Afirmó su rostro para ir a Jerusalén. Lucas 9,51


El versículo donde se encuentra esta frase es el punto de inflexión del ministerio de Jesús en la obra literaria de Lucas. A partir de este momento el escritor sagrado se dispone a pormenorizar el último viaje de Jesús a Jerusalén. El drama que se avecinaba se lo anticipa al lector con la frase lapidaria: “Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Luc. 9:51). Obviamente, la afirmación tiene un carácter literario y, sobre todo, teológico; pero, indirectamente, nos deja una huella indeleble de la personalidad de Jesús.

Desde un punto de vista histórico, Jesús no tuvo una agenda programática establecida de su ministerio (aunque haya reflexiones piadosas que así lo indican). Jesús simplemente se limitó a proclamar ese “reino de Dios” que vio y sintió de forma clara desde su vocación. Todo lo demás, durante poco menos de tres años que duró su ministerio, vendría como una consecuencia y por simple inercia. Lo que sí parece claro, a la luz del cuarto Evangelio, es que Jesús quería llegar sano y salvo a aquella última pascua en Jerusalén. Por ello se apartó del peligro refugiándose en sus alrededores antes de los días de dicha fiesta (Juan 10:39-40; 11:54).

En cualquier caso, esa frase lucana pone en evidencia la determinante decisión de Jesús de hacer ese viaje, presintiendo de antemano que las cosas terminarían muy mal. De este presentimiento se hace eco el Evangelio según Marcos consignándolo repetidas veces, tres, como anuncios proféticos: “Y comenzó a enseñarles que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto…” (Mar. 8:31 sig.; 9:30 sig.; 10:32 sig. y par.).

Lucas recobra el sentido dramático de este viaje justamente en la cena pascual: “Cuando era la hora, se sentó a la mesa, y con él los apóstoles. Y les dijo: ¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca!” (Luc. 22:15). El relato de Juan (Jn 12:1 sig.), que evoca esta comida (pero que omite el sentido pascual – posiblemente se trate de otra comida, cf. Marcos 14:3-9), incide en el mismo dramatismo cuando, después de reprochar el juicio de algunos discípulos por el caro perfume gastado, comenta la acción de aquella mujer (María): “Esta ha hecho lo que podía; porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura” (Marcos 14:8).

A través de estos textos significativos podemos percibir el coraje de Jesús, su comprometida decisión de ser fiel al “reino de Dios” que ha venido proclamando, ¡hasta la muerte!

“Abba, Padre…, aparta de mí esta copa…”

Los Evangelios no ocultan la humana debilidad de Jesús. Nos lo presentan sediento y cansado del camino (Juan 4:6 sig.), enojado (Mar. 3:5), airado (Mar. 11:15). Al final, también exhiben a un Jesús temeroso, con miedo, suplicando al Padre pasar de la pasión y la muerte (los azotes encarnizados de la soldadesca y la infame muerte en la cruz). El huerto de Getsemaní, iluminado por una luna llena, fue el escenario de una vigilia agónica para el Carpintero de Nazaret: “Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú” (Mar. 14:36). La angustia y la soledad que Jesús sintió en aquella noche fueron tales, que solicitó la cercanía de sus discípulos más íntimos, Pedro, Santiago y Juan (Mar. 14:32-34). Y, “ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte” (Hebreos 5:7), aceptó obediente el silencio de Dios, su Padre. Un silencio desgarrador, desconcertante, roto por el grito estremecedor y agónico en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mar. 15:34). Esta humanidad de Jesús no se puede minimizar ni obviar. Jesús era como nosotros.

Los evangelistas, al unísono, avanzan en sus relatos, cada uno con su estilo y propósito, hasta culminar en la pasión y muerte de Jesús en la cruz. Hasta aquí, Jesús es visto como el Siervo sufriente, dispuesto a dar su vida por el “reino” que había proclamado en absoluta obediencia a su Padre.

“A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos…”

El origen de la Iglesia no tiene explicación si no es por la vivencia que experimentó un grupo de personas de que aquel Jesús muerto y sepultado seguía vivo. ¿Qué experiencia fue aquella? No lo sabemos. Ni los mismos testigos supieron explicarla. La única manera de expresar, y dar testimonio de ella, era hablar de la “resurrección” de Jesús. ¿Pero qué es la resurrección? No era volver a la vida como antes de ser muerto. Si damos crédito al autor del cuarto Evangelio, eso fue lo que ocurrió con Lázaro (Juan 11:1-44). Jesús le volvió a la vida después de cuatro días muerto. Pero Lázaro moriría otra vez, cuando le llegó su hora. La de Jesús fue una resurrección “espiritual”. ¿Pero qué es una resurrección “espiritual”?

El concepto de “resurrección”, en el judaísmo tardío, era la resurrección del cuerpo, es decir, volver a la vida con las mismas características físicas anteriores a la muerte. Esta doctrina tomó forma y se consolidó en la época intertestamentaria. De manera que la “resurrección” de Jesús había que exponerla desde esas categorías, las únicas que las gentes podían entender. De ahí: “palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Luc. 24:39). Esto explicaría las “apariciones” y la despedida de Jesús “ascendiendo” al cielo y ocultado por una nube (Hech. 1:6-11). Si Jesús, a quien se le podía ver y tocar físicamente (porque tenía “carne y huesos”), ascendió hacia las alturas, ¿a dónde fue? ¿Dónde está?

Si leemos de manera sinóptica los relatos referentes a la “resurrección” y las “apariciones” de Jesús, nos sorprenden por sus contradicciones e incoherencias.

Dios es Misterio. Pareció dejar de serlo con la presencia de Jesús (“la Palabra se hizo carne…”), por medio del cual proclamó Su reino (un estilo de vida y de relación diferentes). Y tras la proclamación de la “resurrección” de Jesús, volvió de nuevo el Misterio. Dios “resucitó” a Jesús… le atrajo a Su propia Vida y Esencia. Jesús vive en y con Dios, su Padre.

El testimonio, creíble, de aquellos testigos excepcionales nos introdujo en un estadio nuevo de fe: la fe en que Jesús vive. El Carpintero de Nazaret, tras su pasión, muerte y “resurrección”, se convirtió en el Cristo glorificado. La teología del Cristo es la fe la Iglesia. El Apóstol de los gentiles, en su polémica con uno de los grupos cristianos coetáneos, señala que “si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así” (2Cor. 5:16), lo que indica que ese grupo cristiano no había relegado al Jesús histórico por el glorificado, como hizo Pablo y la Iglesia posterior.

Emilio Lospitao

Autor: E.Lospitao

Hobby, la pintura

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