La «sacralidad» de la Escritura: el quid de la cuestión


Por “sacralidad”, en este editorial, nos referimos a otros conceptos afines e implícitos, como “inspiración” o “revelación” de la Escritura a pesar de las diferencias de estos tópicos en cada caso.

Así pues, la “sacralidad” de los textos religiosos, de cualquier religión, y la atribución que se le otorgue a cada uno de ellos, es el quid de la cuestión que aquí tratamos. Para el judaísmo el texto sagrado por antonomasia es la Torá, los primeros cinco libros de la Biblia hebrea. Para los musulmanes, el Corán; y para los cristianos la suma del Pacto Antiguo (la Biblia hebrea) y el Pacto Nuevo: “La Biblia”. Solo por hablar de los textos sagrados de las tres religiones monoteístas.

Estos textos son considerados “sagrados” por sus devotos respectivos porque estos fieles están convencidos de que “la mano de Dios” estaba detrás del autor humano (el hagiógrafo) cuando este escribió. Es decir, estos hagiógrafos fueron receptores de una “revelación” cognitiva divina, de ahí la inalterabilidad de la Escritura. El Corán es la palabra de Dios “revelada” al profeta Mahoma a través del ángel Gabriel. Los libros de la Biblia hebrea fueron compuestos por muy diferentes autores, pero todos, sin excepción, fueron “inspirados” por Dios. Exactamente igual se les supone a los autores cristianos (Nuevo Pacto). En esta tesitura se encuentra el fundamentalismo tanto judío como cristiano e islámico, que imprime un inmovilismo en todos los ordenes de la vida: social, político, filosófico, científico…

Es verdad que, tanto en el islam como en el judaísmo, siempre ha habido personas pensantes que se distanciaron del literalismo de sus escrituras “sagradas”, desarrollando un análisis filosófico crítico. Así, el filósofo y médico musulmán, Averroes, y Maimonides, rabino y teólogo judío, ambos del siglo XII en al-Andalus (España). En el cristianismo, la Reforma protestante (s. XVI) es representante de una apertura mental y crítica hacia la hegemonía vetusta –y abusiva en aquel momento de la historia– de la Iglesia de Roma. Inició además lo que sería un nuevo paradigma teológico; es decir, fue posible otra manera de entender la doctrina, la eclesiología y los sacramentos mediante una lectura crítica de los textos sagrados. Actualmente, sin embargo, asistimos a un inmovilismo en el ámbito social, político y, sobre todo, teológico, por parte del fundamentalismo cristiano, en especial el cristianismo evangélico, que milita en una involución extraordinaria en el devenir exegético y hermenéutico so pretexto del carácter “sagrado” que otorga a los textos bíblicos. Con esta manera de leer e interpretar la Biblia retroceden al integrismo de los ortodoxos judíos y los yihadistas islámicos. Por eso, esta consideración de “sacralidad” de los textos (sean judíos, cristianos o islámicos) es básicamente el quid de la cuestión.

Quien escribe este editorial, durante muchos años, fue un “fundamentalista” sin saber que lo era. Sencillamente afirmaba, como la gran mayoría de los cristianos, que la Biblia era la “Palabra –literal– de Dios”, hasta que nos pusimos a reflexionar y a investigar por qué era literalmente la “Palabra de Dios”. Con dicha indagación y el deseo de querer saber, saltas una línea roja: ¡cuestionas implícitamente el dogma de la infalibilidad de los textos sagrados! En cierta ocasión, mientras compartía una sabrosa comida, pregunté a mi contertulio, creyente de mi misma filiación evangélica, si creía histórico y veraz el relato bíblico según el cual Dios habría exterminado a todos los primogénitos del país de Egipto por culpa de su gobernante, el faraón. Sus ojos se abrieron como platos, no daba crédito a mi pregunta, porque con ella estaba cuestionando implícitamente la veracidad del relato bíblico y, por ende, la “inspiración” (sacralidad) de la Biblia. La actitud de mi contertulio refleja de manera viva el quid de la cuestión del que aquí hablamos. El 95% (?) de los cristianos, incluidos los líderes que los guían, creen y enseñan este dogma sin haber posiblemente reflexionado nunca e investigado si tal dogma goza de credibilidad crítica alguna. Simplemente se acepta y se interioriza dicho dogma en la vida de fe, y se enseña como un requisito sine qua non para ser “cristiano”. Hoy, liberados de ciertos dogmas, como el de la “sacralidad” de la Biblia, nos atrevemos a decir que mientras los cristianos, especialmente los líderes que los guían, se sientan perplejos ante preguntas como la que formulé a mi contertulio, indica suficientemente el infantilismo teológico en el que se encuentran.

Emilio Lospitao

De la exclusión a la pluralidad


Escribimos este editorial a propósito del artículo del teólogo y filósofo José María Vigil: “Desafío de la teología del pluralismo religioso a la fe tradicional”, que publicamos en este número de Renovación.

Prácticamente hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965), la sentencia que circunscribía el ámbito de la “salvación” era “extra ecclesiam nulla salus” (fuera de la Iglesia no hay salvación). Esta expresión es atribuida a Orígenes (185-254) por algunos autores y a san Cipriano (220-258) por otros. En cualquier caso, el Concilio de Florencia (Basilea, Ferrara, Florencia 1431-1445) declaró “firmemente creer, profesar y enseñar que ninguno de aquellos que se encuentran fuera de la Iglesia católica, no solo los paganos, sino también los judíos, los herejes y los cismáticos, podrán participar en la vida eterna. Irán al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles (Mt 25, 4), a menos que antes del término de su vida sean incorporados a la Iglesia…” (“Casi veinte siglos de exclusivismo cristiano”, José M. Vigil. Renovación nº 53).

El Concilio Vaticano II, casi dieciocho siglos después, abrió las puertas del aprisco para extender la “salvación” a aquellos que hasta ahora habían sido excluidos de ella, bien porque no profesaban la misma fe y de la misma manera (por ejemplo, los protestantes), o porque profesaban otro tipo de fe y creencias religiosas (judíos, musulmanes, etc.). Es decir, de alguna manera la Iglesia católica, a partir de este Concilio, empezó a “repensar” algunos textos evangélicos dogmáticos en orden a la salvación considerados desde la “eclesiología” (por ejemplo, los protestantes se convirtieron en los “hermanos separados”). La Reforma, por su parte, mantuvo el mismo exclusivismo pero no desde la “eclesiología”, sino desde las “Solas”: “sola Fe, sola Gracia, etc., fuera de las cuales tampoco había salvación.

El paso siguiente fue la teología “inclusivista” (Karl Rahner, 1904-1984) la cual, mediante cierta ingeniería teológica, venía a afirmar que los fieles creyentes de otras religiones eran en realidad “cristianos anónimos”. Esto no era una novedad, ya en los primeros siglos del cristianismo se decía que los filósofos griegos habían sido “cristianos” aun sin ellos saberlo (!). La cuestión era –y es– salvaguardar el “cristocentrismo”, una versión del “solo Cristo” protestante. Este “inclusivismo” no deja de ser un “exclusivismo” domesticado.

Actualmente, las reflexiones teológicas más consecuentes con la historia, con la filosofía de la religión y con la ciencia en general, van más allá: el pluralismo religioso (Vigil). Lo que está en discusión hoy es toda la Teología tradicional cristiana, por ello, dicen, hay que pasar del “cristocentrismo” al “teocentrismo”. Dios, que no hace acepción de personas, es uno y el mismo para todas las religiones, aunque cada una le defina de manera diferente. Esto significa que el “ecumenismo” cristiano mismo se ha quedado obsoleto, enclaustrado, mirándose el ombligo. Este “ecumenismo” no basta, el siguiente paso es la “interreligiosidad”, y no para “dialogar” condescendientemente con el otro, sino para dialogar de igual a igual; si acaso para interpelarnos a nosotros mismos.

Esta reflexión acerca de la interreligiosidad, que no es baladí, propuesta por el autor citado (que solo es representante de una vasta comunidad de teólogos y filósofos progresistas), nos aboca a una indagación profunda de nuestras tradiciones religiosas, de nuestras teologías, de nuestros dogmas y de nuestras “misiones”. Pero sospechamos que esta reflexión, especialmente el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam, por citar a las religiones monoteístas, encontrarán muchas dificultades para realizarla. Y, sin embargo, la paz entre las religiones es vital para la paz mundial (Hans Küng).

Emilio Lospitao

El fundamentalismo fraudulento


Están ahí, los vemos en el vasto universo de las redes sociales (especialmente en Youtube donde tienen sus propios canales de difusión). Aun en estos medios de comunicación masiva no se intimidan, al contrario, ponen todo su empeño en manifestar su histriónica excentricidad. Tienen su público y saben lo que este quiere… porque antes lo han adoctrinado. Su principal e inicial verborrea gira en torno a sí mismos, con historietas donde ellos fueron los protagonistas (¡por supuesto!), en la que “oyeron” la voz del Espíritu Santo para finalidades tan cotidianas y vulgares como qué clase de automóvil debían comprarse, cancelar un viaje o realizar una llamada telefónica. Recordamos el testimonio de un pastor evangélico muy conocido en España, hace algunos años, en el que afirmaba que cuando él y su esposa regresaron a casa se encontraron el estofado ya cocinado (tuvieron que salir apresurados sin poder la mujer cocinarlo antes): ¡Dios les había cocinado el estofado!

Otra parte fundamental de la performance son los milagros de sanidad. El showman anuncia la sanidad que se producirá en unos instantes para lo cual invita a que pasen adelante todos cuantos sufran de alguna dolencia (“enfermedades” no diagnosticadas). Siempre sanan aquellas personas que “sufren” alguna patología psicosomática, que después de la sesión de exorcismo afirman estar curadas (y quizás lo estén). Por supuesto los parapléjicos regresan a sus asientos en las mismas condiciones que lo dejaron.

Una tercera parte del show, de cualquier show de estas características, siempre tiene que ver con el dinero, ¡siempre! En este punto el descaro, obsceno, no tiene límites. El protagonista se permite “exigir” un número determinado de sobres con una cantidad específica de dinero dentro de ellos, 50, 100 o 200 dólares (Euros si es en Europa). ¡Y no falla: logran reunir esa cantidad de dinero proviniente de los feligreses presentes, es una ofrenda para Dios, que lo devolverá con creces de varias maneras! En este tipo de reuniones, sin excepción, siempre se pide dinero. Y los feligreses siempre donan dinero, lo que puedan, lo que tengan, y, a veces, más de lo que realmente pueden…¡pero es para Dios!

Este fenómeno religioso está produciéndose en todo el mundo evangélico ahora mismo, particularmente en las Américas, pero más en la América del Sur, donde en algunos países este movimiento religioso pseudocristiano ya supone casi el 30% de la población. Algunos de sus líderes son inmensamente ricos, con Jet privado incluso, y sus templos no envidian a las catedrales de la vieja Europa. En España les cuesta introducirse de la manera que lo hace en los países hispanoamericanos porque los europeos, quizás, leen más a Platón. No obstante, TV TBN ESPAÑA intenta emular estos despropósitos. En Youtube se pueden visualizar shows que evidencian esta realidad.

En cualquier caso, nos preguntamos: ¿Qué tiene que ver esa experiencia religiosa, en la que convive el oportunismo, el abuso y el engaño, con Jesús de Nazaret y con el “reinado de Dios” que él predicaba? ¡Absolutamente nada! Y nos extraña mucho que los demás movimientos religiosos se mantengan en una silenciosa connivencia con tal aberración. Quizás el llamado “ateísmo” sea un refugio donde protegerse de tanta depredación y fraude religioso.

Emilio Lospitao

Dogmas: ¡No hay verdades absolutas!


JOSÉ MARÍA VIGIL, teólogo católico claretiano, al que hemos citado en editoriales anteriores, se pregunta “qué quedará de aquel debate católico-protestante” (A los 500 años… Ya no es tiempo de reformas, sino de una gran ruptura radicalRenovación nº 70), toda vez que el avance en las múltiples disciplinas científicas, que han surgido como fruto de la modernidad, ha puesto en cuestión la Filosofía, la Ciencia y, sobre todo, la Teología de aquel periodo medieval. Afirma Vigil, en el artículo citado, que “aun en el supuesto de que Lutero fuera ya uno de los espíritus que se adelantó a su tiempo y fue capaz de captar el espíritu precisamente de la modernidad, la sospecha es que el desarrollo pleno que la modernidad ha colocado las cosas en un nuevo contexto en el que todo ha cobrado otro sentido y otra significación”. Y, sigue diciendo Vigil, que “del siglo XVI a la actualidad se ha dado un cambio global tan profundo, que los problemas de entonces, a los que se quiso dar respuesta, hoy ya no existen; en el nuevo contexto religioso actual desaparecen, porque han pasado a ser ininteligibles; y muchas de las propuestas y contrapropuestas que se hicieron y contrapusieron pertenecen a un imaginario y un mundo categorial que solo pervive entre los especialistas académicos y los clérigos que han hecho de ello su modus vivendi. Los debates anteriores al actual `nuevo tiempo axial´ se han quedado fuera de contexto histórico, y con ello, privados de sentido, inútiles, ininteligibles, y en definitiva inviables.” 

Según esta apreciación del teólogo claretiano, ¿qué sentido tiene que las Iglesias de tradición protestante continúen afirmando, defendiendo y manteniendo las fronteras simbólicas y teológicas de separación con otras tradiciones religiosas (incluso con los “ateos”), mediante las conocidas “Sola”: Sola Escritura, Solo Cristo…, (Cf. J. M. Vigil, en este ejemplar p. 16) que condena explícita e implícitamente al infierno a las tres cuartas partes de las personas de este planeta?  ¿De verdad dijo Jesús de Nazaret “nadie viene al Padre sino por mí” – Jn. 14:6? ¿No será una simple formulación teológica a posteriori aquello de que “no hay nombre bajo el cielo en el que ser salvo sino en el nombre de Jesús” – Hech. 4:12? (la crítica histórico-literaria legitima estas preguntas y otras más). Han pasado ya dos mil años, ¿podemos seguir afirmando que los no cristianos –las tres cuartas partes del planeta– están condenados al infierno por el solo hecho de pertenecer a otras espiritualidades (o a ninguna)? ¿Era este el proyecto del “reinado de Dios” que predicó Jesús de Nazaret? Obviamente, el “biblicismo” es incapaz de soltar amarras del dogmatismo de unos textos escritos hace dos milenios desde una cosmovisión religiosa de la época, más cerca del mito que de la realidad. El lenguaje que usó el evangelista Luis Palau, argentino nacionalizado en los Estados Unidos, durante su visita a España con ocasión de “FestiMadrid” el pasado mes de junio, ya lo dice todo: “Quisiera que millones de españoles fueran al Cielo igual que voy a ir yo”(!) [www.actualidadevangelica.es], porque desde sus conceptos teológicos son millones los españoles cuyo destino es el fuego eterno del infierno. Este lenguaje, literal, es el que se sigue usando desde los púlpitos y en programas de televisión y radio evangélicos, el lenguaje mítico de las “tres moradas”: el Cielo, la tierra y el Hades (el Infierno). 

Está bien preservar las tradiciones  como una necesidad de convivencia y realización tanto religiosa como social siempre que dicha preservación no se convierta en una involución que impida el progreso (también teológico) que exige una sociedad viva. No olvidemos que el “reinado de Dios” que predicó Jesús de Nazaret supuso un enfrentamiento precisamente con las tradiciones no solo sociales sino, sobre todo, religiosas y teológicas de su época:  ¡Por eso le crucificaron! 

Revisar las “Sola” es un ejercicio intelectual y teológico obligado si de verdad amamos la Verdad (con mayúscula). En la medida que nos empeñemos en defender “una” tradición (por muy dilatada que sea en el tiempo), más nos alejaremos de la Verdad. No basta citar libros sagrados, la Biblia en este caso, para justificar una obcecada defensa de la “ortodoxia” en la que nacimos. Esta lucha por preservar la “verdad” de una tradición particular puede descubrirse en muchos casos como espuria y no ser otra cosa que la de mantener un estatus socio-religioso e incluso una  posición privilegiada económica. Es esperanzador que una larga lista de personas con nombres y apellidos, la mayoría teólogo/as y biblistas (¡no biblicistas!) católicos,  hayan iniciado el camino de la búsqueda intelectual y teológica por la verdad, y lo están haciendo aun al precio del estigma y la excomunión, liberándose así de los dogmas que, primero, amordazan y, luego, esclavizan. Las buenas nuevas del Nazareno resultaron siempre liberadoras.

Emilio Lospitao