Acriticidad


EN EL MUNDO RELIGIOSO se suelen citar los textos sagrados (selectivamente, claro), que instan a perpetuar los conceptos que sirven para mantener una tradición particular (según qué grupo religioso los cite). La obcecación de quienes los citan no les permite caer en la cuenta de que todo –¡absolutamente todo!– está, debe estar, sobre la mesa para ser revisado, analizado y reflexionado con vistas a ser corregido, cambiado o renovado… ¡Incluso las ideas acerca de Dios!

La incapacidad para desarrollar este tipo de análisis en el siglo XVI les llevó a quienes representaban en aquella época la Ciencia, la Filosofía y la Teología a condenar el trabajo investigativo sobre cosmología de Copérnico y después de Galileo. Les resultó más fácil condenar que escuchar y repensar. Y siempre son los mismos quienes condenan. Condenaron el heliocentrismo, rechazaron al principio las vacunas (que tantas vidas salvaron y salvan), se opusieron a los anticonceptivos (que tantas enfermedades pudieron haber evitado), en la actualidad obstaculizan el desarrollo de la ciencia genética (que tantas taras pueden evitar y mejorar la calidad de vida de las personas) y se oponen a la realización sentimental y sexual entre personas del mismo género, juzgándolas y condenándolas… ¡Siempre en contra de todo en el nombre de Dios!

En las últimas décadas (gracias a los conocimientos que nos proveen las ciencias sociales, la nueva arqueología, la antropología social, el estudio de las religiones, las ciencias bíblicas, la astronomía y la cosmogonía modernas, etc.) se ha abierto un nuevo paradigma teológico, que empezó con el Renacimiento y la Ilustración, en definitiva con la Modernidad, y se vuelve a repetir la historia: ¡La acriticidad y la obcecación de una parte del mundo religioso continúa con aquello que saber hacer muy bien: condenar!

Este sector religioso anclado en el pasado no es capaz de hacer una autocrítica de sus planteamientos teológicos por más que le pongan delante las evidencias de su error histórico. Se obstina en afirmar su pensamiento teológico simplemente porque ese era el que defendieron sus abuelos, luego sus padres y ahora ellos. Esta acriticidad se pone en evidencia en la interpretación literal de los textos bíblicos, como hizo un pastor evangélico en el programa de TV el pasado 20 de mayo al comentar el libro de Jonás. Este tipo de exégesis es un insulto a la inteligencia.

En el mundo católico las iglesias se están quedando vacías, excepto un remanente de personas normalmente de edad avanzada. Los jóvenes no es que se hayan ido, es que nunca estuvieron. En el mosaico multicultural Evangélico les retiene, hasta cierta edad, el fundamentalismo con el que se les adoctrina, pero una gran mayoría de jóvenes terminan yéndose por el asfixiante adoctrinamiento arcaico, sobre todo si alcanzan cierto nivel académico. Les salva en cierta manera el folklore musical que acompaña el servicio religioso.

Ante esta realidad (la desertización religiosa de las iglesias) el discurso más fácil es seguir condenando, en este caso el “ateísmo” cultural que hace décadas comenzó en Europa. Se condena como alternativa a una mínima autocrítica que no se hace. Pero esta autocrítica sí se está realizando en ciertos sectores del cristianismo, y lo están haciendo muy bien poniendo el dedo en la llaga: apuntando el error que traía el viejo paradigma con su cosmovisión precientífica y obsoleta. Las gentes no son “ateas” porque no acepten nuestras prédicas, es que estas son ya inasumibles. El cristianismo del siglo XXI o se repiensa y se renueva o terminará como una simple secta. En el mejor de los casos se aceptará como un club donde las personas encuentran calor y cobijo humano… por encima de las creencias de cada uno.

Quizás Jacinto Benavente tuviera razón al afirmar que “una idea fija siempre parece una gran idea, no por ser grande, sino porque llena todo un cerebro”, y porque “llena todo un cerebro”, no queda espacio siquiera para intuir que las cosas pueden ser de otra manera. Es decir, da carta de naturaleza a la acriticidad: la falta de análisis crítico.

Emilio Lospitao

Los otros


“Maestro, hemos visto a uno que echaba fuera demonios en tu nombre; y se lo prohibimos, porque no sigue con nosotros. Jesús le dijo: No se lo prohibáis; porque el que no es contra nosotros, por nosotros es.” (Lucas 9:49-50).

HEMOS OÍDO toda clase de comentarios acerca del relato que encabeza este editorial; el más común es aquel que tiene que ver con la apertura al “otro” aunque no sea de los “nuestros”. Pero la experiencia nos muestra que lo habitual es censurar y excluir a los que no son de los “nuestros”; es decir, los que no creen las mismas cosas y de la misma manera que nosotros. El esperpento que supone esta arbitrariedad queda patente en estas dos observaciones retroactivas:

1. La pluralidad del cristianismo primitivo

La comunidad cristiana de Jerusalén – donde Santiago, apegado a la ley mosaica, fue su líder indiscutible– estaba ideológicamente muy lejos de las comunidades gentiles según se desprende de Gálatas 2:11-12. Sin embargo, las comunidades judeocristianas helenistas simpatizaban con estas comunidades quizás gracias al consenso de mínimos logrado en el llamado “concilio” de Jerusalén (Hech. 15:24-31). Es sintomático el hecho de que los misioneros helenistas que llegaron a Antioquía (Hech. 11:20) no exigieran a los gentiles la circuncisión, cosa que sí hicieron los misioneros de Judea (Hech. 15:1). Por otro lado, las comunidades de Pedro, o las influenciadas por este apóstol, se encontraban en el medio, como colchón de apaciguamiento entre las rivalidades que mantenían las iglesias del entorno jerosolimitano y las iglesias del mundo gentil originadas y lideradas espiritualmente por Pablo. Estas tres sensibilidades se aprecian en las cartas de Pablo y en Hechos, incluso en estos pocos textos: Hechos 15:24-31; 21:17-25; Gálatas 2. Lo que viene a mostrar que el cristianismo primitivo fue heterogéneo. Esto lo confirman, además, los trabajos realizados por eruditos.

2. Los consensos que culminaron en el canon del Nuevo Testamento

En primer lugar, no tenemos un evangelio canónico solo, sino cuatro (además de los no canónicos). Los más parecidos son los llamados sinópticos: Mateo, Marcos y Lucas. Según los expertos, el evangelio de Marcos habría sido el primero. Le siguieron Mateo y Lucas, que no solo utilizaron el material de Marcos, sino que lo corrigieron. El evangelio de Juan es posterior y diferente a los sinópticos, además de ser más teológico y presentar una “cristología” más desarrollada. ¿Dicen todos los evangelios lo mismo? ¡No! A Marcos no le interesa nada la infancia de Jesús, que sí le importan a Mateo y a Lucas, pero sus relatos de la infancia son muy diferentes además de contener reminiscencias míticas (la estrella de Belén, por ej.). El autor del cuarto evangelio más que historiador es teólogo; y como al autor de Marcos, tampoco le interesa la infancia de Jesús; su interés es eminentemente teológico y trascendente: en su teología Jesús es “preexistente” –vino del cielo, adonde volvió después de resucitado (otra idea mítica). El lector poco habituado a un estudio serio del Nuevo Testamento considera que los relatos de los cuatro evangelios son concordantes y complementarios; es decir, para estos lectores no existen contradicciones entre ellos. Pero un estudio crítico de los evangelios muestra todo lo contrario.

En segundo lugar, el canon de nuestro Nuevo Testamento fue consensuado en la pluralidad. Su formación lejos de una supuesta recopilación de cartas apostólicas rubricadas y guardadas ex profeso, surge de una amalgama de literatura cristiana procedente de las cartas consideradas “apostólicas”, de la literatura pseudoepigráfica y de la patrística de finales del primer siglo y principios del segundo. Alguna de esta literatura patrística no solo se leía en las iglesias con la misma autoridad que las auténticamente apostólicas, sino que algunas de ellas estuvieron a punto de ser incluidas en el canon. Durante los primeros siglos circulaban en el orbe cristiano cuatro listas “pre-canónicas” atribuidas a: Clemente (150–215), Orígenes (185–254), Hipólito (+235) y Eusebio (+340). Los autores de estas listas incluían cartas que luego se quitaron; y excluían cartas que después se incluyeron en el canon definitivo. Es decir, la purga que culminó en el canon definitivo a finales del siglo IV, pasó por el consenso. Todavía a mediados del siglo II aquel proto-NT solo contaba con 20 libros o cartas: cuatro Evangelios, trece cartas atribuidas a Pablo, Hechos, 1ª Pedro y 1ª Juan; aunque para el año 160 o 170 el conjunto de todos los libros o cartas que forman nuestro Nuevo Testamento ya estaban agrupados (pero no canonizados).

Esto nos enseña que los fundamentalismos, los exclusivismos, y todos los -ismos juntos, no tienen sentido de ser. En una época de cambios profundos como es en la que vivimos, en todos los campos del conocimiento humano, deben seguir abiertos esos consensos. El pensamiento único es propio de los complejos, de la inseguridad, del temor a ser cuestionados (¿de la ignorancia?, ¿de los intereses?)… Ha sido la diversidad y el respeto a las diferencias lo que ha hecho que las culturas y las civilizaciones prosperaran y nos trajeran adonde hemos llegado. Escuchar a “los otros” más que hacer daño, enriquece. Es más, “los otros” suelen ser los que aportan ideas nuevas, creativas e interpelantes, que hacen agudizar la razón y formar positivamente la mente y el espíritu.

Emilio Lospitao

La larga sombra del patriarcado


EL DÍA 8 DE MARZO estuvo marcado por la celebración del Día Internacional de la Mujer. Celebración que viene repitiéndose cada año en numerosos países desde 1975 cuando fue instaurada por la ONU. Aun cuando en su origen se trataba de reivindicar la igualdad para la mujer trabajadora en el contexto de la revolución industrial, esta reivindicación actualmente contempla toda la vida de la mujer: en el trabajo, en la sociedad, en la familia, en la cultura, en el deporte… Pero este 8 de marzo pasado superó todas las expectativas (al menos en España), y se considera un nuevo hito en la historia de las reivindicaciones femeninas que marcará un antes y un después. Así esperamos que sea.

El movimiento feminista, que nace con la Ilustración, y comienza sus manifestaciones en el siglo XIX, apunta al milenario sistema patriarcal como la causa de la desigualdad de género institucionalizada por la hegemonía machista desde hace muchos siglos. Este hecho histórico constatado no se debe confundir con la acción dañina individual y recíproca entre el hombre y la mujer en casos puntuales, esto es otra historia (que el varón herido a veces no sabe distinguir). Esta sensibilidad de la mujer contra dicha hegemonía ha ido creciendo vertiginosamente durante el siglo XX y se ha empoderado en lo que va del XXI. Y esto ya no tiene marcha atrás. No debe tener marcha atrás. Por justicia, por solidaridad con la otra mitad del género humano, por empatía… ¡y por derecho!

La historia de Occidente está marcada por el judeocristianismo. Más concretamente, por el patriarcalismo judeocristiano. Este patriarcalismo es el eje sobre el que gira la historia social, familiar y religiosa que narra la Biblia (la “Palabra de Dios” para gran parte del cristianismo y el judaísmo). La discriminación institucionalizada de la mujer hunde sus raíces en el patriarcalismo de las religiones que emergieron en una nueva era axial que supuso la implantación de un dios varón y guerrero, despojando como referente a las diosas femeninas generadoras de vida (religiones naturales que representaban a la Madre Tierra). Los ancestros de la religión judía surgen en la nueva era axial del dios varón y guerrero. El texto veterotestamentario da cuenta suficiente y reiteradamente de este dios. No obstante de que Jesús de Nazaret diera un giro copernicano a este ancestral paradigma (en parte fue el motivo por el que los dirigentes políticos y religiosos le prendieron, le juzgaron y le mataron), la Iglesia que surgió de él se convirtió en una correa de transmisión de dicho patriarcalismo que ha llegado hasta nosotros. Así pues, lo que dijeron y escribieron los autores del nuevo testamento acerca del estatus de la mujer está enmarcado en aquel patriarcalismo opresor y discriminatorio hacia las féminas como se ve en textos como estos:

“vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas, como la ley también lo dice…” (1Cor. 14:34).

“la mujer aprenda en silencio, con toda sujección. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio…” (1 Tim. 2:11-12)

Ocurrió lo mismo con la institución de la esclavitud (la cual incluso teologizaron), y basados en este tipo de textos la hemos justificado hasta hace muy poco tiempo:

“Siervos, obedeced en todo a vuestros amos terrenales, no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino con corazón sincero, temiendo a Dios…”– (Col. 3:22).

Hoy las ciencias sociales nos muestran que el ser humano culturalmente es hijo de su tiempo; pero, a la vez, creador de civilizaciones; civilizaciones que evolucionan y progresan debido a los descubrimientos y los logros que le permite su inteligencia (a pesar de la oposición de parte de sus propios congéneres). En un grupo social –dice el sociólogo y filósofo Wilfredo Pareto (1848-1923)– siempre hay una parte que empuja hacia la innovación y el progreso y otra que se opone con todas sus fuerzas.

La hermenéutica, ciencia joven, y el sentido común, nos enseña que cualquier texto, de la naturaleza que sea, se ha de leer e interpretar en el contexto histórico y cultural donde se produjo. No hacerlo así, el texto se convierte en un pretexto (esto lo saben muy bien los/las que estudian el primer curso de cualquier ciencia bíblica o teológica) cuyo discurso tiene como fin someter y deshumanizar a las personas en aras de la sacralización de dicho texto. Caer en la cuenta de esta realidad les debería llevar a muchos líderes religiosos a emitir un sincero mea culpa y dar un giro a sus arcaicas ideas. El evangelio de Jesús de Nazaret no se puede usar para aborregar y alienar a la gente. Las buenas nuevas del Galileo deben servir para liberar, realizar y humanizar a las personas. Eso fue lo que hizo Jesús.

Sin duda alguna el movimiento feminista va por delante del pensamiento perezoso de la Religión institucionalizada, cualquiera que esta sea. Nos preguntamos si la Religión, por causa de dicha “pereza”, no acabará proscrita en el camino de la historia.

Emilio Lospitao

Aprender de la historia para no repetirla


CUANDO LA OBRA “Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo”, de Galileo Galilei, fue publicada en Florencia (Italia) en 1632, generó una fuerte polémica por cuestionar el milenario geocentrismo ptolemaico, que afirmaba la revolución del Sol en torno a la Tierra y la quietud de esta. El geocentrismo era el paradigma cosmológico que sostenía la Ciencia, la Filosofía y la Teología de la época desde los tiempos de Aristóteles. La teoría que defendía Galileo no era suya, ya la había anunciado el polaco Nicolás Copérnico, pero este no la publicó en vida por miedo a las represalias de la Iglesia. Salvo estos dos insignes científicos (y algunos otros que apoyaban sus tesis), la gran mayoría se hacía cruces con solo oír que la Tierra se movía alrededor del Sol. El sector más sorprendido ¡y ofendido! fue el religioso: la Iglesia, que condenó a Galileo a reclusión domiciliaria de por vida por enseñar tal “disparate”. Ni la Ciencia, ni la Filosofía, ni la Teología, mucho menos el vulgo, estaban preparados para aceptar un nuevo paradigma de tal envergadura, sobre todo porque, además, contravenía a la misma Escritura.

Desde la antigüedad, la lectura y la interpretación de la Biblia se hacía desde la estricta literalidad conjugándola, esporádicamente, con la interpretación alegórica. El concepto de “inspiración” atribuido a la Escritura procede de la definición que había expuesto Filón de Alejandría, filósofo judío (15 a.C.- 45 d.C), desde el pensamiento de la escuela griega (André Paul, “La inspiración y el canon de la Escritura”). Según la definición de Filón, el hagiógrafo venía a ser un simple instrumento pasivo de la irresistible acción de Dios. Luego Dios era el último responsable de la Escritura. De ahí su “infalibilidad” e “inerrancia”. Pero entre el Concilio Vaticano I (1869) y el Concilio Vaticano II (1962) se produjo un cambio significativo al respecto, sobre todo por la presión que venía ejerciendo la Ilustración. La conclusión del Vaticano II (Dei Verbum) dejó un resquicio a la doble paternidad de la Escritura: divina y humana, y que esta, la humana, no fue ajena a la influencia cultural de los autores. No obstante, unos fieles cristianos estadounidenses quisieron fijar la plena inspiración (e inerrancia) de la Escritura. Auspiciaron, en varios volúmenes, la publicación de los Fundamentos que había que defender para salvar dicha inerrancia (de aquellos Fundamentos se deriva el término “fundamentalista”).

Mirando hacia atrás en el tiempo, parece que vivimos inmersos en una “catarsis” que no encuentra fondo. Antes de haber resuelto viejas controversias, nos encontramos con otras nuevas. La controversia geocentrismo versus heliocentrismo parece estar superada (excepto para unos cuantos), y lo hemos superado sin arrancar hojas de la Biblia; simplemente hemos llegado a la conclusión de que, al menos ciertos textos (por ej. Josué 10:12-14), no se pueden interpretar de manera literal. Tendrá otra lectura. Pero llegar a esta conclusión no fue fácil. Costó muchos anatemas y no pocas excomuniones. Actualmente algunos andan enfrascados en la controversia creacionismo versus evolucionismo, un nuevo enfrentamiento entre la Ciencia y la Fe; un enfrentamiento a estas alturas ciertamente absurdo. La verdad (lo que entendamos por esto) llegará un día u otro, como llegó la verdad de la cosmología moderna, demostrando que era la Tierra la que se movía alrededor del Sol y no al contrario, a pesar de los enunciados bíblicos al respecto.

Pero además de la polémica creacionismo versus evolucionismo, se ha introducido otra: la llamada “ideología de género” (que el fundamentalismo ha convertido en su “ideología” excluyente particular) con la que arremete contra todo y contra todos por una supuesta “defensa” de la sociedad, la familia y el individuo de un peligro que solo su particular visión de la moral ve.

Este fundamentalismo “cristiano” retrógrado, con origen e influencia allende los mares (EEUU) está parasitando y carcomiendo toda la herencia histórica protestante en España. Ahí tenemos al Consejo Evangélico de Madrid (CEM) que no ha dudado en marginar a la Iglesia Evangélica Española (IEE), de largo arraigo reformista en la historia de España, fundante además no solo de dicho Consejo, sino de la misma Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España (FEREDE), que se dispone a seguir los pasos del CEM en dicha marginación. ¿Por qué esta actitud de tales instituciones evangélicas? Porque la IEE ha tomado la decisión de amparar, respetar y reconocer la orientación sexual de las personas del colectivo LGTBI. Esta es la “guerra” que el fundamentalismo quiere ahora librar. Sus líderes (algunos de ellos auténticos “trepas” para llegar adonde han llegado) no han caído en la cuenta que quizás alguno de sus hijos o hijas, nietos o nietas, traen en sus genes una orientación sexual muy diferente a la que ellos esperan. Cuando esto ocurre –que les salga un hijo/a o nieto/a homosexual–, yo personalmente siento cierto “agrado” porque es la única manera que estos “talibanes” caigan en la cuenta y aprendan… de la historia.

Emilio Lospitao