Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos… Juan 11,48


La unidad literaria del texto que cito sobre estas líneas es el capítulo 11 del Evangelio de Juan, que, como todos los relatos evangélicos, no está exenta de enfoques netamente teológicos. Por ejemplo, los versículos 51 y 52. Estos versículos pudieron haber sido una anotación al margen que, copistas (o reediciones posteriores del Evangelio), incluyeron después en el texto canónico. El objetivo de estos versículos, en cualquier caso, es dar un valor teológico a la muerte de Jesús. El texto mantiene su fluidez si del v. 50 pasamos al v. 53 (“…no sabéis nada; ni pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca […]. Así que, desde aquel día acordaron matarle”). Pero esto tiene una importancia relativa para lo que quiero exponer en este comentario.

Desde un punto de vista histórico, social y político, Jesús de Nazaret llegó a un punto crucial e irreversible de su existencia: se ganó a pulso la condición de persona non grata, un “fuera de la ley”. Se situó dialécticamente en los márgenes de la teología popular rabínica de su tiempo. Por lo tanto, los líderes religiosos le cerraron todas las puertas. Todas las puertas excepto la de Dios, su Padre: “Tú eres mi Hijo; en ti tengo complacencia” (Mar. 1:11). En poco menos de tres años Jesús había recorrido todos los caminos de Galilea, Samaria, Judea, aunque también visitó la Decápolis –al otro lado del Jordán–, la región de Tiro y Sidón, fuera de los límites norteños de la provincia romana de Palestina… 

Entre las gentes que le escuchaban hubieron de todas las opiniones. Unos inquirían: “El Cristo, cuando venga, ¿hará más señales que las que éste hace?” (Jn. 7:31); otros comentaban: “Demonio tiene, y está fuera de sí, ¿por qué le oís?” (Jn 10:20); y otros, más objetivamente críticos, respondían: “¿Puede acaso el demonio abrir los ojos de los ciegos?”(Jn. 10:21); y no faltaron, por supuesto, los de la ortodoxia, que resueltamente declararon: “Este hombre no procede de Dios, porque no guarda el día de reposo”… ¡y punto! (Jn. 9:16). Incluso “los suyos”, su madre y sus hermanos, se sintieron asimismo confundidos (Mar. 3:21) e incrédulos (Jn. 7:5). Pero quienes le acompañaron en el camino, y se sintieron comprometidos con sus acciones y sus enseñanzas, a la pregunta ¿Quién decís vosotros que soy yo?, respondieron tajantemente: “Tú eres el Cristo” (Mar. 8:29).

Jesús se hizo cada día más vulnerable a todo y a todos. Para evitar su apresamiento antes de la fiesta de la Pascua, anduvo escondido al otro lado del río Jordán (Jn.10:39­ 40) y en zonas desérticas próximas a Jerusalén con sus discípulos (Jn.11:54).

La hora de las tinieblas

Durante sus visitas a Jerusalén (cuatro o cinco según el Evangelio de Juan), Jesús había estado cada día enseñando en el Templo, pero sus adversarios no extendieron sus manos contra él (“por miedo, por cuanto el pueblo estaba admirado de su doctrina” – Mar. 11:18); pero la “hora” de sus adversarios por fin había llegado; la hora de “la potestad de las tinieblas”, la llamó Jesús (Luc. 22:53). La hora de la potestad de las tinieblas, o sea, la línea roja que marcan e imponen los intereses políticos, económicos, religiosos… de los que se yerguen como autoridad última y absoluta. Esto ocurrió entonces, y esto ocurre hoy igualmente. Jesús, desde el día que acudió a la cita que tenía con su Padre en el río Jordán (su bautismo), comenzó a marcar su agenda en pro de los desheredados de la tierra, de los diferentes, de los marginados, de las mujeres y los niños, de los lisiados (ciegos, cojos… pobres por necesidad), y en la misma medida se fue distanciando, cada vez más, de las instituciones y los estatus (religiosos, políticos…) opresores de su época. ¡El reino de Dios había llegado con Jesús… como signo de liberación de esas “potestades de las tinieblas”, que tenían nombre de hombre!

Desde muy pronto, los líderes religiosos más encumbrados del judaísmo de la época de Jesús, habían comisionado a escribas expertos en la Ley para conocer los pasos del Galileo, qué enseñaba, qué hacía, con quién se juntaba… (Mar. 3:22; 7:1). Y esta información llegaba puntualmente a la capital (Jn.11:45­47). El más alto dirigente político de Galilea y Perea, Herodes Antipas, andaba intrigado por las confusas informaciones que le llegaban, y se preguntaba quién podría ser ese Galileo que hacía tantas señales (¿un Mesías-­Rey?, ¿un profeta?, ¿un charlatán, de los muchos que se habían levantado en aquel tiempo?…). Pilatos, el prefecto de la provincia romana de Judea, no mostró tener mucho interés al principio por el Nazareno, salvo cuando le comprometieron con la fidelidad al César. Entonces tomó cartas en el asunto (Jn.19:12­ 14).

Vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación

¡Esta es la cuestión a la que quiero llegar! ¡Vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación! ¿Su lugar santo? ¿Su nación? ¿Les importaba a estos líderes religiosos algún “lugar santo”, o alguna “nación”? ¡El lugar santo y la nación que decían preocuparles eran sus propios intereses políticos, religiosos y, sobre todo, económicos!

En los sermones de la llamada Semana Santa hemos oído predicar infinidad de veces de la vulnerabilidad de las masas en el sentido de que los que aplaudieron y vitorearon a Jesús durante su entrada en Jerusalén, pocas horas después gritaron ¡crucifícale, crucifícale! Es posible que se diera ese caso en algunas personas, pero no en todas las personas. Desde un punto de vista sociológico, es más fácil entender que esta masa (fanatizada) que gritaba “crucifícale” estaba formada por personas que tenían los mismos intereses que los líderes religiosos (fanatizadores). Una parte importante de los artesanos de Jerusalén y de las aldeas de los alrededores vivían del Templo. Poner a estas personas (y familias) del lado de los dirigentes del Templo era algo previsible y fácil. Es decir, fueron personas aleccionadas, con los mismos intereses, y fanatizadas, las que no tuvieron escrúpulos de pedir la liberación de un homicida a cambio de Jesús, por el cual gritaban enloquecidas que le crucificasen. ¡Así eran las gentes de entonces, y así somos las gentes de hoy: acríticos, movidos a veces por intereses, o desinteresados absolutamente de las cuestiones vitales que nos interpelan!

¿Qué nos enseña esto?

sólo tenemos que extrapolar lo sociológicamente extrapolable de esta historia. Jesús, al cuestionar las instituciones estándares de su tiempo (familia, religión, política), y enfrentarse a ellas, tocó los intereses de las personas que representaban dichas instituciones. La cuestión no era que Jesús curara a los enfermos, sino dónde y cuándo los curaba (es decir, al margen de la religión instituida). Tampoco era la cuestión que Jesús mantuviera una relación social abierta con las personas, sino con qué clase de personas mantenía esa relación social (es decir, con personas señaladas como marginales y consideradas “impuras” por los religiosos). Jesús se enfrentó abiertamente no sólo a los estándares de esas instituciones, sino a quienes las representaban. ¡Jesús los provocó, los cuestionó deliberadamente, porque puso por delante el reinado de su Padre, que es un reino histórico, liberador, justo, humanizante, misericordioso…! Y por ese reinado dio incluso su vida, no por nosotros, sino para nosotros, para indicarnos el camino. El Reino (reinado) de Dios no es una Religión que excluye, sino un estilo de vida que integra, que sana, que restaura… Tampoco es para la otra vida, sino para esta, ahora, aquí. Y se elige libremente este reino para dar testimonio de él en cualquier momento, y en cualquier lugar, mediante los signos que lo identifican. Estos signos no son patrimonio de ninguna Religión –ni siquiera de la cristiana–, sino de cada ser humano, dondequiera que viva y cualquiera que sea su vocación espiritual (Mat. 25:31­46). Dios es Dios de todos y para todos, sin excepción.

A aquellos dirigentes, particularmente los religiosos, les importaban más sus lugares santos (fuente de sus ingresos económicos y de sus estatus) que cualquier clase de verdad que hubiera en las enseñanzas y en el modus operandi de Jesús (¡ni siquiera les importaban que los enfermos fueran sanados, o los hambrientos alimentados!).

En el mundo religioso actual, como en el mundo religioso de la época de Jesús, están presentes los mismos e idénticos intereses. No ha cambiado absolutamente nada. El dirigente religioso actual se siente legitimado a resistir contra cualquier “enseñanza nueva”, no tanto por su “novedad” (y, por lo tanto, dudosa), sino porque pone en juego sus intereses adquiridos durante toda su carrera. Pone en duda, además, su trayectoria docente, que considera la única ortodoxa. Teme por el patrimonio moral y material logrado a través de los años de su ministerio. Y lo que es peor: teme que puedan venir “los romanos” (los patrocinadores) y destruir el lugar santo (arrebatarle el local de culto), sede de la organización religiosa que le da de comer, incluso le enriquece. Ahora bien, esto que acabo de decir no se circunscribe a alguna iglesia local o denominación religiosa en particular, es una dinámica y una realidad que deviene con el tiempo de manera inexorable. ¿Algún “antídoto” contra esta realidad devenida? Sí, dos: desinstitucionalizar la “ortodoxia”, abriendo un diálogo continuado en el tiempo, transparente, sin prejuicios, sin miedos, respetuoso, desinteresado, en la comunidad (sea local o denominacional), por un lado, y lograr una autonomía económica y, sobre todo, intelectual de las iglesias, por otro. ¿Utopía? ¡Sí, pero es la única manera de no cerrar las ventanas al viento del Espíritu, y evitar la exclusión a priori de aquellos que entiendan y conciban la realidad de una manera diferente! El cristianismo (la Iglesia) fue tomando forma institucional a partir de la pluralidad, o sea, la diversidad, incluso teológica. Pero para esto no todos están capacitados.

No puede haber una auténtica renovación de la iglesia si la misma está fundamentada sobre intereses, del tipo que sean. Cualquier institucionalización, por sí misma, suele constituirse en un obcecado obstáculo para cualquier reforma, en este caso de las iglesias a nivel local. Es decir, las “tradiciones” que hemos construido nosotros mismos, o simplemente hemos heredado, se convierten en un “monstruo” que tiende a perpetuar lo consagrado (pero obsoleto) porque cree que no hay nada que reformar o cambiar: “¡Aquí siempre lo hemos hecho así!”. Esta frase, tan repetida en cualquier devenir de la historia de la Humanidad –tanto en lo político como en lo social y lo religioso, y, por lo tanto, en las iglesias– ya lo dice todo. Si de esta frase hubieran dependido las Reformas (¡necesarias en la sociedad y en la Iglesia!), estaríamos todavía viviendo en las cavernas.

Por lo tanto, quienes gozan –porque se les ha dado– de alguna autoridad institucional en la iglesia, de cualquier iglesia, (además de la responsabilidad) tienen la oportunidad de pasar a la historia de la comunidad a la que sirven, o bien como un inspirador de la renovación, o, por el contrario, como un obstáculo de la misma. El tiempo, como siempre, en última instancia, será quien conceda los honores o los deshonores merecidos.

Emilio Lospitao

Autor: E.Lospitao

Hobby, la pintura

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