La unidad de Jesús revisitada


Por Paul F. Knitter

Este texto es el capítulo cuarto del libro Jesús y los Otros Nombres, de Paul F. Knitter, publicado en 2010 por Nhanduti Editora (nhanduti.com), que autoriza su publicación a la RELaT de los Servicios Koinonía. 

Una cristología correlacional y globalmente responsable 

Aunque nunca podremos aclarar de forma clara y concluyente qué significa «la esencia del cristianismo», sabemos, sea lo que sea, que tiene su base y su centro en Jesús el Cristo. Por tanto, si queremos anteponer el adjetivo «cristiano» a lo que llamábamos un diálogo correlativo y globalmente responsable de las religiones, tendremos que demostrar cómo ese diálogo, y tras él la teología, son coherentes con el papel que Jesús el Cristo desempeñó y debe desempeñar en la comunidad cristiana y se sustentan en él. 

Aquí se plantea una dificultad. Como hemos escuchado en el capítulo anterior, hay un amplio grupo de teólogos y cristianos de a pie que consideran que un diálogo correlacional o pluralista es un camino que aleja del compromiso con Jesús y de la fidelidad al testimonio cristiano. Para ellos, cualquier esfuerzo, explícitamente formulado o hábilmente disfrazado, por situar a Jesús en el mismo nivel que otras figuras religiosas o salvadoras está vedado por el muro de lo que ha sido claramente afirmado en el Nuevo Testamento y firmemente sostenido a lo largo de la historia de las Iglesias. Situar a Jesús en una comunidad de iguales con otros reveladores significa hurtar la fuerza del compromiso como discípulo de Cristo y diluir el coraje de la denuncia profética cristiana del mal. Podría contribuir a una feliz comunidad de religiones, pero a costa de la identidad cristiana 

Sin embargo, la dificultad tiene dos caras. Si las llamadas a un diálogo correlacional parecen amenazar los puntos de vista cristianos tradicionales sobre Jesús, entonces muchas afirmaciones cristianas sobre Jesús parecen plantear barreras a un flujo libre y pleno del diálogo. Los teólogos que insisten en lo que se ha llamado una cristología «inclusivista» -es decir, en una visión de Jesús como constitutivo o normativo de toda revelación y experiencia de Dios- sostienen que esa concepción de Jesús como la manifestación final, completa e insuperable de Dios no impide un diálogo auténtico. Sin embargo, por lo que les he oído decir, no parecen explicar cómo puede suceder esto. Porque ¿cómo puedo escuchar realmente sus afirmaciones veraces?, ¿cómo puedo estar dispuesto a admitir que estoy equivocado y que necesito corrección, si creo que Dios me ha dado (sin mérito propio) la revelación concluyente, insuperable y autosuficiente de la verdad divina? Una cosa es entrar en diálogo con afirmaciones sólidas de la verdad; otra muy distinta es poner sobre la mesa del diálogo afirmaciones de la verdad que están selladas, con el sello divino de aprobación, como definitivas e insuperables. En el primer caso, mi posición firme está abierta a ser corregida y completada (aunque me mantenga firme, estoy dispuesto a hacer modificaciones si es necesario); en el segundo caso, cambiar mi posición es violar la revelación que Dios me ha dado. Así que me parece que los anuncios cristianos 

tradicionales de Jesús como final, total e insuperable deben ser, como mínimo, una amenaza para el diálogo. 

Para los cristianos, un diálogo amenazado es (o debería ser) un problema tan grave como una identidad cristiana amenazada. Como argumentamos en el Capítulo II, el diálogo auténtico entre culturas y religiones -en el que todos los interlocutores están exactamente tan dispuestos a aprender como a enseñar, exactamente tan dispuestos a reconocer la verdad de los demás como a decir su propia verdad- se percibe hoy como un imperativo moral. Todo lo que dificulte este diálogo es un problema en sí mismo. Por tanto, un teólogo-creyente cristiano no puede elaborar primero una cristología o visión sobre Jesús y luego pensar en cómo se relaciona con el diálogo. La preocupación por las necesidades del diálogo con otras comunidades religiosas no puede ser simplemente un resultado o una cuestión especial una vez que la cristología ya está elaborada. Más bien, la realidad de otras religiones y la necesidad de diálogo deben formar parte de las condiciones previas para comprender quién es Jesús. «El pluralismo religioso forma parte del punto de partida de una cristología que parte de la vida y la experiencia cristianas en nuestro mundo actual… (el pluralismo religioso) forma un contexto a priori para el pensamiento cristológico» (Haight 1992, 261). 

También hay continuas advertencias de los cristianos de los antiguamente llamados lugares de misión de que, a pesar de que los teólogos euroamericanos declaren lo contrario, el lenguaje común sobre Jesús como salvador único y universal y como piedra de toque de toda verdad ha confirmado, si no concebido, políticas de imperialismo cultural y religioso. Samuel Rayan, de la India, al responder a la concepción vaticana de Jesús como salvador absoluto, formula una pregunta delicada pero incisiva: «Nosotros (es decir, los indios) preguntamos, por un lado, por la conexión secreta entre el concepto occidental de la unicidad de Cristo y la autoridad, y por otro, por el proyecto occidental de dominación del mundo» (Rayan 1990, 133). Por lo tanto, Raimon Panikkar espera que, al igual que los teólogos hablan de las antiguas nociones de YHWH como una «deidad tribal» purificada posteriormente por los profetas judíos, los teólogos del «tercer milenio cristiano» reconozcan que muchas de las imágenes de Cristo hechas como una «cristología tribal», pueden ser purificadas por una cristología revisada que «permita a los cristianos percibir la obra de Cristo en todas partes sin pretender tener un mejor conocimiento o un monopolio de ese Misterio que les ha sido revelado de manera exclusiva» (Panikkar 1990b, 122).1 

En este capítulo ofrezco, de forma totalmente tentativa, algunas propuestas para una cristología revisada similar, una cristología correlacional y globalmente responsable que intente remediar algunas de las desgracias del problema de las dos caras que acabamos de describir: una comprensión de Jesús y de su presencia permanente como el Cristo en las iglesias cristianas que sea, por un lado, fiel al testimonio original y conduzca al discipulado cristiano y, por otro, nutra y guíe un diálogo con otros creyentes que sea auténticamente correlacional y liberador. En este intento, quiero escuchar las voces de los críticos resumidas en el capítulo III; quiero corresponder a sus preocupaciones y no sólo responder a sus objeciones. Para ello, espero alcanzar, o dar algunos pasos hacia, el mejor equilibrio, descrito en el capítulo 2, entre la particularidad de Jesús y la universalidad puesta de manifiesto en él. El tema de este capítulo es la complicada cuestión de la singularidad de Jesús. Confío en que quede claro que mi intención no es negar esta unicidad, sino revisarla y reafirmarla

La propuesta de este capítulo para una revisión correlacional y global de la cristología tiene dos componentes: en primer lugar, exploraré lo que significa ser fiel al testimonio neotestamentario sobre Jesús y la recepción de ese testimonio en las iglesias a lo largo de los siglos. En segundo lugar, haré una propuesta de las cualidades o atributos formales de una comprensión revisada de la unicidad de Jesús: lo que los cristianos quieren decir y lo que no quieren decir cuando proclaman que Jesús es único. Espero que esta parte genere la energía para una cristología correlacional, una cristología que permita a los cristianos estar tan comprometidos con Jesús como abiertos a otras religiones. En el capítulo siguiente exploraremos qué es lo que hace único a Jesús: el contenido esencial de su singularidad. 

El significado de la fidelidad de Jesús, el Cristo 

Al plantear la cuestión de cómo se permanece fiel al testimonio cristiano original sobre Jesús, en realidad estamos preguntando por la naturaleza de la fe cristiana y de la teología cristiana. Supongo que la mayoría de los cristianos estarían de acuerdo en que, al hablar de su vida de fe, sería más exacto decir que alguien vive su fe que alguien tiene su fe. 

Podríamos decir lo mismo de ser «fiel al Evangelio»: la fidelidad no es algo que se posee, sino que se vive y se practica a diario. Sin embargo, si esto es cierto, si la fidelidad y la fe son cuestiones de ser más que de tener, de vivir más que de afirmar, entonces me parece consecuente que el fundamento o la fuente de esta fe fiel no puede ser sólo el Evangelio o la Biblia. La Biblia por sí sola sería suficiente si la fe fuera una cuestión de tener o afirmar; todo lo que tendríamos que hacer es entender lo que eso significa y luego conservar ese entendimiento. Pero si la fe es ante todo una cuestión de vivir y actuar, entonces tenemos que relacionar o aplicar lo que oímos en la Biblia a lo que ocurre en nuestras vidas, a situaciones concretas tal como cambian de un día para otro en nuestra historia. 

La Biblia y el diario 

Así que hay dos momentos o dos fuentes desde las que tenemos que vivir nuestra fe y desarrollar nuestra fidelidad: la experiencia que encontramos y tenemos en las Escrituras, y la experiencia que tenemos en nuestro mundo actual y siempre cambiante. O, como decía Karl Barth, para ser buenos cristianos debemos leer tanto la Biblia como el periódico de hoy. Necesitamos ambas cosas para practicar la fe cristiana: sin la Biblia, sin las afirmaciones cristianas, no pueden entender lo que se cuenta en los periódicos. Sin embargo, lo contrario también es cierto: sin el periódico no podemos vivir de verdad y, por tanto, comprender el mensaje de la Biblia. 

En el lenguaje más seco y académico de los teólogos contemporáneos podemos decir que las dos fuentes de la teología cristiana son: la comprensión personal, históricamente condicionada, del acontecimiento cristiano (Escritura y tradición) y la comprensión personal de uno mismo y del mundo en el que vive una persona concreta. Así, como ya se ha dicho al principio del capítulo II, estas dos comprensiones se condicionan y alimentan mutuamente (Tracy 1975, cap. II; Ogden 1972). Así, una vida de fe cristiana fiel puede describirse como el resultado de una conversación de mutua clarificación y mutua crítica entre el testimonio cristiano y la experiencia personal en el mundo (cf. Hill etc. 1990, 251-61). Cada parte aclara y critica a la otra. 

En este punto, muchos cristianos objetarían o exigirían mayor claridad. Parece que tal comprensión de la fidelidad a la tradición y a la teología pone ambas fuentes -la Biblia y la experiencia humana- al mismo nivel. Esto expone a las personas al riesgo de imponer la propia experiencia de Dios y la propia comprensión de la Biblia a otra persona, o de someter la Palabra de Dios a palabras y pensamientos humanos. Ese riesgo está siempre presente. Sin embargo, al menos se reconoce y se afronta hasta el punto de que afirmo con rotundidad que, en la medida en que la Palabra de Dios puede ser «criticada» para ser escuchada dentro de las palabras humanas totalmente limitadas y a veces enturbiadas en que está escrita, en la medida en que la Palabra de Dios puede ser clarificada, para que pueda hablar a nuestros problemas actuales (de los que muchos no existían en tiempos bíblicos). En consecuencia, una vez aclarada y criticada esa Palabra, también esperamos que sea un poder que también aclare y critique nuestras formas completamente egoístas y terribles de hacer y percibir las cosas. La Palabra de Dios será un poder que no sólo revelará la noble belleza de lo que somos los humanos, sino que pondrá al descubierto la mezquindad y la crueldad del corazón humano. El mensaje de Dios en los profetas y en Jesús es a la vez un anuncio y una denuncia. 

Sin embargo, incluso cuando la Palabra de Dios nos da la vuelta o nos pone en la dirección opuesta al camino que estábamos recorriendo, incluso cuando la Palabra de Dios «duele», sabemos que es verdad, porque nuestra experiencia humana nos informa de que esta incomodidad es por nuestro propio bien. Así que cuando los cristianos evangélicos insisten en que la Biblia es su Palabra autorizada, que Jesús es su único salvador, me parece que hacen estas afirmaciones sobre la base de una autorización que han recibido a través de su experiencia. Jesús no sería su salvador si no descubrieran que les está salvando. Así pues, David Kelsey no nos dice nada revolucionario ni extraño cuando afirma que la autoridad de las Escrituras no consiste en ningún tipo de atribución divina extrínseca (Dios declarando que la Biblia es la verdad), ni debido a ningún contenido cognitivo inherente. Más bien, la Biblia tiene autoridad por lo que sigue haciendo por las personas; sigue transformando sus vidas y la vida de la comunidad (Kelsey 1985; McFague 1987, 43-44).2 Por tanto, somos fieles al testimonio bíblico cuando experimentamos y afirmamos su poder transformador en nuestras vidas y en nuestras sociedades. 

La creencia correcta (ortodoxia) se basa en la acción correcta (ortopraxia) 

Todo esto significa que la fidelidad a la tradición cristiana, especialmente a las «escrituras normativas», es ante todo una cuestión de acción correcta u ortopraxia y no sólo de palabras correctas u ortodoxia. Nótese que he dicho «no sólo» porque las palabras, doctrinas e ideas correctas son esenciales. Son esenciales en la medida y sólo en la medida en que promueven y resultan de la acción correcta. Sin embargo, no son primordiales. Podríamos decir que los cristianos creen en la Trinidad no sólo porque es la verdad de la forma en que Dios es, sino más bien, porque es la verdad de cómo Dios actúa; o más bien, Dios es así porque Dios actúa así – el ser de Dios es el hacer de Dios.3 Profesamos la verdad de la Trinidad no sólo para proclamar la verdad de cómo es Dios, sino para actuar del mismo modo que Dios actúa: en relaciones continuas entre conocer y amar. 

Quiero repetir que hacer estas afirmaciones sobre la primacía de la ortopraxia sobre la ortodoxia no es nada nuevo para las comunidades cristianas. 

Desde los primeros siglos existía un dicho teológico Lex orandi est lex credendi, «La norma de la oración es la norma de la fe». En otras palabras, los cristianos no organizaban o afirmaban primero sus creencias con claridad y luego empezaban a rezar en torno a ellas o a celebrarlas. Los credos no preceden a la devoción. Más bien, encuentran su verdadera forma y poder en la devoción o en la espiritualidad. Mientras los credos sigan avivando las llamas de la devoción, el compromiso y el sentido de la Presencia Divina, podemos estar bastante seguros de que esas creencias son ortodoxas. 

Sin embargo, la regla de la oración (lex orandi) es, en cierto modo, incompleta, incluso peligrosa, si no incluye la «regla del seguimiento» (los latinistas dirían lex sequendi). De hecho, según Jesús, parece que la necesidad de seguirle tiene prioridad sobre la de rezarle o alabarle. «No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7,21-23). 

Y, según Juan, cuando los posibles discípulos de Jesús quisieron saber más sobre él -dónde vivía y quién era-, respondió simplemente: «Venid y lo veréis» (Jn 1,35-51). Es siguiendo e imitando a Jesús como los cristianos llegan a conocerle y a creer en él correctamente. Como lo formula Jon Sobrino «La fe en Cristo se percibe y actualiza más como una invocación a Cristo que como una simple profesión de fe en Cristo. El lugar de la profesión puede ser la oración, el lugar de la invocación es la práctica» (Sobrino 1987, 59). Por tanto, la piedra de toque, no sólo para creer correctamente, sino también para orar correctamente, es si esas creencias y profesiones fluyen hacia y desde el seguimiento de Jesús -el hacer como él hizo-. 

Reconocer a Jesús como nuestro Señor y Salvador sólo es significativo cuando nos ocupamos de vivir como él vivió y de organizar nuestras vidas de acuerdo con sus valores No necesitamos teorizar sobre Jesús, necesitamos «re-producirlo» en nuestro tiempo y circunstancias… de modo que nuestra búsqueda, como su búsqueda, es principalmente una búsqueda de ortopraxis (verdadera práctica) más que de ortodoxia (verdadera doctrina). Sólo la verdadera práctica de la fe puede verificar lo que creemos (Nolan 1978, 139-140). 

Dicho de forma más sencilla: «La prueba de un mapa (su ortodoxia) es si, usándolo, se puede viajar bien (su ortopraxia)» (Charles Taylor en Placher 1989, 129). 

Quiero subrayar una vez más que, al insistir en la primacía de la ortopraxia sobre la ortodoxia, no pretendo en modo alguno reducir ni una ni otra, ni minimizar la necesidad de la ortodoxia. Una vez que la comunidad de seguidores de Jesús (o cualquier grupo religioso) empieza a hablar, entre ellos o con el resto del mundo, sobre lo que hacen y por qué, es necesario formular declaraciones, posturas y creencias. Sin embargo, mi conclusión es que estas formulaciones -especialmente cuando se trata de aclarar creencias tradicionales o nuevas creencias de moda sobre la persona, la obra o la unicidad de Jesús- deben surgir de una experiencia de la salvación de Jesús y del compromiso con él y deben alimentarla (devoción y oración), y de un seguimiento firme de él en el mundo (discipulado y práctica). Si los seguidores de Jesús no hacen esto, entonces son herejes; si lo hacen, merecen nuestra seria consideración e incluso nuestra aceptación. En mis propuestas para una comprensión correlacional de la unicidad de Jesús, intentaré seguir estas reglas en aras de la fidelidad. 

El lenguaje del Nuevo Testamento sobre Jesús 

Estas consideraciones sobre la primacía de la praxis -o devocional o ética- sobre las formulaciones creenciales pueden ayudarnos a determinar cómo podemos entender y ser fieles a todas las cosas maravillosas que los autores y redactores del Nuevo Testamento dicen sobre Jesús, el lenguaje que los autores y redactores del Nuevo Testamento utilizan en sus diferentes cristologías Este lenguaje puede ser no sólo inspirador y desafiante, sino también decisivo y, en la era de la sensibilidad interreligiosa, inquietante. Me refiero sobre todo a los títulos dados a Jesús, como Hijo de Dios, Salvador, Palabra de Dios, que parecen situarle en una categoría separada y superior a la de todos los demás fundadores y líderes religiosos. Hablando más incisivamente, pienso en adjetivos y adverbios aplicados a Jesús y a su mensaje que parecen excluir a todos los demás, como: 

  • «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27 – tomado de la Fuente Q).
  • «Hay un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por quien somos nosotros» (1 Co 8,6).
  • Es el Hijo «unigénito» (Jn 1,14).
  • «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer» (Jn 1,18).
  • Hay «un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús» (1 Tm 2,5).
  • «Una vez para siempre» (ephapax) (Heb 9,12).
  • «No hay otro Nombre por el que podamos salvarnos» (Hch 4,12).
    Si consideramos este lenguaje sólo como declaraciones credenciales u ortodoxas y olvidamos que estas confesiones de fe (lex credendi) surgieron de la intención de alimentar la práctica de la fe en la devoción (lex orandi) y el discipulado (lex sequendi), corremos el peligro de malinterpretarlo y utilizarlo mal.
    Siguiendo las observaciones del erudito Krister Stendhal sobre el Nuevo Testamento, he intentado demostrar, en otro escrito, que, si relacionamos el lenguaje sobre «uno y único» con sus raíces en la práctica de la devoción en el cristianismo antiguo, podemos describirlo como «lenguaje del amor» (Knitter 1985, 184- 186). Esta cascada de oraciones y superlativos surgió de la experiencia personal y comunitaria de salvación o transformación o bienestar, que tuvieron en o a través de este Jesús. Como dijo Schillebeeckx: «Podemos encontrar en todo el Nuevo Testamento una experiencia fundamentalmente idéntica que sustenta las diversas interpretaciones (de Jesús): todos sus escritos dan testimonio de la experiencia de salvación en Jesús que viene de Dios» (en Haight 1992, 264).4 Las vidas de la gente fueron tocadas y transformadas por este Jesús; ellos mismos experimentaron, a pesar de su muerte, una relación viva y vivificante con él; le tenían devoción; estaban enamorados de él. Y hablaban el lenguaje de los enamorados: «Tú eres mi único».
    No era sólo una relación personal, individualista («sólo Jesús y yo»); era una relación que la gente quería compartir, porque sentían que otros también podían llegar a tener la misma experiencia de Jesús y utilizar el mismo lenguaje de amor.5 Sin embargo, si tomamos esas declaraciones de amor o confesión como «Hijo único» o «un solo mediador» y las convertimos en afirmaciones meramente doctrinales o teológicas, y si luego utilizamos esas confesiones para la tarea negativa de excluir a otros en lugar de para el propósito positivo de proclamar el poder salvador de Jesús, entonces me temo que hemos abusado de esos textos. Les hemos sido infieles. 

  • Sin embargo, si las raíces de la ortopraxis detrás del discurso neotestamentario sobre Jesús incluyen no sólo la práctica de la devoción y la espiritualidad, sino también, y especialmente, la praxis de seguir y actuar como Jesús, entonces podemos describir estas afirmaciones «únicas» sobre Jesús como un lenguaje de actuación o, como lo formulan los estudiosos, un lenguaje performativo. Cuando los antiguos cristianos atribuían a Jesús estos términos elevados, como Palabra de Dios o Sabiduría de Dios o Hijo de Dios, no se dedicaban principalmente a presentar al mundo una definición filosófica o dogmática, sino que se declaraban e invitaban a otros a ser discípulos de Jesús, a seguirle en el amor a Dios y al prójimo y a trabajar por lo que Jesús llamaba el Reino de Dios. El propósito de confesar la fe era seguir, no al revés. 

  • Por eso, como insiste Jon Sobrino, debemos buscar lo que él llama «equivalencia práxica», es decir, el poder del movimiento detrás y dentro de todo el lenguaje sublime sobre la divinidad y la unicidad de Jesús. Cuando los primeros discípulos insistieron en calificar a Jesús de salvador y mediador, intentaban poner en lenguaje su decisión de seguirle y continuar su vida de vida y amor. Llamar a Jesús «Hijo único de Dios» no tenía como objetivo principal una definición ontológica e inmutable de su naturaleza, sino más bien la declaración de una forma de vida basada en Jesús. «Seguir es el modo práctico de aceptar la trascendencia de Dios; y seguir a Jesús es el modo práctico de aceptar la trascendencia de Jesús» (Sobrino 1988, 31-32).

Si el propósito principal del lenguaje neotestamentario de «unidad» era performativo, una llamada a la acción «sin relación con la práctica redentora y liberadora de los cristianos», entonces cualquier discurso de redención o unidad «permanece simplemente en un vacío especulativo» (Schillebeeckx 1990, 44-46). «La historia de la vida de Jesús debe continuar en sus discípulos; sólo entonces tiene sentido hablar de la unidad y la diferencia del cristianismo» (ibíd., 168). Así es como los cristianos deben ser fieles a este lenguaje de unicidad en el Nuevo Testamento -siguiendo a Jesús y continuando su forma de vivir en sus propias vidas- sin excluir a los demás. Cualquier posible exclusión de los demás sólo se producirá como consecuencia necesaria del seguimiento de Jesús, no como requisito previo de ese seguimiento.6 

Incluso si los antiguos cristianos o los autores del Nuevo Testamento hubieran interpretado literalmente su propio lenguaje y hubieran creído que no había otros nombres que pudieran salvar (cosa que creo que hicieron), ésta no era la intención principal, el contenido esencial, de su lenguaje. Era un lenguaje de acción, no un lenguaje exclusivo; o bien, utilizaban terminología exclusiva (como «Hijo único») para llamarse a sí mismos y a los demás a la práctica del discipulado. Hoy, si es posible eliminar las implicaciones exclusivistas de estos textos y seguir conservando su llamada a actuar como Jesús, permanecemos fieles a este lenguaje. Esto es en lo que insisto en este capítulo: que la fidelidad a las confesiones de fe del Nuevo Testamento sobre Jesús es esencial y una cuestión principalmente de actuar con y como Jesús, no de insistir en que él está por encima de todos los demás. 

¿No hay otro nombre? 

Sería útil adoptar estas orientaciones sobre la fidelidad al testimonio del Nuevo Testamento a un texto concreto. Podemos tomar una de las afirmaciones más singulares del Nuevo Testamento: «No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hch 4,12). El propio contexto ya nos previene de utilizar este fragmento para descartar extrajudicialmente todos los demás testimonios antes de poder presentar a Jesús. ¿La cuestión en cuestión «no era la de las religiones en relación, sino la curación por la fe»; es decir, en cuyo poder Pedro y Juan acababan de curar al tullido (Robinson 1979, 105) y, en un sentido más amplio, en cuyo poder experimentaron la transformación que era tan evidente para sus compatriotas judíos? El fragmento comunica una respuesta clara: no por el poder propio de Pedro y Juan, sino por el poder que se encuentra en el nombre y la realidad de Jesús el Cristo. 

Por lo tanto, la intención del lenguaje no es filosófica/teológica – definir a Jesús en relación con otros líderes religiosos; más bien, es claramente praxis, performativa – llamar a otros a reconocer y aceptar el poder que está a su disposición en Jesús (Stendhal 1981; Starkey, 69-71). Otros fragmentos del relato hacen evidente esta intención: «Es en el nombre de Jesucristo que este hombre está ante vosotros curado (Hch 4,10)… Gracias a la fe en su nombre, este hombre que contempláis y al que conocéis, fue su nombre el que le fortaleció» (Hch 3,16). La implicación es clara: si podemos confiar en el poder de este nombre, los miembros de nuestro cuerpo también pueden ser fortalecidos para misiones que de momento parecen imposibles, tan imposibles como la de caminar del lisiado. Hechos 3:23 deja aún más claro que Pedro estaba hablando del poder de Jesús, el profeta, que nos llama a la acción: «Y todo el que no escuche a este profeta (la profecía de Moisés) será cortado de entre el pueblo.» 

Quiero repetir que este discurso nos está diciendo que corremos un gran riesgo si no escuchamos y seguimos a este profeta. De hecho, «No hay otro nombre», como lenguaje performativo y de acción, es un enunciado positivo en su formulación negativa: nos dice que todas las personas deben escuchar a este Jesús; no dice que no se deba escuchar ni hacer caso a ningún otro. La atención se centra, pues, en el poder salvador, cuyo mediador es el nombre de Jesús, y no en la exclusividad del nombre. Si en nuestro diálogo descubrimos que este poder de liberación se experimenta a través de otros nombres, entonces el espíritu de este fragmento de los Hechos de los Apóstoles nos llamaría a estar abiertos a ellos. Cualquiera que pueda curar auténticamente a un lisiado actúa como mediador de este nombre. Seguramente, para Jesús -como para sus antiguos seguidores- lo más importante era que los lisiados sanaran, no que lo hicieran sólo por el nombre de Jesús. 

¿Y el pluralismo religioso del mundo del Nuevo Testamento? 

Sin embargo, como nos dicen los críticos en el cap. 3, los antiguos cristianos excluían otras ideas y líderes religiosos; utilizaban textos como «no hay otro nombre» como advertencias a la comunidad para que mantuviera las distancias con los afines a otras religiones. Tal y como nos recuerdan los críticos, en el mundo del Nuevo Testamento abundaba la diversidad religiosa, y los antiguos seguidores de Jesús respondieron conscientemente a esta realidad con sus afirmaciones cristalinas sobre la unicidad y normatividad exclusivas (o al menos inclusivas) de Jesús. Los antiguos discípulos no se unieron a ese trío eléctrico cultural de confusión religiosa que recorría la mayor parte del Imperio Romano. 

Estas advertencias deben tomarse en serio. Al proclamar el «nuevo contexto» de una aldea global de religiones diferentes, los actuales defensores del pluralismo han olvidado que el contexto no es tan nuevo; algo bastante parecido se agolpaba en torno a la cuna de la recién nacida religión cristiana. Aun admitiendo esto, tengo que plantear otra pregunta, en mi opinión, esencial: ¿por qué los antiguos cristianos parecen rechazar tanto este pluralismo religioso desenfrenado de su tiempo?7 Mi hipótesis es que, entre las diversas razones que evidentemente estaban en juego, una de las fuentes más poderosas de esta respuesta básicamente negativa al pluralismo religioso de la época surgió de lo que llamamos el contenido performativo o ético de las creencias de las comunidades cristianas. Este rechazo, en otras palabras, era más una cuestión de ortopraxis que de ortodoxia. 

Los antiguos cristianos rechazaban el pluralismo religioso de su tiempo no porque fuera contrario a su fe en la unicidad de Jesús, sino porque no podía conciliarse con la recta acción o visión ético-social presente en el mensaje de Cristo sobre el Reino de Dios. Fueron más bien motivaciones soteriocéntricas o reinocéntricas y menos cristocéntricas o convicciones monoteístas las que provocaron este rechazo del pluralismo -aunque estas motivaciones no se expusieran exactamente en esta forma o lenguaje que estoy utilizando ahora. 

Mi principal argumento para defender esta hipótesis es otro hecho histórico, pasado por alto por algunos de los críticos. Como admite Frans Jozef van Beecks, «el pluralismo moderno difiere mucho del pluralismo del siglo I» (van Beeck 1985, 33-34). Equiparar el pluralismo del mundo del Nuevo Testamento con el de nuestro mundo es, históricamente hablando, ser simplista o estar desinformado. La principal diferencia entre los dos mundos es que el pluralismo del siglo I se inclinaba más hacia el relativismo y/o el sincretismo -de hecho, penetraba en ellos-. La tolerancia religiosa estaba dispuesta a tolerar cualquier cosa. Los dioses se aceptaban no por una verdad inherente, sino porque eran deidades locales, o porque respondían al capricho religioso de alguien, o porque era una distracción absorbente del aburrimiento o la frustración. De hecho, las diferencias carecían de importancia, especialmente en los cultos sincréticos. 

Por eso los antiguos cristianos se encontraron rechazados por esta diversidad y tolerancia religiosa. Simplemente habría absorbido y neutralizado la nueva visión del Reino de Jesús; es más, habría tolerado, simplemente por tolerancia, otras visiones opuestas a ese Reino. Rechazaron el pluralismo, pues, no porque fuera contrario al papel o a la naturaleza de Jesucristo, sino porque era contrario al tipo de Dios y al tipo de sociedad que formaban parte integrante de la visión de Jesús del Reino de Dios. 

Si hoy, como sostienen los teólogos correlacionistas, se puede afirmar la diversidad religiosa sin caer en el sincretismo o en una tolerancia indolente; si, por el contrario, el diálogo y el pluralismo religioso pueden ser medios importantes, tal vez incluso necesarios, para trabajar por la justicia eco-humana que constituye el pulso del Reino de Jesús -entonces podemos suponer que los antiguos cristianos habrían estado totalmente a favor. Una vez más, las normas de juicio no tienen que ver principalmente con la corrección de la fe, sino con la corrección de la acción. 

«Verdaderamente» no necesita «únicamente». 

En lo que sigue intentaré aplicar las directrices que acabamos de revisar para una aprobación fiel del testimonio de la comunidad cristiana sobre Jesús el Cristo. Reconociendo que tal fidelidad es principalmente (aunque no exclusivamente) una cuestión de ortopraxia más que de ortodoxia, y entendiendo el lenguaje del Nuevo Testamento y la tradición sobre Jesús como principalmente performativo y orientado a la acción, quiero presentar ahora una sugerencia sobre cómo los cristianos podrían entender la unicidad de Jesús de tal manera que puedan permanecer en una corriente fiel de testimonio cristiano y al mismo tiempo estar verdaderamente abiertos a una conversación y cooperación auténticas con personas de otras creencias. En esta sección describiré las cualidades o atributos de la unicidad de Jesús, tanto las características que son esenciales para considerarlo único como las que no lo son. Esto puede parecer un ejercicio bastante duro y abstracto. No es así. Lo que intento describir aquí es el modo en que los cristianos experimentan realmente, o pueden experimentar, la singularidad de Jesús: cómo experimentan su especificidad, su papel salvador en sus vidas. Obviamente, hablo aquí en gran medida de mi propia vida cristiana y de mis esfuerzos por ser discípulo de Jesús; confío en que mi experiencia pueda reflejar o aclarar la experiencia de otros cristianos.8 

La revisión en la que insisto puede formularse concisa y claramente en términos de adverbios, como sugerí en el cap. 2: verdaderamente, pero no únicamente

Los cristianos pueden y deben afirmar, en sus propias comunidades y ante el mundo, que todas las cosas maravillosas que se dicen de Jesús en el Nuevo Testamento se aplican a él verdaderamente, pero no necesariamente de forma única. «Verdaderamente» es un componente esencial de la experiencia que los cristianos tienen de Jesús y de su fidelidad a él; «únicamente», como afirmo, no es necesario y, de hecho, para muchos cristianos ni siquiera es posible. Lo que digo no es en absoluto terriblemente complicado ni ajeno a la experiencia cristiana; imagino que la mayoría de los cristianos podrían verificar estas afirmaciones cuando examinaran tranquila y honestamente su propia experiencia de Jesús y de su Evangelio de salvación. 

Lo que lleva a una persona a ser cristiana y seguidora de Jesús, gracias a su verdadera naturaleza, debería permitirle decir que Jesús es real y efectivamente el instrumento de la Presencia Divina en su vida. Para esta persona, Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, el salvador, el mediador, la palabra de Dios, el mesías, Aquel que vive. Sin el sentimiento -sin la conciencia de la experiencia- que inspira lo «verdadero», una persona no puede ser, no querría ser cristiana. 

Sin embargo, no creo que «sólo» sea cierto. Cuando alguien sabe que Jesús es verdaderamente un salvador, no sabe que es el único salvador. La experiencia personal es limitada y uno no ha podido comprender las experiencias y los mensajes de todos los demás, así llamados, salvadores o figuras religiosas. 

Pero si los cristianos no saben o no pueden saber que Jesús es el único salvador, tampoco tienen la obligación de saberlo para comprometerse con este Jesús. La experiencia de Jesús, que les ha permitido decir «verdaderamente», les capacita para continuar siguiéndole. El hecho de que pueda haber otros no es un impedimento para un seguimiento fiel. El discipulado exige «verdaderamente»; no parece exigir «sólo». 

¿Completo, definitivo, insuperable? ¡No! 

El contenido de la diferencia entre verdaderamente y únicamente debe explicarse con mayor claridad y detalle. Manteniendo el enfoque gramatical, me permito hacerlo mediante adjetivos. En primer lugar, desde una perspectiva negativa, si los cristianos se toman en serio la posibilidad de que Jesús no sea la única automanifestación de la Divinidad, y no sea la única encarnación de la verdad y la gracia de Dios, entonces deberían matizar o revisar tres adjetivos que predicadores y teólogos han atribuido a la forma de hablar de la revelación de Dios en Jesús: completa, definitiva e insuperable. Resumiré por qué matizar, o incluso eliminar estos términos de la proclamación cristiana de Jesús no sólo es permisible, sino que incluso sería exigido por otras cosas que los cristianos dicen creer sobre Dios y la encarnación divina en Jesús. 

a) Los cristianos no tienen en Jesús la plenitud o la totalidad de la revelación divina, como si él agotara toda la verdad que Dios tenía que revelar. Creo que esta afirmación se fundamenta en convicciones tanto teológicas como bíblicas. Teológicamente, los cristianos, en el curso de su tradición, aceptarían sin discusión que ningún medio finito puede agotar la plenitud del Infinito. Identificar el Infinito con cualquier finito -es decir, contener y limitar lo Divino a cualquier forma o mediación humana- ha sido calificado, bíblica y tradicionalmente, de idolatría 

Sin embargo, si eso es idolatría, ¿entonces no sería idolátrica la creencia cristiana en la encarnación de la Divinidad en el hombre Jesús? En realidad no, porque la encarnación significa que la Divinidad ha asumido la plenitud de la humanidad, no que la humanidad haya asumido la plenitud de la Divinidad. Como nos recordaba recientemente Edward Schillebeeckx, creer en la encarnación es creer que Dios ha asumido todas las limitaciones de la condición humana (Schillebeeckx 1990, 164-168). Así, si los cristianos quieren afirmar que la Divinidad verdaderamente se «hizo carne» en Jesús, no pueden sostener al mismo tiempo que la Divinidad se hizo carne absoluta y totalmente en Jesús. La carne no puede convertirse en un contenedor total de la Divinidad. Además, en el testimonio bíblico sobre Jesús, aunque a menudo se le asocia estrechamente con la actividad y el ser de Dios -al llamarle Hijo, Verbo, Sabiduría de Dios-, no se le identifica con Dios.9 Por eso, cuando leemos en la Carta a los Colosenses (2,9) que «toda la plenitud de la Divinidad habita corporalmente» en Jesús, esto no puede significar que esta plenitud se agote o se restrinja a Jesús, como si un cuerpo o una naturaleza humana pudieran confinar la infinitud de la Divinidad. Debemos interpretar estos textos sin destruir la paradoja que encierran. En efecto, la plenitud está ahí, pero no está sólo ahí; o mejor dicho, en Jesús encontramos plenamente a Dios, pero eso no significa que hayamos secuestrado la plenitud de Dios. 

Esta interpretación cualificada de la plenitud parece ir en la misma dirección que la antigua doctrina patrística del Logos o Verbo divino, aunque va más allá de esa doctrina. Al afirmar e intentar captar la interpretación de Juan de Jesús como encarnación del Logos, los antiguos teólogos cristianos reconocieron que este Logos no se limitaba a Jesús; el Verbo está activo en el mundo antes de Jesús y sigue activo después de él.10 Por tanto, los cristianos no pueden limitarse a anunciar que Jesús es la plenitud del Verbo o de la Divinidad y dejarlo ahí. Tales afirmaciones deben matizarse para reconocer y afirmar tanto la universalidad como la incomprensibilidad de lo Divino. Creo que una «afirmación-con-cualificación» similar se expresa en la distinción comúnmente utilizada: los cristianos pueden y deben proclamar que Jesús es totus Deus – plenamente divino, pero no pueden afirmar que Jesús es totum Dei – la totalidad de lo Divino (Robinson 1979, 104,120) 

b) Los cristianos tampoco deben jactarse de una Palabra de Dios definitiva en Jesús, como si fuera de Él no pudiera haber otras normas para la Verdad Divina. Repetir que afirmar una condición definitiva sobre cualquier cosa significa sostener que nada esencialmente nuevo puede decirse sobre ella. Anunciar que se posee la Verdad Divina definitiva es afirmar que la Sabiduría, que sobrepasa todo conocimiento, y el Amor, que es eternamente creador, han sido depositados en un recipiente al que no se puede añadir nada. Repito, si esto es lo que entienden los cristianos cuando afirman poseer el depósito definitivo de la fe, entonces su depósito parece ajustarse a la definición de ídolo. 

Además, la forma en que los cristianos hablan de su revelación como definitiva o como la norma que excluye todas las demás normas parece desaparecer ante la naturaleza esencialmente escatológica de la verdad estimulante hecha accesible por Jesús; la verdad que reveló, aunque absolutamente fiable y de demanda para nuestro compromiso total, no era un producto final. Había más por venir; siempre habrá más por venir mientras continuemos esta peregrinación terrena. Mientras el Dios revelado por Jesús siga siendo Dios, nadie podrá tener la última palabra sobre ese Dios. 

Algunos teólogos cristianos han expresado su temor o advertencia de que cuando cuestionamos la cualidad de ser definitiva o exclusiva de la encarnación divina en Jesús, estamos desmantelando la creencia cristiana central en la Trinidad (Braaten 1994). Más bien, considero que estamos profundizando y ampliando esta creencia. Al seguir afirmando la autenticidad y fiabilidad de la poderosa presencia de la Palabra de Dios en Jesús, también estamos afirmando que esta Palabra no puede restringirse, que bien puede sorprendernos e instruirnos en cualquier lugar. Incluso Tomás de Aquino reconoció la posibilidad de que la Segunda Persona de la Trinidad pudiera encarnarse en naturalezas humanas distintas de la de Jesús. «No podemos decir que la persona divina, al asumir una naturaleza humana, no pueda asumir otra».11 Leonardo Boff trata de hacer un poco menos amenazadora la asombrosa afirmación de Tomás: 

Tampoco hay nada repugnante en que otras Personas divinas se hayan encarnado. El misterio del Dios Trino es tan profundo e inagotable que jamás podrá ser agotado por una realización como la que tuvo lugar dentro de nuestro sistema galáctico y terrestre Si esto (es decir, la encarnación de Dios en Jesús) no tiene por qué ser un modo absoluto de comunicación de Dios a su creación, ello no le quita en absoluto su valor para nosotros. Sólo que debemos permanecer abiertos a las infinitas posibilidades del misterio de Dios (Boff 1978, 216-217). 

c) En consecuencia, la palabra salvadora de Dios en Jesús no puede ser exaltada como insuperable, como si Dios no pudiera revelar más de la plenitud de Dios en otras formas y en otros tiempos. Sostener que Dios puede proporcionar una revelación que contenga la verdad de Dios en el sentido de no permitir que se diga nada más sería análogo a aquella afirmación alucinatoria, practicada a menudo en las clases de catecismo de la escuela primaria, que preguntaba si Dios podía crear una roca tan pesada que ni siquiera él pudiera levantarla. Así que, para repetirlo, parecería que levantar un fardo de Verdad Divina que es insuperable significa levantar un ídolo. Esto también parecería contradecir o excluir el papel del Espíritu Santo que Jesús declaró en el Evangelio de Juan: «Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis soportar. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él os guiará a toda la verdad» (Jn 16,12-13). Si creemos en el Espíritu Santo, debemos creer que siempre hay «más por venir». 

Por eso, incluso alguien como Jon Sobrino, proféticamente sensible a cualquier intento de diluir o «pacificar» las exigencias de Jesús y del Reino, advierte contra los peligros de lo que él llama una «mera jesusología» o una «reducción cristológica». Con ello se refiere a la reducción de la realidad del Reino de Dios al propio Jesús, de modo que en Jesús tendríamos la presencia total o insuperable del Reino. Sobrino recuerda a sus correligionarios que Jesús no es «lo último que Dios puede planear para la historia» y que la encarnación del Verbo en Jesús no «representa el cumplimiento de la voluntad final de Dios». En lugar de una «reducción cristológica» necesitamos una «concentración cristológica» – un enfoque en Jesús que invite al compromiso y no excluya la imagen más amplia y el poder del Reino (Sobrino, 41-42; también 1987, 51). 

La razón por la que a Sobrino y a los teólogos de la liberación les preocupa una reducción insuperable del Reino a Jesús no es la ortodoxia, sino la ortopraxis: no una pureza doctrinal, sino la vida cristiana. Si se absolutiza a Jesús como total, final o insuperable, la existencia cristiana se entiende con demasiada facilidad como siendo principalmente una confesión de Jesús o una relación personal con él, en lugar de un compromiso de trabajar con él por el Reino de Dios. 

Las dificultades prácticas que presenta la reducción cristológica son más claras. Cuando se hace de la persona de Cristo el absoluto absoluto, se afirma con frecuencia que él es el Reino de Dios, que en el Tú de Cristo se encuentra el polo referencial último de la fe. De este modo, aunque no con necesidad lógica, la respuesta al mensaje evangélico se orienta más en la línea de la fe, del contacto personal con Cristo, que hacia la realización del Reino de Dios (Sobrino 1982, 53). 

¿Universal, decisivo, indispensable? Sí. 

Sin embargo, no podemos detenernos ahí. El discipulado y la fidelidad al testimonio neotestamentario exigen que los cristianos conozcan y proclamen a Jesús como la verdadera presencia salvadora de Dios en la historia. Si los cristianos ya no necesitan insistir en el sólo, entonces deben seguir proclamando verdaderamente. Desentrañando el contenido de este «verdaderamente», podemos decir que los cristianos deben anunciar a Jesús a todos los hombres como manifestación universal, decisiva e indispensable de la verdad y de la gracia de Dios. De nuevo, permítanme aclarar brevemente el contenido de cada uno de estos adjetivos. 

a) La palabra de Dios en Jesús es universal en la medida en que se experimenta como una llamada no sólo a los cristianos, sino a los hombres de todos los tiempos. En mi opinión, esto sucede a través de múltiples tradiciones neotestamentarias: la insistencia en que la Buena Nueva es buena no sólo para un grupo concreto de creyentes judíos, sino para todos los pueblos, y que, por tanto, los seguidores de Jesús deben ir por todo el mundo, a todas las naciones, proclamando esta Buena Nueva (Mt 28, 19). Diluir la universalidad de las afirmaciones de la verdad cristiana es violar el testimonio bíblico.12 Sin embargo, también es violar la forma en que se experimenta la verdad. Si algo es verdad, especialmente cuando es una verdad que toca el corazón de cómo percibo el mundo y cómo vivo mi vida, no puede ser verdad sólo para mí. Debe serlo también para los demás. Creo que la clara afirmación de Michael Polanyi será apropiada para la mayoría de la gente: «Cualquier contacto personal con la realidad exige inevitablemente universalidad» (citado en Maguire 1993, 63). Ciertamente, mi percepción de la verdad es siempre limitada y condicionada. Sin embargo, lo que percibo no está confinado por estas limitaciones; debe ser «traducible» a otras limitaciones y condicionamientos. Como la sal que ha perdido su sabor, la verdad que no es universal no vale gran cosa. 

Lo que digo sobre la universalidad de las pretensiones de verdad se plasma quizá de forma más convincente en el debate contemporáneo sobre los «clásicos». Como demuestra la historia de la literatura o cualquier programa de estudios de literatura universitaria actual, una obra literaria considerada clásica no puede limitarse a su cultura de origen (a pesar de ser la más apreciada y querida en su lugar de origen). Como descubrió Gandhi, un hindú puede encontrar una verdad convincente en los Evangelios; Merton podría decir lo mismo del Tao Te Ching y de los escritos de Chuang Tzu (Merton 1969). Los clásicos poseen una «contemporaneidad perpetua» (Kermode 1975, 17-18). «Por su naturaleza, (un clásico) no puede limitarse a un único círculo de apreciación. Su ciudadanía tiene una extensión humana…. Un clásico es la conversación humana en su forma más comunicativa» (Maguire 1993, 63). Beber de las fuentes de la verdad es querer compartir esa bebida con los demás, con todos los demás. 

b) La revelación dada en Jesús también es decisiva. Nos sacude, nos desafía y nos llama a cambiar de perspectiva y de conducta. Marca una diferencia en nuestra vida; esta diferencia a menudo, si no siempre, nos «aísla» (decide) de otras perspectivas y formas de vivir. Por eso, decir que Jesús es decisivo significa que es normativo.13 Esta normatividad, según Schillebeeckx, es de tono común en varias voces neotestamentarias: «Según el testimonio neotestamentario, para los cristianos, Jesús tiene una relación normativa y esencial con el reino universal de Dios para todos los hombres y mujeres…». Las citas de la Escritura (las que exaltan a Jesús) indican claramente la conciencia cristiana de que Dios se ha revelado en Jesús de Nazaret precisamente de esta manera, para manifestar su voluntad de salvar a toda la humanidad de forma decisiva y definitiva» (Schillebeeckx 1990, 144-145, también 121). 

Es notable que Schillebeeckx describa la revelación divina en Jesús como decisiva y definitiva. Esto parece lógico, pues podríamos preguntarnos con razón cómo una verdad puede ser decisiva y normativa sin ser definitiva e insuperable; si la norma que he adoptado es decisiva y me llama a tomar una decisión por esto en lugar de por aquello, entonces tal norma exige seguramente una cierta finalidad en el curso de la acción que he elegido. Sí, es cierto. Sin embargo, aunque tal norma me exija aclarar mi decisión y mi curso de acción, no niega absolutamente la posibilidad de que pueda llegar a otras percepciones y otras decisiones que, aunque no contradigan mi decisión original, sean muy diferentes de ella. En otras palabras, una norma decisiva puede negar otras normas, pero no tiene por qué excluirlas todas. Es decisiva, pero no definitiva ni insuperable.14 

Roger Haight establece la misma diferencia de forma más clara y concreta cuando afirma que, en relación con las personas de otras tradiciones religiosas, Jesús ofrece a los cristianos una norma negativa en lugar de positiva. Aunque los cristianos pueden imaginar que Dios podría tener más que revelar a la humanidad de lo que se ha dado a conocer en Jesús, no pueden imaginar que tal revelación contradiga los componentes centrales de la verdad que han encontrado en Jesús15 (Haight 1989, 262; también Ogden 1992, 101-102). Al ofrecer esta norma, por tanto, la buena nueva de Jesús define a Dios pero no lo confunde; revela lo que los cristianos consideran esencial para un verdadero conocimiento de lo Divino pero no proporciona todo lo que constituye ese conocimiento. 

Entendiendo así que Jesús es decisivo y normativo, creo que podemos hacer frente a las preocupaciones de aquellos cristianos que sostienen que las nuevas visiones de la unicidad de Jesús van en contra de lo que ellos perciben de la autoconciencia de Jesús como el profeta final ….16 Concediendo que era Jesús quien se consideraba así, y que estaba convencido de que el reino de Dios venía a través de su mensaje y de su persona, me doy cuenta de que una comprensión de Jesús como el que transmite la palabra decisiva pero no total de Dios permite a los cristianos ser fieles tanto al adjetivo como al sustantivo de este título de «profeta final». Cuando Jesús se consideraba a sí mismo como «final» (nunca utilizó esa palabra) estaba invitando a todos los hombres a recibir su mensaje con una seriedad total, pues les invitaba a tomar partido, a decidirse a favor o en contra del Reino de Dios. Sin embargo, en la medida en que se daba cuenta de que era un profeta (palabra que probablemente utilizó), querría que todos los que le siguieran auténticamente estuvieran abiertos a cualquier lugar y a cualquier persona a través de los cuales se realizara ese Reino. Su mensaje normativo no excluye necesariamente otros mensajes.17 

c) Por último, los cristianos siguen proclamando como indispensable la verdad dada a conocer en Jesús. Aunque esta cualidad de la unicidad de Jesús parece más imponente que las otras dos que acabamos de analizar, surge de ellas. Si experimento que algo es verdad no sólo para mí, sino también para los demás, y si esta verdad ha enriquecido y transformado mi vida, automáticamente siento que puede y debe hacer lo mismo con los demás. Así, para los cristianos, al encontrarse con Jesús como alguien que manifiesta la realidad y el alcance de Dios, y alguien que les invita decididamente a echar su suerte con esta visión, el mensaje de Jesús se experimenta como algo «necesario», algo sin lo cual no logramos ver la riqueza de quién es Dios y de lo que Dios es capaz de hacer en el mundo. Para repetir, en palabras de Jon Sobrino: «Jesús mismo, entonces -lo que hace y dice, lo que sufre y lo que le sucede- se vuelve esencial para comprender la venida del reino y la manera en que esa venida se lleva a cabo» (Sobrino 1988, 30). 

En otras palabras, conocer a Jesús es sentir que los budistas, los hindúes y los musulmanes también necesitan conocerlo; significa que necesitan reconocer y aceptar la verdad que él revela (aunque esto no signifique necesariamente que se conviertan en miembros de la comunidad cristiana). Así que me parece que inherente a la experiencia cristiana de Jesús está la convicción de que cualquiera que no haya conocido y aceptado de algún modo el mensaje y el poder del Evangelio carece de algo en su verdad de conocer y vivir. Cualquiera que sea la otra verdad sobre lo Último y la condición humana que exista en otras tradiciones, esa verdad puede ser aumentada, clarificada -quizás incluso corregida- a través de un encuentro con la Buena Nueva transmitida en Jesús.18 

En un sentido matizado, pero real, las personas de otras vías religiosas están «incompletas» sin Cristo. Incluso podríamos decir que Jesús el Cristo es «necesario» para que tengan una mayor comprensión de la condición humana. Debo subrayar que esto no significa que esas personas, sin Cristo, sean imperfectas o inferiores a los cristianos, o estén perdidas sin Cristo. John Hick se ha preguntado cómo o por qué Cristo es indispensable: ¿lo es del modo en que la penicilina es indispensable para un moribundo, o como las vitaminas son necesarias para una mejor salud (en Swidler y Mojzes 1996)? Creo que la indispensabilidad de Cristo se encuentra en algún punto intermedio. Quizá sea similar a la de una persona analfabeta que tiene una vida feliz y plena; cuando aprende a leer, se añade a su vida algo que antes no existía, algo que no resta valor a lo que tenía antes, sino que lo mejora. La persona es, en cierto sentido, pero claramente, un ser humano más pleno y consciente, quizá un mejor budista o un mejor hindú.19 

Este es, pues, el esbozo básico de una reinterpretación de la unicidad de Jesús: Jesús no es la verdad total, decisiva e insuperable de Dios, sino que aporta un mensaje universal, decisivo e indispensable. Es importante señalar que en la última frase he dicho «una» en lugar de «la», porque si dejamos de insistir en que Jesús es la única palabra salvadora de Dios nos abrimos a la posibilidad: que haya otras manifestaciones universales, decisivas e imprescindibles de la realidad divina además de Jesús.20 De modo que si los cristianos están profundamente convencidos de que cualquier verdad que exista en otras tradiciones puede ser iluminada, completada, tal vez transformada por la Palabra que se les ha dado, del mismo modo deben estar profundamente abiertos a ser iluminados, completados y transformados por la Palabra hablada y encarnada para ellos en personas de otros caminos religiosos. Roger Haight describe cómo los teólogos cristianos buscan este equilibrio entre lo particular y lo universal, entre la afirmación de su propia norma y la apertura a otras normas: 

Si una persona sostiene que Jesús es normativo para su propia salvación, debe, como ser humano, en aras del principio de no contradicción, afirmar que Jesús es universalmente relevante y normativo para todos los seres humanos. Sin embargo… la explicación del estatus de Jesús debe ser tal que no sea exclusiva. También debe permitir la posibilidad de otras figuras de igual estatus que también puedan revelar algo de Dios que sea normativo. De hecho, si Dios es como Jesús revela que es, es decir, un salvador universal, debemos suponer que hay otras mediaciones históricas de esta salvación (Haight 1992, 280-281).21 

Esta nueva interpretación de la unicidad de Jesús pretende promover la transformación tanto de otras religiones como del cristianismo. Sólo a través del diálogo podremos saber qué implicará esta transformación y cómo afectará a otras confesiones y al cristianismo. 

Una unicidad relacional 

Aquellos que se relacionan con Jesús el Cristo como verdaderamente, pero no sólo, único -la Palabra y Presencia de Dios verdaderamente, pero no sólo- se encontrarán acercándose a una imagen de la unicidad de Jesús bastante diferente de las visiones tradicionales, una imagen, como pienso, más en armonía con la imagen bíblica de Jesús. Durante la mayor parte de la historia de las Iglesias y para muchos cristianos de hoy, pintar a Jesús como único significa verlo solo. En la visión de la singularidad de Jesús estábamos hablando de él de pie solo con los demás. Hablamos de una unicidad relacional, no de una unicidad solitaria que excluye a los demás. Afirmar verdaderamente que Jesús es la Palabra de Dios es concederle una distinción que le pertenece sólo a él; añadir que es la Palabra de Dios, pero no sólo eso es también ver esta distinción como una distinción que debe ponerse en relación con otras posibles Palabras. Jesús es una Palabra que sólo puede entenderse en conversación con otras Palabras. 

Creo que esto tiene un significado teológico. El modelo cristiano trinitario de Deidad entiende a Dios como autocomunicativo; la naturaleza de Dios exige que Dios sea Palabra, lo que significa que Dios habla o se hace Palabra. Esto significa, aplicado a un orden finito, histórico, que el Verbo Divino debe expresarse en palabras; el Logos, al encarnarse en la historia, tendrá que ser el logoi spermatikoi: las múltiples palabras-semilla jugadas en el campo de la historia. Como lo formula Anthony Kelly, la afirmación cristiana de Dios como Palabra en la historia prepara los cimientos para una «conversación global» (Kelly 1989, 233-234). Amplía la poesía del Prólogo de Juan: 

La fe cristiana en la Palabra hecha carne nos lleva progresivamente a la constatación de que la «carne» es esencialmente una «conversación». Una revelación continua en la historia exige tanto su tiempo de escucha como su tiempo de habla, en el mundo en expansión de la presencia mutua. La Palabra no se encarna en un grito imperialista que ahoga otras voces, sino como un discurso, siempre original y sanador, en las condiciones del habla humana. Si la Palabra es Dios, no se ha escuchado toda la verdad. Toda la verdad es la verdad sanadora. 

La comprensión de la unicidad de Jesús también tiene un buen sentido filosófico. Como hemos dicho antes, no existen los hechos aislados. Eso significa que tampoco existe la palabra aislada. 

Todas las palabras, como todos los hechos, vienen vestidas de formas y culturas particulares; hay que interpretarlas. El significado de una palabra no es simplemente un fruto que se recoge del árbol, sino que hay que procesarlo antes de poder consumirlo y disfrutarlo. Así, como admite Frans Josef van Beeck, si los cristianos creen que, en la Palabra de Dios en Jesús, «Dios ha recibido definitivamente a la humanidad y al mundo en la vida divina», también deben recordar que «la plenitud de este compromiso divino sigue siendo una cuestión de esperanza, es decir, de una profesión de fe que sólo sigue siendo verdadera en la medida en que se interpreta en perspectiva«. Tal pretensión de revelación definitiva «depende enteramente del discernimiento, es decir, opera en el plano de la interpretación» (van Beeck 1991, 559). 

La Palabra «definitiva» de Dios en Jesús debe ser interpretada, e interpretada en perspectiva. Esto significa: en medio de las múltiples y cambiantes perspectivas de la historia; también significa: en conversación con otras Palabras de la historia. Sin una conversación con otras Palabras, los cristianos no pueden comprender verdaderamente lo que significa la Palabra «definitiva» en Jesús. Esto hace que las afirmaciones «definitivas» sean mucho menos imperialistas y mucho más relacionales.22 

Lo que yo llamo «unidad relacional» también se ha denominado «unidad complementaria» o «unidad inclusiva» (Thompson 1985, 388-393; Moran 1992). Para William Thompson, si creemos en un Dios kenótico o autovaciante, es decir, que «lo Divino se ha autolimitado kenóticamente y se ha revelado dentro de las formas culturales necesariamente limitadas de las diversas religiones y sus fundadores», entonces también debemos reconocer no sólo la unidad y la «posible determinación» de muchas religiones, sino también su necesidad de complementarse mutuamente (Thompson 1987, 22-24). John Cobb indica la misma comprensión complementaria de la unidad cuando responde a su propia pregunta: «¿Estoy afirmando la unidad cristiana, entonces? Por supuesto y rotundamente, ¡sí! Sin embargo, también afirmo la unidad del confucianismo, el budismo, el hinduismo, el islam y el judaísmo (Cobb 1990, 91-92). Cada religión es única, pero no puede serlo por sí sola: mis afirmaciones de un carácter exclusivo (léase: único) en relación con Cristo no tienen por qué entrar en conflicto con las afirmaciones budistas de un carácter exclusivo en relación con la percepción de la budeidad,23 cuyo ejemplo ideal es Gautama… Nosotros (los cristianos) deberíamos esforzarnos tanto por compartir lo que ha sido exclusivo del cristianismo como por apropiarnos de lo que ha sido exclusivo de otras tradiciones. En eso consiste un budismo cristianizado y un cristianismo budistizado (Cobb 1984, 177). 

Cobb afirma que Cristo «no debe entrar en conflicto» con otras afirmaciones de carácter único. Sin embargo, Cristo puede entrar en conflicto y a veces debe hacerlo. Por eso prefiero el término unicidad «relacional» al de «complementaria» o «inclusiva». «Complementaria» o «inclusiva» presagian un postre de melocotones y nata montada; «relacional» promete espinas y matorrales. Cuando los cristianos proclaman el «amor puro e ilimitado de Dios» que actúa en el mundo y, por tanto, no insisten en que Jesús es la Palabra de Dios completa, definitiva o insuperable, esperan que, en su mayor parte, sus relaciones con verdaderos creyentes de otros caminos sean realmente complementarias. Pero cuando los cristianos también experimentan la presencia de Dios en Jesús y pronto incluyen afirmaciones de carácter universal, decisivo e imprescindible, también deben estar preparados para adoptar una postura firme, a veces de oposición, ante las afirmaciones de los demás. Aunque siempre crecemos a través de las relaciones, a menudo el crecimiento puede ser doloroso. 

Así que, con John Cobb, podemos describir la fe cristiana y el discipulado de una manera concisa y desafiante: Jesús es el camino que está abierto a otros caminos (Cobb 1990, 91). El tipo de verdad que Jesús nos permite afirmar y sentir es una verdad que nos dice que, agradecida y fascinantemente, hay más verdad por venir. Decir «sí» a Dios, que se ha revelado en Jesús, es decir «sí» a lo que Dios aún tiene que revelarnos. La verdad que conocemos nos proporciona una confianza, incluso un afán, para afrontar cualquier verdad que aún pueda venir, por sorprendente e inquietante que sea. Así que, en un sentido paradójico, experimentar que Jesús revela la «plenitud» de la verdad es ser conscientes, al mismo tiempo, de que no sabemos qué contiene esa plenitud. Sin embargo, ahora tenemos un lugar, una confianza que descubrir; moramos aquí y este «morar» es un punto de partida desde el que podemos pasar a estar en otro lugar. La «plenitud» de Dios en Jesús, en otras palabras, es la que nos abre a la «plenitud» de Dios en los demás. Así, el fragmento de la Carta a los Colosenses «En él habita corporalmente toda la plenitud de la Divinidad» (Col 2,9) «no habla de una plenitud 

de Cristo como individuo, sino de una plenitud que incluye a los demás» (Sobrino 1988, 42). 

Queriendo expresar esta paradoja de otro modo, ser cristocéntrico -centrado en Cristo- requiere que estemos centrados en los demás, que estemos abiertos a los demás y en relación con ellos. Cuando no nos preocupamos de conversar con los demás, no estamos siendo cristocéntricos. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40). Esta apertura a los demás, esta capacidad de diálogo es una parte esencial de lo que significa «ser fiel» a Cristo. Requiere tener que equilibrar la admonición, tantas veces escuchada, de que seguir a Jesús significa dar la espalda a los demás; al mismo tiempo, tenemos que recordar que, al seguir a Cristo, tenemos que seguir -es decir, estar abiertos a, en diálogo con- los demás. Cristo reviste a sus seguidores de firmeza para resistir, pero también de humildad para aprender. 

La cuestión es, pues, qué está haciendo Cristo en el mundo de hoy. No es difícil pensar en esta acción como algo que nos redime de nuestra finitud y rompe nuestra tendencia a pensar que nuestras propias opiniones son definitivas y suficientes. Es fácil pensar en esta acción como algo que nos llama a escuchar la verdad y la sabiduría de los demás…. Aprender de los demás cualquier verdad que tengan que ofrecernos e integrarla con los criterios y la sabiduría que hemos aprendido de nuestra herencia cristiana es lo que significa ser fiel a Cristo (Cobb 1990, 91).24 

Notas

1 Como indica claramente la cita, lo que Panikkar expresa con «la obra de Cristo» no debe identificarse con la obra de Jesús ni limitarse a ella. Explica que, al escribir su libro sobre «el Cristo oculto del hinduismo», no se refería al Cristo conocido por los cristianos pero desconocido por los hindúes; más bien, se refería «al Misterio desconocido por los cristianos y conocido por los hindúes con muchos otros nombres, pero en el que los cristianos necesitan inevitablemente reconocer la presencia de Dios. La misma luz ilumina policromáticamente cuerpos diferentes» (Panikkar 1990b, 122) 

2 Kelsey sostiene que la autoridad de la Biblia no se encuentra en un contenido inmutable, sino en su poder «para dar forma a la vida individual y comunitaria y generar así nuevas identidades» (Kelsey 1985, 51). Este poder puede describirse como «el poder del dominio real de Dios» (ibid, 57), lo que significa que las nuevas identidades corresponderán a los valores de lo que los Evangelios describen como el Reino de Dios (ibid, 58). Sallie McFague encuentra la autoridad bíblica en el mismo proceso: «Nuestro primer y principal dato no es un mensaje cristiano para todos los tiempos que se concreta en diferentes contextos; más bien, es la experiencia de mujeres y hombres que dan testimonio del amor transformador de Dios, interpretado de múltiples maneras» (McFague 1987, 44; cf. también Haight 1990, 211-212). Lo que estos teólogos describen es la experiencia de la comunidad cristiana de lo que Gadamer llama «historia efectiva»; la verdad de un texto no puede encontrarse en un sentido establecido e inmutable, sino en la forma en que sigue siendo verdad, en una variedad de expresiones, a lo largo de la historia (cf. Schneider 1992). 

3 Algunos dirán que estoy invirtiendo el lema escolástico agere sequitur esse, «el actuar sigue al ser». No es exactamente así. Más bien propongo una identificación: esse est agere, «ser es actuar». Creo que esta afirmación se acerca mucho más a la forma en que somos y a la forma en que nos experimentamos a nosotros mismos y al mundo. 

4 «Aquí, la metáfora de la subyugación es apropiada; la experiencia de Jesús como portador de la salvación es anterior a, y la base de, las diversas interpretaciones de su identidad y de cómo se alcanzó la salvación. Esta prioridad no tiene por qué concebirse como una prioridad cronológica, como si no tuviera forma ni elaboración antes de tomar forma a través de la meditación y la expresión simbólicas. Más bien, la prioridad puede verse aquí en la capacidad de generalizarla: un encuentro salvífico con Dios mediado por Jesús es distinguible de la amplia variedad de diferentes elaboraciones de su ‘cómo’ y su ‘por qué'» (Haight 1992, 264)
5 Esta afirmación universal sobre Jesús en el lenguaje del amor del Nuevo Testamento es algo que debería haber reconocido más explícitamente en lo que dije en ¿No hay otro nombre? Estoy agradecido a E. Schillebeeckx, que lo señaló (cf. Schillebeeckx 1990, 162). 

6 Esta concepción del lenguaje del NT sobre Jesús como lenguaje de acción o lenguaje performativo es muy similar – y quizá esencialmente la misma- a la conocida reinterpretación de George Lindbeck sobre la naturaleza de la doctrina. De hecho, la interpretación de Lindbeck ofrece más orientación en la difícil empresa de reinterpretar las creencias cristianas a la luz del diálogo con otras religiones. Nos insta a ver y utilizar la doctrina como reglas más que como proposiciones, como «ejemplos de reglas más que como algo que tenga un contenido proposicional fijo y determinable» (Lindbeck 1984, 104). Lo que él entiende por «reglas» tiene que ver con lo que yo intento expresar por «práctica», ya que afirma que su punto de vista «hace que las doctrinas sean más efectivamente normativas al relacionarlas más estrechamente con la práctica» (ibíd., 91). Cuando las doctrinas deben entenderse principalmente como reglas de vida más que como declaraciones fijas de fe, entonces podemos emprender la interpretación de una doctrina dada preguntándonos no si es fiel a lo que se ha dicho en el pasado, sino si es fiel a lo que se ha hecho en el pasado. Y para entender lo que se ha hecho en el pasado necesitamos comprender el contexto del pasado y relacionarlo creativamente con el nuestro. «La mejor manera de resumir la diferencia práctica entre los enfoques proposicional y regulativo quizá sea considerar el contraste entre interpretar una verdad y obedecer una regla […]. Si la doctrina […] se entiende como una regla, la atención se centra en la vida concreta y en el lenguaje de la comunidad. Y puesto que la doctrina debe seguirse más que interpretarse, la tarea de los teólogos es especificar las circunstancias temporales o permanentes en las que se aplica» (Lindbeck 1984, 107). 

Cuando apliquemos la visión de Lindbeck a nuestros esfuerzos por elaborar una teología de las religiones, entenderemos el lenguaje del Nuevo Testamento sobre la unicidad de Cristo o sobre «otros nombres» no como fórmulas fijas y proposicionales, sino como reglas de vida. De este modo, la fidelidad a la fe en la unicidad de Jesús no es principalmente una cuestión de palabras sobre su naturaleza, sino una cuestión de actuar de una determinada manera. 

7 No debemos pensar que lo rechazaban todo, pues cuando las antiguas comunidades palestinas de seguidores de Jesús pasaron al mundo grecorromano, se transformaron de una religión esencialmente judía a otra grecorromana. Absorbieron mucho de este pluralismo, es decir, aprendieron mucho de él. La formulación concreta de la doctrina de la Trinidad que tenemos hoy nació de esta unión cultural de imágenes y construcciones religiosas y filosóficas judías y helenísticas. 

8 Leonard Swidler y Paul Mojzes han propuesto el contenido básico de lo que sigue en este capítulo como tema principal de debate entre los teólogos cristianos; cf. The Uniqueness of Jesus: A Dialogue with Paul Knitter (Swidler / Mojzes 1996). 

9 Como ha demostrado Raymond E. Brown, los casos aislados en los que el NT parece llamar Dios a Jesús son muy ambiguos. En general, el NT evita cualquier identificación simple de Jesús y Dios (cf. Brown 1967, 23-38). 

10 Justino, I Apología 46; II Apología 19,13; Clemente de Alejandría, Stromata 1,13; 5,87; 2; Proteptikos 6,68,2ss. 11 «El poder de una persona divina es infinito y no puede ser contenido por ninguna cosa creada. Por tanto, no podemos decir que la persona divina, al asumir la naturaleza humana, no pudiera asumir otra […], pues lo increado no puede ser limitado por lo creado. Por esto es evidente que, tanto si consideramos a la persona divina según su poder divino, que es el principio de la unión, como según su personalidad, que es el fin de la unión, debemos decir que la persona divina puede asumir otra naturaleza humana junto a la que efectivamente asumió» (Summa teológica 3, q.3, a.7). 

12 Aquí tengo un cierto problema con la forma en que Hans Küng, en su afán por promover el diálogo, parece restringir el poder transformador de la verdad de Jesús sólo a los cristianos. Con su distinción entre las perspectivas «externa» e «interna» de las religiones, sugiere que los cristianos proclamarían a Jesús como salvador sólo en el ámbito «interno» o dentro del cristianismo. Küng compara la lealtad a Cristo con la lealtad a la constitución del país de alguien; del mismo modo que nadie afirmaría que la constitución de su país también sería válida para los demás, tampoco afirmaría que su religión sería válida para otras personas. Me parece que esto contradice la firmeza del NT sobre la relevancia universal de lo que Dios ha hecho en Jesucristo (cf. Küng 1991, 99-100). 

13 Así pues, me gustaría aclarar y matizar -y esto significa cambiar- la terminología que utilicé en ¿No hay otro nombre? cuando me esforcé por formular las características de una cristología teocéntrica. Ya no defiendo una «cristología no normativa», porque esto parece implicar que el encuentro con Dios a través de Jesús no puede ser decisivo, en el sentido de que no puede darnos normas por las que podamos conducir nuestras vidas y definir nuestras posiciones (cf. Knitter 1985, cap. 9). En aquel momento, me opuse a una cristología que presenta a Jesús como la norma absoluta, final, plena e insuperable para todos los tiempos y todas las religiones. Así que hoy, aunque quiero afirmar claramente que Jesús es, sí, normativo, y universalmente normativo, sigo cuestionándome si es, o puede ser, la única norma de esta calidad. 

14 Schillebeeckx parece admitirlo indirectamente cuando, tras proclamar la verdad de Cristo como normativa y definitiva, añade: «Si esta revelación es también normativa para otras religiones es otra cuestión […]. Los cristianos confiesan lo que, según su experiencia, Dios ha hecho por ellos en Jesús de Nazaret. Por sí mismo, esto no implica ningún juicio sobre cómo otras religiones experimentan la salvación» (Schillebeeckx 1990, 145-146). 

15 Como señala el propio Haight, debemos tener mucho cuidado de no identificar precipitadamente algo que es genuinamente diferente con algo que es contradictorio. Muchas diferencias entre el cristianismo y el budismo que a menudo se han presentado como contradicciones resultan ser complementariedades. Un ejemplo podría ser la diferencia entre la noción budista del no-yo y el ideal cristiano de la nueva persona en Cristo. Así, cuando los cristianos dicen que Jesús es una norma que puede aplicarse a todas las religiones, también están abiertos a la posibilidad o probabilidad de que otras religiones presenten a los cristianos normas que demuestren su poder sobre la autocomprensión cristiana. 

16 Véanse especialmente las advertencias de Wolfhart Pannenberg, resumidas más arriba, Cap.3, p.xxx.
17 Como veremos en el próximo capítulo, la opinión académica ampliamente extendida de que Jesús esperaba el fin del mundo durante su vida ha quedado expuesta a amplias dudas (cf. infra, Cap.5, nota 5).
18 A esta noción de indispensabilidad llega Schillebeeckx en su convicción de que los primeros cristianos reivindicaban un «significado constitutivo» para Jesús. «En su nivel más profundo, creer en Jesús como el Cristo es lo mismo que confesar y reconocer simultáneamente que Jesús tiene un significado permanente y constitutivo para el acceso al Reino de Dios y, por tanto, para curar integralmente a los seres humanos y hacerlos íntegros (Schillebeeckx 1990, 121). Y afirma que esta indispensabilidad puede encontrarse en la «autocomprensión histórica de Jesús: existe una conexión entre la llegada del Reino de Dios y la persona de Jesús de Nazaret» (ibíd., 144). 

Creo que muchos budistas afirmarían de forma similar que existe «una conexión entre el advenimiento de la Iluminación y la persona de Siddharta Gautama”.

19 Como ya he indicado, lo mismo podría decirse del cristiano que llega a conocer «la verdad salvadora» de Buda. En este caso, la analogía quizá no sea que un analfabeto aprenda a leer, sino que el distraído aprenda a sentir el momento presente. 

20 La principal crítica de Schubert Ogden a los pluralistas en Is There Only One True Religion es que concluyen con demasiada precipitación la realidad de muchas religiones verdaderas mientras que sólo deberían afirmar la posibilidad. Las advertencias de Ogden son apropiadas y, espero, bien tomadas, pues muchos pluralistas anuncian con demasiada facilidad y demasiado a priori que, puesto que todas las demás religiones son verdaderas, los cristianos tendrían que reconocerlas y dialogar con ellas. Aun así, yo preguntaría a Ogden si es fiel a su propio punto de partida cristiano cuando sólo admite la posibilidad de que haya otras religiones verdaderas junto al cristianismo. Frente al Dios de amor puro e ilimitado, que Ogden encuentra en el corazón del mensaje cristiano, y frente a la necesidad antropológica de que ese amor adopte una forma histórico-cultural para ser real en la vida de los hombres y mujeres, ¿no debería reconocer que es probable que el amor de Dios se encuentre en y a través de otras religiones y, por tanto, atribuirles verdad, al menos hasta cierto punto? Para poder afirmar realmente la realidad y la eficacia del amor salvífico de Dios por todas las personas, Ogden necesita afirmar la probabilidad de que existan muchas religiones verdaderas. Esto significa que él, como los pluralistas, entra en el diálogo con la expectativa de encontrar el amor de Dios revelado en otras tradiciones religiosas. 

21 Aunque Haight está básicamente de acuerdo con lo que he presentado en esta sección, sigue intentando conservar los términos tradicionales «carácter decisivo, definitivo, final e incluso absoluto de Jesús como medio de Dios para la salvación». Pero añade inmediatamente: «a condición de que estas determinaciones no se construyan exclusivamente como una negación de la posibilidad de que Dios como espíritu actúe en otras religiones» (Haight 1992, 282). 

Por eso, incluso cuando los cristianos afirman que tienen la «plena» revelación de Dios en Jesús -aunque también reconocen que esta «plenitud» no puede activarse si no es entablando un diálogo con otras Palabras de otras religiones-, yo no discutiría con ellos. Aunque subrayan que cualquier verdad que pudieran aprender de otros ya estaba implícitamente contenida en la Biblia, afirman al mismo tiempo que la «verdad plena» de la Biblia es una plenitud relacional o dialógica. No puede entenderse en sí misma sin conversar con otros (cf. Cobb 1990, 87). 

22 Cobb va un paso más allá en sus exigencias sobre la verdadera fidelidad a Cristo: «En la fidelidad a Cristo debo estar abierto a los demás. [Debo estar dispuesto a aprender, incluso si amenaza mis creencias actuales. [No puedo predeterminar lo radicales que serán los efectos de ese aprendizaje. […] Ni siquiera puedo saber si, cuando haya aprendido lo que puedo aprender aquí y cuando haya sido transformado por ello, seguiré viendo la fidelidad a Cristo como mi vocación. Ni siquiera puedo predeterminar que seguiré siendo cristiano. Esto es lo que entiendo por apertura total. En la fidelidad a Cristo tengo que estar dispuesto a renunciar incluso a la fidelidad a Cristo. Si a eso me llevan, seguir siendo cristiano sería convertirme en idólatra en nombre de Cristo. Esto sería una blasfemia» (Cobb 1984, 174-175; la cursiva es mía). Me encuentro diciendo tanto sí como no a lo que Cobb propone aquí. En teoría, tiene razón. Hipotéticamente, el dios que he llegado a conocer a través de Cristo podría apartarme de Cristo. Pero personal y existencialmente, esto es inconcebible. Cobb está proponiendo una «posibilidad imposible». Es como decir que mi mujer me ha ayudado a alcanzar tal apertura y aprecio hacia los demás que estaría dispuesto a dejarla por otra mujer. Mi cabeza me dice que es posible, mi corazón me asegura que no. 

23 En el budismo, la Budeidad es el estado de iluminación perfecta alcanzado por el Buda. 

24 Cobb va un paso más allá en sus exigencias sobre la verdadera fidelidad a Cristo: «En la fidelidad a Cristo debo estar abierto a los demás. [Debo estar dispuesto a aprender, incluso si amenaza mis creencias actuales. [No puedo predeterminar lo radicales que serán los efectos de ese aprendizaje. […] Ni siquiera puedo saber si, cuando haya aprendido lo que puedo aprender aquí y cuando haya sido transformado por ello, seguiré viendo la fidelidad a Cristo como mi vocación, ni siquiera puedo predeterminar que seguiré siendo cristiano. Esto es lo que entiendo por apertura total. En la fidelidad a Cristo tengo que estar dispuesto a renunciar incluso a la fidelidad a Cristo. Si a eso me llevan, seguir siendo cristiano sería convertirme en idólatra en nombre de Cristo. Esto sería una blasfemia» (Cobb 1984, 174-175; la cursiva es mía). Me encuentro diciendo tanto sí como no a lo que Cobb propone aquí. En teoría, tiene razón. Hipotéticamente, el dios que he llegado a conocer a través de Cristo podría apartarme de Cristo. Pero personal y existencialmente, esto es inconcebible. Cobb está proponiendo una «posibilidad imposible». Es como decir que mi mujer me ha ayudado a alcanzar tal apertura y aprecio hacia los demás que estaría dispuesto a dejarla por otra mujer. Mi cabeza me dice que es posible, mi corazón me asegura que no. 

Fuente para esta edición: Servicios Koinonia-2

La Biblia tenía otra razón

Las religiones abrahámicas llevamos a nuestras espaldas más de tres milenios de historia, treinta y tres siglos tal vez, como se acostumbra a estimar. Las tres religiones se basan sobre el convencimiento (la fe) de que Dios ha intervenido en la historia eligiendo y llamando a Abraham para hacerlo padre de un pueblo original; con él hizo una Alianza y le hizo unas promesas. El cristianismo por su parte cree además que en la plenitud de los tiempos de la historia Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, que fundaría una nueva religión, la Iglesia, que pasaría a ser la depositaria de aquellas promesas anteriormente hechas al pueblo judío.


Por José María Vigil

Ponencia presentada por el autor en el 11º Encuentro Internacional de CETR, noviembre 2015, hecho público el 1º de abril de 2016. El autor expone una síntesis del «nuevo paradigma arqueológico bíblico» y de sus consecuencias. Muestra la convergencia entre este paradigma y el paradigma pos-religional. Deduce que el valor y el significado de la Biblia están más allá del descubrimiento de la no historicidad de algunos de sus más grandes relatos, porque lo importante es «el relato que va por detrás de la construcción de los relatos bíblicos». Y concluye extrayendo consecuencias que esta nueva visión tiene para una reconceptuación «pos-religional» de la religión misma, es decir, para la espiritualidad.

La preocupación de fondo o la hipótesis de trabajo desde la que nos reunimos en este onceavo Encuentro Internacional de Can Bordoi y en la que enmarcamos nuestras colaboraciones investigativas es la de la crisis epocal de la religión. El planteamiento que nos convoca insiste en que tal crisis podría ser «la mayor tragedia que haya sufrido nuestra especie a lo largo de toda su historia»… Nos convocamos aquí para tratar de arrojar luz sobre esa crisis ya en curso, con el deseo de que, tratando de comprenderla mejor, podamos contribuir modestamente a que sea algo menos trágica. 

La crisis epocal de la religión tal vez es una crisis de crecimiento: las religiones (algunas) se están transformando aceleradamente, y esta transformación puede ser analizada descomponiéndola en varios ejes de cambio, que serían los «paradigmas emergentes» que actualmente están desplazando a los que estuvieron vigentes y que han marcado a la religión durante milenios, durante la larga época que ahora está llegando a su fin. No es ésta la única manera de estudiar la transformación de la religión; es la que venimos elaborando y ofreciendo desde hace unos años, y por esa misma vía queremos encaminar en este momento nuestra aportación. 

Vamos a referirnos en esta ocasión a un cambio de paradigma nuevo, poco conocido, que, no obstante, nos parece que simboliza, en síntesis, lo que implican otros varios cambios de paradigma implicados en la transformación actual. Por eso mismo, aun hablando de un paradigma concreto, estaremos hablando un poco de todos los demás. Creemos que ese cambio de paradigma sintetiza emblemáticamente la crisis actual de la religión, y que nos va a dar pie para elaborar o al menos iniciar reflexiones iluminadoras sobre el «tránsito» que actualmente realizamos por esta crisis religiosa. Nos estamos refiriendo al llamado «nuevo paradigma arqueológico-bíblico» (NPA). 

El nuevo paradigma arqueológico bíblico 

Ya existen publicaciones divulgativas sobre el mismo, por lo que aquí nos limitaremos a evocarlo sucintamente, sólo en lo que nos parece necesario para posibilitar una reflexión sobre él. 

Las religiones abrahámicas llevamos a nuestras espaldas más de tres milenios de historia, treinta y tres siglos tal vez, como se acostumbra a estimar. Las tres religiones se basan sobre el convencimiento (la fe) de que Dios ha intervenido en la historia eligiendo y llamando a Abraham para hacerlo padre de un pueblo original; con él hizo una Alianza y le hizo unas promesas. El cristianismo por su parte cree además que en la plenitud de los tiempos de la historia Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, que fundaría una nueva religión, la Iglesia, que pasaría a ser la depositaria de aquellas promesas anteriormente hechas al pueblo judío. El Islam considera que 600 años después, a Mohamed, el sello de los profetas, Dios le ha entregado la revelación final, la que lleva a plenitud todas sus concretas intervenciones anteriores en la historia, con Israel y el cristianismo.

Religiones «históricas»

Los tres monoteísmos abrahámicos tienen una identidad profundamente arraigada en la historia. Es conocido en el ámbito filosófico cómo la elaboración del pensamiento histórico, el «descubrimiento de la dimensión histórica», corresponde a Israel más que a ningún otro pueblo. No a Aristóteles, ni al pensamiento griego en general. Sólo mucho más tarde, en el siglo XIX, el historicismo revalorizaría esta característica de Israel.

Los tres monoteísmos abrahámicos sostienen, como base y fundamento de su fe, una «historia de salvación», unos acontecimientos históricos ocurridos en el pasado como fruto de una intervención de Dios en la historia, mediante los cuales Dios mismo puso en marcha ese proyecto, una historia de salvación, cuyo momento presente ellas representan. Estas religiones no se consideran, en manera alguna, «iniciativa de los seres humanos», sino iniciativa de Dios: es Dios mismo el que «ha salido al encuentro de la humanidad» en el pasado, mediante unos acontecimientos históricos reales. Estas religiones se sienten respuesta humana a un Dios que se ha manifestado en la historia mediante unos eventos salvíficos mediante los cuales ha convocado a estos pueblos y les ha pedido una respuesta, cuya concretización ellas realizan. El relato de tales acontecimientos histórico-salvíficos y el mensaje revelado que vehiculan está recogido en las Escrituras de estas religiones. El mismo credo o «símbolo de la fe» cristiano es en sustancia un relato de unos hechos histórico-salvíficos. 

Esta fundamentación imprescindible en hechos registrados en la arena de la historia se manifiesta en el conjunto de la Biblia, pero aparece de una manera explícita en las palabras de Pablo: «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe» (1Cor 15,14). Aparece también en la praxis de la Iglesia, que siempre ha exigido la fe en la historicidad de los hechos narrados por el relato histórico bíblico, actitud que en la Iglesia católica ha perdurado hasta las vísperas del Concilio Vaticano II, cuando en 1906 la Pontificia Comisión Bíblica de Roma exigió oficialmente aceptar la historicidad de la Biblia[1], por entonces puesta en cuestión por la crítica bíblica protestante. 

La arqueología científica naciente compartió esta preocupación; en efecto, en 1865 se funda en Inglaterra la real Palestine Exploration Fund para subsidiar los primeros pasos de la arqueología científica inglesa; su objetivo declarado fue «verificar que la historia bíblica es una historia real, a la vez en el tiempo, en el espacio y a través de los acontecimientos, a fin de ofrecer una refutación a la increencia». Todavía en la primera mitad del siglo XX el afamado arqueólogo católico Roland De Vaux confesaba: «Si la historia bíblica no es verdadera, tampoco lo será su fe»[2]. De un modo claro y permanente el cristianismo ha proclamado, como uno de los artículos de su fe y como el fundamento de la misma, la veracidad histórica del relato bíblico. Por eso es por lo que, como vamos a decir, la contribución del NPA implica un desafío frontal. 

Primeros pasos de la arqueología 

Hace apenas 150 años que comenzó, muy rudimentariamente, a finales del siglo XIX, la arqueología con carácter científico. No surgió de un modo laico, sino patrocinada y llevada a cabo por personas e instituciones creyentes. Los trabajos arqueológicos estuvieron movidos fundamentalmente por el deseo de ponerse al servicio de la demostración de la veracidad de las historias narradas en la Biblia. De un modo muy plástico se suele decir que las excavaciones arqueológicas tradicionales se hacían «con la piqueta en una mano y la Biblia en la otra»: la Biblia guiaba el trabajo arqueológico, que se ponía al servicio de la demostración de la verdad de la Biblia. Se trataba de encontrar el rastro de la presencia de los patriarcas por las montañas de Israel, los vestigios del diluvio, el rastro éxodo de los israelitas saliendo de Egipto y su peregrinación por el desierto. Se trataba de comprobar el dato emblemático del surgimiento de Israel en las montañas de Canaán con su conquista de la Tierra, tan ampliamente descrita por el libro de Josué. Se esperaba encontrar los bellos palacios del magnífico rey David, las imponentes caballerizas del imperio de Salomón, etc., Tales eran los logros máximos que se proponía alcanzar la «arqueología bíblica». 

Fue emblemático a este respecto el famoso libro Y la Biblia tenía razón, de Werner Keller, que a la altura de 1955, creyó que ya podía demostrar la mayor parte de las páginas de la historia bíblica. 

Durante varias décadas se habló sin reparos de «arqueología bíblica»… sin dar mayor importancia al criterio científico moderno de que una ciencia no puede guiarse y estar orientada en función de intereses religiosos. A finales del siglo XX este panorama ha cambiado profundamente. Hoy se prefiere hablar de arqueología de Palestina, o arqueología siro-palestina, porque ya no se acepta en rigor el concepto mismo de «ciencia arqueológico-bíblica»: si es una disciplina verdaderamente científica, no podrá ser «bíblica», supeditada al servicio de la demostración de la veracidad de la biblia, sino que habrá de ser autónoma, y netamente científica, al servicio de la búsqueda de la verdad, sea ésta la que resulte ser. Estamos así ante un nuevo planteamiento. El cambio se ha ido dando muy gradualmente, pero podríamos decir que la proclamación efectiva de este «nuevo paradigma arqueológico» (NPA), fue realizada también emblemáticamente por la publicación en 2001 de otro libro, el de Israel Finkelstein y Silbermann La Biblia desenterrada, subtitulado: Una nueva visión arqueológica del Antiguo Israel y de los orígenes de sus textos sagrados. En los pocos años transcurridos desde entonces es mucha la literatura publicada en esta misma línea, desde esta nueva visión de la arqueología, desde este «nuevo paradigma arqueológico». 

Deconstrucción que plantea la arqueología de nuevo paradigma 

Hagamos una síntesis elemental de lo que hoy se considera, grosso modo, la nueva visión arqueológica del Antiguo Israel, la nueva visión de esa historia ancestral que las tres religiones abrahámicas consideran ser su base, su fundamento mismo: 

–La arqueología no encuentra rastro de Abraham y de los patriarcas, que más bien se consideran protagonistas de leyendas elaboradas mucho más tarde con finalidad religiosa. 

–No hay rastro arqueológico de la presencia del pueblo hebreo como tal en medio de un país como Egipto, cuya documentación conservada y redescubierta es tan amplia hoy día, que no es plausible pensar que pudiese haber acontecido –y con las grandes dimensiones que le atribuye la biblia– y no hubiese huellas en los registros del país. 

–Otro tanto ocurre con el éxodo, tanto con la salida misma de Israel desde Egipto, cuanto con la subsiguiente peregrinación a través del desierto: no aparecen vestigios de tal hecho (que según las Escrituras correspondería al movimiento de una población de unas 600.000 personas, durante 40 años) en los detallados registros de las bien custodiadas fronteras de Egipto (registros por otra parte hoy arqueológicamente recuperados). Tampoco es posible ubicar con seguridad el Monte Sinaí u Horeb, donde se consumó la formación del pueblo de Israel con la Alianza sellada con Moisés; son varias las ubicaciones que se le atribuyen, algunas fuera incluso de la península que lleva su nombre. 

–La nueva arqueología niega la Conquista de la Tierra Prometida, comandada por Josué. Con pruebas en la mano, esta arqueología no suscribe la veracidad de los relatos de la conquista, pues en muchos casos aquellas ciudades conquistadas hoy sabemos que no existían todavía en el tiempo al que correspondería la «conquista»; más, la nueva arqueología cree estar en condiciones de mostrar que los israelitas que supuestamente desplazaron a los cananeos y los sustituyeron en el poblamiento de las montañas de Canaán, no procedían de fuera del territorio (creados como pueblo por el designio de un Dios que los sacó de las entrañas de Abraham de Ur y los hizo finalmente asentarse allí, como la tradición bíblica firmaría), sino que eran autóctonos de lugar, indígenas, es decir, cananeos. 

–Para la nueva arqueología, David y Salomón… sí parecen haber existido, pero no el David y el Salomón de los relatos bíblicos. Jerusalén no ha existido como ciudad mínimamente desarrollada antes del siglo VIII, y los restos encontrados de la Ciudad de David (supuestamente de finales del siglo X), de ninguna manera avalan la posibilidad de que fueran la capital de un imperio; tal vez fueron habitados unos caciques locales tribales, no por los reyes magníficos del extensísimo imperio que los relatos bíblicos de la «monarquía unida» les atribuyen. No tenemos nada fuera de la Biblia para probar la existencia de Salomón[3]. 

–En esos siglos, del X al VIII, en los que para los relatos bíblicos parece no ocurrir nada importante en el norte de Israel, la nueva arqueología cree poder demostrar lo contrario: tiene testimonios fehacientes de la existencia de un «Reino olvidado»[4], Israel del Norte –entidad política diferente de Judá–, que fue una gran potencia, reconocida por los reinos limítrofes, que llegó a dominar hasta el desierto del Sinaí, incluyendo a Jerusalén en ese dominio. 

Para esta pequeña síntesis, no hace falta que aportemos más datos arqueológicos contrastantes con los «hechos históricos» que fundamentan la religión judaica, por razones de brevedad. Por otra parte, al lector le resultará fácil ampliar la información porque las fuentes son muchas y muy accesibles, y porque han sido popularizadas con una buena difusión, incluso en videos de Youtube y documentales excelentes de algunos de los más potentes canales educativos de televisión. 

Lo dicho basta para mostrar la gravedad del desafío que este nuevo paradigma arqueológico lanza pues tanto sobre esa «historia» bíblica, como sobre la historia y la identidad de Israel como pueblo y como Estado, así como también sobre la religión judía fundamentada sobre esos mismos hechos históricos, y en definitiva, sobre las tres religiones abrahámicas, a las que en principio estamos limitando nuestra perspectiva. 

Efectivamente, se trata de una crisis de religión 

Si todos aquellos eventos «históricos» constituían el fundamento de las religiones abrahámicas, y tales eventos históricos se revelan ahora –por efecto del NPA– como no históricas, es obvio que sobreviene a la religión una crisis, y una crisis grave. Si Abraham no existió, ¿de quién es hijo el pueblo judío? Si nunca existió, ¿qué significa que Dios lo llamó, y que llamándolo a él llamó al pueblo que sacó de sus entrañas? ¿Con quién hizo Dios la Alianza que puso en marcha la supuesta «historia de la salvación»? 

Si no se dio el éxodo, la liberación de Egipto, que era la experiencia fundamental constituyente de la identidad del pueblo de Israel, ¿cuál sería en realidad su identidad? 

Si no existió Moisés, que formó al pueblo acompañándolo por el desierto durante 40 años, suscribiendo la renovación de la Alianza y recibiendo las tablas de la Ley, ¿dónde queda el significado constituyente que todos aquellos acontecimientos tenían? ¿Dónde y a quién fue revelada la Ley? 

Si los israelitas eran en realidad cananeos… ¿dónde queda la novedad de un pueblo de Israel surgido de las entrañas de Abraham por la fuerza milagrosa de Dios, un pueblo que ahora descubrimos que es pueblo de Canaán, uno de tantos pueblos que han poblado y se han sucedido en este siempre efervescente «Creciente fértil»? 

Si los magníficos David y Salomón bíblicos no fueron como creíamos, ¿dónde queda la gloria del linaje de la Casa de David, de la ciudad de David, del Hijo de David, de la estrella de David…? 

Si aquellos hechos históricos fundamentaban las religiones abrahámicas, ¿en qué queda el valor de éstas cuando la «nueva información» que nos trae la ciencia de la arqueología de nuevo paradigma nos dice que tales hechos fundacionales no son históricos? ¿Dónde queda, cómo reentender la identidad que de aquellos hechos derivaba para el pueblo (étnico) de Israel, para la religión judía, para la religión cristiana o para las raíces del Islam? Se trata de una crisis de sentido y de identidad. 

No es la primera vez 

En efecto, las crisis religiosas subsecuentes a una ampliación del conocimiento son ya un fenómeno que nos resulta conocido. Lo hemos vivido sobre todo en las situaciones de cambio de paradigma, cuando un nuevo conocimiento pone en jaque no sólo detalles de la cosmovisión vigente, sino la cosmovisión misma en su conjunto. Por ejemplo, cuando Galileo se adelantó a su tiempo anunciando la nueva visión heliocéntrica, que contradecía datos estructurales de la vieja visión geo-teo-céntrica medieval que se consideraban constituyentes del patrimonio mismo de la fe. La «nueva información» proporcionada por la ciencia era tan inesperada y decepcionante para la visión tradicional vigente, que la Inquisición no pudo menos de condenar y perseguir la nueva visión. 

Al final del siglo XVIII, Reimarus escribió su obra Acerca del propósito de Jesús y sus discípulos, pero no la publicó, porque se daba cuenta de que iba a causar una gran conmoción; sólo la pasó a algunos amigos como una obra anónima. Su estudio, que desmitificaba mucho de lo que hasta entonces había sido dicho y creído sobre Jesús, era también, de alguna forma, «arqueología textual», aplicada a los evangelios y a la fe en Jesús. Fue Lessing quien tras la muerte de Reimarus se atrevió a publicar la obra, por fragmentos, lo que le valió la ira de muchos. «El escándalo resultó tan grande que muchos estudiantes de teología se sintieron perdidos y buscaron otra profesión»[5]. 

Hoy día, ante el «escándalo» de la nueva arqueología, hay grupos que experimentan la misma vivencia de los seminaristas escandalizados por Reimarus: los hay que pierden la fe en todo el conjunto de los relatos bíblicos, que dudan de su veracidad, o que pasan a despreciarlos por considerarlos invenciones legendarias sin sentido; hay quienes desertan de la esperanza de poder comprender y optan por el agnosticismo, engrosando ese sector de población creciente que el Pew Center llama the non ailiated, personas que se sienten religiosas, o con dimensión espiritual, pero que no pueden aceptar las teologías ni los relatos de una determinada religión[6]. 

Lo que está ocurriendo en torno al NPA es «un caso más» del conflicto de la fe con la ciencia. La ciencia avanza, con métodos propios, y autónomamente, sin dependencia ni sumisiones respecto a las religiones, y cada vez mejores tecnologías y con mayor potencia. Y, así como avanza, en otro sentido la ciencia también retrocede, es decir, vuelve hacia el pasado, desentierra la historia, pone al descubierto los caminos que hemos recorrido en nuestro desarrollo histórico, ofreciendo «nuevas informaciones» que desvelan la verdad o la falsedad de las bases históricas sobre las que creíamos estar asentados; ahora podemos descubrir que relatos que creíamos históricos, han sido más bien imaginación genial, certera intuición creativa, o ficción interesada aunque bienintencionada, construcción nuestra en todo caso. 

Qué es lo que nos está sucediendo 

Somos homo et mulier sapiens. Ser sapiens forma parte de nuestra naturaleza. No somos sólo hardware; somos también software, somos conciencia, conocimiento, información. Para ser nosotros mismos, para sobrevivir incluso, necesitamos reproducir noéticamente el mundo en nuestro interior, en nuestra conciencia, mediante la información, para estar orientados, para tener respuestas prontas a nuestras incesantes preguntas, para concienciar quiénes somos, dónde estamos, y qué explicación y qué sentido tiene la realidad que somos y la que nos rodea. Y para llenar las grandes cavernas de nuestro corazón, nuestra necesidad de sentido, nuestra sed de belleza y de trascendencia, de experiencia espiritual… Somos homo sapiens en el sentido más amplio: sapiens, venerans, adorans, amans…

Como recuerda Karen Armstrong, este homo sapiens se ha caracterizado desde sus orígenes por la necesidad que ha experimentado siempre, de crear relatos que pongan su vida en un contexto más amplios»[7]. Ése ha sido, dice Armstrong, el origen y la finalidad del mito: cubrir, rellenar una zona de la realidad para cuya representación no tenemos otra vía de acceso que el combinado genial de nuestra curiosidad, nuestra ignorancia, nuestra necesidad, nuestra intuición y nuestra imaginación. Esta realidad compleja ha producido visiones geniales, relatos cautivadores, imágenes inimaginables, creencias poderosas, utopías transformadoras… y casi siempre, todo ello, mediante mitos inspiradores sumamente inspirados. Sin todo ese software, sencillamente, no podemos sobrevivir: nos asfixiamos, morimos de angustia, nos desesperamos. Por el contrario, con estos componentes de software, la vida se nos hace posible, encuentra sentido, se nos hace sabrosa, la sentimos sagrada, nos hace experimentar una «transcendencia» que nos lleva más allá de ella misma. Con todo ello, hemos resultado viables, y hemos llegado hasta aquí. 

Fue bajo una epistemología que llamamos mítica como las religiones –no la religiosidad misma– hace menos de cinco mil años fraguaron y comenzaron a configurar las religiones, sistemas de creencias, ritos, normas morales, escrituras sagradas… Lo hicieron, milenariamente, de un modo colectivo, anónimo, con los escasos recursos de conocimiento disponibles. Para dar seguridad y fijar las fórmulas exitosas colectivamente halladas, dichas fórmulas fueron atribuidas a Dios y respaldadas por el convencimiento total de la historicidad de su intervención en el origen y el acompañamiento a nuestra propia religión. Sobre esas suposiciones tradicionales, sobre esos supuestos acríticos las religiones han funcionado durante varios milenios. 

Estamos ahora en unos tiempos de la evolución biológica en los que, desde hace unos pocos siglos, se ha disparado la revolución científica, que no hace sino profundizarse constantemente, con un método científico radicalmente diferente al de la «epistemología mítica». Los conflictos de la ciencia con las creencias religiosas han sido recurrentes en los últimos siglos, como es algo bien conocido. La novedad hoy radica sólo en el hecho de que, por obra de la nueva arqueología, el conflicto entre la fe y la ciencia ha llegado al punto más sensible: al descubrimiento «científico» de que los supuestos hechos históricos que fundamentaban nuestra religión, no son realmente históricos, sino creación nuestra. Tal vez la novedad no es realmente novedad de contenido –porque ya lo sospechábamos hace tiempo–, sino de grado, en cuanto que la nueva arqueología ha sustituido las sospechas por unas nuevas certezas. Todo esto es lo que está detrás del llamativo desafío del paradigma arqueológico-bíblico. 

Convergencia entre el nuevo paradigma arqueológico y el paradigma pos-religional 

Señalemos varios signos de esta convergencia, sugiriendo su posible significado: 

–Los dos paradigmas implican, o al menos evocan, el final, o la superación de la «religión-religional». Y entre los dos, creemos que el pos-religional es el paradigma más amplio, el que abarca de alguna manera al arqueológico como una forma menor que se podría incluir en el paradigma mayor. 

–No es un fenómeno netamente negativo, sino globalmente positivo. En efecto: se trata del desarrollo de la historia humana, del crecimiento interior de nuestra especie, que vive un intensificado proceso de ampliación y profundización del conocimiento, lo que produce un desplazamiento de supuestas certezas, que ahora revelan su falta de fundamento. Se produce con ello, obviamente, una crisis, sí, una crisis inevitable, pero una crisis que es bueno afrontar, y que ha de ser saludada con alegría, pues va a resultar positiva: una «crisis de crecimiento». Producirá, como es lógico, desconcierto, desorientación, y sufrimiento… que sólo deberán ser temporales, y que podrían ser acortados, si no evitados (ésta es una de las preocupaciones centrales de nuestro Encuentro). 

–La crisis que provocan ambos paradigmas se inscribe en el marco de la evolución universal, constante y que todo lo abarca, que siempre va dejando atrás formas viejas que acaban resultando superadas y que se extinguen, siendo sustituidas por nuevos movimientos que representan saltos cualitativos hacia delante. Contrariamente a lo que hemos pensado tradicionalmente, todo está en evolución incesante, y siempre está presente tanto la posibilidad transformación como la de extinción. 

Lo importante en este momento es que parecería que estamos accediendo a una forma nueva, a un nuevo nivel de aquello que hemos llamado religiosidad. Ambos paradigmas, pos-religional y de la nueva arqueología, están ahí provocando y empujando ese salto cualitativo que posiblemente ya está en curso[8]. 

–La actitud más recomendable ante esta situación debe ser una actitud proactiva: analizar lúcidamente la situación, entenderla, acogerla, aceptarla, acompañarla, responder sin miedo y con creatividad, asumiendo la libertad y la responsabilidad que nos cabe. Tenemos derecho a vivir creativamente nuestro propio tiempo. No estamos condenados a repetir indefinidamente las soluciones que nuestros ancestros idearon genialmente en otro momento de la historia… Eso fueron las religiones que en aquellos momentos la humanidad construyó, y por eso las religiones tienen especial obligación de no someternos, de reconocer nuestra libertad, y de estimularnos a ejercer nuestra obligación de ser creativos[9]. 

–Como el pos-religional, el nuevo paradigma arqueológico-bíblico no conlleva necesariamente actitudes derrotistas o nihilistas respecto a la religión. Sólo reacciones precipitadas a este incipiente nuevo paradigma arqueológico explicarían una actitud semejante. La crisis que hay que atravesar es profunda, pero no es intransitable. Las religiones no pueden continuar… tal como están, tal como han estado funcionando en el mundo tradicional… que ya se está acabando. O se renuevan, o van a desaparecer, si, como parece, también está desapareciendo ese mundo cultural religioso tradicional. Pero las religiones podrían transformarse, estamos convencidos. Es cierto que parecen «no estar pudiendo». Los creyentes de base deberíamos entender que nos debemos más al imperativo de creatividad y a la necesidad de ayudar a la humanidad a superar esta crisis, que a la repetición intemperante de lo mismo de siempre por obediencia a las temerosas jerarquías. 

Prospectiva, ACTUAR 

Respecto al nuevo paradigma arqueológico-bíblico 

–En vez de resistirse a afrontarlo, aceptándolo sólo arrastras, a hechos y evidencias consumados, en vez de dejar que vaya derrumbándose la religión agraria y la humanidad vaya quedándose privada de sus beneficios, convendría coger el toro por los cuernos, y plantearse la conveniencia de llevar hasta el final la deconstrucción, reconociendo que: 

–Determinados eventos histórico-salvíficos de la «Revelación» no son históricos, como está mostrando la arqueología bíblica de nuevo paradigma; 

–La religión no es «iniciativa histórica de Dios»… sino iniciativa, construcción nuestra; no es que Dios nos salió al encuentro (aunque pueda valer la metáfora), sino que nosotros logramos superar la angustia del sinsentido y supimos recrear la esperanza; no es que la Biblia cayó del cielo, sino que la escribimos aquí en la tierra; no es que la revelación fue un don de Dios venido del cielo, sino la obra de un pueblo que se recreó a sí mismo; 

–Se puede proclamar teórica y prácticamente la posibilidad de ser religioso sin relatos escriturísticos que haya que tener por ciertos, y sin necesidad de fundamentos históricos… 

–Desde nuestros nuevos paradigmas, lo importante ya no es la supuesta historicidad del relato bíblico, sino «el relato que está detrás del relato», o sea, el drama y la gesta humana vivida por aquellos visionarios intuitivos que en aquella situación desesperada del pueblo supieron reinventarse a sí mismos recreando su religión. Este «relato por detrás del relato» es sumamente inspirador para nosotros en nuestra actual situación religiosa, tan parecida a aquella que atravesaba el pueblo de Judá cuando creó el relato bíblico; 

–Descubrir que aunque la Biblia no tuviese objetividad histórica, aunque no tuviera ese tipo de «razón»[10], tiene «alma»[11], tiene subjetividad, tiene otro tipo de razón: el impulso más profundo de la naturaleza y de la realidad cósmica, que en nosotros se desborda en creatividad espiritual; 

-No hay que ocultar esta crisis; al contrario, hay que afrontarla, exponerla, divulgarla, ayudar a las comunidades a reflexionar sobre ella y a asumir las lecciones positivas que nos trae, ayudar a tomar de ella inspiración para continuar recreando la esperanza y la religiosidad. (Aquí, obviamente, hay que tener en cuenta el problema del equilibrio entre la prudencia pedagógica y la audacia profética, pero no hay que tomar como criterio pastoral el miedo de las jerarquías institucionales). 

Conviene llegar al fondo de la problemática y plantear y responder los interrogantes más profundos que este paradigma plantea, que no son los de la historicidad o no de los supuestos eventos salvíficos protagonizados por Dios y recogidos en el relato bíblico, sino la reconsideración de la naturaleza misma de la religión: entonces, ¿qué es la religión?, ¿qué es la espiritualidad? Replantear el elemento religioso/espiritual de la humanidad para el nuevo tipo de ser humano que ya no puede apoyarse en aquellos viejos mecanismos epistemológicos ni aquellas supuestas certezas histórico-salvíficas… 

No hace falta que imponer este nuevo formato de religiosidad, pero sí es de justicia que se haga lo posible porque nadie se quede sin el apoyo que su religiosidad necesitará para no derrumbarse en esta crisis que viene. Nadie debe desmoronarse en su espiritualidad por no ser ayudado a comprender que esta «nueva información» científica de la arqueología de nuevo paradigma, no es una decepción nihilista, ni el supuesto fin de la religión, sino, al contrario, una inspiración fecunda para que la humanidad transite hacia un nivel superior, y encuentre la salida (nueva) que necesitamos. 

Optimismo y esperanza que emanan del NPA 

–El NPA, con la «nueva información» de sus descubrimientos científicos, devuelve el protagonismo del campo religioso a los seres humanos. Desde siempre, cada religión estuvo pensando que la iniciativa y el protagonismo eran absolutamente de Dios… La nueva arqueología nos reconoce a nosotros el protagonismo histórico religioso: somos nosotros quienes hemos construido las religiones, y ha sido una construcción genial: a pesar de que a estas alturas del desarrollo humano su estructura axiológica tradicional comienza a ser obsoleta y necesita un fuerte ajuste, han cumplido su papel[12]de instrumentos de supervivencia, y sin ellas no hubiéramos sido viables; la mayor parte de los humanos ha vivido y expresado su razón y sus anhelos más profundos a través de la religión. 

Hemos creído tradicionalmente que la religión es la que nos hacía espirituales…; hoy más bien sabemos que es nuestra espiritualidad connatural la que nos ha hecho «inventar» las religiones. Las religiones no nos hablan sólo de Dios, sino de nosotros mismos; y lo que la nueva arqueología nos dice de las religiones, es de nosotros de quienes lo está diciendo. La nueva arqueología se convierte así, en sentido amplio, en verdadera antropología. 

–Las religiones, y su símbolo más significativo, sus Escrituras sagradas, deben ser apartadas del tema de la verdad, de la certeza, de la objetividad y de la historicidad. Ciertamente que en la época pasada ellas han echado mano de estos recursos, y mucho, y lo han hecho para absolutizar sus creencias y sus normas y asegurar así su servicio a la humanidad. Pero la ciencia, la nueva arqueología nos ha hecho caer en la cuenta de que ello ha sido un mero recurso retórico funcional. Hoy hemos perdido la ingenuidad con que les creímos –y cuánto dolor, enfrentamientos, herejías, inquisiciones y guerras tuvimos que sufrir colateralmente por ello–. Aunque mucha humanidad todavía no se ha apercibido de la nueva visión que la ciencia nos da hoy de nuestro pasado religioso, hay un número creciente de hombres y mujeres que perdieron la ingenuidad y que ya no podrán recuperarla: necesitarán otro tipo de sistemas religiosos para expresar su espiritualidad. Tal vez las religiones podrán seguir siendo religiones, pero habrán de serlo en ese caso de otra forma: deberán ser ‘religiones’ sin verdades, sin dogmas, sin hechos históricos fundantes atribuidos a la intervención electiva de Dios, y deberán renunciar a la absolutización de sus fórmulas de forma que no nos priven de la libertad de seguir ejerciendo nuestra creatividad religiosa-espiritual, sin quedar cautivos de nuestras propias obras, las religiones que construimos en el pasado o las formas religiosas/no religionales[13]que podamos encontrar en el inmediato futuro… 

–De ninguna manera las religiones van a ser licenciadas ni tiradas al basurero de la historia… Que aquellos hechos histórico–salvíicos fundantes que cuentan sus relatos no sean verdad histórica no significa que sean ficción o fantasía, o meras leyendas religiosas del folclore de la cultura… Detrás del relato (no sólo «entre-líneas», en la arqueología textual oculta que los métodos histórico-críticos pueden descubrir en ellos), hay otro relato humano, existencial, espiritual, supremamente inspirado, en un nivel de profundidad en el que hoy descubrimos que está su mismidad más honda. Después de haber sido geniales en las coyunturas de la creación y recreación de las religiones, nos hemos olvidado de ello (nos hemos tapado los ojos) y nos hemos sometido «a las obras de nuestras manos», auto-secuestrándonos bajo su poder –tal vez fue un precio evolutivo que hubimos de pagar en aquel momento–. El descubrimiento de que hay «un relato que corre por detrás del relato» nos devuelve a la verdad más profunda, nos reconvierte a nosotros mismos para un nuevo tipo de religión, la que podemos/necesitamos (re)crear en esta coyuntura, tan parecida a la que vivieron nuestros ancestros religiosos cuando también ellos se vieron obligados a recrear su religión. Hoy, lo que nos descubre el NPA arroja una inmensa luz sobre nuestra capacidad de constructores de religiones… 

Hay que insistir en que de ninguna manera el NPA –como tampoco el paradigma pos-religional– niegan ni despiden para siempre a las religiones… Lo que afirman es simplemente la necesidad ineludible de superar estructuras de los sistemas religiosos que han quedado sobrepasadas como efecto de la transformación que el ser humano está experimentando por el proceso evolucionario de la ampliación del conocimiento, y de los diferentes cambios de paradigma que están teniendo lugar dentro de ese proceso. Ahí se ubica también el NPA. Los descubrimientos del NPA no destruyen las religiones; eso sí, impiden seguir viviéndolas del mismo modo ingenuo tradicional. Y en este caso ya no nos será posible recuperar una segunda ingenuidad; se tratará más bien de llevar nuestra espiritualidad a un nivel más profundo de vivencia. En esa tesitura, las religiones pueden decidir: o se quedan dónde están, sirviendo a los miedosos y a los desinformados (que no siempre son los mismos), o aceptan la evolución y la metamorfosis que les corresponde. 

En todo caso, más allá de un primer momento de sorpresa, de desconcierto, de decepción o de escándalo que los descubrimientos de la nueva arqueología puedan producir en nosotros si estábamos muy alejados de las adquisiciones no tan recientes de la crítica bíblica con sus métodos histórico-críticos en combinación con las demás ciencias, cabe pasar a una actitud serena de comprensión del necesario salto de conciencia y de espiritualidad que esta «pérdida de la ingenuidad» nos obliga a dar. Conceptos como cambio epocal, cambio cultural, metamorfosis espiritual, nuevo tiempo axial, salto evolutivo, cambio de especie… remiten a otros tantos conocidos enfoques que pueden ayudar a comprender que, en esta perspectiva de nivel más alto que se abre, estamos ante una situación que bien pronto alcanzará, gradualmente, su carácter de normalidad. 

En buena medida, podemos decir que para superar esta crisis, hay que provocarla y darla a conocer, para afrontarla y procesarla. Y hay que hacerlo también por honestidad: ya no cabe seguir fingiendo ingenuidad. Sólo pueden seguir creyendo como antaño los des-informados, quienes no han accedido a las informaciones recientes de la nueva arqueología. Por eso, no hacemos un buen servicio a nuestro pueblo cuando callamos, cuando seguimos leyendo los textos bíblicos «como si Darwin no existiera» [14], o como si el NPA no estuviera ya en curso. 

Ante la posible «mayor tragedia que haya sufrido nuestra especie a lo largo de toda su historia» –como decíamos al principio–, debemos eliminar tanto lo que sea ceguera ante las nuevas luces, como lo que sea freno a las respuestas de creatividad espiritual. Es urgente experimentar y probar que «otra espiritualidad es posible», que es posible ser religioso sin ser religional, ser espiritual sin necesidad de apoyarse literalmente ya en determinados relatos escriturístico-míticos de intervenciones históricas de la divinidad… Tiene que ser posible romper el cerco sofocante del vivir encerrados dentro únicamente de las referencias de los libros sagrados. Ha de ser posible –y hay que probarlo– otro modo de religiosidad o espiritualidad abrahámica, vivida incluso sobre la convicción de que Abraham y los patriarcas nunca existieron más que en la mente y en el corazón de aquellos geniales visionarios judíos de los siglos VI-V que los (¿re?)crearon. Es urgente dejar de mirar al pasado, dejar de sentirnos rehenes de las formas religionales «absolutizadas» de la tradición, y seguir el ejemplo y la inspiración de la genialidad religiosa que revela «el relato detrás del relato» que la NPA nos ha permitido reconocer. 

NOTAS

[1] He aquí algunas de sus solemnes declaraciones oficiales: «No se puede admitir que los libros históricos de la Biblia sean sólo parcialmente históricos o que no narren una historia propiamente tal y objetivamente verdadera» (DS 3.373). No se puede firmar que el Pentateuco no tenga como autor a Moisés, sino que proceda de fuentes posteriores a él (DS 3394). El apóstol Juan, y no otro, es el autor del cuarto evangelio, y las razones críticas en contra carecen de valor (DS 3.398). No se puede firmar que los hechos narrados en el cuarto evangelio sean total o parcialmente alegóricos o simbólicos, ni que las palabras puestas en labios de Jesús no sean “propia y verdaderamente” discursos del Señor (DS 3.400). No se puede firmar que la segunda parte del libro de Isaías (40-56) no tenga como autor a este profeta, sin que obsten los argumentos filológicos, lingüísticos y estilísticos en contra» (DS 3.507-3.508). Carecen de fundamento histórico los argumentos que niegan un sentido histórico literal a los tres primeros capítulos del Génesis (DS 3.512). 

[2] Cfr. VAN HAGEN, John, Rescuing Religion. How faith can survive its encounter with science, Polebridge Press, Salem, Oregón USA, 2012, p. 15 

[3] Israel FINKELSTEIN, entrevistado por Antonio Carlos FRIZZO, en Revista ESPAÇOS, del ITESP, 23/1 (2015) 57-66, São Paulo. 

[4] Es el título del libro de I. FINKELSTEIN, he Forgotten Kingdom. he archaeology and history of Northern Israel, Society of Biblical 

[5] Albert SCHWEITZER, Geschichte dere Leben-Iesu-Forschung, ed. Siebenstern, München/ Hamburg 1976, p. 67. 

[6] he global religious lanscape: http://www.pewforum.org/2012/12/18/global-religious-landsca- pe-exec/ 

[7] ARMSTRONG, Karen, Breve historia del mito, Salamandra, Barcelona 2005, p. 12. 

[8] Presentar cuáles sean esos rasgos estructurales de la vieja forma religional, y cuáles sean los rasgos de la nueva forma es un tema muy importante que no podemos incluir aquí; lo hemos tratado detalladamente en Humanizar la humanidad: recentrando el papel futuro de la religión, en Revista HORIZONTE (PUC-Minas, de Belo Horizonte, MG, Brasil), 37(2015) 319-359. 

[9] Cfr el bello testimonio de K.L. SESHAGIRI: «Los ríos deben de fluir y las personas religiosas madurar, sin estancarse. Tenemos que ser creadores de la historia, no sus víctimas. No nacimos para vivir dentro de límites estrechos. Tenemos que replantear nuestros problemas en este nuevo contexto». En Teología interreligiosa: una perspectiva hindú, VIGIL (org), Hacia una teología planetaria, col. «Por los muchos caminos de Dios», vol. V, p. 152. 

[10] Aquel tipo de razón que el ya citado Werner KELLER creyó demostrado que tenía en su La Biblia «tenía razón». 

[11] Cfr. VILLAMAYOR, Santiago, La Biblia no tiene razón, tiene alma, VOICES-2015-3&4 (ea- twot.net/VOICES), pág. 279-297. 

[12] Entre otros papeles, obviamente. 

[13] Sobre la distinción entre religioso y religional, cfr. «Hacia un paradigma pos-religional. Propuesta teológica», en: http://eatwot.net/VOICES/Voices-2012-1heologicalProposalMultilingual.pdf 

[14] Diego BERMEJO, Pensar después de Darwin. Ciencia, filosofía y teología en diálogo, Sal Terrae-Comillas, Santander-Madrid 2014, pág. 10. 

Fuente: academia.edu/23920465/11o_Encuentro_Internacional_de_CETR_2015_

Aspectos dogmáticos cristológicos

El cristianismo dice que su fundador, Jesús de Nazaret, es Dios mismo, la segunda persona de la santísima Trinidad, que se ha encarnado en la Humanidad para darle a conocer la verdad y traerle la salvación. Si esto es verdad, la religión cristiana es la única religión fundada por Dios mismo en persona, venido expresamente a la tierra para establecer «la» religión, y por tanto el cristianismo es la religión absoluta, indiscutiblemente superior, la única y definitiva, a la que toda la Humanidad debe adherirse.


Por José María VIGIL

Del libro: Teología del Pluralismo Religioso

(Curso sistemático de Teología Popular)

El capítulo que abordamos ahora es importante, y difícil. En lo que llevamos ya recorrido, más de un lector habrá sentido en sí mismo las objeciones clásicas, de las que hasta ahora no nos hemos hecho cargo en nuestro curso. Y no lo hemos hecho, conscientemente, esperando este momento. Después de habernos sensibilizado con la realidad histórica del pluralismo religioso (caps. 3-5), necesitábamos primero desbrozar el obstáculo de una inadecuada comprensión de la revelación (cap. 8) y hacer las primeras afirmaciones positivas de una nueva postura ante el pluralismo religioso (cap. 9), así como confrontarnos con los principales puntos de referencia cristianos (caps. 10 y 11). Pero ahora debemos ya abordar la dificultad principal, que es, sin duda, el «dogma cristológico». 

Necesitamos decir de entrada que nos movemos en el terreno de las hipótesis y de las «propuestas de reconsideración», no en el de las tesis confirmadas o de las afirmaciones contundentes. En los estrechos límites de una lección de este curso no pretendemos más que introducir al lector –individual o colectivo– a esta problemática e invitarle a profundizar ulteriormente en ella por su cuenta. Por lo demás, como diremos, tal vez deberán pasar varias generaciones para que llegue el cristianismo a respuestas nuevas satisfactorias para estas preguntas de siempre. Mientras, debemos vivir, creer y actuar en lo urgente, dejando que madure lo que «puede esperar». 

Incluyendo dentro de esta sección la conocida metodología, partiremos (ver) de un planteamiento del problema en síntesis, seguido de la evocación de los efectos históricos negativos, que descubre tras él la «hermenéutica de la sospecha». A continuación (juzgar) trataremos de ver de dónde viene el problema, que no procede de Jesús, sino de la construcción eclesiástica del dogma cristológico. Estudiaremos luego el estado actual de la cuestión, y alguna de las propuestas en curso. Concluiremos deduciendo los criterios de praxis y acción que podemos proponernos (actuar). 

I. Para desarrollar el tema 

VER 

El núcleo del problema 

El cristianismo dice que su fundador, Jesús de Nazaret, es Dios mismo, la segunda persona de la santísima Trinidad, que se ha encarnado en la Humanidad para darle a conocer la verdad y traerle la salvación. Si esto es verdad, la religión cristiana es la única religión fundada por Dios mismo en persona, venido expresamente a la tierra para establecer «la» religión, y por tanto el cristianismo es la religión absoluta, indiscutiblemente superior, la única y definitiva, a la que toda la Humanidad debe adherirse. Este es el efecto de la afirmación dogmática de que Jesús es la segunda persona de la Trinidad, encarnada en la Humanidad. Y esta afirmación dogmática sobre Jesús es el núcleo mismo del cristianismo, que lo ha mantenido durante casi los dos milenios de su historia en una conciencia clara de exclusivismo, conciencia que sólo hace 40 años ha derivado al inclusivisimo, y que ahora se resiste a dar el paso a la aceptación de un paradigma pluralista1. 

El problema en la historia 

Como ya quedó aludido en los primeros capítulos de este curso, los efectos de este núcleo dogmático no se han quedado en la esfera puramente teórica o especulativa, sino que su proyección social y política a lo largo de la historia ha sido notable, y ciertamente dolorosa. Las Iglesias cristianas, en efecto, han sido reconocidas en el mundo, clásicamente, por su conciencia orgullosa de ser la única religión verdadera, por su pretensión de universalidad y de conquista del mundo, y por una cierta inveterada actitud de desprecio hacia las demás religiones. Esta proyección histórica de efectos negativos procedentes de afirmaciones teóricas, no es algo único del cristianismo, sino de muchas religiones; así, aunque muchos sucesos o aspectos negativos se debieron más bien a razonamientos prudenciales de personas investidas de autoridad en las religiones, con frecuencia fueron validados y legitimados apelando a enseñanzas oficiales de las religiones. Las enseñanzas védicas, por ejemplo, relativas al sistema de castas fueron utilizadas en la India hinduista para justificar el tratamiento de millones de personas como parias sin dignidad. En algunos países islámicos, algunas formas inhumanas de castigo fueron justificadas utilizando el Corán. Algunas situaciones históricas claramente lamentables en el ámbito cristiano fueron justificadas con la cobertura del dogma cristológico de la encarnación. Enumeremos sólo algunas de las más llamativas: 

a) el antisemitismo,
b) la explotación del tercer mundo a manos del primero,
c) la subordinación de la mujer,
d) la superioridad misma del cristianismo y su espíritu de expansión y conquista,
e) la absolutización de la autoridad eclesiástica y la reducción del cuerpo eclesial a la pasividad. 

La hermenéutica de la sospecha sobre la fe cristológica 

Todas estas páginas históricas que podemos rememorar son, para muchos observadores, motivos suficientes para volver nuestra mirada al dogma cristológico y reconsiderar su fundamento y su significado real, así como para analizar más críticamente el papel que los propios intereses institucionales, corporativos, económicos, culturales… de los cristianos han jugado en la construcción de esta dogmática cristológica. Una fe «ciega», fideísta, incuestionada e incuestionable, ajena a toda razonabilidad, cerrada a toda discusión del dogma cristológico, no es una fe que pueda «dar razón de sí misma» a los hombres y mujeres de hoy. 

La actitud más madura es la de aceptar serenamente un juicio histórico sobre estos efectos negativos que de hecho se han dado en nuestra historia, y un reconocimiento honesto de lo que en la génesis de la elaboración de la fe cristológica –y, sobre todo, en su invocación y utilización a lo largo de la historia– ha podido haber de elemento «ideológico»2. Bien sabemos que muchos de los protagonistas de esta historia fueron hombres y mujeres de buena voluntad, pero ello no nos exime de reconocer el hecho real de las responsabilidades humanas, aunque recaigan no en actos personales sino en estructuras sociales, institucionales o mentales. Volvemos a recordar aquellas palabras: «en esta historia criminal del cristianismo –dice Reinhold Bernhard–, la responsabilidad recae, precisamente, sobre el conjunto de elementos teóricos que han hecho posible tal prepotencia»3. En la «historia criminal del cristianismo», esa historia de guerras, de conquistas, cruzadas, persecuciones, imposiciones, condenas, avasallamientos… la responsabilidad recae –dice él– sobre «los elementos teóricos», sobre la teología en definitiva. No sería la única responsabilidad, pero tal vez sea la principal. Una mala teología puede ser la responsable de los peores crímenes de la historia del cristianismo. Ante la mera sospecha, es obligación de todo cristiano, y de todo teólogo o teóloga, reexaminar las doctrinas teológicas. 

Por lo demás, es la conocida palabra de Jesús (Mt 7, 17-20) la que nos lo confirma: no puede una doctrina buena producir frutos malos ni provenir de semillas malas. Si se manifiestan en la historia signos de prácticas viciosas bajo la cobertura legitimadora de alguna justificación teológica, es preciso reconsiderar esta teología y reexaminar el proceso de su elaboración, para detectar posibles deficiencias tanto en su construcción como en la valoración de sus conclusiones. 

JUZGAR

El problema no viene de Jesús 

Lo primero que constatamos es que este problema del dogma cristológico no viene ciertamente de Jesús, sino del Cristo de la fe4 construido por la dogmática cristiana. Como hemos visto ya en la lección 10ª, la actitud de Jesús es totalmente distinta: él nunca afirmó de sí mismo lo que la institución que a él se remite ha dicho sobre él. Y la casi totalidad de lo que la Iglesia ha dicho de Jesús, ella misma creía que Jesús lo sabía y lo había venido a testimoniar. La Iglesia ha vivido prácticamente toda su historia creyendo que eran históricas las palabras que Juan puso en su boca, que afirmaban su identidad con el Padre, su consciente y proclamada divinidad, su ser «el camino, la verdad y la vida», etc. Hoy estamos ya seguros de que Jesús nunca pensó eso. Nunca fue cristocéntrico, sino teocéntrico y reinocéntrico5. Jesús no predicó nunca la dogmática cristológica, sino otro mensaje… 

Pero el Jesús «mensajero» de la Buena Nueva fue convertido, luego, él mismo, en «mensaje» cristiano. El Cristo todopoderoso, Pantocrator, sustituto de Júpiter en el Panteón romano, se constituyó poco a poco en mensaje de la Iglesia cristiana y desplazó al mensaje subversivo de Jesús, lo cual permitió a la Iglesia asumir el papel de religión oficial del imperio que había ejecutado a su fundador. Se dio lo que Díez Alegría llama «La gran traición»6. Se puso a Jesús en el pináculo del Templo del Imperio, bendiciéndolo y legitimándolo, y exigiendo por su carácter de unicidad, la unidad religiosa de toda la Humanidad. 

¿Cómo surge pues el dogma cristológico? 

La construcción misma del dogma cristológico 

Es una experiencia común que cualquier cristiano de a pie, sin especial formación crítica, al leer los evangelios sinópticos crea que ahí está ya claramente expresado el dogma cristológico. Y es que en nuestra cabeza los textos evangélicos se hallan ya «ocupados» por una determinada interpretación. Nos han sido leídos y proclamados y enseñados desde una determinada interpretación; por eso, cuando volvemos a ellos, los entendemos inevitablemente desde esa interpretación, sin darnos cuenta de la distancia que media entre la interpretación con que nosotros los percibimos y lo que dicen los textos en sí mismos. 

Por ejemplo, si leemos atentamente y con sentido crítico los evangelios sinópticos –los más cercanos a la historia misma de Jesús–, podemos descubrir, en primer lugar, que no nos hablan nunca del «Hijo de Dios» como segunda persona de la santísima Trinidad; la doctrina de la Trinidad se elaboraría mucho después. 

Cuando en los evangelios sinópticos se habla de «Hijo de Dios» no se está hablando de «Dios Hijo» (segunda persona de la Trinidad7), como nosotros espontáneamente damos por entendido, sino de un concepto pretrinitario de «Hijo de Dios», del mismo género que el que se aplica a tantos otros personajes de la historia. Hijo de Dios, en realidad es un concepto, una expresión no propia del evangelio ni del judaísmo, sino común a las religiones de la antigüedad. Hijo de Dios en este sentido se aplicaba a aquellas personas que, por la calidad de su vida o de sus obras, comportaban para la sociedad una significación religiosa especial, o especialísima, una transparencia o una llamativa cercanía a lo divino. Los héroes, los «santos»… eran así considerados «Hijos de Dios» en un sentido real de excelencia, sin referencia a una «generación divina»; aunque también eran frecuentes las leyendas que atribuían filiación divina en este mismo sentido a personajes importantes de la sociedad, que llegaban a ser tenidos incluso como hijos de madre virgen. Todo esto es un fenómeno común en el mundo religioso de la antigüedad, hoy conocido ampliamente8. 

En el NT hay numerosos indicios que muestran que, en muchos lugares y épocas del proceso de formación del mismo NT, la línea que prevaleció respecto a la relación de Jesús con Dios fue la «adopcionista»: en la carta a los Filipenses (2,6-11) Jesús habría sido «adoptado» como Hijo de Dios, de parte de Dios Padre. Jesús habría sido un ser humano enteramente normal, «según la carne», antes de la resurrección, pero «constituido Hijo de Dios con poder» después de la resurrección (Rom 1,4). Esto es claro en los estratos inferiores del proceso de gestación del NT. 

En estratos posteriores y ya últimos de ese proceso es cuando surge la idea de una divinidad de Jesús, que sería anterior, preexistente a su existencia humana. De hecho, en vida de Jesús, ni él ni los discípulos vislumbraron esta perspectiva. Fue después, ya en la comunidad pospascual, cuando los cristianos comenzaron a reflexionar sobre Jesús, para expresarse a sí mismos la experiencia religiosa que estaban teniendo. Los evangelios, como sabemos, se escribieron, de alguna manera, de atrás hacia delante. Lo primero que se escribió fue el final, la resurrección, más tarde su muerte, y más tarde aún la pasión. Con mayor posterioridad fue recuperada la vida de Jesús, su predicación y su práctica liberadora. Los evangelios de la infancia fueron lo más tardío, y algo redactado ya con otro tipo de preocupación y de género literario. 

Recordemos la gradualidad del proceso tal como ha quedado de hecho en los escritos neotestamentarios. Marcos llegó a remontarse hasta el comienzo de la vida pública de Jesús, y, por eso, su evangelio comienza con el final del ministerio de Juan Bautista; nos dice que cuando detuvieron a Juan es cuando comenzó Jesús a predicar (1,14). Mateo, que escribe más tarde, ya incluye una «genealogía» de Jesús (evidentemente teológica, no histórica: 1, 1-17), en la que llega a remontarse a Abraham. Lucas –que escribe más o menos contemporáneamente a Mateo, pero que escribe para gentiles–, redacta otra genealogía (3, 23-38) en la que se remontará más atrás, hasta el propio Adán. Finalmente, Juan evangelista, mucho más tarde, tal vez por el año 100, en el prólogo a su evangelio, que hace las veces de genealogía, se remonta al «principio» de los tiempos y allí coloca ya la preexistencia (eterna) del Verbo (Jn 1,1ss). En los escritos de Juan, y en los prólogos de las cartas a los colosenses y efesios esa preexistencia llega a ser eterna. Es decir, conforme pasa el tiempo, las comunidades del NT van avanzando su reflexión y van proyectando más y más atrás en el tiempo el origen del Cristo de su fe9. No obstante, este proceso así ordenado y expuesto es un ordenamiento nuestro; la realidad fue una no fácil convivencia de la variedad notable de cristologías y de eclesiologías en todo el tiempo del NT, sin que podamos decir que se dio en este tiempo –ya bien posterior a la muerte de Jesús– una doctrina común ni sobre la trinidad, ni sobre la filiación divina de Jesús, ni sobre muchos otros temas importantes.

El desarrollo espectacular de estos aspectos se va a dar bien tarde. Concretamente en los siglos IV y V. Ya hemos estudiado en la lección anterior la convulsión tremenda que el siglo IV significó para la Iglesia al entrar en la época constantiniana y convertirse en la religión oficial del imperio romano. Con ese telón de fondo, podemos concentrarnos ahora en lo que ocurrió en los llamados concilios cristológicos (Nicea y Calcedonia principalmente) y en un análisis de su significado. 

Como dijimos, después de casi tres siglos de propagación más bien discreta y a temporadas clandestina dentro del imperio romano, alternando épocas de tolerancia y épocas de persecución, después de la última persecución –la de Diocleciano– la Iglesia cristiana experimentaría una transformación vertiginosa que no podía haber imaginado. Apenas salió de la clandestinidad y fue tolerada …gracias al edicto de Milán, que, en principio no es sino un edicto de libertad religiosa– el emperador Constantino toma la iniciativa y convoca a los obispos a lo que resultará ser el “Concilio» de Nicea”. Los obispos no se habían reunido nunca en Concilio desde el mismo origen de la Iglesia; no había tradición alguna a este respecto. No había todavía una «autoridad central» eclesiástica que pudiera «convocar un concilio». Y de hecho, no hubo autoridad eclesiástica que convocara. Fue Constantino quien convocó, por sus propios intereses y con sus propios objetivos, y se empeñó desde el primer momento en hacer que los obispos entendieran claramente que estaban obedeciendo al emperador, como funcionarios del Estado. El emperador convoca, el emperador paga, la posta imperial (de lujo) recoge a los obispos y los traslada con cargo al Estado. En Nicea los obispos son huéspedes del emperador, que los invita, los agasaja, los dirige… A Eusebio, como ya hemos recordado en la lección anterior, le pareció ver, en el banquete ofrecido por Constantino a los obispos en su palacio imperial, protegidos por las espadas en alto de los soldados del ejército romano… todo un símbolo de la realización del Reino de Dios en la tierra10… 

Hoy está fuera de toda duda el genio político de Constantino. En una época de clara decadencia ya del imperio, intuyó que la Iglesia cristiana podría fungir como un eficacísimo factor de cohesión de aquella sociedad en buena parte fragmentada y descompuesta. Con todo un despliegue de inversión y esfuerzo, tomó la iniciativa, para hacer que la Iglesia, efectivamente, fuese un instrumento al servicio de su política de gobierno. 

No podemos entrar en el detalle de esta historia. Nos bastará referirnos a los elementos más conocidos y significativos en lo que se refiere al tema central que nos ocupa: la construcción del dogma cristológico en los concilios de Nicea y Constantinopla. En el de Nicea, el emperador es no sólo quien convoca, y quien señala los temas a ser estudiados y debatidos en el aula conciliar, sino que sugiere y presiona para que se aprueben las decisiones que él desea. El debate por momentos no es teológico ni escriturístico, ni siquiera pastoral, sino netamente político: se trata de una batalla entre los que obedecen y se ponen de parte del emperador y los que se atreven a disentir. El debate acaba siendo el forcejeo entre las facciones a favor y en contra de la autoridad civil. En medio del transcurso de los debates, tan frecuente es escuchar razones y argumentos teológicos cuanto vivas al emperador11. Constantino impone finalmente sus opiniones ante unos obispos sin cabeza visible, desconcertados, que realizan un «concilio» sin haberlo convocado y sin saber bien lo que hacen, sin controlar la situación, sintiéndose y sabiéndose funcionarios del Estado, tan abrumadoramente agasajados como moralmente presionados. Aquí es importante notar dos cosas: el propio emperador Constantino preside, dirige, presiona y sanciona un Concilio que elabora un dogma cristológico que es, a la vez, un instrumento político que el Imperio necesita; y, por otra parte, que el presidente de tal Concilio, su cabeza efectiva, no sólo es un emperador, sino que es además un no cristiano12. 

La debilidad de la Iglesia se profundiza cuando Constancio sucede a Constantino. La presión aumenta tanto que surgen voces críticas de obispos que denuncian esta situación13. Constancio llega a trasladar la sala de debate de los obispos a su propio palacio, y allí sorprende a los obispos en medio de su diálogo, irrumpiendo en la sala desde detrás de las cortinas, donde espiaba sus deliberaciones, y reclamándoles airadamente: «¡Lo que yo quiero ha de ser la ley de la Iglesia!»14. Es sólo un detalle elocuente de la situación de presión moral que los obispos atraviesan. 

Hoy no se puede negar históricamente que los concilios cristológicos fueron, en una gran parte, obra del emperador, no sólo en cuanto a la materialidad del hecho de su convocación, presidencia y dirección, sino en cuanto a los objetivos que persiguió y que con ellos efectivamente consiguió15. Cuando Constantino se propuso cambiar la clásica religión pública oficial del imperio romano por el cristianismo, esperaba sin duda que éste asumiera la función de legitimación del imperio, de sancionamiento moral de su política y de sus instituciones de autoridad, tal vez incluso de divinización de su persona. Esto último no era posible directamente en el caso del cristianismo, pero sí era posible indirectamente. El monoteísmo cristiano proveía de una magnífica base los esfuerzos para mantener la unidad del imperio16, y la afirmación de la divinidad de Cristo elevaba sin duda de rango la autoridad de quienes detentaban el poder en el «imperio cristiano». Éste era visto como «un trasunto del reino de Dios. Y así como éste tiene un solo Padre, así el imperio tiene un solo soberano, el emperador. Y la misión del emperador es realizar el plan de Dios sobre la tierra, como ‘lugarteniente’ de Dios. Se consagra así una forma de monoteísmo que comporta la monarquía imperial»17. Las nuevas afirmaciones sobre Cristo eran indirectamente afirmaciones sobre la autoridad civil y religiosa. El significado político del concilio fue que al emperador cristiano se le atribuía ahora el status de vicerrey de Dios en la tierra18, de «instrumento elegido por Dios», el «obispo de fuera», el «obispo universal», el «decimotercer apóstol»19. Y con ello, también la propia Iglesia resulta beneficiada: hereda y comparte las atribuciones religiosas que recaen ahora sobre el emperador, y cuando éste desaparezca, con la caída del imperio romano, el papa heredará sin rival la tradición del culto imperial20. La cristología monofisista vertical que se elaboró, «en apariencia resaltaba la grandeza y la divinidad de Jesús, pero en realidad no hacía más que proyectar sobre él nuestros afanes, deseos o fantasías de poder y prepotencia»21. 

Por otra parte, no faltan aspectos discutibles achacables a los propios obispos: «rivalidades teológicas (entre la cristología de Alejandría y la de Antioquía), antagonismos político-eclesiásticos (entre los patriarcados de Alejandría y Constantinopla) y, en muchas ocasiones, iniciativas personales de algunos eclesiásticos, como la clamorosa manipulación del Concilio de Éfeso en el 431 por Cirilo de Alejandría y su definición de la maternidad divina de María antes de llegar los padres conciliares antioqueños, que representaban en el Concilio la parte contraria»22. Tras la manipulación de Cirilo23, la nueva definición conciliar sobre la maternidad divina fue acogida con entusiasmo por el pueblo, en la ciudad de la antigua «Gran Madre», la originaria diosa-virgen Artemisa, Diana… recuerda Küng. Evidentemente, Cirilo conocía perfectamente este contexto de «religiosidad popular precristiana». Pero, su manipulación a favor del nuevo dogma, ¿vendría a significar un paso adelante en el proceso de maduración de la fe del Pueblo de Dios, o una mistificación y desvío de la propia fe basada en Jesús de Nazaret? El historiador Ramón Teja concluye lapidario: «para los obispos alejandrinos las cuestiones dogmáticas eran sólo un instrumento para imponerse a los de Constantinopla»24. 

En todo caso, después de muchas vicisitudes, la fórmula final del concilio de Calcedonia (año 451), expresada en unos conceptos totalmente alejados del NT y de la fe cristiana tradicional neotestamentaria, corrige y complementa por la parte humana la fórmula de la fe cristológica de Nicea. He aquí la fórmula final: 

«Se debe reconocer un solo y mismo Cristo, Hijo, Señor, Unigénito, en dos naturalezas, sin confusión ni cambio, sin división ni separación, no quedando suprimida en modo alguno la diferencia de las naturalezas por la unión, quedando más bien salva la propiedad de cada naturaleza y reuniéndose en una sola persona y en una sola hipóstasis, ni repartida o dividida en dos personas, sino un solo y mismo Hijo Verbo Dios engendrado único, tal como los profetas inspirados y el mismo Jesucristo nos lo han enseñado y nos lo ha trasmitido el símbolo de los padres»25. 

Los tiempos eran tan polémicos –y probablemente la formulación conseguida era tan poco feliz pedagógicamente, no sólo para el pueblo– , que se tomó la determinación de «congelarla», prohibiendo alterar su redacción, modificar siquiera sus palabras o –mucho menos–verterla en otro juego de conceptos26. Ello es lo que dará finalmente un resultado que durará por siglos: una fórmula teológica estereotipada y rígida, tenida como intocable y sagrada, de cuyo apartamiento, por mínimo que fuera, se desprendía automáticamente la acusación de herejía y –durante muchos siglos de la historia de la Iglesia– la condena y la ejecución por parte de la inquisición. Es probable por ello que el lector actual encuentre en ella incluso palabras que le resultan familiares porque le recuerdan definiciones de catecismo aprendidas de memoria en su infancia: Jesús, Hijo de Dios, segunda persona de la santísima Trinidad, con dos naturalezas (divina y humana, «sin confusión ni división») pero en una sola persona (la divina). He ahí la fórmula final sintética de la fe cristológica elaborada por los concilios cristológicos de los siglos IV y V. 

Llegados a este punto hay que hacer notar que, por un fenómeno curioso, tal vez debido a este origen histórico peculiar que acabamos de referir, esta fórmula es, sin duda, a mucha distancia de cualquier otra, la fórmula más sacralizada que el cristianismo ha tenido en toda su historia (o que para muchos todavía tiene). Ninguna otra fórmula ha sido considerada tan directa y rígidamente literal, con tan poco margen de recurso a la metáfora, a la interpretación o a la «relectura». 

A las alturas actuales de la historia del cristianismo, ya son dos siglos los que la teología lleva –a pesar de la resistencia y de los miedos de la institución– asumiendo los desafíos de la racionalidad moderna histórico-crítica. Los textos fundamentales cristianos (principalmente las Escrituras) han sido estudiados en todos sus estratos redaccionales, en sus influjos y en sus debilidades, han sido reconsiderados y reinterpretados, sin que en muchos casos se haya conseguido unanimidad de criterios, ni siquiera cierta armonía convergente entre las interpretaciones, y sin que estas dificultades creen demasiados problemas. Por el contrario, las fórmulas del dogma cristológico están ahí –en el dogma, en la teología y el imaginario común de los cristianos– intocables, rígidas, inflexibles, sin análisis ni reconsideración ni, mucho menos, reinterpretación posible. Diríamos que están ahí como un «enclave de fundamentalismo» en el corazón del cristianismo, aun del cristianismo más «avanzado y progresista»… Sin embargo, esta situación está cambiando, desde hace bien poco tiempo, y a ello nos vamos a referir inmediatamente. 

Hoy se hace evidente a los historiadores y a los teólogos que es inaplazable la introducción de un coeficiente de ponderación en la validación de los concilios cristológicos en función de estos condicionamientos tan fundamentales por los que se vieron afectados. No podemos dar reconocimiento pleno e indiscutido de ciudadanía dogmática a unas formulaciones por el mero hecho de que procedan simplemente de algo que hemos denominado –quién sabe si demasiado fácilmente– «concilio ecuménico», sin que obste la antigüedad de la tradición de intocabilidad de estas fórmulas. Está surgiendo entre los historiadores y los teólogos un consenso creciente sobre la necesidad de «reconsiderar» críticamente el verdadero significado y hasta la validez misma de esta construcción cristológica27. 

La pregunta tiene un doble frente, al menos: un aspecto histórico y otro teológico o epistemológico. 

Históricamente, se trata de elucidar hasta qué punto los concilios cristológicos, con todos esos aspectos problemáticos a los que estamos simplemente aludiendo, reunieron las condiciones sociales mínimas de legitimidad, de paz y de estabilidad para que pudieran tomar decisiones realmente ponderadas y realmente eclesiales; hasta qué punto se dieron condiciones mínimas de libertad que hicieran posible una capacidad de reflexión políticamente libre, tanto respecto a las presiones del imperio cuanto respecto a las exigencias que la transformación del cristianismo en religión oficial del imperio y religión de Estado estaban proyectando sobre la institución eclesial28. 

Teológica o epistemológicamente, la pregunta es más compleja: hasta qué punto la Iglesia tenía conocimiento teológico y bíblico suficiente de las fuentes documentales y de tradición de la fe cristiana, no vamos a decir que «como lo tenemos hoy», pero al menos un conocimiento que podamos calificar como libre de malentendidos fundamentales, de errores decisivos o de olvidos inadmisibles. De dónde sabían o creían saber lo que se atrevieron a afirmar tan categóricamente. Hasta qué punto los resultados de estos concilios en su forma y en su contenido son reflejo del acontecimiento histórico mismo que estaba viviendo la Iglesia: su transformación en religión de Estado del imperio romano29. Hasta qué punto deben ser hoy reconsiderados y releídos para la perspectiva hodierna de la fe, desde una visión que está a un abismo de distancia de la situación en que se hubieron de mover los improvisados «padres conciliares» de aquel primer «concilio». 

La edad patrística –y ésta es otra cara de la moneda– fue una edad de mucha libertad y creatividad teológica, por más que estuviera condicionada por las limitaciones culturales del momento; la pregunta es si hoy, a tanta distancia de conocimiento y de resultados ya claros de las ciencias histórico-críticas, y en un mundo realmente diferente, no tenemos nosotros derecho –y hasta obligación– de contribuir a la fe eclesial con nuestra aportación propia para la renovación permanente del lenguaje de la fe en Cristo bajo las exigencias y las posibilidades de las nuevas condiciones de los tiempos. Y con esta misma línea empalma el punto siguiente. 

Una propuesta reciente de replanteamiento 

Como hemos dicho, este punto del dogma cristológico está rodeado de un especial temor reverencial por parte de los teólogos. No hay campo dogmático de la fe cristiana que no haya sido revisado y reconsiderado desde diferentes vías de acceso; por el contrario, en lo tocante al dogma cristológico, la fecundidad teológica está claramente reprimida30. Vamos, no obstante, a presentar, sólo como un ejemplo, una propuesta teológica de revisión cristológica, que se ha hecho famosa, elaborada precisamente por un teólogo líder en el paradigma del pluralismo en materia de teología de las religiones, el ya citado John Hick. 

En 1977, el volumen de ensayos titulado El mito de Dios encarnado31, a cargo de siete autores británicos, anglicanos y de otras confesiones, todos de primera línea, desencadenó la más grande controversia teológica en Gran Bretaña desde la publicación de Sincero para con Dios, trece años antes. Hubo un tumulto en el Sínodo General de la Iglesia de Inglaterra; fueron publicados artículos a lo largo de varias semanas en los periódicos británicos; sermones y pronunciamientos tronantes por parte de los clérigos; llamados para que los anglicanos que habían participado en la publicación del libro renunciasen a sus ordenaciones, etc. El libro vendió treinta mil ejemplares en los ocho primeros meses, pero obtuvo su réplica a las tres semanas de su aparición, con La verdad de Dios encarnado32 y no dejó desde entonces de producirse un encendido debate teológico33. El libro fue publicado también en EEUU y tuvo allí una repercusión significativa. La tesis del libro de 1977 era tan simple como ésta: «que Jesús no enseñó que él mismo fuese Dios encarnado, y que esta idea formidable es una creación de la Iglesia»34. Lo cual no era algo nuevo, en absoluto; hacía tiempo que los expertos, a un lado y otro del Atlántico, lo habían considerado y aceptado; lo nuevo era que estuvieran enunciando aquella tesis públicamente miembros de la institución teológica y que consideraran que la doctrina de la encarnación, en vez de continuar siendo considerada como sacrosanta e intocable, debía ser abiertamente reconsiderada. 

Contrariamente a la retórica emotiva con que el estamento eclesiástico anglicano reaccionó a la publicación del primer libro, éste fue acogido calurosamente por muchos otros dentro y fuera de las Iglesias. Estos muchos se felicitaban por el hecho de que hubiera habido teólogos capaces de hablar abiertamente de las investigaciones sobre el Jesús histórico y los orígenes cristianos. También ellos estaban indignados, pero indignados más bien por el hecho de que la Iglesia les había estado animando durante décadas a seguir pensando, por ejemplo, que el Jesús histórico había dicho: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30) y «quien me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9), en vez de hacerles conocer el consenso de los especialistas, según el cual, fue más bien un escritor de cerca de sesenta años después, el que, expresando una teología que se había elaborado en su comunidad, puso esas famosas palabras en boca de Jesús. Estaban indignados de que las Iglesias les hubieran tratado como personas incapaces de conocer los resultados de las investigaciones bíblicas y teológicas, y no como adultos inteligentes35. 

No hace falta que señalemos que las Iglesias, en bloque, reaccionaron en oposición al debate, promoviendo una reafirmación cerrada, sin cuestionamiento posible, del dogma tradicional, y evitando preguntas posiblemente perturbadoras. 

Dieciséis años después de aquel primer libro que desencadenó este debate, John Hick ha publicado otro36, más maduro y sereno –según él mismo afirma–, enriqueciendo y matizando su postura con la crítica recibida, buena parte de ella proviniente de críticos que no han dejado de ser siempre buenos amigos suyos. ¿Cuál es, pues, la propuesta final de Hick en este debate? 

Hick aborda con perspectiva histórica la evolución del pensamiento sobre Jesús de la comunidad de sus seguidores. Existe un amplio acuerdo entre los exégetas sobre el hecho de que Jesús no reivindicó para sí el atributo de la divinidad, ni tuvo en absoluto la pretensión de ser Dios encarnado. Hasta hace 100 años (como todavía hoy, de forma muy difundida en los sectores no instruidos) se tenía como cierto que la creencia en Jesús como Dios encarnado se apoyaba en su propia enseñanza explícita: «Yo y el Padre somos una misma cosa», «aquel que me ve a mí ve al Padre», etc. Hoy día «difícilmente encontraremos un estudioso del NT que esté dispuesto a defender que las cuatro ocurrencias del uso absoluto del ‘Yo soy’ que se dan en Juan, o la mayor parte de otros usos, puedan atribuirse históricamente a Jesús»37. 

Vale la pena hacer una pausa para reflexionar sobre la magnitud de este cambio. Por lo menos desde el siglo V hasta el XIX, los cristianos han creído que Jesús se autoproclamó Dios Hijo, segunda persona de la santísima Trinidad viviendo una vida humana. La fe de todas estas generaciones de cristianos ha incluido esta creencia como un artículo central de su fe. Pero el examen histórico científico moderno disolvió la base de esta creencia. Todavía en una época tan tardía como el siglo XVI en los países protestantes o como el siglo XVII en los países católicos, quienes hubiesen propuesto esta teoría hubieran sido ejecutados por herejía. Los resultados de las investigaciones de los siglos XIX y XX hubieran sido considerados como demoníacos por los líderes de las Iglesias después de Nicea o Caldedonia, o por Tomás de Aquino y los teólogos medievales, o por Lutero y otros reformadores, como por cualquier cristiano común hasta hace unas pocas generaciones, o todavía hoy en una muchedumbre grande de cristianos y cristianas que no tienen familiaridad con los estudios modernos de la Biblia. Precisamente esta ignorancia –que parece no preocupar a sus pastores– es lo que hace difícil dialogar estas cuestiones de manera abierta y serenamente reflexiva, dice Hick. 

Hick estudia el uso de la expresión «Hijo de Dios» en el mundo judío en el que vivió Jesús y del que brotaría después el NT. Este lenguaje de la filiación divina gozaba de un uso difundido y variado en todo el mundo antiguo y era familiar a los contemporáneos de Jesús. De hecho, afirma Hick, hubiera sido sorprendente que a Jesús no se le hubiese aplicado esa difundida divinización honorífica de figuras religiosas destacadas, que la metáfora hebrea «hijo de Dios» no hubiera sido aplicada a Jesús. Hick se remite en este punto a Geza Vermes: «La expresión ‘Hijo de Dios’ siempre fue entendida metafóricamente en los círculos judíos. En las fuentes judaicas, su utilización jamás implica la participación de la persona así designada en la naturaleza divina. Se puede suponer con toda seguridad que, si el medio en el que la teología cristiana se hubiese desarrollado hubiera sido el hebreo y no el griego, no se hubiera elaborado la doctrina de la encarnación tal como de hecho lo fue»38. 

Respecto a Pablo, Hick piensa que sus textos pueden ser comprendidos de varias maneras. Su lenguaje es exhortativo y retórico, no preciso en términos conceptuales. Él no escribe teología sistemática, simplemente predica a las comunidades. «Habla de Jesús como el Señor Jesucristo y como el Hijo de Dios; y en su última carta, a los colosenses –si es que es de Pablo, lo que muchos especialistas dudan– su lenguaje se mueve ya en la dirección de la divinización. Naturalmente, sin embargo, la pregunta es qué significó este lenguaje tanto para el escritor como para sus lectores del primer siglo. La imagen central utilizada por Pablo, de ‘padre e hijo’, sugiere con énfasis la subordinación del hijo al padre. En los escritos de Pablo no es posible afirmar que Dios e Hijo de Dios sean co-iguales, como más tarde se declararía que lo son las personas de la Trinidad. La noción de Jesús como Hijo de Dios es en realidad pretrinitaria»39. 

En todo caso, para Hick, el punto de inflexión de este proceso lo marcan los concilios cristológicos de Nicea y Calcedonia. Al salir de las catacumbas y pretender ocupar el espacio de la religión oficial del imperio, el cristianismo se vio presionado a dialogar con urgencia con la cultura del momento. Debía explicar sus creencias en términos filosóficos aceptables tanto para la cultura dominante, de origen griego, como para sí mismo. Debía también conseguir un conjunto unitario de expresiones de la fe cristiana, sin el que no podría mantener unido al imperio del que se constituía en religión de Estado. Constantino convocó en el 325 el concilio de Nicea «con el propósito de restaurar la concordia en la Iglesia y en el imperio»40. «Y fue en ese concilio donde por primera vez la Iglesia adoptó oficialmente, de la cultura griega, el concepto no bíblico de ousia, declarando que Jesús, como Dios- hijo encarnado, era homoousios toi patri, de la misma naturaleza que el Padre. 

De ahí en adelante, las metáforas bíblicas originales fueron consideradas –a efectos teológicos– como pertenecientes al nivel de la expresión popular que necesita ser interpretada, mientras que una definición filosófica ocupó su lugar para objetivos oficiales. Un hijo de Dios metafórico se transformó en el Dios Hijo metafísico, segunda persona de la Trinidad»41. 

Aquí hemos llegado al centro del pensamiento de Hick: el error básico –dice él– consistió en que la metáfora religiosa pasó a ser considerada como metafísica literal42; que lo que era poesía se tomó como prosa, y lo que era una metáfora hebrea se interpretó como si fuera metafísica griega. Hick subrayará que la fórmula encontrada no fue feliz porque no era viable, lo que, a su juicio, queda probado por el hecho de que todos los intentos que los teólogos han hecho por interpretarla y explicarla han sido filosóficamente imposibles, y teológicamente heréticos. Por eso propugna la vuelta a la inteligencia de Hijo de Dios como metáfora bíblica, que, entonces sí, recobra toda su fuerza de sentido y de expresión. 

Estrechamente ligada a la doctrina de la encarnación está la doctrina de la redención. La segunda persona de la Trinidad se encarna para asumir la misión de redimir al género humano de la situación de pecado en la que se encuentra, debido a la caída de la primera pareja humana en el pecado original… Para Hick «la idea de la redención o reconciliación es un engaño si se toma en su sentido estricto, aunque, evidentemente, tomada en un sentido amplio en el que reconciliación simplemente significa salvación, cobra una importancia vital. Con el tiempo, la idea de la redención en sentido estricto desaparecerá entre los cristianos aficionados a la disciplina de la reflexión»43. 

Se fue formando una visión según la cual la justificación central de la encarnación sería el objetivo de rescatar a la Humanidad del poder del demonio, poder bajo el que habría quedado tras el pecado de Adán. La forma de hablar de muchos autores antiguos sobre esta cautividad de la humanidad bajo el poder del diablo, y de la batalla que tuvo que ser librada por Cristo para liberarnos, es de tal vivacidad y tal detalle que hoy día nos parece estar leyendo un cuento de hadas44. Hoy día, para la mayoría de nosotros, atacar esta idea significa ponerse a luchar con un monstruo ya desaparecido45. Por su parte, la idea de una caída real, de la que habría resultado una caída y una culpa universales transmitidas por herencia, es algo que, al menos para los cristianos instruidos, resulta completamente imposible de creer. Y, «si hoy creemos que jamás se dio aquella caída humana desde un estado paradisíaco original, ¿por qué entonces correr el riesgo de confundirnos y confundir a los demás hablando como si hubiese existido?46. 

Esta teología de la redención se purificó notablemente con la reformulación de san Anselmo, que ya no hablará del rescate de la Humanidad, de parte de Dios, para liberarla del poder del demonio bajo el que estaría cautiva, sino de la teología de la «satisfacción»: el pecado original habría sido una ofensa infinita (por la dignidad del ofendido), y su reparación necesitaba una satisfacción igualmente infinita, y ése sería precisamente el objetivo de la «misión» de Cristo, una misión que, lógicamente, sólo él, en su calidad simultánea de Dios y de ser humano, podía llevar a cabo. Jesucristo sería el único Salvador posible de la Humanidad caída, y hay que recordar que en aquella concepción, la Humanidad era la protagonista central y prácticamente única de la realidad: el cosmos y su inabarcable y conplejísima formación evolucionaria no significaban nada, eran una «supererogación» innecesaria en el mundo de lo existente. La Humanidad era el centro que ocupaba todo el escenario, su «caída» era el drama cósmico mismo, y, por eso, el Salvador único posible y único de hecho, venía a ser el Salvador del Mundo, el centro absoluto de la Historia, de mundo y de la vida. 

Si la teología del –rescate anterior a san Anselmo– había extraído su modelo soteriológico de las estructuras vigentes en la sociedad de su época –del hecho sociológicamente significativo de la esclavitud–, la posterior teología de la redención –de san Anselmo– viene a ser un modelo fundamentalmente jurídico (una «concepción penal sustitutiva») acorde con la nueva recepción del derecho romano en la sociedad de la Alta Edad Media. Lamentablemente, todavía hoy, ya entrado el tercer milenio, la mayor parte de las oraciones y rituales en general de la liturgia, del sacramentario, del «oficio divino»… de toda la oración oficial de la Iglesia romana –por ejemplo– está infestada de esta visión medieval, de la que no ha sido rescatada, de forma que el cristiano actual, cuando ora con la liturgia, se ve sumergido en un imaginario jurídico-teológico medieval feudal de rescate, de redención, de pago por el pecado… trasladado siete siglos hacia atrás, y expresado todo en categorías de sustancia, naturaleza, hipóstasis… retrotraído todavía más hacia el pasado. El lenguaje oficial litúrgico, teológico y espiritual de la Iglesia no ha sido revisado, por el mismo tabú fundamentalista del temor a las fórmulas dogmáticas «congeladas». El resultado es que, al presuponer un orden social desaparecido hace mucho tiempo, este lenguaje se hace hoy día muy poco significativo, o incluso incomprensible para nosotros. «A mi modo de ver, sería mejor abandonar completamente su uso en nuestras teologías y liturgias contemporáneas», concluye Hick47. 

Como es lógico, recomendamos al lector un acceso más amplio y profundo a esta posición teológica que invita a la revisión del dogma cristológico, postulada por la posición teológica pluralista, y de la que Hick es simplemente un representante más significativo48. 

Conclusión: 

ACTUAR 

Extraigamos, de todo lo dicho, algunas consecuencias49 y deduzcamos algunas tomas de posición operativas: 

Deficiencias graves 

• La expresión del dogma cristológico, tal como de hecho quedó concretamente formulado y, sobre todo, tal como fue después utilizado como criterio unificante controlador, adolecería de ciertas deficiencias: 

a) el «Cristo dogmático» allí contemplado parecería un Cristo en el que se ha perdido la conexión con el Jesús histórico, con su vida, su Causa y su predicación50, un Cristo sin Reino, sin lo que fue la Causa central, el absoluto mismo para Jesús de Nazaret. 

b) en el Cristo dogmático se habría dado una «reducción personalística» del Reino de Dios; el Reino habría sido concentrado en su persona51, eludiendo así el Reino propiamente tal y el mensaje de Jesús, así como su historia y la historia que es capaz de desencadenar. 

Es «otro» cristianismo 

• El cristianismo del Cristo dogmático parecería «otro cristianismo»52, o sea, un cristianismo diferente del cristianismo del Evangelio del Reino de Dios y del seguimiento de Jesús. Es un cristianismo que reduce a Cristo a una teoría metafísica capaz de legitimar el sistema de «cristiandad»53, con evidentes pruebas de haber jugado un papel ideológico tanto en la «religión de Estado» en que se convirtió el cristianismo en el imperio romano, cuanto en su participación en las proyecciones imperialísticas de las diferentes nacionalidades del Occidente «cristiano» hacia el resto del mundo. Una elaboración cristológica producida «en un tiempo eclesial de eclipse total del Reino»54 y de eclipse de su carácter escatológico, no puede ser integralmente correcta, por carencia absoluta de condiciones básicas55. El cristianismo del Cristo dogmático ha producido en la historia demasiados frutos malos, que no pueden provenir de un árbol bueno. Hemos de ser clarividentes en el análisis y valientes en la aceptación del hecho: se trata de un cristianismo deficiente y desviado56, y hemos de someterlo al juicio del cristianismo del Evangelio del Reino y del seguimiento de Jesús. 

Creer en Jesús y creer como Jesús 

• Como el mismo Evangelio subraya, es mucho más importante «seguir a Jesús», o sea, «vivir y luchar por la Causa de Jesús», que la aceptación intelectual en la fe de las afirmaciones teóricas metafísicas en que consiste el llamado dogma cristológico. Más aún: esta ortodoxia sin aquella praxis, no sirve de nada; aquella praxis, aun sin esta ortodoxia, salva. Lo importante no es «creer en» Jesús, cosa relativamente fácil, sino «creer como» Jesús57: habérselas ante la historia de una manera semejante o proporcional a como se las hubo Jesús, que no incluyó nunca entre sus exigencias la de la adhesión intelectual a afirmaciones abstractas dogmáticas. 

Helenismo prescindible 

• Hay que reconocer de un modo más consecuente el carácter marcadamente helenístico de la cultura en la que se construyó el dogma cristológico niceno-calcedonense. Junto a reconocer y admirar el valor de aquella Iglesia en el hecho de intentar hacer la traducción de la fe cristiana a la cultura dominante del momento, hay que reconocer también los graves condicionamientos y los errores en que se incurrió en el intento, y hay que reconocer asimismo de alguna forma la caducidad y la prescindibilidad de sus fórmulas en contextos culturales enteramente diferentes. Las categorías utilizadas, las preocupaciones sentidas, las preguntas respondidas, forman parte en buena medida de la cultura occidental, hoy dispensable para quienes no son occidentales58, así como para quienes acceden a una perspectiva de transculturalidad59. Igual que aquellas generaciones cristianas fueron creativas y elaboraron su propia reformulación de la fe en consonancia con la cultura ambiente ajena en la que les tocó vivir, así nuestra generación tiene hoy el deber de no sentirse encerrada en unas fórmulas, por más venerables que sean, y ejercer también su fidelidad creativa, en vez de sentirse obligada a hacer equilibrios hermenéuticos para hacerse la ilusión de otorgar una prolongación de vida a las fórmulas de otro tiempo60. 

No vale como criterio único central de ortodoxia 

• Por más que haya ocupado una posición de absoluta prioridad durante muchos siglos en la definición de la ortodoxia cristiana, hoy parece ser enteramente insuficiente para definirla, y hasta contraproducente para expresarla en totalidad, (en cuanto que, sin una fuerte corrección, desvía la atención de lo esencial cristiano), así como no necesaria para todos aquellos cristianos y cristianas cuya cultura no tenga una afinidad mínima con la cultura griega a la que pertenecen estas formulaciones dogmáticas. Por ejemplo, en una filosofía incompatible con la griega, o en una cultura «postmetafísica»… 

¿Reinterpretar la comprensión de la Encarnación? 

• La espiritualidad y la teología de la Encarnación se han mostrado dotadas de una fuerza movilizadora extraordinaria61. No se trata de un punto, de un elemento al lado de otros, sino de una dimensión fundamental que lo transforma todo en el cristianismo. Pero todos los símbolos religiosos tienen su peligro cuando son entendidos de una forma excesivamente física y rígida, más allá de la flexibilidad propia de un símbolo religioso. En el símbolo de la Encarnación se han introducido de rondón elementos que lo desvían hacia comprensiones deformadas. Una inteligencia del «misterio» de la Encarnación que incluya el otorgamiento al cristianismo de un grado de absoluticidad y de unicidad frente a todas las religiones, es algo que va más allá de los límites del contenido mismo de misterio que ese símbolo vehicula. Una elaboración teórica de la comprensión de la Encarnación, que se escore consciente o inconscientemente hacia la concesión de una preeminencia o privilegio de elección a una raza, un pueblo o una cultura, o hasta una religión, es una construcción teórica que choca contra otros elementos del misterio divino, y que, en todo caso, va más allá de lo que la Revelación afirma cuando es leída con una hermenéutica actualizada62. Hoy sabemos que la Revelación no nos ha dado respuestas a estas preguntas, sencillamente porque ni siquiera se las pudo plantear. Y todo aquello que hemos dicho de más a lo largo de nuestra historia, hoy debe ser relativizado y, en su justa medida, reexaminado y reinterpretado. 

• Se impone, pues, la aceptación de un período de «deconstrucción»63 de estas fórmulas dogmáticas, aceptando que participan de la condición común del lenguaje religioso, siempre necesitado de reinterpretación hermenéutica, sin que se excluya la revisión del dogma64. Nos parece en todo caso muy válida la propuesta que Y. Congar hiciera –de cara a la recuperación ecuménica– de abrir un período de «re-recepción» de los «escritos simbólicos», de los decretos conciliares o pontificios, es decir, de los escritos normativos para la fe de cada una de las iglesias, de los que éstas se han nutrido a lo largo de su historia. Cada iglesia o confesión debería «re-acoger» sus propios escritos normativos «para resituarlos en el conjunto y en el equilibrio del testimonio de la Escritura»65. El dogma cristológico niceno-calcedonense entraría de lleno en esta «re-recepción» que postulaba Congar. 

• Deben evitarse las posturas extremadas que consideran que todo es negativo en las formulaciones dogmáticas que, efectivamente, han tenido repercusiones históricas negativas. Éstas no niegan el uso, el sentido y la praxis positivos que también han desencadenado en la historia. El símbolo de la encarnación ha inspirado actitudes y prácticas diametralmente opuestas a las ya referidas actitudes dominadoras, conquistadoras, prepotentes, de privilegio e intolerancia… La encarnación de Dios ha resultado ser, como decimos, un símbolo de una potencia extraordinaria para inspirar actitudes de «encarnación», de abajamiento, de humildad, de solidaridad, de pobreza, de «kénosis»66… 

Los símbolos, pues, en sí mismos, son plurivalentes, en función del uso que se haga de ellos, o del marco de referencias más global en el que sean enmarcados. No pueden ser canonizados ni condenados en abstracto. No pueden ser desterrados, simplemente, por el uso negativo al que hubieran podido dar lugar. Como un buen vino servido en una copa inadecuada, han de ser transvasados, rescatados de aquellos contextos (teológicos, mentales, culturales) que permitieron su uso perverso, para ser leídos a través de categorías o elementos (lógicamente pertenecientes a la cultura actual, o al menos en formas compatibles con ella) que permitan y aseguren su uso positivo. Tal vez en este trasvase podrán o deberán perderse las formas, los elementos culturales sobrepasados o innecesarios o hasta peligrosos… Lo que importa no es la copa, sino el vino. Pero si por apego a las viejas formas, ya superadas, nos empeñamos en mantener el vino en la copa inadecuada, probablemente muchos de nuestros contemporáneos seguirán rechazando el vino por la aversión que la copa sigue suscitándoles por asociación con la historia aún presente en la memoria colectiva (si no en la realidad actual, como ocurre todavía en el caso de tantos símbolos). 

Y tampoco pueden ser sacralizados los símbolos simplemente por el hecho de que se hayan revelado positivos y eficaces. Por muy positivos que hayan sido, no dejan de ser símbolos, metáforas, que vehiculan una verdad que está más allá de la expresión material que forman unas determinadas palabras, una verdad que sólo se descubre y sólo se trasmite si se es fiel al código simbólico en el que ha sido expresada, y no si se sacraliza o se la cosifica convirtiéndola en metafísica. 

La metáfora no es metafísica. Sólo es una metáfora. Pero es toda una metáfora, y nada menos que una metáfora. Es la forma de expresar una verdad tal vez inaprehensible por otros caminos. Sólo pueden despreciar las metáforas como si fueran «meras metáforas» aquellos que no captan la excelencia expresiva del lenguaje poético, o la «vehemencia ontológica» de la estrategia metafórica, al decir de Paul Ricoeur67. 

• No es posible disponer hoy día de una reelaboración cristológica plena, un replanteamiento completo y satisfactorio de todo el dogma cristológico. Estamos apenas empezando a reflexionar a partir de unas sospechas confirmadas y del quiebre de unas seguridades antiguas. Necesitamos encontrar «nuevas repuestas» al desafío permanente del «y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?»68. La respuesta que se dio a esta pregunta, en su formulación concreta, ha quedado estrecha y deteriorada en su significatividad. Tal vez hayan de pasar varias generaciones hasta que se pueda construir o dar por encontrada una nueva respuesta. En efecto, «la situación suscita cuestiones complejas y delicadas, que conviene estudiar a la luz de la Tradición cristiana y del Magisterio de la Iglesia, con el fin de ofrecer a los misioneros de hoy y de mañana nuevos horizontes en sus contactos con las religiones no cristianas»69. 

• En todo caso, mientras seguimos avanzando, es claro que podemos desmarcarnos de todos esos supuestos teóricos y de todas las «implicaciones ideológicas perversas» que la vieja comprensión del dogma cristológico ha implicado negativamente en la historia. Como Jesús haría, podemos y debemos dialogar con las demás religiones, en pie de igualdad fraterna, como hijos e hijas del Dios de todas las religiones, desechando el viejo afán de ser «la única religión verdadera», ofreciendo con todo amor y toda humildad lo que nosotros vivimos, ávidos a nuestra vez de descubrir lo que el Espíritu de Dios realiza en todos los pueblos y religiones, para enriquecernos también con ello. 

II. Textos antológicos 

• Capítulos 3º y 4º del libro de hick, La metáfora de Dios Encarnado, servicioskoinonia.org/relat/305.htm 

• El capítulo 4º del libro Jesús y Dios de Juan José Tamayo (Trotta, Madrid 2000) se titula ‘Hijo de Dios’, metáfora de la teología cristiana, y aborda el mismo tema que esta lección 12ª de nuestro curso. También está disponible en servicioskoinonia.org/relat/319.htm 

III. Preguntas para reflexionar y para dialogar 

–¿Cómo se nos explicó el misterio de la encarnación? Recomponer entre todos. 

–¿Recordamos las preguntas y respuestas del catecismo infantil en las que se explicaba el dogma cristológico? (Dos naturalezas, una persona…) 

–Para san Anselmo, Dios tuvo que encarnarse porque sólo con la satisfacción de Jesús –que por ser Dios era de valor infinito– podría resultar perdonada la Humanidad; mientras, estaban rotas las relaciones de Dios con ella. Ante todo: ¿sabíamos que esta visión de la redención es una teología particular de san Anselmo de Canterbury (siglo XI)? ¿Nos fue presentada como una opinión teológica o como una indiscutible verdad dogmática?¿Qué nos sugiere la imagen de Dios que presenta? 

–Comentar esta frase de Paul KNITTER: Los católicos, como los cristianos en general, están dándose cuenta de que para que algo sea verdad no necesita ser absoluto. KNITTER, No Other Name?, p. 219. (Frase disponible como póster, en línea, en servicioskoinonia.org/posters, de donde se puede tomar e imprimir). 

–Más allá de la identidad institucional de la Iglesia, que ya tiene 20 siglos, cabe preguntar por la identidad del cristianismo mismo: ¿el cristianismo es uno o son varios? ¿El cristianismo de los esclavos rebeldes, era el mismo que el de sus amos y capataces ‘cristianos’? (distinguir la identidad profunda o teologal, de la identidad jurídica o institucional de la Iglesia). ¿El cristianismo del capellán del ejército oficial era el mismo que el del guerrillero comprometido en la guerrilla? ¿El del capellán asesor del consejo directivo de una corporación bancaria multinacional, es el mismo que el del militante cristiano de un partido popular? ¿El del latifundista cristiano es el mismo del campesino organizado en el Movimiento de los Sin Tierra brasileño, que «ocupa» una hacienda improductiva? ¿El de George Bush es el mismo que el de Pedro Casaldáliga? ¿Qué es la identidad de una religión? ¿Cuál es la identidad del cristianismo? ♦︎

NOTAS

1 Nos referimos aquí, una vez más, al pluralismo como paradigma superador del exclusivismo y del inclusivismo, lógicamente, no al simple pluralismo o pluralidad de religiones. 

2  Recordemos todo lo dicho al respecto en la lección 5a.
3  H. BERNHARDT, La pretensión de absolutez del cristianismo. Desde la Ilustración hasta la teología pluralista de la religión, Desclée, Bilbao 2000, pág. 315-316. 

4  Recordamos en este punto necesariamente aquella distinción entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, que damos aquí por conocida. 

5  Cfr. lección décima. 

6  DÍEZ ALEGRÍA, J.M., La gran traición, en Rebajas teológicas de otoño, Desclée, Bilbao 1980, cap. 7; también en servicioskoinonia.org/relat/271.htm 

7  Las personas de la Trinidad son Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo; en ese sentido habría que distinguir entre «Dios Hijo» (segunda persona de la Trinidad) e «Hijo de Dios» expresión muy anterior a la elaboración de la doctrina de la Trinidad, que no se refiere a esa segunda persona de la Trinidad, sino a una «especial relación» con Dios de la persona a la que se refiere. 

8  Referido concretamente al AT, véase HAAG, H., ‘Hijo de Dios’ en el mundo del Antiguo Testamento, «Concilium» 173 (1982) 341-348, aquí 341. 

9 L. BOFF, Jesucristo el liberador, Sal Terrae 1980, 172ss. 

10 EUSEBIO, Vita Constantini, 3,14. 

11  «No es extraordinario que, en esa época y en concilios donde se discuten al parecer puntos de alta teología, se escuchen, a guisa de argumentos, vivas al Emperador…»: SEGUNDO, J.L., El dogma que libera, Sal Terrae 1989, 224. 

12  Se bautizaría «sólo a la hora de su muerte en el año 337»: SEGUNDO, ibid., 222. 

13  Así, un Hilario de Poitiers contra el emperador Constancio (Contra Constantium Imperatorem, 4-5: PG 10, 580-581); pero también san Ambrosio respecto a Teodosio … 

14  VELASCO, R, La Iglesia de Jesús, Verbo Divino, Estella 1992, 121. 

15  J. SOBRINO, La fe en Jesucristo, UCA, San Salvador 1999, pág. 538; J. MOINGT, El hombre que venía de Dios, Desclée, Bilbao 1995, I, 146. 

16  DIANICH, Severino, La Iglesia en misión, Sígueme, Salamanca 1988, p. 208. 

17  VELASCO, ibid., 125. Cfr E. PETERSON, Der Monoteismus als politisches Problem, Hegner, Leipzig 1935. 

18  HICK, J., La metáfora de Dios Encarnado, Abya Yala, Quito 2004, pág. 71, colección «Tiempo axial» no 2. 

19  VELASCO, ibid., 123. 

20  PORTELLI, Hugo, Gramsci e a questão religiosa, São Paulo, Paulinas 1982, p. 53. 

21  TORRES QUEIRUGA, A., La revelación de Dios en la realización del hombre, Cristiandad, Madrid 1987, 86. Añade Queiruga: «La verdad es que esta concepción era profundamente infiel a los datos de la Escritura». 

22  H. KÜNG, Ser cristiano, Cristiandad, Madrid 1977, 584. 

23  Está fuera de toda duda y profusamente documentada no sólo la grave y masiva manipulación de Cirilo en este Concilio, sino que éste era su comportamiento habitual y ampliamente conocido en los muchos asuntos de Iglesia en los que podía intervenir dada su relevante posición jerárquica. Cfr. Ramón TEJA, Emperadores, obispos, monjes y mujeres. Protagonistas del cristianismo antiguo, Trotta, Madrid 1999, pp. 123-134 y 173-194, con abundante bibliografía. La «hermenéutica de la sospecha» no recae sólo sobre Cirilo, sino, en general, sobre el comportamiento político de los obispos en estos concilios. 

24  TEJA, R., ibid., p. 124. 

25  DS 302. 

26  Dice el mismo Concilio: «Habiendo sido determinados estos puntos con una precisión y cuidado extremos, el santo concilio ecuménico ha decretado que queda prohibido a cualquiera proponer, redactar o componer otra [profesión de] fe o pensar y enseñar de otro modo». Cfr. J. MOINGT, El hombre que venía de Dios, Desclée, Bilbao 1995, I, 146. 

27  Con lo cual –para que no se nos entienda mal- no estamos postulando más que el ejercicio de lo que es una dimensión constante en la Iglesia: su deber permanente de reconsiderar la validez de su lenguaje como instrumento apto para transmitir la fe a sus contemporáneos en las cambiantes condiciones de los tiempos y de las culturas. Cfr Gaudium et Spes 44. 

28  Jon Sobrino cree necesario resumir el contexto histórico del Concilio de Calcedonia antes de abordar el estudio de su contenido (p. 534-537). Concluye diciendo: «en medio de esta turbulencia se proclamó la definición dogmática conciliar más importante sobre Cristo»: cfr. La fe en Jesucristo, UCA, San Salvador 1999, p. 537. Teja, por su parte afirma: «La estancia de los obispos en Éfeso se desarrolló en un ambiente de presiones, tumultos y revueltas permanentes»: ibid. 179. 

29  «Un acontecimiento histórico de tamaña magnitud no ha dejado de insertarse en el documento elaborado por este concilio; en su forma: habla en nombre y con autoridad de la Iglesia universal, impone sus definiciones y decisiones a todas las Iglesias, les confiere un carácter sagrado lanzando el anatema contra los que se opongan; y así mismo en su contenido: confiere los honores supremos de la divinidad al fundador del cristianismo»: MOINGT, J., ibid., 114. 

30  Lo cual no quiere decir que en el curso de los dos últimos siglos este campo no fuese abordado por la teología y la exégesis científicas de los investigadores. Lo que queremos decir es que siempre se mantuvo –y se mantiene- alejado del gran público en la Iglesia, habiendo un gran abismo entre lo que los expertos manejan en sus investigaciones y lo que los predicadores y los catequistas enseñan en sus comunidades. 

31  The Mith of God Incarnate, Westminster Press 1977. 

32  GREEN, M. (ed.), The Truth of God Incarnate, Hodder & Stoughton, Londres 1977. 

33  CAREY, G., God Incarnate, 1977; McDONALD, D., The Myth/Truth of God Incarnate, 1979; GOULDER, Incarnation and Myth: The Debate Continued, 1979; HARVEY, A.E., God Incarnate: Story and Belief, 1981; MORRIS, The Logic of God Incarnate, 1986; CRAWFORD, R., The Saga of God Incarnate 1988, etc. 

34  HICK, J., La Metáfora… 14. 

35  Ibid., 15. 

36  La metáfora de Dios Encarnado, Abya Yala, Quito 2004. 

37 THATCHER, Adrian, Truly a Person. Truly God, SPCK, Londres 1990, 77. «Esos dichos puestos en boca de Jesús reflejan más bien la teología de la comunidad de final del siglo primero»: HICK, J., God Has Many Names, Westminster Press, Philadelphia 1982, 73. «Después de D.F. Strauss y F.C. Bauer, el evangelio de Juan ya no puede ser tomado por nadie como una fuente de palabras auténticas de Jesús»: HICK, ibid

38  VERMES, Geza, Jesus and the world of Judaism, Fortress Pres, Philaldelphia 1983, 72. 

39  HICK, J., La Metáfora…, 69. Lógicamente el problema es más complejo, pero no podemos extendernos más en este punto. 

40  PELIKAN, J., Jesus Through the Centuries, Yale University Press 1985, 52. 

41  HICK, J., ibid., 71. 

42  Ibid., 149-150. 

43  Ibid. 158. 

44  Ibid. 160. 

45  Ibid. 161. 

46  Ibid. 162-163. 

47  Ibid. 165.
48  «El dogma de la encarnación es cuestionado por un gran número de teólogos tenidos en alta consideración»: ibid. 25, dice el propio Hick. 

49  Que no deben dejar de ser puestas en relación de continuidad con lo dicho en el capítulo anterior en el «balance teológico del giro constantiniano». 

50  Lo cual se observa hasta en el mismo «credo» allí elaborado: de la encarnación se pasa a la muerte y resurrección; la vida misma, la palabra, el mensaje, la Causa, la predicación, la historia… de Jesús de Nazaret no son relevantes en ese dogma cristológico. 

51  SOBRINO, J., Cristología desde América Latina, CRT, México 1977, xiii. ID, La fe en Jesucristo, UCA Editores, San Salvador 1999, 603. Esta «personalización del Reino» es, en palabras de Sobrino, una de las «formas de devaluar, anular y aun tergiversar el reino de Dios», ibid

52  No entro a considerar si es «otro» sustancialmente, ontológicamente, o históricamente o sólo aparentemente… Esto sería para discutirlo con el censor, más detenidamente.
53  Por «cristiandad» se entiende la unión religioso-política de la Iglesia con el sistema social de poder institucional. 

54  La expresión es de Teófilo CABESTRERO. 

55  Por lo demás, observadores del momento reconocen también las limitaciones de aquella época de la Iglesia. Decía san Jerónimo: «Desde que la Iglesia vino a estar bajo los emperadores cristianos, ha aumentado, sí, su poder y su riqueza, pero ha disminuido su fuerza moral», Vita S. Malchi, 1: PL 23, 55B. 

56  Que el cristianismo sufrió en aquella época una transformación radical que lo aleja y desvía del camino seguido por Jesús es un pensamiento recurrente en la mayoría de los místicos y reformadores de los tiempos posteriores. Hoy sería el descubrimiento más desafiante. Cfr O’Murchu, Reclaiming Spirituality, Crossroad, New York 1997, p. 30. 

57  J.M. VIGIL, Creer como Jesús: la espiritualidad del Reino, en la RELaT: no 191. 

58  «Nosotros ya no podemos teologizar impunemente siguiendo el modo de pensar meta- físico». GEFFRÉ, C., El cristianismo ante el riesgo de la interpretación. Ensayos de hermenéutica teológica, Cristiandad, Madrid 1984, 30. 

59  Según F. WILFRED, la cuestión de la unicidad de Cristo traduce una «problemática occidental». Cfr DUPUIS, Verso una teología cristiana del pluralismo religioso, Queriniana, Brescia 1997, 268. 

60  MARÍN-SOLA, F., La evolución homogénea del dogma católico, Madrid-Valencia 21963. Es el libro quizá más emblemático de la clásica posición conservadora que trata de mostrar (más bien de creer) que en la evolución de la fe cristiana no hay saltos, ni rupturas, ni negación del pasado, ni «cambios de paradigma», ni abandonos de planteamientos insostenibles… 

61  Y lo han hecho desde el primer momento de su aparición, en el Prólogo de Juan. . 

62  «El Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido»: Concilio Vaticano II, Constitución Dei Verbum sobre la divina revelación, no 10. «Es un lugar común en la teología actual que el contenido del dogma no puede decir más, no puede sobrepasar el contenido de la realidad de Cristo tal como nos es accesible en la Escritura»: RAHNER, K., Escritos de Teología IV, Madrid, 383; SOBRINO, J., Cristología desde América Latina, 21977, 3. 

63  La idea es de Joseph MOINGT: «la ‘deconstrucción’ de esta teología del Verbo encarnado»: El hombre que venía de Dios, I, 10. Muy interesante y elocuente la aventura personal de este autor, que cuando después de muchos años ya tenía elaborado su tratado De Verbo Incarnato (la cristología tal como se llamaba y se planteaba antes del Vaticano II), hubo de renunciar a publicarlo para rehacer, durante décadas, toda su visión cristológica, reflejada ahora en el citado libro, donde lo explica testimonialmente.
64  «No hay que descartar la posibilidad de una reformulación del dogma. Hay que aceptar un cambio en la formulación para ser fieles al valor permanente de una afirmación de fe»: GEFFRÉ, C., El cristianismo ante el riesgo de la interpretación. Ensayos de hermenéutica teológica, Cristiandad, Madrid 1984, 97. 

65 Diversités et communion, Cerf, Paris 1982, 244. 

66 Véase el capítulo «Encarnación» en el ya citado libro de CASALDÁLIGA-VIGIL, Espiritualidad de la liberación. Desde esa interpretación, desde el espíritu que en ella se transpira, nunca se hubiera «pervertido» este maravilloso símbolo. Lo cual confirma lo ya dicho de que los símbolos religiosos son capaces de lo peor y de lo mejor. Todo depende del color del cristal con que se mira. Ahora bien, los efectos buenos y malos de un símbolo nos deben recordar permanentemente que se trata de un símbolo, interpretable, y por tanto manipulable, no de una realidad físico-metafísica inmanipulable… 

67  Por lo que se refiere a John Hick, en su citado libro, La metáfora…, se esfuerza también por mostrar la fuerza extraordinaria de la metáfora de la encarnación; desmarcada de la metafísica, el valor expresivo de la metáfora aparece en toda su belleza y su fuerza. 

68  KNITTER, P., Introducing Theologies of Religions, Orbis, Maryknoll 2002, 150. 

69  Evangelii Nuntiandi 53

BIBLIOGRAFÍA

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Fuente: josemariavigil.academia.edu

Las narraciones de la Natividad de Jesús


Por Marià Corbí Quiñonero

Algunos ejemplos de narraciones de nacimientos maravillosos de grandes personajes espirituales, dioses y héroes.

Nacimientos milagrosos en Israel

Aunque de Moisés no se narre un nacimiento milagroso, sí que es milagrosa su supervivencia de la persecución del Faraón.

Pero abundan otros nacimientos milagrosos en la tradición bíblica. En Israel las narraciones de nacimientos extraordinarios tienen unos rasgos comunes: anuncio del nacimiento por un ángel, o por un sueño, o ambas cosas a la vez; esterilidad de la esposa antes de la intervención divina; profecías y anuncios sobre el futuro recién nacido; palabras u obras maravillosas del infante, etc.; la mayoría de estos elementos intervienen en las narraciones del nacimiento de Jesús.

Pero estas estructuras mitológicas no son un fenómeno exclusivo de Israel, los nacimientos maravillosos son una estructura mitológica ancestral.

Mito del nacimiento de Krishna

El rey Kamsa era un rey tirano. Tenía una hermana, Devaki, a la que quería mucho. Devaki contrajo matrimonio con Vasudeva, y el rey les ofreció muchos presentes para aquella ocasión feliz. Todo iba bien, pero de pronto el rey oyó una voz que le decía: “Oh, loco, por qué te felicitas por este casamiento, ¿no sabes que el octavo fruto de su vientre será la causa de tu muerte?

El terrible Kamsa saltó de su asiento y se lanzó contra su hermana, con la espada en alto, dispuesto a matarla. Vasudeva, rápido como el viento, se interpuso entre ellos y paró al rey. “Recuerda que no que no es ella la que provocará tu muerte, sino nuestro octavo hijo. Te prometo que todos nuestros hijos te serán entregados para que decidas su suerte”. Así salvó la vida de Devaki, pero fueron infinitamente infelices porque cada uno de sus hijos era asesinado por el rey al momento de nacer. No sabían como escapar a aquel maleficio.

Entonces, el Alma del universo, el refugio de todos, Narayana, entró en la mente de Vasudeva. Lucía como el sol de mediodía. Devaki recibió en ella el buen auguro personalizado, la esencia de toda la riqueza y gloria del universo, el Alma indestructible, que habita en toda cosa viviente y no viviente. Devaki tuvo la gran fortuna de convertirse en la madre del Señor de los Señores. Embarazada de su octavo hijo, Kamsa ordenó encerrarla con Vasudeva en la cárcel. Los encerraron a los dos en la misma mazmorra, atados por una única cadena. Como el levante se ilumina con la salida de la luna, Devaki tenía un aspecto bellísimo, radiante, aunque el mundo no podía verla, presa como estaba en la mazmorra de Kamsa. Su brillo estaba escondido como una luz se oculta en un jarro.

Desconsolados, sin ningún tipo de ayuda, Vasudeva i Devaki rogaban y rogaban al Todopoderoso, al Amor infinito. Le imploraban protección para su hijo. Rezaban con tanto ardor que al final cayeron desmayados. Brahma, Mahadeva y todos los devas se presentaron delante de ellos y, dirigiéndose a Devaki, le dijeron: “eres una princesa muy afortunada, pues serás la madre del mismo Narayana, el Señor. No temas a Kamsa”. Cuando los hubieron tranquilizado y reconfortado, desaparecieron de su presencia.

El tiempo era propicio. Tenía el encanto de todas las seis estaciones. Los planetas y las estrellas estaban en la posición que indica paz y gozo en el mundo. Las cuatro direcciones eran claras y diáfanas, la estrella Rohini estaba en ascendente, la estrella que está gobernada por Prajapati. El cielo era transparente y sembrado de estrellas que brillaban con mucha intensidad, las aguas de los ríos eran cristalinas y dulces, los lagos estaban llenos de flores de loto, los árboles florecían, soplaba una brisa suave impregnada de una intensa fragancia que venía de las flores. Los fuegos que habían encendido los brahmanes quemaban sin echar humo y un aire de paz y de tranquilidad cubría toda la tierra. Las mentes de todos los hombres eran felices sin saber el motivo. Sólo Kamsa era desgraciado. Los Siddhas y Charanas cantaban himnos de alabanza, los devas y los rishis lanzaban flores sobre la tierra. Se oyó un gran trueno entre las nubes que parecía el rugir del océano. Era medianoche. Y Narayana, el que es el corazón de todos, nació de Devaki, la esposa de Vasudeva. Devaki dio a luz a Narayana, como el levante da la luna gloriosa.

Cuando Vasudeva miró al recién nacido quedó muy sorprendido. Vasudeva vio que no era un ser humano el que tenía en los brazos sino el mismo Narayana. Puso al recién nacido en la tierra, y con las manos juntas en señal de humilde veneración, dijo: “en tu infinita misericordia por la tierra y por los pobres Vasudeva y Devaki, has asumido la forma de un ser humano. No sé cómo pronunciar las palabras de emoción que invaden mis labios. Ya no soy un desgraciado. Soy el más afortunado de todos los hombres y mi mujer tiene el honor de ser la madre del Señor. Grande es tu favor por nosotros[1].

Así se narra el nacimiento de Buda

La forma de la concepción se explica de la siguiente manera: en el tiempo del festival de verano en Kapilavatthu, Mahá Maya, Señora de Suddhodana, yacía en su lecho y tuvo un sueño. Soñó que los Cuatro Guardianes de los Puntos Cardinales la levantaron y llevaron hacia los Himalayas y una vez allí la bañaron en el lago Anotatta, para luego dejarla sobre un lecho celestial dentro de una áurea mansión en la Colina de Plata. Entonces el Bodhisatta, quien se había convertido en un hermoso elefante blanco y llevaba en su trompa una blanca flor de loto, se acercó desde el norte y pareció tocar su flanco derecho y penetrar en su vientre. Al siguiente día, cuando despertó, contó el sueño a su señor y los brahmanes lo interpretaron de la siguiente manera: que la señora había concebido un niño varón, quien en caso de adoptar la vida de hogar, se convertiría en un Monarca Universal; pero que si adoptaba la vida religiosa se convertiría en un Buda y quitaría al mundo los velos de la ignorancia y el pecado.

También debe relatarse que en el momento de la encarnación tanto la tierra como los cielos mostraron signos, los mudos hablaron, caminaron los lisiados, todos los hombres comenzaron a hablar con bondad, los instrumentos musicales sonaron por sí solos, la tierra se cubrió de flores de loto, éstas descendieron del cielo y todos los árboles dieron sus flores. A partir del momento de la encarnación, además, cuatro devas guardaron al Bodhisatta y a su madre, para protegerlos de todo daño. La madre no estaba fatigada y podía ver al niño en su vientre con tanta claridad como se puede ver el hilo en una gema transparente. Así llevó la señora Mahá Maya al Bodhisatta durante diez meses lunares, al cabo de ese lapso expresó deseos de visitar a su familia en Devadaha y allí se dirigió. En el camino de Kapilavatthu a Devadaha hay un bosquecillo de árboles que pertenece a la gente de ambas ciudades, y que en el momento del viaje de la reina estaba lleno de frutas y flores. Allí quiso descansar y fue llevada hacia el mayor de los árboles sal y debajo de él se paro. Cuando levantó la mano para tomar una de sus ramas supo que el momento había llegado, y así, de pie y sosteniendo la rama del árbol, dio a luz. Cuatro devas de Brahma recibieron al niño en una red de oro y lo mostraron a la madre, diciendo: ¡Regocíjate, oh Señora! Un gran hijo ha nacido de ti”. El niño se mantuvo erguido, dio siete pasos y exclamó: “Soy supremo en el mundo. Éste es mi último nacimiento: en adelante no habrá más nacimientos para mí” [2].

Hechos extraordinarios en el nacimiento de Mahoma

Del Profeta Mahoma también se narra las maravillas de su nacimiento y de su primera infancia.

La madre del Profeta contó que cuando lo llevaba en su seno y que, cuando al término de nueve meses, se le acercó el momento del parto, vió en un sueño, a un ángel descender del cielo y le dijo: el que llevas en tu seno es el más grande de todos los hombres y la más noble de todas las criaturas; cuando lo des a luz ponle por nombre Muhammad, y pronuncia estas palabras “tomo recurso para él en Dios único contra las malas influencias de todo tipo”. Ella contó su sueño a ‘Abdou’l-Mottalib. La noche en la que el Profeta vino al mundo, su madre le miró y vio que brotaba de él una luz que llegaba hasta Siria, y vió todos los palacios de ese país; y la luz que salía de él se extendía también al cielo y alcanzaba las estrellas. A la mañana siguiente, llamó a ‘Abdou’l-Mottalib y le contó lo que había visto. ‘Abdou’l-Mottalib dio al niño el nombre de Muhammad.

Otra tradición cuenta que, en el momento del nacimiento del Profeta, todos los ídolos que se encontraban en la ciudad de la Mekka y en el templo de la Ka’aba, cayeron al suelo de bruces; y los fuegos de los templos de los magos, en Arabia y en Persia, se extinguieron aquella noche[3].

Otra tradición narra los prodigios de los primeros momentos de la vida del Profeta:

Nuestro Señor Muhammad (que Alláh extienda sobre él sus Bendiciones y le conceda la Paz) nació algunos instantes antes del amanecer de un lunes, el doceavo día del mes de Rabi’el Aw-wal, en el año del Elefante (el 29 de Agosto del 570 de la Era Cristiana).

Cuando vino al mundo, estaba limpio de toda mancha, circunciso por su naturaleza y su cordón umbilical había sido cortado por los cuidados del Ángel Gabriel. El aire de la ciudad era funesto para los niños de su edad, y los nobles tenían por costumbre el confiarlos a nodrizas beduinas, quienes los criaban en sus Badiya (tierra habitada por los Beduinos o nómadas). Poco después del nacimiento de Muhammad, una decena de mujeres de la tribu de los Baní Sa’ad, sanas y bronceadas por el aire vivificante de su país, llegaron a la Mekka a la búsqueda de niños de pecho; y una de ellas, Halima, cuyo nombre significa “la dulce”, le sería reservado el honor de servir de nodriza al Profeta de Alláh.

Halima bint Zu’aib dijo: “El año era seco, y nos hallábamos mi marido Háriz ben el Ozza y yo en un gran apuro. Decidimos dirigirnos a Mekka, donde buscaría un niño de pecho cuyos padres nos ayudarían a superar nuestra miseria, y nos unimos a una caravana de mujeres de nuestra tribu que se dirigían allí con la misma intención.

La burrilla que me servía de montura estaba tan en los huesos, debido a las privaciones, que terminó por caerse en el camino; y durante toda la noche el sueño se nos interrumpía por el llanto de nuestro desafortunado hijo torturado por el hombre: ni en mis senos ni en las mamas de la camella que conducía mi marido quedaba una gota de leche para calmarlo. Y en mi insomnio me despertaba: ¿Cómo podía, en esta situación, pretender hacerme cargo de un niño de pecho?

Mucho más tarde que nuestra caravana, pero, por fin, llegamos a Mekka. Al llegar vimos que todos los niños de pecho habían sido adoptados por mis compañeras, salvo uno: Muhammad. Su padre había muerto y su familia era poco acomodada, a pesar de la alta situación que ocupaba en Mekka. Ninguna de las nodrizas había querido encargarse de él. También nosotros nos desentendimos de él al principio; pero tuve vergüenza de volver con las manos vacías y temía las bromas y las chanzas de mis compañeras; además me conmovió particularmente el ver que ese niño tan guapo iba a sucumbir en el aire malsano de la ciudad. La compasión llenó mi corazón; sentí la leche volver milagrosamente a mis senos, presta a brotar hacia Muhammad, y dije a mi marido: ¡Por Alláh!, siento un gran deseo de adoptar a este huerfanito, a pesar de lo improbable de que ello nos sea rentable; tienes razón me dijo y puede ser que con él venga la Bendición a nuestra tienda. Sin poderme contener, me precipité sobre el hermoso niño que dormía y le puse mi mano sobre su pechito; sonrió y abrió sus ojos centelleantes de luz entre los que le besé. Luego estrechándole entre mis brazos, me volví al campamento de nuestra caravana. Entonces lo coloqué a mi seno derecho para que tomara el alimento que Alláh le concediese y, ante mi asombro, encontró en él con qué saciarse; entonces, le ofrecí mi pecho izquierdo, pero lo rechazó, dejándoselo a su hermano de leche; y siempre obraba del mismo modo. ¡Qué fenómeno más extraordinario! Para calmar el hambre que me atenazaba, mi esposo obtuvo suficiente leche de las ubres anteriormente secas de nuestra camella, y, por primera vez en mucho tiempo, la noche nos trajo un sueño reparador. ¡Por Alláh! ¡Halima,-dijo mi marido al día siguiente- has adoptado una criatura realmente bendita! Volví a subir con el niño a mi borrica, que, emprendiendo una marcha veloz, no tardó en alcanzar y dejar tras de si incluso a mis compañeras, que asombradas me gritaban: Halima, sujeta a tu borrica para que lleguemos juntas. ¿Pero, es esa la burra que montabas al salir? -Sí, por supuesto-. Entonces, tiene algún prodigio que no podemos comprender.

Llegamos a nuestros campamentos de Bani Sa’d; no conocía tierra más seca que la nuestra, y nuestros rebaños estaban diezmados por el hambre. Pero, para nuestro asombro, los encontramos en mejor estado que en los años más prósperos, de tal forma que las ubres repletas de nuestras ovejas nos proporcionaban más leche de la que necesitábamos. Los rebaños de nuestros vecinos se hallaban, por el contrario, en el estado más lamentable, y sus dueños echaban la culpa de ello a sus pastores: ¡desgraciados, estúpidos –gritaban-, llevadlos a pastar allí donde pacen los de Halima! Los pastores obedecían, pero era en vano; la hierba tierna que parecía salir de la tierra para nuestros corderos, se marchitaba inmediatamente tras su paso. La prosperidad y la Bendición no cesaban de entrar en nuestra tienda. Muhammad alcanzó la edad de dos años, y entonces lo desteté. Era de naturaleza verdaderamente excepcional: con nueve meses hablaba ya con un encanto y un acento que llegaba al fondo del corazón; nunca se ensuciaba; nunca gritaba o lloraba, a no ser cuando su desnudez se hallaba expuesta a la vista. Si se incomodaba por la noche y no quería dormirse, lo sacaba de la tienda e inmediatamente su mirada se clavaba con admiración en las estrellas; su alegría estallaba y cuando sus ojos se saciaban del espectáculo, consentía en cerrarse y dejarse invadir por el sueño…[4]

Prodigios en el nacimiento de Zoroastro

Se supone que Zoroastro viene al mundo el año 550 antes de Cristo.

Así se narra su nacimiento: Cuando Dogdo, la madre de Zoroastro, estaba encinta de cinco meses y veinte días, tuvo un sueño terrorífico. Creyó ver una nube muy negra, que como el ala de una gigantesca águila, cubría la luz y producía las tinieblas más espantosas; de esta nube cayó una abundante lluvia de animales de todas las especies: tigres, leones, lobos, rinocerontes, serpientes, que armados de largos y agudos dientes, cayeron sobre la mansión de Dogdo. Una de estas bestias, más cruel y fuerte que las otras, se arrojó sobre ella lanzando bramidos de furor y le destrozó el vientre, arrancó de él a Zoroastro y le clavó las uñas con intención de dejarlo sin vida. A la vista de este monstruo, los hombres lanzaban horribles gritos y Dogdo, temblando gritaba: ¿Quién me librará del mal que me amenaza? Cesad de temer, dijo Zoroastro. Aprended a conocerlo, ¡oh madre mía!; aunque estos monstruos sean muy numerosos y yo esté solo, resistiré a todo su furor.

Estas palabras devolvieron la tranquilidad a Dogdo, que vio elevarse bajo el cielo una alta montaña en el lugar en que estaban las bestias. La luz del sol disipó la tenebrosa nube y el viento del otoño que sopló, hizo que las bestias se dispersaran como si se tratase de hojas secas.

Cuando el día estaba ya un poco avanzado, apareció un hombre Joven, hermoso como la luna llena y refulgente como Djemschid, que tenía un cuerno luminoso en su mano, con el que debía arrancar la raíz de los Dews, y en la otra un libro; lanzó su libro contra las fieras, que desaparecieron de la mansión de Dogdo como si hubieran sido reducidas a cenizas. Sin embargo, las tres más fuertes resistieron: el lobo, el león y el tigre. El joven se acercó a ellas, las golpeó una a una con su cuerno luminoso y las redujo a la nada, Inmediatamente el joven cogió a Zoroastro, lo volvió a colocar dentro del vientre de su madre, sopló sobre ella y volvió a encontrarse embarazada.

Nada temas, le dijo, acto seguido, a Dogdo. El Rey del Cielo protege a este niño y el mundo entero está esperando su llegada, porque es el Profeta que Dios envía a su pueblo. Su ley llenará de alegría al mundo; gracias a él, en la misma fuente irán a beber el cordero y el león. No temas a estas bestias feroces, porque a quien socorre Dios, aunque el mundo entero se declare enemigo suyo, ¿qué daño podría hacerle? Tras decir estas palabras, el joven se desvaneció y Dogdo se despertó.

Dogdo pasó tres noches en vela, y cuando amaneció el cuarto día, se presentó en casa del intérprete de los sueños, que no disimuló su gran alegría al verla. El anciano tenía su astrolabio dirigido hacia el sol y estudiaba los acontecimientos que habían de acaecer. Tomó a continuación una plancha unida y una pluma, observó los astros y, pasada una hora, se puso a escribir, repasó varias veces lo escrito y, después de haber concluido todos sus cálculos, le dijo a la madre de Zoroastro:

Yo veo lo que ningún hombre ha visto jamás. Tú estás encinta de cinco meses y veintitrés días. Cuando tu tiempo se haya cumplido, de ti nacerá un niño que será llamado el bendito Zoroastro. La ley que él debe anunciar llenará el mundo de alegría. Aquellos que siguen la ley impura se declararán sus enemigos y le harán la guerra. Tú sufrirás por ello, como te han hecho sufrir las bestias feroces que has visto en sueños; pero por fin vencerás. Tú has visto a un hombre joven descender del sexto cielo, brillante de luz; el cuerno deslumbrador y brillante que mantenía en una de sus manos designa la grandeza de Dios. El libro que tenía en la otra es el sello de la profecía, que hace huir a los Dews; las otras tres bestias indican la presencia de tres poderosos enemigos, pero nada podrán contra él. En aquel tiempo, habrá un rey que hará practicar públicamente la buena ley. A aquel que obedezca las palabras de Zoroastro, Dios le otorgará el paraíso, el alma de sus enemigos será precipitada en el infierno[5].

Nacimiento de Saosyant, el sucesor de Zoroastro, el enviado al final de los tiempos

Por “el Viviente” se entiende Saosyant, cuya llegada es ardientemente esperada. La tradición pehlevi dice que Saosyant sacudirá a los muertos y resucitará a todos los hombres. Al final tendrá lugar la transfiguración que tiene por fin que el mundo sea inmortal por toda la eternidad. Entonces tendrá lugar el juicio que fijará la suerte de los buenos y los malos.

Pronto se desarrolla una doctrina sobre el nacimiento milagroso de Saosyant. Se dice que la semilla de Zaratrustra (Zoroastro) no ha desaparecido: está guardada por 99.999 fravasis. Se encuentra en un lago, el Kasaoya. Un mito (que aparece solamente en época tardía, pero construido sobre un fundamento Avesta) cuenta que una joven, llamada en avesta Eredat.fedrî, se bañó en el lago. Fecundada por la semilla de Zaratrustra, da a luz un hijo Astvat-Arta.

El nombre de Saosyant es simbólico, porque significa “el Orden (la Verdad) Encarnada. El Redentor es la encarnación de Asa, (que equivale a la noción védica Rta, que es la Verdad el orden de las cosas, de la naturaleza, de la liturgia y de la conducta moral) Orden o Verdad. Pertenece al mundo físico…aunque milagrosamente nacido de una virgen y encarnando el Amesa Spenta Asa (equivalente a algo así como el Espíritu Santo de Ahura Mazdâ (el Sabio Señor, Dios supremo). Detengámonos un momento para señalar la importancia de esta idea: el Redentor escatológico, que instaurará el reino esperado por las Potencias buenas sobre la tierra, es un ser divino nacido de una virgen, por consiguiente teniendo un cuerpo humano y una vida humana.

Saosyant es el Enviado de Dios;… esta idea resultaría central en las religiones del Próximo Oriente. En esto, es el heredero de Zaratrustra, el enviado por excelencia[6].

El origen de Gengis Kan

También para narrar el nacimiento de los héroes guerreros se usa el mismo mitologema.

En la estirpe de Gengis Kan se cuenta que un lobo azul bajó del cielo y se casó con una corza. De ellos nació Batachiján, antepasado de Gengis Kan.

De esa descendencia, Alan la Bella tuvo tres hijos sin marido: Bugu Jatagui, Bagatu, Bodonkar.

Dice la narración: Alan dijo: Vosotros, mis dos hijos mayores, Belgunutei, Bugunutei, dudáis de mí, habláis entre vosotros, decís a mis espaldas: “Tuvo tres hijos más, ¿de quién, de quiénes son? Yo lo diré. Sabed que por las noches un hombre de color de la luz entraba por el agujero del techo de mi tienda. Se echaba sobre mí y me rozaba el vientre. Su luz me entraba dentro. Luego, salía corriendo como un perro de luz por los rayos del sol o de la luna. ¿Cómo podéis pensar mal de mí? ¿No veis que son hijos que vienen del cielo? ¿Cómo podéis pensar que son gente vil? Cuando sean príncipes, todos veréis, todos verán.

De esta descendencia procede Gengis Kan. Su nacimiento se narra así:

En un combate, Yesuguei (el padre de Gengis Kan) cogió cautivo a un jefe tátaro llamado Temujin. Acampaban entonces al pie del Deligún a orillas del Onón. Fue allí donde Joguelun dio a luz su primer hijo. Así nació Gengis Kan.

Salió del vientre de su madre con un grumo de sangre, grande como una taba, apretado en el puño derecho.

Le pusieron Temujin. Dijeron: Nació cuando su padre cogió cautivo a Temujin el tátaro[7].

Los nacimientos maravillosos en Grecia y Roma

También los héroes y grandes militares griegos y romanos narraron genealogías en las que se afirmaba una ascendencia divina. La gens julia a la que pertenecían Cesar y Augusto, pretendían descender de Eneas y tenían, por consiguiente a Venus como antepasada. Eneas era hijo de Anquises y Afrodita. Su padre, hijo de Capis, desciende de la estirpe de Dárdano y, por tanto, del mismo Zeus.

Podrían aducirse muchos ejemplos del mundo helenista y romano, pero son suficientemente conocidos. Con estos ejemplos bastará.

Me he detenido narrando nacimientos milagrosos de grandes personajes religiosos dioses y héroes para que quede constancia de que el mitologema “nacimiento milagroso” es una estructura ancestral, vigente tanto en el mundo judío, como en el helenista. Podría decirse que es un mitologema que trasciende todas las culturas. Los ejemplos que se podrían aducir son innumerables. Me he ceñido a grandes personajes de la historia de la espiritualidad humana y algunos casos de héroes.

Sobre ese suelo de datos, las reflexiones sobre el carácter simbólico de las narraciones evangélicas del nacimiento de Jesús, quedan, sin duda, mejor enmarcadas.

Algo de teoría a cerca de los mitos y narraciones sagradas

La pretensión primaria de los mitos, símbolos, rituales y narraciones sagradas es concluir nuestra indeterminación genética, para hacernos animales viables[8].

Puesto que deben inscribir en nuestras mentes y en nuestro sentir unos patrones de comprensión, valoración y acción, adecuados a un modo peculiar de sobrevivencia preindustrial, tienen que ser formaciones axiológicas. No pueden ser puras estructuras conceptuales. Deben programar a un grupo de vivientes para que interpreten el mundo y a sí mismos de forma adecuada a su manera de vida y, sobre todo, deben estimularles para que valoren el medio y actúen en él.

Vistos desde la situación cultural en la que nos encontramos, la pretensión de mitos, símbolos, rituales y narraciones sagradas no era describir la realidad, ni describir hechos, sino imprimir en la mente y el sentir de individuos y grupos la manera de leer y valorar el medio y a sí mismos, de forma que actuaran adecuadamente y convenientemente cohesionados para sobrevivir con eficacia. No describen la realidad, la modelan, de acuerdo con un modo de vida.

Todos los vivientes modelamos la realidad según nuestras necesidades y los modos de satisfacerlas. En eso somos una especie viviente entre otras, la diferencia es que las demás especies vivientes modelan la realidad genéticamente y nosotros debemos hacerlo culturalmente.

Supuesta esta finalidad de las formaciones lingüísticas y expresivas de que hablamos, los individuos de una determinada colectividad preindustrial, deben tomar lo que dicen sus mitos y narraciones sagradas como descripción fidedigna de la realidad. Si no lo hicieran, la función programadora de los mitos, símbolos y narraciones, no ejercerían la función para la que fueron construidos. Los mitos y los símbolos deben construir un mundo cultural tan cierto e indudable como lo es el mundo, construido genéticamente, para moscas, garrapatas o camellos.

A esta necesidad imperiosa de tomar lo que dicen los mitos, símbolos, narraciones sagradas y rituales, como descripción fidedigna de la realidad, le llamaremos «epistemología mítica».

Por su función programadora los mitos y símbolos tienen que tomarse como las palabras y las narraciones lo dicen. Gracias a esa forma de comprender y sentir, los grupos sobreviven en el medio. Pero cuando esas mismas narraciones hablan de las dimensiones sagradas y absolutas de la realidad, por efecto de la epistemología mítica, deben tomarse también como las narraciones dicen. Si no se hiciera así, se destruiría el programa que da viabilidad vital al grupo.

Como conclusión de estas breves reflexiones, durante toda la larga etapa preindustrial, e incluso para las secciones sociales que vivieron, y viven, de forma preindustrial durante la etapa de la primera revolución industrial, lo que decían los mitos, símbolos, narraciones sagradas y rituales tenía que tomarse, indefectiblemente, como descripciones de la realidad. Tanto en lo referente a este mundo, como en lo referente a la dimensión absoluta de la realidad.

La epistemología mítica es coetánea de las sociedades preindustriales y era consecuencia y causa de sus formas estáticas de vida, que debían excluir el cambio.

Las formas de vida de las sociedades estáticas se elaboraban a lo largo de centenares de años y cuando resultaban eficaces para la sobrevivencia de los grupos humanos, se fijaban, para excluir así los riesgos que siempre hay en los cambios. La epistemología mítica, que surgía del papel socializador y programador de los mitos y narraciones que, además, expresaban la dimensión absoluta de la realidad, resultaba ser el medio eficaz de bloquear los cambios centrales en los modos de vida, de forma que pudieron perdurar durante milenios.

Si lo que dicen los mitos, símbolos y rituales es la descripción de la realidad, de la humana y de la divina, y es una descripción y proyecto de vida con garantía divina, todo cambio de importancia es ilícito, delito y ofensa a lo revelado y establecido por Dios o los antepasados sagrados.

Según esta manera de comprender y valorar, las sociedades que vivieron de formas preindustriales se articularon en torno a creencias y sumisiones. La epistemología mítica venía a resultar ser un sistema de creencias individuales y colectivas.

Si la vida colectiva se articulaba y sostenía entorno a las creencias que surgían de la lectura y valoración de los mitos y símbolos desde la epistemología mítica, la vida espiritual tenía que articularse y expresarse forzosamente de la misma forma, de lo contrario hubiera desacreditado el procedimiento de socialización y programación colectiva. Lo que se decía de Dios, del ámbito divino y espiritual, se creía que lo describía adecuadamente, como revelación divina.

Las narraciones decían lo que es, y al ser entendidas así, bloqueaban el cambio. Si lo que decían los mitos y símbolos resultaba eficaz para vivir, resultaban verificados. Esa verificación cotidiana se extendía, de alguna forma, a lo que decían del ámbito espiritual y divino.

La noción de revelación y de legado de los antepasados sagrados, explicita y remacha la manera de ser de la epistemología mítica.

Los grandes personajes religiosos que aparecen durante este largo período de la humanidad, tienen que ser leídos y vividos desde los mitos, símbolos, narraciones y ritos que programan las colectividades y, por consiguiente, tienen que ser leídos y vividos desde la epistemología mítica. Eso significa que tienen que ser leídos y vividos desde las creencias exclusivas y excluyentes. No es posible otra cosa.

Así ocurrió con Jesús; se le mitologizó, y a continuación se leyó esa mitologización desde la epistemología mítica.

La lectura de los grandes maestros del espíritu desde las creencias y desde la epistemología mítica, que comporta exclusividad y exclusión, generó las religiones. Religiones son las formas de vivir la dimensión espiritual de la existencia en la época preindustrial, desde mitos, símbolos y narraciones, todo ello, leídas desde la epistemología mítica.

Cuando los colectivos viven de las ciencias, las tecnologías y las industrias, desaparecen las sociedades preindustriales. Entonces la vida colectiva ya no se apoya en las interpretaciones que hacen los mitos, sino en las descripciones de la realidad que hacen las ciencias, tecnologías e industrias continuamente cambiantes. Las nuevas sociedades de innovación y cambio continuo, ya no se programan con mitos y narraciones sagradas, ni se articulan sobre creencias, ni revelaciones, ni legados intocables de los antepasados.

Al eliminar los mitos y símbolos, como sistema colectivo de programación, desaparece la epistemología mítica. Los cambios continuos en todos los órdenes nos fuerzan a comprender que nuestras palabras, teorías y proyectos, no describen tanto la realidad como la modelan, para que podamos actuar más eficazmente en ella y sobrevivamos mejor.

Este tipo de sociedad debe excluir las creencias, porque fijan. Al excluir las creencias tienen que revisar en profundidad la noción de revelación espiritual. Como que las nuevas sociedades son globales, deben, además, eliminar los exclusivismos y las exclusiones.

Las sociedades ya no se articulan sobre revelaciones divinas, sino sobre postulados axiológicos y proyectos construidos desde esos postulados; todo ello construido por nosotros mismos y precisado de cambios, cada vez que las innovaciones científicas, tecnológicas, industriales y organizativas lo requieran.

Las ciencias y las técnicas modelas las realidades; y vivimos de esa modelización. Pero sabemos que mañana cambiarán, y que tendremos que vivir de otra manera.

Para quienes vivimos en estas condiciones culturales, y en la epistemología que imponen, explícita o implícitamente, los mitos, símbolos, rituales y narraciones sagradas sólo podrán ser metáforas que hablan de la dimensión absoluta de nuestro existir y del existir de toda realidad.

No nos queda otra posibilidad que leerlos como metáforas de lo que está más allá de todas nuestras construcciones y de todas las dualidades que necesitamos construir para vivir en el medio, satisfaciendo nuestras necesidades.

Desde esta perspectiva vamos a hacer el ejercicio de leer y comprender las narraciones del nacimiento de Jesús.

La voluntad de las narraciones mitológicas

De lo que precede se debe concluir que las narraciones del nacimiento de Jesús no son la crónica de unos acontecimientos, ni describen la naturaleza de Jesús; simbolizan, mitologizan la persona de Jesús, narrando su nacimiento.

Para comprender el mensaje espiritual de esos pasajes, sería un error intentar desmitologizarlos o barrer de ellos los símbolos. Lo que hay que comprender ha de ser mediante esas narraciones mitológicas y mediante los símbolos que contienen.

Lo que revelan esas narraciones, y se trata de verdaderas revelaciones, no son hechos, ni verdades formulables; lo que revelan es al “innombrable” visto y sentido en Jesús; y lo hacen de la única manera que puede hacerse, con narraciones cargadas de símbolos polivalentes.

No se trata, pues de interpretar esas narraciones; se trata de entender y sentir lo que dicen, porque su intención es hablar, con palabras, de lo que está más allá de las palabras. Quien intenta interpretar esas narraciones y reduciéndolas a unas cuantas verdades formuladas, es como quien intenta interpretar con palabras una sinfonía, un cuadro o incluso una poesía. Todas esas cosas no son para ser interpretadas o ser reducidas a fórmulas intocables, sino para ser comprendidas, sentidas y puestas en práctica.

Interpretar las escrituras, llegando a formulaciones que se tienen por su verdad, o llegando a doctrinas que se tienen como la formulación de la verdad que revelan, es permanecer en el reino de las palabras humanas, de las construcciones humanas; es no salirse de la estructura dual, propia de un sujeto de necesidad en un medio del que vive; es no salirse de lo que el Buda llamaba “el gran constructor, el deseo”; es buscar en esas narraciones, verdades a las que agarrarse, soluciones para la vida y para la muerte; es buscar remedios a nuestros temores y deseos más profundos; soluciones para nuestros problemas morales, organizativos; es buscar en las escrituras proyectos de vida bajados de los cielos; es buscar en esas narraciones cómo tenemos que interpretar la realidad, cómo tenemos que valorarla y cómo tenemos que actuar en ella.

Los mitos y los símbolos, en su uso espiritual, no en su uso programador preindustrial, se expresan en palabras, para conducir más allá de las palabras, para conducir al que no cabe en ninguna de nuestras imágenes o concepciones, ni está a la medida, ni al servicio de nuestras necesidades de pobres vivientes.

Cómo leyeron nuestros antepasados la Navidad y cómo podemos leerla nosotros

Nuestros antepasados de las sociedades preindustriales, o que vivieron en los sectores no industriales de las sociedades de la primera industrialización, podían buscar en los mitos y narraciones de las escrituras las soluciones a todos sus problemas, y, encontrarlas, porque los mitos, símbolos y narraciones eran primariamente programas y proyectos colectivos de vida en los que, además se expresaba, también, la dimensión absoluta de la vida y de la realidad. Pero esas soluciones y programas eran para un tipo de sociedad que ya no existe en los países desarrollados.

Por esa doble dimensión de los mitos y narraciones, (la de la práctica y cotidiana, y la espiritual y absoluta), las soluciones a los problemas de los hombres quedaban sacralizadas. En la experiencia de las gentes se juntaba, indisolublemente, la dimensión absoluta del vivir, con el programa colectivo; se unían la creencia y la fe, entendida como noticia del Absoluto. El Absoluto se leía y vivía desde la epistemología mítica, por tanto, lo que se decía del nacimiento y de la naturaleza del niño Jesús, describía la realidad tal como era.

Podríamos decir que nuestros antepasados usaban correctamente, desde un punto de vista espiritual, los símbolos y las narraciones de la Navidad, pero esos símbolos y narraciones estaban para ellos tejidos con hilos muy resistentes, a causa de su función programadora y a causa de la epistemología mítica, (consecuencia de la función programadora de los mitos).

Para nosotros los mitos ya no son programa, ni proyecto colectivo de vida, por tanto, no podemos encontrar en ellos nada de lo que nuestros antepasados buscaban y encontraban. Todas las soluciones a todos nuestros problemas tenemos que construirlas nosotros mismos, apoyándonos en las informaciones que nos proporcionan las ciencias y en las posibilidades de nuestras tecnologías.

Desde esas informaciones y esas posibilidades, tenemos que formular los postulados axiológicos que regirán todas las construcciones de proyectos de vida que nosotros mismos edifiquemos, al paso del crecimiento constante de nuestros nuevos conocimientos y de las nuevas posibilidades tecnológicas y organizativas.

Las venerables narraciones, de tejido tan resistente en el pasado, en nuestras nuevas condiciones culturales, se diluyen en nuestras manos, y pierden todo su prestigio, a menos de que comprendamos, con toda claridad, que nos hablan de lo que es imposible hablar, sino sólo sugerir y apuntar.

Esta situación nuestra, desde un punto de vista puramente espiritual, es afortunada, por que nos aleja de toda idolatría, dogmatismo, intolerancia o complacencia. Estamos desnudos frente a lo desnudo. Pero en esa nuestra condición de radical de despojamiento, las narraciones y los símbolos de la Natividad, pueden transmitirnos limpiamente su mensaje.

En las narraciones de la Navidad ya no podemos encontrar más que un decir que apunta a lo que en Jesús se reveló y que está más allá de todas nuestras posibles construcciones doctrinales, de todas nuestras categorías y posibilidades de decir.

Las Sagradas Escrituras son ininterpretables, por ello, también lo es la Navidad

Se puede hablar de lo que dicen las Escrituras, pero no se pueden interpretar, si por interpretar se entiende llegar a formulaciones de la verdad que se consideren reveladas, extraer de ellas proyectos de vida colectiva, normas de moralidad, tipos de organización social, familiar o religiosa, sentido de la vida que suponga unos modos de vivir que desciendan de los cielos.

Se puede discurrir sobre la riqueza de la significación de los símbolos, mitos y narraciones de las Escrituras, pero lo que se diga vale sólo para ayudar a comprender y para adentrarse en la manera que tienen los textos de apuntar a lo Absoluto, a aquello que es innombrable, que está más allá de todas nuestras capacidades de representar y simbolizar.

Este discurrir sobre las Escrituras y, en concreto, sobre las narraciones del nacimiento de Jesús, no es una interpretación; como no es una interpretación hablar de la riqueza y profundidad expresiva de una sinfonía, un cuadro, una escultura o incluso de un poema.

Eso es lo que vamos a intentar hacer con el núcleo de las narraciones de la Natividad de Jesús. Si lo hacemos correctamente, no obtendremos la narración de unos hechos, ni la formulación de la naturaleza de Jesús, sino sólo cómo expresaron y concibieron su nacimiento, quienes le amaron y le comprendieron. Los que le siguieron, imaginando su nacimiento, expresaron el mensaje de Jesús de Nazaret.

El resultado de una lectura hecha así, tiene que ser comprender, con la mente y el corazón, lo que esas narraciones revelan. Y la comprensión a la que lleguemos es luz, calor y certeza, pero nada formulable.

Si comprendemos ese mensaje, dicho con palabras, pero que no es un mensaje de palabras, sino una revelación inefable, entenderemos cómo caminar hacia la plenitud del conocimiento silencioso; comprenderemos también cómo alejarnos de los barrotes de la cárcel construida por nuestros deseos y temores; comprenderemos cómo alejarnos de nuestro pensar, sentir y actuar como depredadores despiadados, para aproximarnos a la condición de amantes, que no ponen condiciones para amar.

De manera semejante, sólo con símbolos, narraciones simbólicas y mitos se puede hablar de los grandes del espíritu. Los grandes maestros del espíritu son ininterpretables porque están sumergidos en la luz tenebrosa del Absoluto. “El que es” les envuelve en una oscuridad luminosa, en una luz tan fuera de nuestra medida, que resulta oscuridad, sin dejar de ser luz. Por esa unión con el Absoluto, la naturaleza de los grandes del espíritu se hace ininterpretable, indecible, aunque podamos hablar de ellos con símbolos y narraciones, que son como metáforas que apuntan a su misterio, sin posibilidad ninguna de describirlo.

Jesús de Nazaret está sumergido completamente en esa nube del no saber, en esa niebla luminosa. Las narraciones de su nacimiento hablan de Él, intentando aludir a esa luz resplandeciente y oscura que le envuelve.

Las interpretaciones de Jesús de Nazaret

A Jesús, desde su aparición, se le ha interpretado de muchas maneras. Se le interpretó como Rabino, como un Profeta, como al Profeta que anuncia la llegada del Reino de Dios, como al Mesías, como Ángel de Dios, como Hijo de Dios en sentido hebreo (elegido de Dios, amado por Dios), como Hijo de Dios en sentido helenista, como Logos de Dios.

Se ha pensado que recibía la misión y la filiación divina en el Jordán, o bien que la recibía en su muerte y resurrección. Se le ha interpretado como no preexistente, como vagamente preexistente como dínamis de Dios, como claramente preexistente.

Durante siglos se dieron estas diversas interpretaciones, sin que una de ellas se impusiera claramente a las otras. Con la destrucción de Jerusalén por el Imperio Romano, y con la conversión del “movimiento de Jesús” en religión oficial del Imperio, la interpretación helenista de Jesús, como Hijo real de Dios y como Logos de Dios, se impuso a las demás. Y se impuso por el apoyo del Imperio, porque era la interpretación más coherente con la ideología del Imperio. Desde esa posición oficial, se persiguieron las restantes interpretaciones hasta hacerlas desaparecer de entre los seguidores de Jesús.

En sociedades articuladas sobre creencias, y por tanto sobre interpretaciones intocables, como son todas las sociedades preindustriales, Jesús de Nazaret tenía que ser interpretado con una interpretación intocable, desde las creencias. No bastaba la fe, se requería de una fe-creencia. Es decir, se necesitaba un seguimiento de Jesús, una entrega a su invitación, -eso sería la fe-, que fuera además acompañada de una interpretación intocable, tanto de su persona como de su mensaje –eso sería la creencia-. La fe se hizo fe-creencia, fe-doctrina intocable. En el mundo bajo el Imperio de Roma, se adoptó la interpretación helenista de Jesús y se marginaron y persiguieron todas las restantes interpretaciones, especialmente la interpretación hebrea.

En sociedades articuladas sin creencias, como son todas las sociedades de innovación y de conocimiento, la fe no puede ir unida a la creencia, porque sociedades que precisan cambiar continuamente sus ciencias e interpretaciones de la realidad, sus tecnologías, sus formas de trabajar y organizarse e incluso sus sistemas de valores y cohesión colectiva, tienen que rechazar todo lo que fije, y las creencias, tenidas como revelación divina, fijan.

Es posible la fe en Jesús sin creencias. Y no sólo es posible, sino que es necesario poder acceder a una fe libre de creencias intocables. Por consiguiente, no sólo es posible sino que es necesario acercarse a Jesús de Nazaret y a los textos que hablan de Él con fe, pero sin creencias. Eso significa acercarse a Jesús, con todo el corazón y con toda la mente, pero sin intentar interpretarlo, sin intentar describir su naturaleza.

Además de las razones culturales que nos disuaden de intentar encajonar a Jesús en una interpretación, aunque sea una interpretación sumamente ensalzadora de su figura, hay razones más profundas, espirituales esta vez, para no hacerlo. Ya las hemos indicado, pero vamos a insistir algo más en ellas.

Jesús es un hombre que revela, manifiesta en su persona al Absoluto innombrable, al Vacío de toda posible categorización. Si Jesús revela ese Abismo Absoluto Innombrable, ese Abismo le invade con su vacío y con su condición inefable. Continúa siendo hombre, pero es un hombre invadido, empapado de Abismo. Su naturaleza humana no desaparece, pero queda envuelta por el Abismo Inconcebible.

Su naturaleza humana hace presente al Absoluto inconcebible, informulable; y al hacerlo, el Inconcebible le hace inconcebible a Él. La presencia de Jesús es la presencia del Absoluto mismo ininterpretable.

Su humanidad es la presencia y la certeza de Eso inefable, absolutamente vacío de toda posible categorización o representación.

Así, pues, las dificultades que crean las sociedades dinámicas y globalizadas a la interpretación de Jesús de Nazaret desde la fe-creencia, resultan ser beneficiosas para una más correcta comprensión de su realidad.

Todo hablar sobre Jesús es apofático o simbólico

Hablar de Jesús diciendo que tiene dos naturalezas, la naturaleza divina y la naturaleza humana, y una persona, la de la segunda persona de la Trinidad, es una manera de hablar que supone una noción de naturaleza humana y una noción de naturaleza divina. Esos son supuestos de una cultura que ya no es la nuestra.

Para nuestro tipo de cultura, esa formulación nos resulta inadecuada.

¿Tiene algún sentido hablar de “naturaleza divina”? ¿Qué sentido puede tener hablar de la naturaleza del Inconcebible Absoluto? ¿Y qué sentido puede tener hablar de la naturaleza del que no es “otro” de nada ni de nadie?

Todo hablar del Absoluto, o es puramente apofático, o es simbólico. Si es apofático sólo dice lo que no es. Si es simbólico es sólo un apuntamiento que se hunde en el abismo de lo inconcebible.

Por otra parte, ¿qué sentido tiene hablar de la “naturaleza humana”, si lo que nos caracteriza como especie es dejar nuestra naturaleza perpetuamente abierta a nuestra propia programación? Lo característico de nuestra especie es la doble experiencia de lo real. Esa doble experiencia de lo real es el fundamento inconmovible del desfondamiento de nuestra manera de ser, que nos arrastra a una naturaleza no-naturaleza.

Tenemos una relación necesitada con lo real, pero incluso esa necesidad es siempre una necesidad abierta en su concreción y no definida. A pesar de estos rasgos, todavía podría hablarse de esa nuestra dimensión necesitada, como de una cierta naturaleza, indeterminada en muchos puntos centrales de su concreción, pero dotada de instrumentos para hacerse un viviente viable, en cada situación cultural. En todo caso, se trataría de una naturaleza no-naturaleza.

Pero en lo referente a nuestro acceso absoluto a lo real, que es nuestro acceso gratuito a lo real, no se puede hablar de naturaleza. Por ese lado de nuestro ser, quedamos desfondados; y por ese desfondamiento, el Innombrable nos invade, porque nuestro ser se hunde en su gran abismo.

Por consiguiente, aún comprendiendo y justificando la forma de hablar de la tradición, que enraíza en la cultura helenista, hoy no tiene mucho sentido hablar de las dos naturalezas de Cristo.

Además, aplicar la noción de persona a Dios es, también, una pura imagen, un símbolo. La noción de persona, entendida como el paquete de deseos y temores peculiares, exclusivos y primarios de cada ser humano, que funcionan como patrón de interpretación, valoración y acción de cada individuo, tampoco es aplicable a Dios, más que como símbolo que apunta hacia el abismo, más allá de toda posible conceptualización y representación.

Por tanto, al decir que Jesús tiene dos naturalezas y una sola persona, la divina, con una formulación helenística, que pretende orientar nuestra aproximación a su ser, no hemos dicho nada conceptualmente coherente hoy.

Entendida esa formulación como representación simbólica, tiene sentido, porque puede orientar nuestro trabajo interior; pero sabiendo que esa formulación no describe el ser de Jesús, sino que sólo nos hunde en el abismo inconcebible que se manifiesta en ese hombre y que, al hacerlo, lo envuelve en la espesa niebla del “sin forma, ni nombre”.

La revelación en Jesús nos lleva a comprender que Dios, el Padre (términos que son sólo símbolos), “el que es” (que es también una forma conceptual de apuntarle, pero no de describirle), no es “otro” de nada; y que la naturaleza humana no es “otra” del abismo de la divinidad.

Por tanto, la actitud correcta, en nuestras condiciones culturales, es acercarse a Jesús con fe, pero sin pretender interpretarle, silenciando todo conato de interpretación.

Los símbolos en las narraciones de la Navidad

La noche del solsticio de invierno

El solsticio de invierno es el momento terrestre en el que, en nuestras latitudes, la oscuridad de la noche empieza a acortarse para dar mayor paso a la luz. Un buen símbolo de la incidencia del nacimiento de Jesús en las tinieblas de la historia humana.

El cielo nocturno es también un potente símbolo. En él se dice explícita, inmediata y claramente, aunque en el seno de la oscuridad, la inmensidad inabarcable de la realidad. En la medianoche se dice el esplendor de los cielos de dimensiones sin fin; se dice la inagotable riqueza misteriosa, como la noche misma, de la complejidad de la tierra y de la vida. Y se dice, con toda evidencia, la proximidad de toda esa grandeza; una proximidad tan total y envolvente como la oscuridad de la noche que nos sumerge.

Toda esa inmensidad de oscuridad y de luz cósmica, está preñada de sacralidad. Una sacralidad que llena por completo el gran útero de la noche que nos sumerge y penetra por fuera y por dentro, como lo hace el aire frío de la noche de invierno.

En esa oscuridad y luz cósmica, en el punto de inflexión del tránsito hacia la luzen el frío de una noche de invierno, el mito que nos transmitieron nuestros mayores dice que esa sacralidad potente y total es, a pesar de sus apariencias, para nosotros pobres animales de carne débil, tan accesible, tan cálida y tierna, tan de nuestra propia naturaleza, tan ligada con todo su ser a nosotros, como uno de nuestros niños recién nacidos.

El mito que sitúa el nacimiento de Jesús en la media noche del solsticio de invierno, nos habla de este mundo y de nosotros mismos, recordando, a la vez, el nacimiento de quien nos habló, a nosotros, bárbaros de Occidente, de todo eso, por primera vez, con elocuencia.

El mito nos invita a ver el cosmos y los hombres de una forma no cotidiana. El mensaje de la realidad que nos rodea, incluso en la oscuridad de una noche fría de invierno, es un mensaje de una amabilidad con rostro humano, tan asequible y próximo como un niño.

Esa fue la enseñanza de Jesús, y eso se simboliza en su nacimiento.

Las narraciones evangélicas del nacimiento de Jesús, y las tradiciones populares que se han construido sobre ellas, son un poderoso mito expresivo que nos habla, como un gran poema, del misterio sagrado que se esconde en el inmenso seno del cosmos, simbolizado por la noche cósmica invernal, por la tierra, simbolizada en la gruta, por la vida, simbolizada en el buey y en la mula y por nuestra propia especie, simbolizada en María.

Ese sagrado misterio de todo, es el misterio íntimo de cada uno de nosotros. Y en el seno de ese misterio, nace el Absoluto innombrable en el cuerpo frágil de un niño de nuestra especie. Y nace en nosotros como lo hizo en María

En el gran intento de estas narraciones, lo importante, no es creer o no creer. Como en los poemas, lo importante es dejarse llevar por la fuerza expresiva del mito, para experimentar, de forma íntima y lo más clara y cálidamente posible, esa presencia oculta que nace en todo y en nosotros mismos, cuando, gracias a las enseñanzas de Jesús, auscultamos todo con veneración y en silencio.

El parto de una virgen, los pastores y los magos

El parto es el símbolo nuclear de las narraciones del nacimiento de Jesús.

En el seno del solsticio de invierno, renace el sol, fuente de vida.

En el seno de la noche, nace la luz de la mañana.

En el seno de la tierra, en una cueva, nace la vida.

En el seno de una mujer, que es el seno de nuestra propia especie, nace “el que es”, la encarnación del Absoluto.

En el seno de nuestra naturaleza animal, depredadora, nace la posibilidad de la libertad de toda necesidad, nace “el que es”, que no necesita de nada.

María concentra todos esos símbolos confluyentes, porque es cosmos, oscuridad, tierra y mujer. Pero es una mujer virgen. Su virginidad significa que nada mancilla ni al cosmos, ni a la tierra, ni a la vida, ni a nuestra especie, porque nada puede ocultar o cubrir el rostro del Manifiesto. Toda la naturaleza es virgen, incluso nuestra propia naturaleza es virgen. Y todo es como una virgen que pare al Único. Sólo nuestros ojos y nuestro corazón pueden estar mancillados cuando miramos todo lo que nos rodea con la mirada de un depredador.

La virginidad de María también significa que, aunque la realidad que construimos con nuestra mente, nuestros sentidos y nuestra necesidad es capaz de parir al Único, al Clemente y al Manifiesto, no es por obra nuestra, ni del cosmos, ni de la vida. Aunque nuestro ser y el de toda la realidad esté preñada de Absoluto y lo de a luz, está engendrada por el misterio. En terminología helenista: Aquello Otro no es fruto nuestro, ni de nuestro esfuerzo, sino que es el misterio en el seno del misterio, es “Hijo de Dios”.

Por la persona y la predicación de Jesús de Nazaret, sus discípulos se encontraron cara a cara con el Absoluto, en la persona de Jesús, en toda realidad y en la vida. Vieron lo que no se puede definir, pero que se experimenta como no-muerte, como no-animal, como fin de la oscuridad, como luz, vida, poder, espíritu. Jesús fue para ellos hombre y más que hombre. En la narración de la Navidad cobra expresión el impacto que Jesús ejerció en quienes le conocieron, impacto que tomó forma en la figura de “hijo de una virgen”. Una forma de decir que es hijo de una mujer y por tanto de la condición humana, e Hijo de Dios; dos realidades en una unidad.

Esta es la gran proclama de la Navidad: la realidad verdaderamente real, está en el seno de la oscuridad de nuestra cotidianidad, de nuestro vivir y de nuestro ser.

El Gran Acontecimiento en el cosmos, en la tierra, en la vida y en la especie humana es como un parto sagrado. Y lo que ese parto revela, no es una realidad aterradora; es una realidad amable, dulce, tierna próxima y vulnerable como un niño en los brazos de su madre.

El mito nos habla también de las condiciones que se requieren para poder contemplar ese Gran Acontecimiento, que es lo que Jesús nos reveló. Dice la narración que quien quiera ser testigo de ese Nacimiento, ha de hacerse pobre y sencillo como los pastores de Israel. Quien es pobre de espíritu no tiene nada que defender. Quien no tiene nada que defender, va a las cosas directamente, sin dobleces. Quien no tiene dobleces, ese es el sencillo.

El mito señala una segunda condición para hacerse apto para presenciar ese Nacimiento que es el Gran Acontecimiento: hay que enrolarse en la indagación de la verdad, como hicieron los magos iranios. Amaron la verdad con tal pasión y dedicación, que abandonaron sus casas y su país para ir en su búsqueda. Quien es capaz de actuar así es también pobre de espíritu y sencillo.

También los humildes y piadosos, como Ana y Simeón, lo llegan a ver.

Es bello y acertado que los discípulos de Jesús relacionaran el gran mito universal del nacimiento de dioses y de héroescon la memoria de Jesús y su legado. Tiene sentido aprender a vivir ese gran mito en sociedades laicas y sin creencias como las nuestras, para rescatar la conciencia profunda del existir humano, en este cosmos inmenso y misterioso.

Ese fue el legado de Jesús, compendiado en unas breves narraciones de sus discípulos sobre su nacimiento maravilloso.

Jesús de Nazaret, el que nació en el pesebre, ¿el Señor?

Jesús el Nazareno ha tenido muchos seguidores. Muchos le han amado apasionadamente. Muchos le han venerado y respetado. Por ese amor y respeto le elevaron a lo más alto, y lo más alto para sociedades agrario-autoritarias fue hacerle Señor.

Haciéndole Señor le pusieron en la misma tarima que el poder. El poder político se encontró con Jesús en su mismo estrado. Como no pudieron ponerse por encima de Jesús, le hicieron Señor de Señores.

Al hacer de Jesús el Señor de los Señores, le convirtieron en la fuente del poder y en el legitimador del poder. Las enseñanzas humildes, mansas, tiernas, poéticas y profundas, que son el espíritu inasible del Rabí Jesús, se convirtieron en doctrinas, preceptos, leyes del Señor Jesús.

Los poderosos de la tierra quisieron que esa doctrina divina, esas leyes y preceptos, esa legitimación del poder, fuera la cola que cohesionara a los pueblos. Quisieron que su predicación fuera el aparato ideológico al que todas las mentes, todos los sentires y todas las acciones debían someterse. Quisieron que fuera la base sólida e inviolable donde se cimentara el orden que ellos imponían; que Jesús fuera el soporte de su poder.

También los que se consideraron sus seguidores directos y sus representantes se llamaron a sí mismos Señores, Príncipes de la Iglesia y se hicieron Señores que ejercían la “potestad sagrada”, frente a la “potestad política”.

Leyeron las narraciones del nacimiento de Jesús desde esos patrones. Así vieron en su nacimiento, el nacimiento del Señor de Señores, aunque humilde, entre pajas, junto al buey y la mula, pero aclamado por los ángeles del cielo y por las estrellas y las luces del cielo como Hijo de Dios, el Señor. Eso contribuyó a que el poder tendiera en ocasiones a mostrarse humilde y amable como el del Señor de Señores.

Hoy todo eso se terminó.

Hoy tenemos que aprender a amarle, respetarle y venerarle sin hacerle Señor.

Quizás ahora podamos recuperar la incomparable grandeza del Maestro Jesús de Nazaret, en su sencillez, proximidad, calidez y hondura.

El Maestro que es el Camino, la Verdad y la Vida, ¿cómo va a tener doctrinas y leyes? Él sólo es la doctrina y el camino, y sólo su espíritu es la ley. Su persona y lo que trasluce su persona es el Camino, la Verdad y la Vida. Y no hay otro camino, otra doctrina, otra ley que provengan de Él.

El Maestro del silencio completo de sí mismo, el Maestro de la humildad, la sencillez, la proximidad, la sutilidad, la ternura y la belleza ¿cómo va a ser Señor? ¿Qué iba a hacer Él con el Señorío?

Hacerle Señor que impone doctrinas, leyes, preceptos y organizaciones es empequeñecerle en nuestra misma ansia por engrandecerle.

Él está más allá de nuestras medidas, está más allá del Señorío. El Señorío y el poder le desfiguran, porque le pasan por nuestro pequeño rasero.

¿Cómo comprender a Jesús en las nuevas condiciones culturales?

Nuestros antepasados unos le comprendieron como Maestro, Profeta y Mesías; otros le comprendieron como Hijo de Dios y Redentor. ¿Cómo podemos leerle hoy?

No sabemos quién es, pero sabemos que, en su persona, en sus palabras y obras, se muestra el Absoluto.

Sabemos que es Maestro, Profeta, Mesías, Hijo de Dios, Redentor, Verbo de Dios, y todo eso es un hablar cierto, pero sólo simbólico.

Lo que Jesús realmente es, no se puede describir porque se lo tragó el Absoluto, sin que su carne y su espíritu dejaran de ser carne y espíritu de hombre. A Jesús le invadió el Absoluto en su impenetrable misterio, pero no le aniquiló. Así, en Él, el Absoluto, con su abismo vacío de formas, tuvo cara, voz, manos y corazón de hombre. En su bondad y verdad mostró al abismo sin forma como Padre.

¿Con qué palabras tenemos que hablar de Él en las coordenadas culturales de las nuevas sociedades industriales?

Tendremos que aprender a vivir más clara y conscientemente el abismo informe Absoluto en el seno mismo de los símbolos milenarios y poderosos del pasado. Con ese espíritu hay que leer, meditar y vivir las narraciones de su nacimiento.

Los sabios de nuestros antepasados sabían que cuando hablaban del Mesías, del Hijo de Dios o del Verbo de Dios, sus palabras y figuras se desfondaban en el “Sin Forma”. Pero esas figuras tenían tejidos resistentes, urdidos por tramas de creencias colectivas fuertemente asentadas en la colectividad. La epistemología mítica del tiempo hacía que para la gran mayoría de los seguidores de Jesús, las palabras describieran la manera de ser de Jesús.

Nosotros, hoy, hemos de aprender a usar esas mismas formas, experimentando y sabiendo que esas representaciones son como espejismos en el desierto sin límites de “el que es”. Tenemos que aprender que manejamos formas para expresarnos y para orientar nuestra indagación, pero sabiendo que esas formas son sólo tenues nieblas de la mañana que el Sol deshace en cuanto amanece.

Las venerables formas del pasado siguen vivas, pero si caminamos hacia donde apuntan, se diluyen en nuestras manos mientras nos hablan de lo que es imposible hablar, ni sugerir, ni apuntar.

Esta situación nuestra es afortunada, porque nos aleja de toda idolatría, dogmatismo, intolerancia o complacencia. Estamos desnudos frente a lo desnudo.

Pero en esta nuestra condición de radical despojamiento, podemos hablar de Él, dirigir hacia Él, sugerirle.

Así, pues, las dificultades que crean las sociedades dinámicas y globalizadas, sin creencias, sin religiones, sin dioses y sin sacralidades, a la interpretación tradicional de Jesús de Nazaret, resultan ser beneficiosas para una más correcta comprensión de su realidad.

El hablar sobre Jesús y su revelación es sólo simbólico.

La Navidad habla del Maestro del conocimiento silencioso

Los símbolos y los mitos no tienen una significación unívoca, aunque tengan una intención clara. En las narraciones del nacimiento de Jesús se cumple, de una forma especial, esta ley general de la interpretación simbólica.

Vamos a retomar de nuevo los temas de la Navidad, aunque ahora bajo otro aspecto: como expresión de la enseñanza central de Jesús.

La revelación de Jesús, como la de todos los grandes maestros del espíritu, es una revelación indecible. La consecuencia de esa revelación es un conocimiento y un sentir, pero silencioso, porque desborda por completo nuestras limitadas posibilidades de decir y representar. La revelación es una revelación sutil; y nuestra noticia de esa revelación es un conocer y sentir silencioso.

Esa fue la gran experiencia de los discípulos con Jesús. Cuando quisieron representar lo irrepresentable, cuando quisieron aludir a esa enseñanza de Jesús, hablaron de su nacimiento.

La narración del nacimiento de Jesús intentó simbolizar los rasgos centrales de la revelación de Jesúsque son los rasgos centrales del conocimiento y sentir silencioso.

Ya hemos dicho que la narración del nacimiento de Jesús no es una narración de hechos, no es una crónica, es una representación, una simbolización de lo que fue la enseñanza central, el corazón de la enseñanza de Jesús, de su revelación: el conocimiento silencioso.

Para hacerlo tomaron los elementos centrales de un mito ancestral, el del nacimiento de dioses y héroes, para simbolizar, en lo posible esa inefable revelación.

La narración del nacimiento está formada por unos símbolos centrales ensartados en una narración. Esa es la estructura común de los mitos: símbolos poderosos ensartados en una narración. La narración sólo pretende poner de relieve a los símbolos centrales.

Los símbolos centrales de la narración del nacimiento son los que ya hemos encontrado: La noche cósmica, la cueva y el seno de una madre. En realidad son tres símbolos confluyentes, porque insisten en una misma idea desde una triple perspectiva: una perspectiva cósmica, otra terrestre y otra humana.

Para comprender la profundidad del mensaje del mito de la Natividad, basta con prestar atención a esos tres grandes símbolos.

Jesús, la Luz del mundo, nace en el momento central de la noche cósmica, desde las tinieblas del seno de la tierra, en una cueva, y de la oscuridad de las entrañas de María.

Los símbolos del mito parecen sugerir la contraposición de la luz y la oscuridad, la contraposición de la luz y las tinieblas, pero no es así.

En la oscura noche brilla la comprensión de la inmensidad y el sentimiento de lo ilimitado, como no puede sugerirlo la luz del sol.

Las tinieblas de los abismos de la tierra o la oscuridad del seno de una madre son más elocuentes que los campos abiertos.

Esos tres tipos de tinieblas, la del cosmos, la del seno de la tierra y la de las entrañas de una madre, son oscuridades que iluminan la mente y el sentir, más que claro día.

Estas tres oscuridades-luz, no son tres, sino una sola.

Cómo llamaremos a esa oscuridad ¿oscuridad luminosa o claridad oscura?

La verdad que nos trajo Jesús, la verdad del Dios Padre, es la Verdad absoluta. Una verdad que está más allá de las pobres y limitadas posibilidades de nuestro cerebro y nuestro corazón.

Una Verdad que excede todas nuestras posibilidades de representación.

Sabemos de su Verdad con una certeza inquebrantable, pero ni la podemos individualizar, diferenciándola de las otras verdades (toda diferenciación sería hija de una formulación, y la Verdad de Jesús no es ninguna formulación), ni la podemos acotar, ni la podemos representar.

Es una Verdad vacía, sin límites, que lo abarca todo.

Y es una Verdad que lo abarca todo, porque de nada puede ser diferenciada.

Es la Verdad de todo, porque está vacía de toda posible objetivación.

Y porque es inobjetivable, la vivimos como nada.

Es certeza completa y vacío completo.

Es peso de certeza, pero es certeza de nada.

Es presencia indudable, pero es presencia de nadie.

Es la luz del Absoluto, pero, por los rasgos descritos, es luz tenebrosa.

Es como la noche del cosmos, oscura como los espacios infinitos, pero plagada de galaxias de soles.

Es como las entrañas de la tierra y como el seno de María, oscuras pero dadoras de vida.

Desde la revelación de Jesús, simbolizada en el mito de su nacimiento, la luz más intensa y las tinieblas de la noche ya, no están separadas para nosotros, están indisolublemente juntas.

La luz del absoluto es tan pura e intensa que resulta tenebrosa para nuestros humildes ojos de animales vivientes.

Y la tiniebla de la presencia del Absoluto es más deslumbrante que el sol de la mañana.

Los textos de los grandes del espíritu nos hablan de ese doble aspecto, de luz y de tinieblas, del conocimiento de la revelación del Absoluto, que es la revelación del Padre, que es el conocimiento silencioso, que es la revelación en Jesús.

Hablan de tiniebla absoluta que es absoluta no-imagen, no representación; hablan de luz absoluta que también, por su claridad, intensidad y desmesura, es no-imagen. Los dos aspectos son una unidad inseparable.

Así lo han entendido los grandes a lo largo de la historia:

El Pseudo Dionisio el Areopagita, en el siglo IV, en su “Teología mística”, ya hablaba de los misterios de la Palabra de Dios, simples, absolutos, inmutables, en las tinieblas más que luminosas del silencio que muestra los secretos.

Dice que los misterios se dan en medio de las más negras tinieblas, porque desbordan fulgurantes de luz.

Dice que en la Tiniebla tiene su morada aquel que está más allá de todo ser. La revelación tiene lugar en las Tinieblas del no-saber. En esa revelación, por lo mismo que nada se conoce, se entiende sobre toda inteligencia. Y ruega a Dios para que podamos penetrar en esa más que luminosa oscuridad.

Juan de la Cruz dice en “La noche oscura”[9]:

En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada.

Y dice:
A oscuras y segura
por la secreta escala disfrazada

Y concluye el verso:
¡Oh noche que guiaste!
¡oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
Amado con Amada,
Amada en el Amado transformada!

En el “Cantar del alma” dice[10]:
Que bien sé yo la fonte que mana y corre,
aunque es de noche.
Aquella eterna fonte está escondida
que bien sé yo do tiene su manida
aunque es de noche.
Su origen no lo sé, pues no le tiene,
mas sé que todo origen de ella viene,
aunque es de noche.
Sé que no puede ser cosa tan bella,
y que cielos y tierra beben de ella,
aunque es de noche.
Bien sé que suelo en ella no se halla,
y que ninguno puede vadealla,
aunque es de noche.
Su claridad nunca es oscurecida,
y sé que toda luz de ella es venida,
aunque es de noche.

En otro bello verso dice[11]:
Entreme donde no supe
y quedeme no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.

Y concluye el verso:
Y, si lo queréis oír,
consiste esta suma ciencia
en un subido sentir
de la divinal esencia;
es obra de su clemencia
hacer quedar no entendiendo,
toda ciencia trascendiendo.

El gran místico y poeta musulmán del siglo XIII, Rumí, dijo:
La luna obtuvo la luz, porque no temió a la noche.

El también místico y poeta musulmán de siglo IX, al-Hallaj en sus “Poemas de Amor Divino” escribió[12]:
La aurora del Bien-Amado
se ha levantado durante la noche.
Resplandece y su resplandor no tendrá crepúsculo.
Si la aurora del día se levanta durante la noche,
la aurora de los corazones no se extinguirá jamás.

El gran maestro vedanta hindú, Nisargadatta, casi contemporáneo nuestro, decía:
Antes estaba seguro de tantas cosas, ahora no estoy seguro de nada.
Pero siento que no he perdido nada al no saber,
porque todo mi conocimiento era falso.
Mi ignorancia es en sí misma conocimiento
del hecho de que todo conocimiento es ignorancia,
de que “no sé” es la única afirmación verdadera que puede hacer la mente 
[13]
Todo es visible a la luz del día, salvo la luz del día [14].
En la luz no hay nada.
Y eres sólo luz 
[15].

Ese conocimiento que es un no-conocimiento; que es luz en las tinieblas y tinieblas en la más deslumbrante luz; que es cosmos, tierra, humanidad y, a la vez, Luz Absoluta; que es parto de la tierra y de la carne, pero de tierra y de carne virgen porque, aunque arranca de nuestro seno humano, en este nuestro pequeño planeta, y es parto de nuestra especie, es fecundación y don desde más allá de todas nuestras posibilidades, don divino.

Hablar del parto de una virgen es hablar de lo que es creación y don, de lo que es tiniebla luminosa o de lo que es conocer sin forma, conocimiento silencioso, un conocimiento que silencia toda interpretación y toda imagen.

Ese es el mensaje de los maestros del espíritu, ese es el conocimiento silencioso, ese es el mensaje de Jesús, simbolizado en el Gran Acontecimiento de su nacimiento.

* * *

Orientaciones pedagógicas para tratar este texto en un grupo de estudio

Orientaciones del autor:

1º: Darse cuenta de que es un patrón común para hablar de personajes de potente huella religiosa y humana.

2º: Ver el sentido del simbolismo de cada una de las figuras y rasgos de cada narración, como está sugerido en el texto.

3º: Darse cuenta de que se habla con palabras humanas, con patrones humanos, para ensalzar y apuntar a la grandeza de un personaje que está más allá de nuestras posibilidades de decir.

4º: Hacer caer en la cuenta de que el tipo de conocimiento al que apunta la narración y los símbolos de la narración es un conocimiento muy peculiar: sin forma, silencioso.

Algunas cuestiones para trabajar en grupo

(Después de haber leído en particular, en casa, con tiempo el artículo).

– ¿Habíamos leído alguna vez con tanto detalle las narraciones del origen de estos personajes religiosos? ¿Nos había explicado alguien esto alguna vez aunque no hubiéramos tenido ocasión de leer toda esta literatura?

– ¿Qué impresiones primeras, espontáneas, nos ha producido esta lectura?

– ¿Se ha sentido desafiada de alguna manera nuestra fe (ya sea cristiana, musulmana, budista…)? ¿Por qué? ¿En qué sentido?

– ¿Cómo interpretar el hecho de que siendo toda esta información algo tan público y universal, sea de hecho algo prácticamente desconocido para la inmensa mayoría de las personas religiosas? ¿A qué se puede deber? ¿Qué factores pueden intervenir en este hecho?

– Elaboremos y formulemos algunos desafíos que el conocimiento de toda esta pluralidad religiosa lanza a la teología común, sea en materia de «revelación», de cristología, de evangelios, del sentido de la navidad… [encontrar un lenguaje acomodado en el caso de no tratarse de un grupo de inspiración cristiana].

– ¿Qué conclusiones -o simplemente preguntas- nos suscita todo lo leído y reflexionado, sobre la objetividad, el sentido, la validez… de las afirmaciones religiosas? ¿Son verdaderas, son falsas? ¿Son descripciones objetivas, o relatos míticos, o afirmaciones simbólicas? ¿Cómo se podría resumir todo esto con claridad?

– ¿Qué es lo que el autor llama «epistemología mítica»? Comentar la posición del autor.

– En la última parte del artículo el autor orienta el curso de las ideas hacia la desembocadura del «conocimiento silencioso». ¿Qué quiere decir con esa expresión?

– Para concluir, extraigamos de todo el conjunto del artículo alguna lección para nuestra vida personal: ¿qué me dice todo esto para el sentido que tiene para mí la Navidad?

– Y para la pastoral: ¿Cómo transmitir al pueblo, en mi Iglesia, este corrimiento profundo de perspectivas hermenéuticas y epistemológicas? Ante todo: ¿hay que transmitírselo? ¿Es necesario? ¿Va a ser provechoso? ¿Será mejor no hacerlo? ¿Es mejor la popularmente conocida como «la fe del carbonero», la de aquellas personas que no saben ni quieren saber, sino que sólo pretenden «creer lo que manda la Santa Madre Iglesia»? ¿Cómo guardar un equilibrio entre el respeto a los ritmos de cada quien, y la urgencia de ayudar a las personas a actualizar su fe a un modo compatible con la «sociedad del conocimiento» a la que nos abocamos?♦︎

Marià Corbí Quiñonero es un epistemólogo español. Ha centrado sus investigaciones en las consecuencias axiológicas de las transformaciones generadas por las sociedades de innovación o post-industriales. Pertenece a la Compañía de Jesús.(Wikipedia).

Fuente: servicioskoinonia.org/relat/381