Los otros creyentes


En noviembre hará dos años que RTVE (Comando Actualidad) emitió un magnifico programa sobre las minorías religiosas en España con el título “Los otros creyentes”. Como trabajo periodístico el equipo del programa ofreció a los televidentes una extraordinaria y detallada información de la fe musulmana, mormona, judía, hindú y budista a través del testimonio de sus propios adeptos.

En sus testimonios, los seguidores de las diversas creencias expresaban con absoluta certeza de que todo cuanto hacen o dejan de hacer se corresponde exactamente – en el caso de los monoteístas– con lo que Dios espera de ellos. Y lo que Dios espera depende de a qué grupo religioso escuchemos. Obviamente, las convicciones de cada grupo se corresponden con las imágenes que ellos tienen de Dios o de lo Trascendente. Al final de la emisión no pude menos que preguntarme qué pensaría Dios –Uno y Único– de tales heterogéneas convicciones (por supuesto, pensaba desde mi imagen personal de Dios también). Esta reflexión la hago desde la fe, pero desde una fe analítica, al margen de dogmas cualesquiera que estos sean. Y desde esta fe crítica no puedo evitar pensar en lo disparatado que le debe resultar a cualquier ser pensante que las particulares “convicciones” de cada uno de dichos grupos religiosos –y solo las de ellos– sean las que le agradan a Dios y, además, sean las que Dios exige de todos los mortales (por eso todos sienten el imperativo de “evangelizar” y ganar adeptos).

El esfera religiosa de la existencia humana es la más proclive al fanatismo, y, curiosamente, se da más en los monoteísmos, porque cuentan con Escrituras sagradas. Y porque las creencias se derivan de dichas Escrituras, aquellas adquieren un valor absoluto, indubitable, incuestionable, para el creyente. La historia de las religiones así lo confirma. Dice Luís Álvarez Varcálcel que “cuando una creencia se instala en nosotros de forma sólida, nuestra mente no tiene en cuenta las experiencias que no casan con ella. Una vez que creemos en algo, tendemos a ignorar las evidencias en contra y aceptamos sólo aquella información que refuerza esa creencia” (Cerebro, Mente y conciencia). Y esto ocurre independientemente de la formación académica que tenga el sujeto.

La fe –que es otra cosa diferente a la creencia– sin embargo, es siempre búsqueda porque hurga en el Misterio, siempre cercano pero inmanipulable y, a la vez, siempre lejano pero sentido en lo más profundo del alma humana. Las creencias son formulaciones de lo intuido elevadas a dogmas, y estos fanatizan e instan a la confrontación e incluso al odio; por eso se llega incluso a matar por las creencias. La fe, por el contrario, invita a caminar juntos en la búsqueda de la espiritualidad, asumiendo la diversidad en el respeto.

En el documental emitido que vengo citando no están representados los “Evangélicos” (¡ni las Iglesias de Cristo!), pero no hubiera cambiado nada el análisis. Estos también hubieran expresado lo que ellos piensan acerca de Dios, y que lo que hacen o dejan de hacer “es” lo que a Dios le agrada. En el fondo no dejaría de ser otra imagen de Dios distinta a la de los otros grupos. El problema es que cualquier imagen que nos hagamos de Dios no deja de ser un ídolo. El Dios-Creador, Uno y Único, debe ser Algo –Alguien– distinto a cualquiera de las imágenes que los seres humanos –también los cristianos– nos hacemos de Él. Los místicos, de cualquier creencia o religión, no suelen hablar de lo que es Dios, se limitan a decir “lo que no es”. Jesús tampoco disertó acerca de Dios, dejó que sus oyentes lo “palparan” a través de sus obras y su actitud ante la vida y hacia las personas. Lo que tiene de “religioso” las diferentes imágenes de Dios suplanta a la naturaleza del “reino de Dios” que el Galileo predicó e hizo vida con su vida. Un reino que, según el Apóstol de los gentiles, no consiste en comida ni en bebida (es decir, en religión), sino en poder y virtud en el Espíritu Santo; o sea: espiritualidad testimonial y existencial, que es distinto a “espiritualismo” religioso.

Emilio Lospitao

¡Pues claro que eres hijo de la Iglesia!


Esta fue la frase de acogida que pronunció el papa Francisco cuando llamó por teléfono al placentino Diego Neria Lejárraga el pasado diciembre. Tras ese “¡Claro que eres hijo de la Iglesia!”, pronunciado por Bergoglio, se intuye la pregunta llena de angustia de Diego, quien desde muchos años atrás venía viviendo en sus carnes el rechazo de la comunidad de la cual debería haber recibido, primero, respeto como persona y, luego, comprensión y cariño. Salvo de algunas personas muy concretas de su entorno, de la mayoría Diego recibió rechazo y desprecio por su condición de transexual. Ha tenido que ser el papa, el dirigente máximo de la Iglesia católica, quien pronunciara las palabras mágicas para que este hombre, “católico” practicante, sintiera su corazón inundado de amabilidad y alegría, la amabilidad y la alegría de la acogida, después de largos años de incomprensión y exclusión.

¡Claro que eres hijo de la Iglesia! Porque su supuesto “fundador”, Jesús de Nazaret, nunca excluyó a nadie por su condición social, religiosa, moral…, al contrario: como una provocación deliberada eligió a los excluidos de la sociedad como compañeros de camino y comensales , y dirigió los epítetos más fuertes contra las clases elitistas de la religión y de la política. El Nazareno no desnudó a nadie de cintura para abajo para decidir si le aceptaba o no. Ni hizo pasar a las personas por un test de orientación sexual para recibirlas. Este Carpintero entregado por entero a la vocación de “pescar hombres [y mujeres]” miraba directamente al corazón de las personas con una mirada limpia, compasiva, en profunda y deliberada acogida.

¡Claro que eres hijo de la Iglesia! Porque la “Iglesia” –la Comunidad que se engendró en el entorno del Galileo– era inclusiva, acogedora, sanadora, terapéutica…, muy lejos de los fundamentalismos existentes en aquella época, que estaban más preocupados en la letra de la ley y de las “purezas” religiosas que en la acogida redentora que libera y humaniza. El espiritualismo que hoy se percibe en ciertos entornos religiosos (de cualquier Familia cristiana) está más cerca de aquel “puritanismo” excluyente que condenó a Jesús, que al espíritu de la buena nueva del reino (evangelio) que predicó Jesús de Nazaret, de cuyo reino dijo que las prostitutas iban delante de los escribas y fariseos.

¡Claro que eres hijo de la Iglesia! Porque la transexualidad, como la homosexualidad o la heterosexualidad, no es una opción que el hombre o la mujer elige: es una realidad compleja e irreversible del ser humano que asumimos –y debemos asumir de los demás– cualquiera que esta sea. La “Iglesia”, esa Comunidad que deriva del Jesús de los Evangelios, debe ser una madre que acepta y abraza a sus hijos cualquiera que sea su condición esencial sexual. La exclusión por razón de género, orientación sexual o transexualidad, hunde su raíz en el desprecio y en la ortodoxia de un espiritualismo ajeno al evangelio (buena noticia) de Jesús de Nazaret.

Emilio Lospitao

Integrismos


El integrismo islámico ha vuelto a sembrar el terror como sabe hacerlo: asesinando y derramando sangre. Este derramamiento de sangre, llevado a cabo por ese mismo integrismo, está ocurriendo un día sí y otro también en países como Iraq o Siria además de algunos países africanos. La mayor parte de estos actos terroristas ocurren entre los mismos musulmanes, por una simple lucha de poder o por discrepancias religiosas, pero también contra minorías étnicas o religiosas que no acatan el Islam como religión. Cuando este terrorismo ocurre entre musulmanes, y les afecta solo a ellos, en Occidente lo observamos con estupor, sí, pero también como simples espectadores. Ponemos toda la maquinaria propagandística en marcha, sin embargo, cuando las víctimas son especialmente cristianos. Esto es muy humano.

La reacción de Occidente no ha sido igual en el caso del atentado perpetrado en París (Francia) los días 7 y 8 de enero pasado. El miércoles 7, los hermanos Chérif y Said Kouachi mataron al director, a nueve periodistas gráficos y a dos policías que custodiaban la seguridad de la sede de la revista satírica Charlie Hebdo. Al día siguiente, Amedy Coulibal mató a una policía municipal y a cuatro civiles durante la toma de rehenes en una tienda de alimentación judía. Los tres terroristas actuaron coordinados aunque no juntos. La reacción de Occidente ha sido espontánea, rápida y ejemplar. Dicho atentado se ha visto como una brutal agresión contra la libertad de expresión. Y es que esta libertad es un logro que costó muchos siglos y mucha sangre. Esta libertad no solo hay que conquistarla, sino mantenerla. Por eso una clamorosa manifestación ocupó las calles de las principales ciudades de Francia, y de otros países occidentales, contra la barbarie del terrorismo, y reivindicando dicha libertad: libertad para denunciar, criticar, en todas las formas, el abuso de poder sea este político, económico o religioso.

Es cierto que la libertad de expresión en particular puede (debe) tener unos límites, sobre todo cuando ejercitarla solo tiene como fin ridiculizar por ridiculizar (como algunos piensan que es el caso de Charlie Hebdo con sus caricaturas de Mahoma). Quizás Occidente no ha captado bien todavía el imaginario religioso que el mundo musulmán tiene del Dios único y de su Profeta. En Occidente nos damos el lujo de caricaturizar a Jesucristo (a quien los creyentes reconocemos como el unigénito Hijo de Dios) y a Dios mismo. Y salvo que sus representaciones sean obscenas, nadie se escandaliza por ellas ni las considera una ofensa contra Jesucristo o contra Dios. Al contrario, pensamos, y con razón, que el mismo Dios sonreirá con dichas caricaturas (¿no es un don de Dios la capacidad de reírnos de nosotros mismos? ¿Y no son ciertas situaciones de la vida las que nos produce la risa? ¿Iba a estar Dios, o Jesucristo, ajeno a este humor?). Pero, como vemos, no ocurre lo mismo en la sensibilidad religiosa musulmana.

En cualquier caso, el problema de fondo radica en el fundamentalismo religioso, sea este del signo que sea. Radica en una manera absoluta y obtusa de entender a Dios y a los textos escritos que se suponen que son revelaciones Suyas. Una interpretación de dichos textos desde una cosmología y cosmogonía pre-científica y arcaica, incom-prensible para una cultura ilustrada por la ciencia moderna. Y más incomprensible para las personas escépticas o ateas (que también tienen libertad para exponer sus disensos). Solo los fundamentalismos no entienden ni soportan la diversidad y la libertad para manifestarla. Por ello, y en virtud de la interpretación particular que ellos hacen de la realidad, condenan, excluyen y estigmatizan a todos cuantos no comulgan con sus puntos de vista. Estos integristas islámicos no dudan en asesinar convencidos de que están reivin-dicando al Profeta cuando sienten que este ha sido vilipendiado a través de unas caricaturas. Otros, no menos integristas, aunque sí más civilizados, intentan los mismos objetivos que aquellos, aunque sin sangre, con quienes no comulgan con su particular visión del mundo y de la vida, neutralizándolos, silenciándolos y haciéndolos invisibles, que es otra manera de matar. Y lo que es peor: escudándose, a veces, tras una Biblia.

Emilio Lospitao

La paradoja


No existe quizás mayor paradoja que aquella que emerge del magma de la religión, y más notoria es esta paradoja cuanto más organizada es aquella. Las religiones, especialmente las monoteístas, predican a un Dios de amor y de paz. De esa prédica todavía surgen figuras que dignifican la espiritualidad del ámbito religioso del que proceden. Pero, casi siempre, a título personal e individual, y sin escapar de la sospecha. Las instituciones religiosas como tal, sin embargo, muchas veces, condicionaron un teatro de operaciones donde la incomprensión, el odio y las luchas a muerte eran recíprocas. Así lo muestra la Historia. Hablo en un sentido muy general.

En el judaísmo, aparte de que el pueblo que lo representa ha sido a lo largo de la historia víctima del odio y la persecución constante, sus libros sagrados están plagados de batallas sangrientas por motivos religiosos. El Islam, si bien durante su expansión militar de conquista (siglo VI) respetó a las religiones del Libro (judaísmo y cristianismo), fundamenta su “guerra contra los infieles” en El Corán, su libro sagrado (sin embargo, no debemos confundir el Islam con el terrorismo islámico actual). El cristianismo no fue menos belicoso. Ya en el siglo II de nuestra era, Melitón de Sardes (+180) puso la primera piedra del antisemitismo con su famosa frase refiriéndose a los judíos: “Dios ha sido asesinado, el Rey de Israel fue muerto por una mano israelita”. A partir de ese momento, la persecución sistemática contra los judíos en toda Europa por parte de los reyes y emperadores cristianos –que culminó con el Holocausto– es conocida por todos. La Inquisición –tanto la católica como la protestante–, que se cebó con las brujas y los herejes de toda índole, fue el corolario de una larga lista de persecuciones y luchas de carácter religioso, hasta hace muy poco. ¡Todo esto en el nombre de ese Dios de amor y de paz!

Este carácter belicoso en el seno de la religión sigue vigente, en tanto que sirve de excusa para el enfrentamiento entre grupos, incluso países, en batallas armadas y encarnizadas con el objetivo de sustentar, y a veces imponer, la “verdad” de su religión o cultura religiosa respectiva.

Pero en su versión civilizada, espiritualizada y doméstica, esta persecución y aniquilamiento del “otro” desarrolla una dinámica sofisticada y perversa que tiene como fin minar la autoestima y la credibilidad del “adversario” por el simple hecho de que la comprensión que este tiene de la realidad difiere de la mayoría hegemónica, manipulada por el poder religioso, económico e institucional. Estas personas, hombres y mujeres, que están en minoría, pero que han descubierto que ese espiritualismo que imponen es ajeno al reino de Dios que el Nazareno predicaba, no pueden menos que disentir, aunque esto les cueste sufrir el agravio que la “ortodoxia” le impone.

Ya lo he expresado en otra sección de esta revista: a Jesús le mataron los intereses políticos, económicos y, sobre todo, religiosos de una “ortodoxia” indecente. La crucifixión de Jesús, por lo tanto, fue también una evocación de los muchos que habrían de ser “crucificados” –hoy no física, pero sí moralmente– por los mismos intereses (Juan 15:20). El mensaje del reino de Dios que Jesús predicaba sigue siendo incómodo, no necesariamente para “el mundo” (que lo aplaudiría), sino para los dirigentes de la religión (cristiana) instituida. ¡Y esta es la paradoja! Pero ninguna lágrima de los agraviados caerá al suelo en balde.

Emilio Lospitao