Y prohíbe dar tributo a César. Lucas 23,2


¡Ya lo sé, calificar a Jesús de Nazaret como antisistema es una herejía! El Jesús elevado a los cielos que adoramos en nuestras iglesias no pudo originar ni haberse asociado con un movimiento antisistema y provocador. Pero echemos un vistazo a lo que dicen los Evangelios de él:

En primer lugar, Jesús se enfrentó a los estándares familiares de su época

El llamamiento que hacía Jesús conllevaba un cierto e inevitable desarraigo social y familiar. Dejar “todo” para seguirle significaba dejar casa y familia, algo deshonroso en la sociedad de la época. Jesús afirmó: “si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14:26). Cuando alguien pidió seguirle, Jesús le contestó a bocajarro: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino de Dios” (Luc. 9:60). La propia paternidad no era deseable según se desprende del comentario sobre aquellos que se habían privado de la capacidad de engendrar por causa del reino de Dios (Mat. 19:12), algo impensable en la sociedad judía. Jesús dio prioridad a la nueva familia espiritual que surgía de la predicación del reino de Dios sobre la familia carnal: “¿quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos” (Mar. 3:33-34). Ante la tierna mirada hacia un “joven rico”, y su comentario: “vende todo lo que tienes… y ven, sígueme, tomando tu cruz”, los apóstoles le recordaron: “nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido” (Mar. 10:17-31). Las “buenas nuevas” (reino-evangelio) de Jesús llama a la radicalidad al margen de los estándares establecidos, y solo esta radicalidad puede cambiar los sistemas obsoletos, sobre todo cuando se han convertido en alienantes y deshumanizadores.

En segundo lugar, Jesús se enfrentó al sistema sacrificial del Templo

El simple hecho de relacionarse con personas marginadas de la vida social y religiosa, suponía una provocación a la autoridad eclesiástica representada por los escribas y los fariseos (“este a los pecadores recibe y con ellos come” – Lc. 15:2). Otorgar el perdón a los pecadores al margen de las prescripciones de la religión y del templo era disparar un misil a la línea de flotación del Sistema religioso (Mar. 2:1-12; Luc. 7:36-50; etc.). Pero el punto álgido de esta provocación fue su afirmación de que para adorar a Dios no hacía falta ningún templo, ¡ni siquiera el de Jerusalén! (Jn. 4:20-24). Jesús era consciente de sus actitudes y de sus palabras, sabía lo que provocaban. Pero actuó y habló con firmeza y contundencia. También sabía lo que le esperaba, pero “afirmó su rostro para ir a Jerusalén” de todas formas (Luc. 9:51). ¿Resultado? ¡Le condenaron y le entregaron al poder secular para ser crucificado! ¡Hoy le volverían a condenar… los mismos!

En tercer lugar, Jesús se enfrentó al poder económico y político de su época

Aparte de llamar “hipócritas” a algunos de los fariseos (Mat. 23), la palabra más fuerte puesta en boca de Jesús fue “zorra”, dirigida nada menos que a la máxima autoridad política de Galilea: el tetrarca Herodes (Luc. 13:31-32). Pero el gesto más osado de Jesús, retando al poder económico y político del Sistema judío, fue cuando expulsó de los atrios del templo a los cambistas (¡los banqueros de la época!), que extorsionaban a los peregrinos de la diáspora, y de cuya extorsión se beneficiaban los altos jerarcas del Sanedrín (Mar. 11:15-19). ¡Qué poco hemos cambiado! ¿Podemos cerrar los ojos, y las entendederas, para no ver la magnitud política y social de este episodio? ¿Tanto nos cuesta dejar de mirar “hacia arriba” un minuto para encarar esta realidad humana, terrena, histórica y comprometida de Jesús?

Emilio Lospitao

Afirmó su rostro para ir a Jerusalén. Lucas 9,51


El versículo donde se encuentra esta frase es el punto de inflexión del ministerio de Jesús en la obra literaria de Lucas. A partir de este momento el escritor sagrado se dispone a pormenorizar el último viaje de Jesús a Jerusalén. El drama que se avecinaba se lo anticipa al lector con la frase lapidaria: “Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Luc. 9:51). Obviamente, la afirmación tiene un carácter literario y, sobre todo, teológico; pero, indirectamente, nos deja una huella indeleble de la personalidad de Jesús.

Desde un punto de vista histórico, Jesús no tuvo una agenda programática establecida de su ministerio (aunque haya reflexiones piadosas que así lo indican). Jesús simplemente se limitó a proclamar ese “reino de Dios” que vio y sintió de forma clara desde su vocación. Todo lo demás, durante poco menos de tres años que duró su ministerio, vendría como una consecuencia y por simple inercia. Lo que sí parece claro, a la luz del cuarto Evangelio, es que Jesús quería llegar sano y salvo a aquella última pascua en Jerusalén. Por ello se apartó del peligro refugiándose en sus alrededores antes de los días de dicha fiesta (Juan 10:39-40; 11:54).

En cualquier caso, esa frase lucana pone en evidencia la determinante decisión de Jesús de hacer ese viaje, presintiendo de antemano que las cosas terminarían muy mal. De este presentimiento se hace eco el Evangelio según Marcos consignándolo repetidas veces, tres, como anuncios proféticos: “Y comenzó a enseñarles que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto…” (Mar. 8:31 sig.; 9:30 sig.; 10:32 sig. y par.).

Lucas recobra el sentido dramático de este viaje justamente en la cena pascual: “Cuando era la hora, se sentó a la mesa, y con él los apóstoles. Y les dijo: ¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca!” (Luc. 22:15). El relato de Juan (Jn 12:1 sig.), que evoca esta comida (pero que omite el sentido pascual – posiblemente se trate de otra comida, cf. Marcos 14:3-9), incide en el mismo dramatismo cuando, después de reprochar el juicio de algunos discípulos por el caro perfume gastado, comenta la acción de aquella mujer (María): “Esta ha hecho lo que podía; porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura” (Marcos 14:8).

A través de estos textos significativos podemos percibir el coraje de Jesús, su comprometida decisión de ser fiel al “reino de Dios” que ha venido proclamando, ¡hasta la muerte!

“Abba, Padre…, aparta de mí esta copa…”

Los Evangelios no ocultan la humana debilidad de Jesús. Nos lo presentan sediento y cansado del camino (Juan 4:6 sig.), enojado (Mar. 3:5), airado (Mar. 11:15). Al final, también exhiben a un Jesús temeroso, con miedo, suplicando al Padre pasar de la pasión y la muerte (los azotes encarnizados de la soldadesca y la infame muerte en la cruz). El huerto de Getsemaní, iluminado por una luna llena, fue el escenario de una vigilia agónica para el Carpintero de Nazaret: “Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú” (Mar. 14:36). La angustia y la soledad que Jesús sintió en aquella noche fueron tales, que solicitó la cercanía de sus discípulos más íntimos, Pedro, Santiago y Juan (Mar. 14:32-34). Y, “ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte” (Hebreos 5:7), aceptó obediente el silencio de Dios, su Padre. Un silencio desgarrador, desconcertante, roto por el grito estremecedor y agónico en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mar. 15:34). Esta humanidad de Jesús no se puede minimizar ni obviar. Jesús era como nosotros.

Los evangelistas, al unísono, avanzan en sus relatos, cada uno con su estilo y propósito, hasta culminar en la pasión y muerte de Jesús en la cruz. Hasta aquí, Jesús es visto como el Siervo sufriente, dispuesto a dar su vida por el “reino” que había proclamado en absoluta obediencia a su Padre.

“A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos…”

El origen de la Iglesia no tiene explicación si no es por la vivencia que experimentó un grupo de personas de que aquel Jesús muerto y sepultado seguía vivo. ¿Qué experiencia fue aquella? No lo sabemos. Ni los mismos testigos supieron explicarla. La única manera de expresar, y dar testimonio de ella, era hablar de la “resurrección” de Jesús. ¿Pero qué es la resurrección? No era volver a la vida como antes de ser muerto. Si damos crédito al autor del cuarto Evangelio, eso fue lo que ocurrió con Lázaro (Juan 11:1-44). Jesús le volvió a la vida después de cuatro días muerto. Pero Lázaro moriría otra vez, cuando le llegó su hora. La de Jesús fue una resurrección “espiritual”. ¿Pero qué es una resurrección “espiritual”?

El concepto de “resurrección”, en el judaísmo tardío, era la resurrección del cuerpo, es decir, volver a la vida con las mismas características físicas anteriores a la muerte. Esta doctrina tomó forma y se consolidó en la época intertestamentaria. De manera que la “resurrección” de Jesús había que exponerla desde esas categorías, las únicas que las gentes podían entender. De ahí: “palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Luc. 24:39). Esto explicaría las “apariciones” y la despedida de Jesús “ascendiendo” al cielo y ocultado por una nube (Hech. 1:6-11). Si Jesús, a quien se le podía ver y tocar físicamente (porque tenía “carne y huesos”), ascendió hacia las alturas, ¿a dónde fue? ¿Dónde está?

Si leemos de manera sinóptica los relatos referentes a la “resurrección” y las “apariciones” de Jesús, nos sorprenden por sus contradicciones e incoherencias.

Dios es Misterio. Pareció dejar de serlo con la presencia de Jesús (“la Palabra se hizo carne…”), por medio del cual proclamó Su reino (un estilo de vida y de relación diferentes). Y tras la proclamación de la “resurrección” de Jesús, volvió de nuevo el Misterio. Dios “resucitó” a Jesús… le atrajo a Su propia Vida y Esencia. Jesús vive en y con Dios, su Padre.

El testimonio, creíble, de aquellos testigos excepcionales nos introdujo en un estadio nuevo de fe: la fe en que Jesús vive. El Carpintero de Nazaret, tras su pasión, muerte y “resurrección”, se convirtió en el Cristo glorificado. La teología del Cristo es la fe la Iglesia. El Apóstol de los gentiles, en su polémica con uno de los grupos cristianos coetáneos, señala que “si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así” (2Cor. 5:16), lo que indica que ese grupo cristiano no había relegado al Jesús histórico por el glorificado, como hizo Pablo y la Iglesia posterior.

Emilio Lospitao

Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos… Juan 11,48


La unidad literaria del texto que cito sobre estas líneas es el capítulo 11 del Evangelio de Juan, que, como todos los relatos evangélicos, no está exenta de enfoques netamente teológicos. Por ejemplo, los versículos 51 y 52. Estos versículos pudieron haber sido una anotación al margen que, copistas (o reediciones posteriores del Evangelio), incluyeron después en el texto canónico. El objetivo de estos versículos, en cualquier caso, es dar un valor teológico a la muerte de Jesús. El texto mantiene su fluidez si del v. 50 pasamos al v. 53 (“…no sabéis nada; ni pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca […]. Así que, desde aquel día acordaron matarle”). Pero esto tiene una importancia relativa para lo que quiero exponer en este comentario.

Desde un punto de vista histórico, social y político, Jesús de Nazaret llegó a un punto crucial e irreversible de su existencia: se ganó a pulso la condición de persona non grata, un “fuera de la ley”. Se situó dialécticamente en los márgenes de la teología popular rabínica de su tiempo. Por lo tanto, los líderes religiosos le cerraron todas las puertas. Todas las puertas excepto la de Dios, su Padre: “Tú eres mi Hijo; en ti tengo complacencia” (Mar. 1:11). En poco menos de tres años Jesús había recorrido todos los caminos de Galilea, Samaria, Judea, aunque también visitó la Decápolis –al otro lado del Jordán–, la región de Tiro y Sidón, fuera de los límites norteños de la provincia romana de Palestina… 

Entre las gentes que le escuchaban hubieron de todas las opiniones. Unos inquirían: “El Cristo, cuando venga, ¿hará más señales que las que éste hace?” (Jn. 7:31); otros comentaban: “Demonio tiene, y está fuera de sí, ¿por qué le oís?” (Jn 10:20); y otros, más objetivamente críticos, respondían: “¿Puede acaso el demonio abrir los ojos de los ciegos?”(Jn. 10:21); y no faltaron, por supuesto, los de la ortodoxia, que resueltamente declararon: “Este hombre no procede de Dios, porque no guarda el día de reposo”… ¡y punto! (Jn. 9:16). Incluso “los suyos”, su madre y sus hermanos, se sintieron asimismo confundidos (Mar. 3:21) e incrédulos (Jn. 7:5). Pero quienes le acompañaron en el camino, y se sintieron comprometidos con sus acciones y sus enseñanzas, a la pregunta ¿Quién decís vosotros que soy yo?, respondieron tajantemente: “Tú eres el Cristo” (Mar. 8:29).

Jesús se hizo cada día más vulnerable a todo y a todos. Para evitar su apresamiento antes de la fiesta de la Pascua, anduvo escondido al otro lado del río Jordán (Jn.10:39­ 40) y en zonas desérticas próximas a Jerusalén con sus discípulos (Jn.11:54).

La hora de las tinieblas

Durante sus visitas a Jerusalén (cuatro o cinco según el Evangelio de Juan), Jesús había estado cada día enseñando en el Templo, pero sus adversarios no extendieron sus manos contra él (“por miedo, por cuanto el pueblo estaba admirado de su doctrina” – Mar. 11:18); pero la “hora” de sus adversarios por fin había llegado; la hora de “la potestad de las tinieblas”, la llamó Jesús (Luc. 22:53). La hora de la potestad de las tinieblas, o sea, la línea roja que marcan e imponen los intereses políticos, económicos, religiosos… de los que se yerguen como autoridad última y absoluta. Esto ocurrió entonces, y esto ocurre hoy igualmente. Jesús, desde el día que acudió a la cita que tenía con su Padre en el río Jordán (su bautismo), comenzó a marcar su agenda en pro de los desheredados de la tierra, de los diferentes, de los marginados, de las mujeres y los niños, de los lisiados (ciegos, cojos… pobres por necesidad), y en la misma medida se fue distanciando, cada vez más, de las instituciones y los estatus (religiosos, políticos…) opresores de su época. ¡El reino de Dios había llegado con Jesús… como signo de liberación de esas “potestades de las tinieblas”, que tenían nombre de hombre!

Desde muy pronto, los líderes religiosos más encumbrados del judaísmo de la época de Jesús, habían comisionado a escribas expertos en la Ley para conocer los pasos del Galileo, qué enseñaba, qué hacía, con quién se juntaba… (Mar. 3:22; 7:1). Y esta información llegaba puntualmente a la capital (Jn.11:45­47). El más alto dirigente político de Galilea y Perea, Herodes Antipas, andaba intrigado por las confusas informaciones que le llegaban, y se preguntaba quién podría ser ese Galileo que hacía tantas señales (¿un Mesías-­Rey?, ¿un profeta?, ¿un charlatán, de los muchos que se habían levantado en aquel tiempo?…). Pilatos, el prefecto de la provincia romana de Judea, no mostró tener mucho interés al principio por el Nazareno, salvo cuando le comprometieron con la fidelidad al César. Entonces tomó cartas en el asunto (Jn.19:12­ 14).

Vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación

¡Esta es la cuestión a la que quiero llegar! ¡Vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación! ¿Su lugar santo? ¿Su nación? ¿Les importaba a estos líderes religiosos algún “lugar santo”, o alguna “nación”? ¡El lugar santo y la nación que decían preocuparles eran sus propios intereses políticos, religiosos y, sobre todo, económicos!

En los sermones de la llamada Semana Santa hemos oído predicar infinidad de veces de la vulnerabilidad de las masas en el sentido de que los que aplaudieron y vitorearon a Jesús durante su entrada en Jerusalén, pocas horas después gritaron ¡crucifícale, crucifícale! Es posible que se diera ese caso en algunas personas, pero no en todas las personas. Desde un punto de vista sociológico, es más fácil entender que esta masa (fanatizada) que gritaba “crucifícale” estaba formada por personas que tenían los mismos intereses que los líderes religiosos (fanatizadores). Una parte importante de los artesanos de Jerusalén y de las aldeas de los alrededores vivían del Templo. Poner a estas personas (y familias) del lado de los dirigentes del Templo era algo previsible y fácil. Es decir, fueron personas aleccionadas, con los mismos intereses, y fanatizadas, las que no tuvieron escrúpulos de pedir la liberación de un homicida a cambio de Jesús, por el cual gritaban enloquecidas que le crucificasen. ¡Así eran las gentes de entonces, y así somos las gentes de hoy: acríticos, movidos a veces por intereses, o desinteresados absolutamente de las cuestiones vitales que nos interpelan!

¿Qué nos enseña esto?

sólo tenemos que extrapolar lo sociológicamente extrapolable de esta historia. Jesús, al cuestionar las instituciones estándares de su tiempo (familia, religión, política), y enfrentarse a ellas, tocó los intereses de las personas que representaban dichas instituciones. La cuestión no era que Jesús curara a los enfermos, sino dónde y cuándo los curaba (es decir, al margen de la religión instituida). Tampoco era la cuestión que Jesús mantuviera una relación social abierta con las personas, sino con qué clase de personas mantenía esa relación social (es decir, con personas señaladas como marginales y consideradas “impuras” por los religiosos). Jesús se enfrentó abiertamente no sólo a los estándares de esas instituciones, sino a quienes las representaban. ¡Jesús los provocó, los cuestionó deliberadamente, porque puso por delante el reinado de su Padre, que es un reino histórico, liberador, justo, humanizante, misericordioso…! Y por ese reinado dio incluso su vida, no por nosotros, sino para nosotros, para indicarnos el camino. El Reino (reinado) de Dios no es una Religión que excluye, sino un estilo de vida que integra, que sana, que restaura… Tampoco es para la otra vida, sino para esta, ahora, aquí. Y se elige libremente este reino para dar testimonio de él en cualquier momento, y en cualquier lugar, mediante los signos que lo identifican. Estos signos no son patrimonio de ninguna Religión –ni siquiera de la cristiana–, sino de cada ser humano, dondequiera que viva y cualquiera que sea su vocación espiritual (Mat. 25:31­46). Dios es Dios de todos y para todos, sin excepción.

A aquellos dirigentes, particularmente los religiosos, les importaban más sus lugares santos (fuente de sus ingresos económicos y de sus estatus) que cualquier clase de verdad que hubiera en las enseñanzas y en el modus operandi de Jesús (¡ni siquiera les importaban que los enfermos fueran sanados, o los hambrientos alimentados!).

En el mundo religioso actual, como en el mundo religioso de la época de Jesús, están presentes los mismos e idénticos intereses. No ha cambiado absolutamente nada. El dirigente religioso actual se siente legitimado a resistir contra cualquier “enseñanza nueva”, no tanto por su “novedad” (y, por lo tanto, dudosa), sino porque pone en juego sus intereses adquiridos durante toda su carrera. Pone en duda, además, su trayectoria docente, que considera la única ortodoxa. Teme por el patrimonio moral y material logrado a través de los años de su ministerio. Y lo que es peor: teme que puedan venir “los romanos” (los patrocinadores) y destruir el lugar santo (arrebatarle el local de culto), sede de la organización religiosa que le da de comer, incluso le enriquece. Ahora bien, esto que acabo de decir no se circunscribe a alguna iglesia local o denominación religiosa en particular, es una dinámica y una realidad que deviene con el tiempo de manera inexorable. ¿Algún “antídoto” contra esta realidad devenida? Sí, dos: desinstitucionalizar la “ortodoxia”, abriendo un diálogo continuado en el tiempo, transparente, sin prejuicios, sin miedos, respetuoso, desinteresado, en la comunidad (sea local o denominacional), por un lado, y lograr una autonomía económica y, sobre todo, intelectual de las iglesias, por otro. ¿Utopía? ¡Sí, pero es la única manera de no cerrar las ventanas al viento del Espíritu, y evitar la exclusión a priori de aquellos que entiendan y conciban la realidad de una manera diferente! El cristianismo (la Iglesia) fue tomando forma institucional a partir de la pluralidad, o sea, la diversidad, incluso teológica. Pero para esto no todos están capacitados.

No puede haber una auténtica renovación de la iglesia si la misma está fundamentada sobre intereses, del tipo que sean. Cualquier institucionalización, por sí misma, suele constituirse en un obcecado obstáculo para cualquier reforma, en este caso de las iglesias a nivel local. Es decir, las “tradiciones” que hemos construido nosotros mismos, o simplemente hemos heredado, se convierten en un “monstruo” que tiende a perpetuar lo consagrado (pero obsoleto) porque cree que no hay nada que reformar o cambiar: “¡Aquí siempre lo hemos hecho así!”. Esta frase, tan repetida en cualquier devenir de la historia de la Humanidad –tanto en lo político como en lo social y lo religioso, y, por lo tanto, en las iglesias– ya lo dice todo. Si de esta frase hubieran dependido las Reformas (¡necesarias en la sociedad y en la Iglesia!), estaríamos todavía viviendo en las cavernas.

Por lo tanto, quienes gozan –porque se les ha dado– de alguna autoridad institucional en la iglesia, de cualquier iglesia, (además de la responsabilidad) tienen la oportunidad de pasar a la historia de la comunidad a la que sirven, o bien como un inspirador de la renovación, o, por el contrario, como un obstáculo de la misma. El tiempo, como siempre, en última instancia, será quien conceda los honores o los deshonores merecidos.

Emilio Lospitao

He aquí tantos años te sirvo… Lucas 15,11-32


La parábola del “Hijo Pródigo” es una de las más conocidas y, quizás, de la que más se ha predicado, normalmente como tema de evangelización. Como tema evangelístico, el protagonista que se realza es el “hijo» que exigió la parte que le correspondía de la herencia, se marchó de casa, malgastó el dinero viviendo perdidamente y, frustrado, regresó a casa de nuevo. Visto así, este «hijo» es el personaje principal. Pero una lectura atenta del relato, en su contexto inmediato, nos sugiere que no es así. Esta parábola forma parte de un trío que tienen como común denominador la misericordia de Dios. Las otras son: la «oveja perdida» y la “moneda perdida» (Lucas 15:1-8). La parábola que nos concierne, como todas las parábolas en general, tiene una lección principal que, en este caso, no es la vuelta de dicho “hijo», sino la actitud del hermano mayor como contraste de la actitud del padre cuando el «hijo» dilapidador regresó. 

Este trío de parábolas está motivado, según Lucas, por la murmuración de los fariseos y los escribas: “Este a los pecadores recibe, y con ellos come” (Lucas 15:2).

Entonces Jesús les refirió esta parábola… (la de la oveja perdida). Lucas, intencionadamente, aglutina tres parábolas que tienen la misma enseñanza, independientemente de que Jesús las hubiera enseñado en la misma ocasión. (Recuerde el lector la libertad que los evangelistas se toman a la hora de gestionar su trabajo literario).

Trasfondo literario y teológico de la parábola 

Trasfondo literario

El trasfondo literario de la parábola del «Hijo Pródigo» es doble: por un lado, tiene que ver con el cuándo se escribió; y, por otro, con el motivo de por qué se escribió. El cuándo (años 70-90) tiene como escenario temporal el periodo en el que las comunidades cristianas estaban madurando en el contexto dialéctico entre judíos que habían aceptado el evangelio (judeocristianos) y judíos que no habían aceptado el mensaje, especialmente fariseos y escribas. El motivo de por qué se escribió tiene como contexto la catequesis, la instrucción apologética de los convertidos a la nueva fe. Había que ofrecer material didáctico para que los “creyentes” estuvieran preparados para dar cuenta de la fe que habían aceptado (1 Pedro 3:15). Los escribas y los fariseos eran maestros teológicamente muy competentes.

Trasfondo teológico 

El trasfondo teológico de la parábola del “Hijo Pródigo» está condicionado por el formalismo religioso y teológico farisaico.

Por un lado, el fariseísmo se caracterizaba por el formalismo y el legalismo con que interpretaba la Ley. Marcos deja esta pincelada: “Porque los fariseos y demás judíos, siguiendo la tradición de los antepasados, no comen sin antes haberse lavado las manos cuidadosamente. Así, cuando vuelven del mercado, no comen si antes no se lavan. Y guardan también otras muchas costumbres rituales, tales como lavar las copas, las ollas, las vasijas metálicas y hasta las camas…” (Marcos 7:3-4). Por otro lado, este formalismo les conducía en la praxis a una clara auto justificación. Jesús ridiculizó esta auto justificación farisaica en otra parábola: la de la oración del publicano y del fariseo. Lucas comienza esta parábola diciendo: “A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros…” (Lucas 18:9-14). Esta parábola, pues, iba dirigida a los fariseos. En la comunidad de Lucas se enseñaba esta parábola. La oración del fariseo refleja la jactancia de la auto justificación: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros…”. El publicano, sin embargo, se limitaba a decir: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Pero el veredicto de Jesús fue que“éste descendió a su casa justificado antes que el otro”.

Objetivo de la parábola 

La parábola del «Hijo Pródigo» fue una crítica a la doctrina farisaica de la auto justificación de aquella época y lo es también de la nuestra.

“Un hombre tenía dos hijos…”. A partir de este comienzo de la parábola, el autor continúa relatando la aventura del hijo menor, que exige la parte de la herencia que le corresponde, que abandona el hogar, que malgasta la herencia hasta llegar a la indigencia y que, por último, recapacita y vuelve arrepentido a casa. Lo narrado hasta este punto es sólo una introducción para llegar al asunto importante de la parábola, que es la actitud tan diferente del padre de la del hermano mayor: El padre (que representa a Dios), profundamente conmovido, le recibe y le agasaja con una fiesta; el hermano mayor (que representa a los fariseos), contrariado, reprocha al padre que le reciba así, y le dice: “He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás…” (Lucas 15:29).

Esta declaración del hermano mayor es una evocación de la oración del fariseo: “Ayuno dos veces por semana y pago al templo la décima parte de todas mis ganancias…”; es decir, ¡merezco, por lo tanto, ser reconocido! “[Pero tú] nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos”.

En las tres parábolas, Lucas pone de relieve el amor y la misericordia de Dios, la esencia y el núcleo del «reino de Dios» que Jesús predicaba, la «buena noticia», el evangelio: “Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento” (Lucas 15:7). “Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente” (Lucas 15:10). “Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (Lucas 15:32).

Emilio Lospitao