sino que estábamos, de hecho, sólo un poco por encima de los simios. Todo esto llevó a conclusiones perturbadoras y que causaban miedo, pero su verdad se confirmaría una y otra vez en los años siguientes, y hoy está completamente aceptada, al menos en los círculos intelectuales.
Más tarde, pero aún en ese siglo XIX, un doctor francés llamado Louis Pasteur descubrió los gérmenes y, con ese descubrimiento, comenzó la práctica de la moderna medicina. Hubo un tiempo en que se creía que la enfermedad estaba en manos de Dios. Se trataba, por tanto, con oración y sacrificios, pensados para mover a Dios a poner fin a aquello que se creía que era un castigo divino. Pero, a medida que se entendió lo que eran los gérmenes, los virus, las oclusiones coronarias, los tumores y diversas leucemias, el tratamiento pasó de la oración y el sacrificio a los antibióticos, la cirugía, la quimioterapia, la radioterapia y las medidas preventivas asociadas a la dieta y el ejercicio. Una vez más, el Dios que se concebía como un ser exterior, sobrenatural, que intervenía con milagros, fue apartado de otra zona de la vida humana y, en ese proceso, la medicina se secularizó cada vez más. Cada vez con más rapidez el concepto teísta de Dios empezó a quedar arrinconado en la conciencia humana.
A principios del siglo XX, un médico alemán llamado Sigmund Freud empezó a sondear la mente humana con su estudio de la naturaleza del inconsciente, las emociones y las actividades de lo que una vez llamamos “el alma”. Con este estudio, Freud hizo entrar al pensamiento occidental en una comprensión completamente nueva de la condición humana. Muchos de los símbolos que una vez estuvieron en el núcleo del relato cristiano parecían ahora muy diferentes, al ser analizados desde la perspectiva freudiana. ¿Era el “Dios Padre” del cielo una mera proyección de la autoridad paterna humana? ¿Era el poder de la culpa, en el que una parte tan importante de la vida cristiana había estado basada, algo más que una forma de control del comportamiento humano? Esta poderosa fuerza de la culpa se había proyectado también hacia la otra vida, vida de eterna bienaventuranza o de llamas eternas, pero ahora, de forma bastante repentina, parecían no proceder de la revelación divina, sino de desórdenes psíquicos. Dios, concebido como juez, empezó a ser reconocido como una más de las formas que tenemos los humanos de tratar con nuestra propia falta de autoestima y bienestar mental. El temor de Dios, que conformaba buena parte del cristianismo, con sus imágenes del cielo y el infierno, empezó a desaparecer. La retirada de Dios hacia la irrelevancia ante los nuevos conocimientos casi se había completado.
También en el siglo XX, un físico alemán llamado Albert Einstein, que pasó buena parte de su vida adulta en la universidad de Princeton, en Nueva Jersey, empezó a estudiar lo que llegaría a llamarse “relatividad”. Se descubrió que el tiempo y el espacio no eran infinitos, sino finitos, y relativos siempre el uno al otro. Dado que la vida humana se desarrolla en el espacio y en el tiempo, también se desarrolla en medio de la relatividad. Todo lo que hacemos y decimos, lo hacemos y lo decimos en medio de la relatividad del espacio y el tiempo. Esto significa que no hay algo así como una verdad absoluta. Incluso si hubiese una verdad absoluta, no podría ser pensada ni expresada en el marco de la experiencia humana. Tras esta conclusión, todas las pretensiones religiosas de objetividad desaparecían. No hay algo así como “la verdadera religión” o “la verdadera Iglesia”. No hay algo así como un Papa o una Biblia infalibles. No hay algo así como un credo eterno ni una doctrina particular que pueda definirse como verdadera para todos los tiempos. La vida humana se vive, más bien, en un mar de relatividad. La vida es un viaje sin fin que nos sumerge en lo que quiera que en definitiva sea lo real, pero nadie que esté atado al tiempo puede conocer y abarcar plenamente esa realidad. Así pues, la Iglesia cristiana nunca podrá ofrecer a nadie la seguridad de las certezas. Ninguna institución humana, incluida la Iglesia, posee la verdad eterna, ni puede poseerla. Los seres humanos y sus instituciones sólo pueden, por decirlo con palabras de Pablo, «ver oscuramente, como en un espejo, en enigma» (1 Cor 13:12).
Esta crónica de la articulación del conocimiento humano desde el siglo XVI hasta hoy, tan breve y, por tanto, tan imperfecta, nos hace al menos conscientes de que la forma en que los seres humanos hemos pensado a Dios en el pasado se ha visto sacudida en lo fundamental. Y, sin embargo, en las liturgias de todas las Iglesias Cristianas seguimos usando esos conceptos del pasado como plantilla sobre la que se diseña el culto. Pero, intelectualmente, dichos conceptos están ya desechados. Así, decimos todavía: «Padre Nuestro que estás en el cielo». Esa es la oración que se dirige a un Dios concebido como ser de un poder sobrenatural, que habita por encima del cielo de un universo dividido en tres niveles y del que, de algún modo, se cree todavía que controla nuestro mundo. A este Dios le pedimos aún «nuestro pan de cada día», el establecimiento de su reino en la tierra, el perdón y la tutela. Todavía nos acercamos a este Dios, concebido como juez, de rodillas, suplicando misericordia, pidiendo favores y buscando salud. Cuando la tragedia nos golpea, todavía nos preguntamos por qué, y todavía preguntamos si esa tragedia es un reflejo de los deseos de Dios de que seamos «castigados por nuestros pecados». “¿Qué he hecho para merecer esto?», decimos.
Llamamos «teísmo» a esta forma de entender a Dios. Decimos que aquellos que no creen en este Dios teísta deben ser «a-teístas». El problema, sin embargo, ¿no es la definición teísta de Dios más que la realidad de Dios? El teísmo como forma de entender a Dios es ahora una víctima de la expansión de nuestro conocimiento. Esa definición ya no tiene sentido en nuestro mundo. No hay una divinidad sobrenatural por encima del cielo esperando para venir en nuestra ayuda. El espacio es infinito y nosotros, los seres humanos, hemos asumido su infinitud. Ese lenguaje, por tanto, carece de sentido. Ahora bien, ¿significa esto que Dios no tiene sentido? Esta es la mayor cuestión que el cristianismo tiene hoy ante sí. ¿Podemos redefinir lo que entendemos por Dios? ¿Podemos captar ese significado de otra manera? ¿Podemos renunciar a nuestras definiciones teístas de Dios sin tener que rechazar al mismo tiempo la realidad de Dios? Creo que podemos, y sé que debemos intentarlo. Si el teísmo muere, ¿morirá Dios? Si el cristianismo, como religión, ha de sobrevivir, debe desarrollar una comprensión de lo divino que tenga sentido en el siglo XXI. Esa se ha convertido en nuestra máxima prioridad.
Fue un filósofo griego del siglo VI AEC llamado Jenófanes el que observó que «si los caballos tuviesen dioses, estos parecerían caballos» [3]. El hecho de que todo lenguaje es un lenguaje humano significa que todas las divinidades a las que los humanos han adorado a lo largo de la historia tienden a parecerse mucho a los propios seres humanos. Sí, hemos suprimido en la idea de Dios las limitaciones humanas, pero los rasgos humanos permanecen. Por eso la mayoría de las ideas humanas sobre Dios se expresan como negación. La condición humana es finita, así que Dios ha de ser infinito, o “no finito”, decimos. Los seres humanos estamos vinculados a un lugar determinado; Dios no debe tener esa atadura, así que se le llama “omnipresente”. Los seres humanos tenemos un conocimiento limitado; Dios, por definición, no debe tener ese límite, así que decimos que es omnisciente. La condición humana es mortal; Dios debe desbordar esa limitación, así que decimos que Dios es inmortal. Los seres humanos somos limitados en poder; Dios no debe tener esa limitación, así que decimos que es omnipotente. Así podríamos seguir con repetidos ejemplos, pero el resultado es siempre el mismo. Todos los dioses que los seres humanos han pensado en la historia se parecen siempre a los humanos, pero sin sus limitaciones. Atendamos una vez más al lenguaje de la liturgia. “Dios todopoderoso y eterno”, decimos al rezar. Lo que estamos diciendo es: Dios, tu no eres limitado en poder o en el tiempo. Este Dios es también aquel que todo lo sabe, que escruta los secretos de nuestros corazones. Esta divinidad omnisciente es en definitiva poco más que una construcción humana.
Si la comprensión teísta de Dios ha muerto, entonces se plantea enseguida la cuestión de si es Dios el que ha muerto o la definición humana de Dios. ¿Podemos encontrar un modo de hablar sobre Dios con otros conceptos, con otras palabras, o está Dios tan identificado con nuestro lenguaje teísta que muere cuando muere ese lenguaje? Esta es nuestra cuestión moderna.
La Biblia ha definido la idolatría como el culto a algo hecho por manos humanas. El Teísmo es una comprensión de Dios desarrollada por mentes humanas. ¿Puede lo más fundamental y último ser captado en los límites de las manos o las mentes humanas? No lo creo. El Teísmo es una manifestación de la idolatría humana.
Así que desechamos el teísmo como una definición creada por nosotros, los humanos, y buscamos cambiar de camino, hacia la realidad de Dios. Ese es un paso mucho más revolucionario de lo que la mayoría de nosotros podemos imaginar, pero es ese el mundo en el cual el cristianismo debe aprender a vivir.