Consagrados, laicos y viceversa


“El cristianismo comenzó como una comunidad de discípulos y al institucionalizarse se produjo la sacerdotalización y sacralización de sus dirigentes, y, posteriormente, la clericalización de la Iglesia, dividida en jerarquía y laicado”

Isabel Corpas de Posada
Doctora en Teología

El 8 de marzo se celebra el Día Internacional de la Mujer. Hace décadas que se viene reivindicando el sacerdocio femenino como una prolongación de las demás reivindicaciones de la mujer. Pero este sacerdocio que reivindica el feminismo no sería otra cosa que perpetuar una institución (sacerdocio clasista) ausente en los textos del Nuevo Testamento y en las iglesias domésticas de los primeros siglos, como expone el ex-jesuita José María Castillo en un artículo que publicamos en esta edición (p.71). No vale aludir textos teologizados (Cristo Sumo Sacerdote) que nada justifican. Basta decir que el término “sacerdote” solo aparece en el Nuevo Testamento para referirse bien a los sacerdotes del templo judío, a los sacerdotes del paganismo o al sacerdocio universal de todos los cristianos en sentido absolutamente metafórico.

El desarrollo histórico del sacerdocio clasista coincide con la evolución del hábitat donde la comunidad cristiana se reunía. La iglesia comenzó en los hogares, en las casas; con el tiempo esta “casa” devino en la “domus eclesiae”, un edificio privado adaptado a las necesidades de la iglesia, con sus administradores (obispos = superintendentes). De la “domus eclesiae” se pasó a la “basílica”, un edificio secular amplio de la época. Este cambio de hábitat llevó consigo transformaciones profundas en el orden administrativo, litúrgico, psicológico y teológico. En la casa, la comunidad –no muchos en número– se sentaba en torno a una mesa donde se compartía un ágape recordando la última mesa compartida de Jesús (la Última Cena). En la “domus eclesiae”, aun cuando permanece la mesa compartida, el ágape en sí mismo adquiere un valor más ritualista y sacralizado. En la basílica, finalmente, la mesa compartida, en el centro del habitáculo, desaparece como tal y se convierte en un “altar” situado en un extremo del mismo donde la persona “ordenada” oficiaba el ritual de la “eucaristía”. Es decir, en un periodo de tiempo de menos de dos siglos, se pasó de la “democracia eclesial” (discípulo/as con diferentes responsabilidades), a la “monarquía clerical”. El cambio progresivo del hábitat físico (casa>domus eclesiae>basílica) no solo produjo cambios en la administración, la liturgia, la sacralización de la mesa compartida, etc., sino la segregación de los fieles: el “clero” (personas “ordenadas”), por un lado; y el “laico” (persona no “ordenada”), por otro; con el revestimiento de los primeros (inspirado en el vestido de los cargos públicos romanos) para distinguirlos de los demás, originando así un muro simbólico de separación entre la persona “ordenada” y la persona no “ordenada” (el laico). Visto con perspectiva histórica, ¿qué sentido tiene reivindicar el sacerdocio clasista de la mujer para perpetuar una institución que no estuvo nunca en la mente de Jesús de Nazaret ni en la de sus seguidores más próximos?

La iglesia del siglo XXI necesita recuperar la sencillez y el espíritu de aquellas primeras comunidades, empeñadas en anunciar y hacer una realidad el “reinado de Dios” que predicó Jesús de Nazaret, sacar todo lo bueno mayéuticamente del ser humano, hacer un poco mejor este mundo impregnando la sociedad con el espíritu del Nazareno que revolucionó el mundo mediterráneo del siglo primero, con los dones y la participación en igualdad del hombre y de la mujer. Esta sería la verdadera renovación de la iglesia, “una iglesia sin sacerdotes” (J.M.Castillo).

Emilio Lospitao

La salvación como oferta religiosa


Los intereses religiosos, de todos los signos, se han llevado las manos a la cabeza al conocer que en la agenda del Gobierno de Pedro Sánchez está el propósito de la laicidad integral del Estado español, lo que significa excluir del currículo docente las clases de religión como asignatura evaluable, en principio. De esto hablaremos en otra ocasión. En esta edición aunamos tres artículos que tienen una afinidad ideológico-religiosa cuyo trasfondo es el corazón mismo de las religiones: la salvación (Una iglesia entre el pueblo, Jorge A. Montejo; anti-Razón, Paul Kurtz; y “salvación cristiana”, Vicent Ayel).

Enfrente de la salvación que ofertan las religiones –que es el quid de las clases de religión– se encuentra el humanismo filosófico. Paul Kurtz, profesor emérito de filosofía de la Universidad Estatal de Nueva York en Buffalo (EE.UU.), fundador del Concilio para el Humanismo secular y ex-editor en jefe de la revista escéptica Free Inquiry, dice que “los humanistas han estado comprometidos con las proposiciones de que los seres humanos son capaces de racionalidad y que deberían utilizar su inteligencia crítica para entender la naturaleza y resolver los problemas humanos”; pero, a continuación, se pregunta: “¿Puede un humanismo secular basado en la razón y dedicado a valores humanos prevalecer aún?”. Kurtz reconoce que su confianza fue sacudida durante su propia investigación en los años 70 en el sentido de que “el pensamiento mágico” (la religión) desaparecería cuando el humanismo secular tomara su lugar.

El “problema –dice Kurtz– es que la mayoría de individuos nacen en una tradición religiosa”. Es decir, las creencias, más que una elección personal consciente, forman parte principalmente de nuestra etnicidad y nuestra filiación familiar. Dependiendo de dónde nacemos, y de la familia religiosa a la que pertenecemos, así serán nuestras creencias. Ante esta realidad socio-religiosa, el profesor emérito de filosofía se pregunta con no poca perplejidad, ¿por qué la gente acepta creencias en las cuales hay poca o ninguna evidencia o evidencia de lo contrario? La perplejidad es mayor cuando vemos que hay gentes dispuestas no solo a dar la vida por defender su fe, sino a quitar la vida a otros por ella. El fanatismo, que empieza en el adoctrinamiento, puede alcanzar esas cotas.

El humanismo es una filosofía de vida que pone al ser humano en el centro de todas las cosas como un ideal y una meta que beneficia a todos por igual creando un estado de relación fraternal positivo (este parecer ser el eje sobre el que giraba el “reinado de Dios” que predicó Jesús de Nazaret, humanista por lo tanto, y sobre el que se basa la Teología de la Liberación de la que habla Montejo). Se creía que bajo este manto de fraternidad e igualdad humanista se eliminarían las religiones con sus mitos y creencias ingenuas; pero, para sorpresa de librepensadores como Kurtz, está ocurriendo lo contrario, cada día surgen más movimientos religiosos, y algunos grupos, como los neopentecostales, crecen como setas, lo que significa que el homo religiosus no es un mito, es antropológicamente una realidad.

En este plano estrictamente religioso el proselitismo está asegurado, el cual resulta escandaloso cuando ocurre entre denominaciones cristianas. Toda una ingente de agencias con la misma oferta de la que sienten tener el monopolio: ¡la salvación! Una “salvación” espiritualista para obtener el cielo (en el caso de las religiones monoteístas) a cambio de la pertenencia y la sumisión a la “familia” espiritual de acogida y, sobre todo, al líder, o líderes, que los guían. Ante el espectáculo que ofrecen las religiones salvacionistas no es de extrañar que el humanismo grite el “no me quiero salvar”, de una canción de Victor Manuel: ¡Déjame en paz!

Emilio Lospitao

Evolucionar o perecer


La historia humana es la sucesión de pasos que el hombre (y la mujer) ha ido dando en cada momento de su existencia hacia su devenir en todas las esferas de la vida. Cada gesto, cada innovación, en cualquier área de la vida, sea intelectual o material, fue una acción creativa de superación y realización. Así, pasó de la etapa de recolector/cazador a la de agricultor/ganadero, de la sociedad tribal a la del Estado, de los mitos a la ciencia a través de la filosofía… Como herederos y actores activos de dicho proceso milenario y evolutivo, seguimos construyendo el mundo que dentro de cien, quinientos, o mil años, se estudiará en los libros de historia. Estamos hablando no solo en términos políticos y sociales, sino también filosóficos, espirituales y religiosos, sobre todo de estos últimos.

Formamos parte de un Universo en evolución continua (cada instante es distinto – Heráclito). Las galaxias ya no ocupan el mismo lugar que ocupaban hace millones de años. Tampoco nuestro sistema solar está en el mismo sitio de hace unos miles de años en la Vía Láctea. La evolución en nuestro planeta ha dejado atrás formas primigenias para dar paso a otras más sofisticadas, de las cuales procedemos los homo sapiens. La inteligencia humana dio a luz diversas civilizaciones y culturas que fueron el germen donde se desarrolló el conocimiento para descubrir las leyes que rigen el Universo. De ello surgieron diversas disciplinas desconocidas anteriormente que nos han permitido avanzar en conocimientos extraordinarios en todas las áreas del saber humano: la medicina, la genética, la astronomía, la robótica, y un largo etcétera imposible de enumerar aquí… ¡Y lo que está por venir! Este indiscutible progreso (en sentido de cambio) ha incidido especial y puntualmente en la teología, la religión, es decir, en las creencias.

Al hombre y a la mujer ilustrados del siglo XXI ya no se les puede convencer con los mismos relatos legendarios y míticos de hace tan solo 500 años, cuando todavía se creía que la Tierra era el centro del Universo y que el Sol giraba al rededor de ella. No se les podrá insistir, como si fueran párvulos, con un lo dice la Biblia, porque el valor sacralizado de la Escritura, de cualquier religión, habrá encontrado su horma mediante la investigación y la crítica literaria, que la pondrá –la ha puesto ya– en el lugar que debe estar: sujeta a la hermenéutica que la contextualice.

Es cierto que la religión (todas las religiones) todavía ejerce un poder inusitado gracias a que la generalidad de las personas subsisten en un infantilismo afectivo, filosófico y teológico, y por ello necesitan confiar en una fuerza ultramundana para afrentar las vicisitudes intramundanas del día a día, aunque dicha “fuerza” divina solo sea una realidad en la mente del creyente, pero ausente en la realidad cotidiana (silencio de Dios). Este es el quid de que las religiones perduren y se puede afirmar que perdurarán. El cristianismo, por supuesto, no es ajeno a este fenómeno, pero tendrá que reinventarse para mantener la suficiente capacidad de sugestión y seguir siendo útil a su entorno al menos como lo ha sido en épocas pasadas. De su urgente revisión dependerá que el cristianismo no se relegue a una simple asignatura que estudiar de la historia pasada, o, lo que sería peor, una secta religiosa a evitar.

Emilio Lospitao

Navidad 2019


Con el mes de diciembre las liturgias de algunas iglesias miran hacia los primeros capítulos de los evangelios de Mateo y de Lucas, donde se hallan los relatos relacionados con el nacimiento de Jesús (anuncio, ángeles que alaban, magos de Oriente que adoran, matanza de los inocentes, exilio a Egipto…). Las demás confesiones cristianas que no siguen un calendario litúrgico, hacen exactamente lo mismo, aunque solo sea para fundamentar sus sermones acerca de la Navidad. Esto a pesar de que la exégesis histórico-crítica hoy afirma que dichos relatos bíblicos pertenecen a los géneros legendario y mítico de la época. No obstante, en ellos subyace una historia singular acerca de Jesús que ha trascendido el tiempo, diecisiete siglos de celebración de la Navidad tiene mucho peso.

Qué duda cabe que –tal como entendemos el cristianismo desde el cristianismo– vivimos inmersos en un etnocentrismo religioso que nos ciega para no ver otra realidad que la que hemos heredado. El judeocristianismo cubre una etapa milenaria de la historia religiosa pero no es toda la historia de la religión. Antes que el ancestral relato judío viera la luz ya le precedieron otros relatos religiosos. El hinduismo, por ejemplo, hunde sus raíces más de cuatro mil años atrás. Todas las civilizaciones que conocemos crearon sus propios relatos míticos, que no eran muy diferentes entre sí. Y es que, nos guste o no, todas las religiones, incluido el cristianismo, se alimentan y se expresan por medio de los mitos, lo cual no lo demerita en nada: ¡El Misterio hay que trascenderlo a través de ellos! Pues bien, todas las religiones instituidas, incluidas las monoteístas (judaísmo, cristianismo e islam) arrastran claras señales de aquellos mitos sobre los cuales fundamentan su lenguaje, sus conceptos metafísicos, sus teologías y sus ritos. Los estudios antropológicos, históricos (filosofía de la religión), el estudio del cristianismo primitivo, su evolución y transformación, nos llevan a esta conclusión.

Al conformista le resulta ardua la tarea de hincar los codos e investigar las creencias en las que ha depositado su fe… ¡y su vida! Es más cómodo abrazar la fe de nuestros mayores (con los fuertes lazos emocionales que ello genera), que ponerla en cuestión. Sobre todo cuando estamos convencidos que nuestra “fe” es la única verdadera (¡Fue establecida por Dios mismo a través de su Hijo, afirmamos!).

No es de extrañar que –porque nuestra fe era la única verdadera, ¡y los relatos de la Navidad daban cuenta de ello!– nuestros ancestros (cristianos latinos de occidente) llegaran a la conclusión de que había que armar a un ejército para lanzar campañas militares, llamadas Cruzadas, para conquistar la tierra donde nació, vivió, murió y resucitó el Fundador de nuestra fe. Por no hablar de la perversa institución llamada Santa Inquisición que torturó y quemó vivas a miles de personas solo porque no creían las mismas cosas y de la misma manera. Hoy, gracias a la influencia del Humanismo, ya no quemamos a nadie, ni emprendemos Cruzadas, pero seguimos enviando misioneros con la convicción de que hay que convertir a nuestra fe a todos cuantos no son cristianos, con la sorpresa de que ahora son ellos, los no cristianos, como respuesta, los que lanzan Cruzadas contra nosotros y alimentan el fuego en el que nos queman. Pues bien, independientemente de la historicidad o no de los relatos de la Navidad (ángeles, magos, exilio…), disfrutemos de los momentos que dicha celebración nos ofrecen, para vivir en paz con nuestro prójimo, sea de la fe que sea, al menos durante unos días, sin provocaciones.

Emilio Lospitao