Superación del «pensamiento mágico». Necesaria clave hermenéutica en toda religión


Por Juan Luis HERRERO DEL POZO

Sin duda este tiempo axial debe marcar el momento de encuentro entre las religiones, grandes y pequeñas. Es el gran ecumenismo pendiente como el mejor servicio que prestar a una humanidad convulsa en peligro de humanicidio. Sin renunciar a la propia identidad, las religiones están llamadas a reconocerse complementarias en un laborioso doble esfuerzo de mutua purificación y fecundación. Ni exclusivismo, pues, ni inclusivismo, sino pluralismo. Todas están llamadas a respetarse superándose desde su condición de portadoras de verdad y de error, de fidelidad y de infidelidad.

Cuando hablamos de nuevo paradigma estamos llamando a dejar atrás un pasado para descubrir un presente nuevo, no sólo en la teología católica sino en todo pensamiento religioso. Proceso de siempre, sin duda, aunque la gran crisis de la Ilustración le imprime – aporte no despreciable de occidente- un cierto carácter de trascendencia histórica. Nuevo paradigma aún inconcluso después de dos siglos de existencia y lamentablemente tan siquiera descubierto en los ámbitos conservadores. Dentro de él, nuestra aportación se limita a un punto: en todos los moldes del pensamiento religioso universal –y digo en todos porque es algo que hace cuerpo con la misma condición humana- la relación con lo numinoso (Dios o lo “más allá” de nuestro ser) está contaminada por el virus de la magia. El mito es positivo, si se lo toma como tal; la magia, en cambio, es a extirpar de raíz porque pervierte la religión al pensar y tratar a Dios “a nuestra imagen y semejanza”.

Por razones obvias, estas reflexiones se centran en la teología y praxis católicas aunque, como cualquiera puede deducir, son extrapolables a otros pensamientos religiosos. Y no apuntan a cambios de tono menor -peligro que acecha al bienvenido movimiento “Somos Iglesia”- sino a aspectos nucleares de la reforma, o más bien refundición, de la Iglesia.

I. Refundición necesaria de la Iglesia

Nuestro interés es pragmático. Es imposible una Iglesia renovada si no tomamos conciencia de hasta qué extremos su configuración actual está lejos de la racionalidad -y por tanto del Espíritu- en su pensamiento, su praxis, sus celebraciones y su organización. Quien nunca ha salido del frenesí y la contaminación de la gran ciudad no puede imaginar siquiera el impacto de los dilatados horizontes, la luz, frescor y pureza del campo abierto. El cristiano viejo, impregnado hasta la médula desde niño de un concreto imaginario religioso, no cae en la cuenta del desconcierto y estupor que éste suscita en un agnóstico o en un creyente de otra religión. Se explica que esto ocurra a los ajenos, pero ¿cómo nuestros propios jóvenes, no sólo los hijos de cristianos por tradición, sino los que han respirado en el hogar un aire de vivencias sinceras, llegada la adolescencia, nos abandonan en masa? Sin desdeñar otras causas, reconozcamos que, apenas empiezan a pensar por su cuenta, se asfixian por lo extraño e irracional de nuestras creencias, por lo soporífero de nuestras celebraciones y por el pretencioso autoritarismo de nuestra macro-organización.

Supuestamente fundada por el Jesús histórico, la Iglesia ha entendido durante siglos que proceden de él, por directa revelación divina al menos in nuce, un bloque bastante minucioso de creencias, el no menos detallado de 7 sacramentos, una organización jerárquica estricta y piramidal y hasta un código moral específicamente cristiano. Todo ello responde a un talante mágico que, no obstante el inconsciente colectivo, provoca en muchos un desasosiego ante tantas cosas que (al menos en el secreto del corazón) no podemos digerir.

¿Cómo esperó Dios miles de siglos a manifestarse? ¿de veras lo hizo sólo al pueblo hebreo, y después a la Iglesia, marginando arbitrariamente a los demás? ¿cómo proclamamos “palabra de Dios” al leer un texto bíblico que exige pasar por la espada a mujeres y niños o a las esposas cristianas estar sometidas al marido? ¿cómo podemos heredar sin arte ni parte un pecado original que nos priva de la felicidad eterna? ¿sólo la madre de Jesús fue concebida sin tal pecado? ¿suple el Espíritu Santo el semen masculino en el embarazo de María? ¿qué significa decir que Jesús es Hijo de Dios? ¿es metáfora o afirmación ontológica que “el Logos se hizo carne”? ¿significa la resurrección de Jesús que las células y moléculas de su cuerpo muerto vuelven milagrosamente a la vida? ¿es el sepulcro vacío una expresión simbólica o un hecho histórico? ¿cómo ha pretendido un colectivo humano tan limitado en el espacio y en el tiempo como la Iglesia ser el camino normal de salvación para toda la humanidad? ¿cómo es Jesús el Unigénito del Padre y único Salvador? ¿por qué tardó tantos siglos la Iglesia en fijar como intocable el número de Sacramentos? ¿qué especial intervención divina confiere a los ritos sacramentales la eficacia que el dogma les atribuye? ¿qué cambia el bautismo en el ser de un recién nacido para que sin él no alcance la salvación? ¿cómo puede la Iglesia situar en la Eucaristía el centro, núcleo y culmen de su ser siendo hoy un rito aburrido, in-significante e irrelevante por mucha cosmética con que se adorne? ¿qué hombre de hoy puede tomar en serio la alquimia óntica de la mutación del pan y el vino en el ser de Jesús? ¿quién puede tolerar el poder absoluto que la Jerarquía católica y el papa se arrogan sobre los creyentes? ¿cómo entender el magisterio como la única instancia del mundo que garantiza la verdad religiosa y moral gracias a una privilegiada “asistencia” de Dios? ¿qué nos impide hoy la comunión con otras iglesias cristianas con las que hay más unidad real que la formal existente con nuestros sectores conservadores? ¿tiene algún sentido “convertir” a los adeptos de otras religiones o podemos reconocer a éstas un valor salvador? ¿A qué espera la iglesia católica para liquidar el estado vaticano y la institución de los nuncios? Etc. etc.

El dogma y la praxis tradicionales están tan trufados de milagroso “sobre-naturalismo” que, cada día que pasa en la evolución de la humanidad, mayor abismo de incomprensión se abre entre ésta y la Iglesia.

II. El terremoto de la Ilustración

Quién va a negar que la tradición cristiana, si se nutre de la experiencia vital de Jesús de Nazaret, posee una ingente carga de verdad y luz para la humanidad. Si esto es así, algo ha sucedido en la historia de ambas realidades, Iglesia y sociedad, para desembocar en el espectacular desencuentro actual que parece no tener fin. La institución que pretende ser fermento, luz, sal y “maestra en humanidad” se ha convertido en barrera, pantalla opaca y escándalo. A nadie duele esto más que a quienes, cautivados por el mensaje de Jesús, no estamos dispuestos a abandonar la herencia viva que late en tantas personas y comunidades cristianas por más que la macro-institución se haya convertido en un inhóspito hogar.

Algo grave ha ido ocurriendo en su historia. Sin duda, son varias las tentaciones a las que ha sucumbido la Iglesia: durante casi dos milenios, la contaminación con el afán de prestigio, de dinero y de poder deformaron su figura. Pese a seguir cayendo en tales tentaciones, hasta la Ilustración la Iglesia no era globalmente cuestionada. Heredera única del Imperio Romano constituía la instancia suprema de la verdad, de la moral, de la gobernación y del derecho. Las ciencias eran ramas de su teología, coronaba y destituía reyes, repartía mundos, arbitraba conflictos, justificaba invasiones y guerras, caucionaba el orden social imperante…Todo se fundaba en un orden establecido por la revelación de Dios de la que era única depositaria. Pero el fermento del cambio se acercaba desde el exterior. El telescopio de Copérnico descubría un cosmos diferente del de la Biblia, pero éste murió sin darlo a conocer por miedo a la Inquisición y la Iglesia tardó más de dos siglos en reconocer el heliocentrismo. La revolución francesa guillotinó al rey, representante de Dios, desarticuló el viejo orden de nobles y plebeyos, entronizó a la diosa Razón contra la autoridad eclesiástica. Ante la “philosophia perennis” los enciclopedistas pretendieron refundar el pensamiento desde cero, desde la duda de todo como método. La revolución industrial agudizó las contradicciones sociales y el socialismo acusó a la Iglesia de ser “opio del pueblo”. El evolucionismo desestabilizó las viejas creencias sobre los comienzos del mundo y del ser humano. Más tarde la crítica histórica de los textos aplicada a la Biblia desplazó hacia el mito lo que se creía narración histórica.

Insensiblemente fue cuajando la sospecha de que la religión y todo lo establecido sobre las relaciones entre Dios y el mundo había anidado y crecido en los huecos de la ignorancia. Bastaba superarla, pues, para que la religión quedara sin fundamento. Poco importa que creyentes ilustrados como Descartes, Kant, Hegel y tantos otros intentaran apuntalar el edificio religioso y filosófico desde la estricta razón. Otros tantos profundizaban las fisuras. El desmoronamiento total, pensaban, estaba cantado.

En semejante proceso de avances del conocimiento la Iglesia se sobresalta, se lamenta, condena. Con profundo pesar y siempre añorando un pasado hegemónico, su estrategia se ve forzada a retroceder de trinchera en trinchera hasta que, perdidas las batallas de la razón sin nunca reconocerlo del todo, se enroca en el último reducto, la fe revelada y ahí se declara último juez, infalible en ocasiones. Se produce el divorcio entre dos supuestas fuentes de conocimiento y se ponen las bases de la solapada esquizofrenia del creyente católico en cuyo corazón andan siempre a la greña fe y razón. Esquizofrenia que superan apenas los creyentes “ilustrados” actuales, teólogos protestantes y católicos. Sobre todo éstos que, amenazados por formas disfrazadas de Inquisición, vamos descubriendo a duras penas la inanidad de miedos paralizantes provocados, en última instancia, por el “pensamiento mágico” en su versión de temor a Dios. Un Dios que asiste a la jerarquía y nos puede excomulgar o privar de la cátedra.

El pensamiento mágico. Posiblemente sea uno de los escollos más decisivos que impiden a la Ilustración cosechar frutos más importantes. No es que ignoremos sus dramáticas secuelas negativas, en particular la reducción de la razón a lo evidente, lo empíricamente constatable, lo de interés científico-técnico. La “razón instrumental” desbocada en dirección a un crecimiento supuestamente sostenible arrumba a la cuneta de la historia a pueblos enteros y conduce al planeta y a la humanidad al colapso. Nunca la alarma será suficiente y éste es sin duda el más dramático reto del tiempo-eje. Mas todo esto no nos impide reconocer la cara positiva de la Modernidad: aceptación de los derechos humanos, de las libertades y la democracia, avance de las ciencias modernas, valoración del sujeto frente al objeto, existencialismo e historicidad frente al esencialismo, dialéctica entre persona y sociedad, etc. Queda aún la liquidación del pensamiento mágico.

III. El Pensamiento mágico

Ni las iglesias, ni las religiones, ni las diversas culturas y sociedades han detectado lo bastante este insidioso virus religioso porque hemos convivido de siempre con él. Es como una segunda naturaleza. El fenómeno religioso surge con el despertar de la conciencia y ésta emerge inevitablemente contaminada por la magia. Por ello, este virus es tan persistente, lo mismo en el pueblo que en gente culta, que, hasta cuando el sentido religioso parece extinguirse en alguien, permanece en realidad como magia: las cartas, los adivinos, las procesiones y rogativas de los indiferentes. Dicen de un presidente agnóstico de la República francesa que consultaba a adivinos.

III. 1. Su perfil

Podríamos definir el “pensamiento mágico” de la siguiente manera: consiste en un doble movimiento, 1) Lo numinoso o Dios confieren, directamente, a ciertas realidades intramundanas una causalidad que por ellas mismas no poseerían (el movimiento de los astros, el tránsito de la materia a la vida, los símbolos sacramentales, los ministerios y carismas eclesiales…), 2) y, lo que es más decisivo, entender tales acciones o intervenciones puntuales de lo numinoso al modo como una causa intramundana actúa sobre otra del mismo orden; y, al tratarse de un poder divino, modificando o transgrediendo la capacidad natural o las leyes propias de la realidad intramundana (Dios, gracias a la oración, envía la lluvia pese a las isobaras contrarias o realiza el milagro necesario para una canonización o da pan al Tercer Mundo a pesar de la incuria humana o inspira súbitamente en un individuo la vocación a la vida consagrada…). En una palabra, lo creado actúa como Dios o Dios actúa como lo creado. Señalo brevemente la génesis y el hilo conductor de este pensamiento.

III. 2. Génesis del pensamiento mágico

La mente humana se ha referido de siempre a algún ser superior, de cualquier modo que lo llame. Pero nuestro conocimiento parte de los sentidos en coordenadas de espacio y tiempo y del modo como una realidad humana influye en otra. De ahí que, partiendo de lo experimentable o imaginable, es inevitable que pensemos toda acción, también la de Dios, al modo humano. Sólo la maduración del pensamiento y, sobre todo, una profundización refleja, nada fácil, por parte de cada individuo permite caer en la cuenta de hasta qué punto lo sensible condiciona y se extrapola a cualquier otro conocimiento. De ahí que la meta-física reúna tan pocos adeptos. En tal extrapolación inconsciente, pienso, reside la pertinacia del “pensamiento mágico”, tanto en los sesudos neoescolásticos romanos como en los hechiceros de una tribu ¿Cómo se inserta, pues, lo mágico espontáneo, preconceptual e inconsciente en la emergencia de la conciencia religiosa?

1) En primera instancia, la persona se percibe como un centro vital digno de consideración y respeto: él es él con sus circunstancias y no puede permitir que le alienen o anulen lo que es (principio de supervivencia y autonomía): fuerza del “yo” en nuestra conversación, inevitables autoestima y egocentrismo, apetencia de perfeccionamiento y proyección. En la búsqueda de perfección y supervivencia anida ya, como instinto natural, un cierto deseo universal de alguna trascendencia en un “más allá” de la existencia.

2) Al mismo tiempo, nos sentimos seres potencialmente amenazados: lo externo nos llega desde afuera, extraño o advenedizo, tal vez rival, siempre potencial modificador de nuestra autonomía; y ello nos induce a ponernos en guardia (principio de protección y defensa): el volcán o la tormenta, el poderío de la nación vecina, los espíritus de los ancestros, la incertidumbre del futuro, el paso del tiempo, la enfermedad y la muerte inexorable.

3) Celosos de nuestra autonomía pero amenazados, nos descubrimos precarios y limitados. En germen apunta un sentimiento vago de finitud (principio de precariedad o finitud).

4) Las tres dimensiones precedentes nos empujan a esperar y solicitar alguna salvación donde la haya, según casos. En situaciones graves, obviamente, en alguna realidad que se nos antoja superior (principio de la necesidad de salvación), so pena de frustración y privación de ese plus de sentido que el afán de supervivencia postula. La resignación no es algo espontáneo. A esa realidad superior recurrimos porque, siendo poderosa, puede mostrarse propicia ¿Lo será realmente? Así surge, al parecer, el sentido religioso en su contenido más amplio, desde la fe en la salvación por la divinidad hasta el recurso al amuleto, la medalla escapulario o las cartas del tarot.

¿Existe una Realidad superior capaz de salvarnos? Tal es la última pregunta del párrafo anterior. ¿Se trata de un Trascendente capaz de llevarnos más allá de nuestra precariedad o finitud? El agnóstico ilustrado responderá: se ha demostrado en la crisis de la modernidad que la religión ha ido siendo expulsada de los huecos de la ignorancia en que se alojaba ¿Por qué no ha de serlo en adelante hasta su extinción definitiva? El creyente replicará: efectivamente ignoramos las posibilidades cada vez más amplias de la evolución cultural y científica; pero aún más ignorantes somos de la infinitud del Trascendente que parece apetecer la humanidad. En cualquier caso, entre ambas realidades, Infinito y finito, parece abrirse un abismo que éste necesita salvar. La ignorancia pasajera no elimina el problema. El Trascendente, si existe, siempre será un “más allá” en “las afueras” de lo intramundano y será legítimo acudir a él y pedirle que nos salve del dolor de nuestra precariedad y finitud.

Hemos llegado al corazón de nuestro tema. Si se presta atención se percibe que en el preciso instante en que aflora el sentimiento religioso lo hace impregnado de carga mágica. Cuando sentimos agotarse nuestras posibilidades, recurrimos al Trascendente buscando un “suplemento de realidad”; pero esta realidad la pensamos inevitablemente a partir de la nuestra conocida. La una superior a la otra pero en el mismo orden, el único que nos es familiar: Dios a nuestra imagen y a nuestro alcance…ahí está la magia, en lo numinoso y lo humano como realidades o causas concurrentes en la que una se suma a la otra; donde no llega lo humano alcanza lo divino. Como dos individuos que arrastran un peso, ambos son necesarios y cada uno aporta algo al resultado; son fuerzas que se suman. En el teatrillo las marionetas desempeñan su papel pero el artista es su “providencia” manejando los hilos “desde las afueras” de lo invisible ¡Dios, el artista invisible en el gran teatro del mundo! Dios lanza el cosmos, y en él al ser humano, a la procelosa aventura de la existencia pero el Hacedor, aunque “desde las afueras”, se mantiene cerca, vigila, interviene, completa, suple, corrige…Con la razón y con nuestras fuerzas naturales llegamos hasta un cierto punto, la fe y la oración nos impulsan más allá; “lo sobrenatural no suple lo natural sino que lo completa”. Ahí se sitúan todos esos famosos binomios de nuestra teología: fe-razón, sagrado-profano, natural-sobrenatural, iglesia-mundo, evangelización-humanización…

Tal vez comenzamos a vislumbrar el dilatado alcance que reviste la, en apariencia, arrogante pretensión de liquidar el pertinaz pensamiento mágico como clave imprescindible para sanear (desconstruir y reconstruir) cualquier vivencia religiosa y, más en particular, nuestra teología y vivencia cristianas. No evacuamos con ello ningún misterio sino que recuperamos el único, fontal y básico, de la relación entre Dios y creatura.

IV.  Recuperar la creación

Es el título de uno de los libros más luminosos, a mi entender, de A.Torres Queiruga con tal de que se extraigan de él todas las consecuencias. Partiendo del concepto correcto de creación se profundiza en una de las categorías más decisivas a que da lugar el pensamiento de la Ilustración, el de autonomía de lo intramundano. Entre el Escila del panteísmo y el Caribdis del deísmo está el de la realidad intramundana, autónoma aunque habitada por Dios. Un Dios distinto pero no distante. Un Dios fundante pero no intervencionista.

IV. 1. Relación entre Dios y lo creado.

En el apartado anterior hemos intentado captar –mediante una tematización mínima- el hecho religioso en su surgimiento espontáneo cuasi-instintivo y preconceptual. Y lo hemos percibido naciendo con su pecado original, lo mágico. Nos encontramos, pues, con una bipolaridad, el cosmos y Dios, en relación. Recibimos tal bipolaridad como un fenómeno universal en la historia, sin entrar a discernir si Dios es una simple proyección del ideal humano (ateísmo de Feuerbach).

Esta bipolaridad la disuelve el panteísmo reduciendo ambos extremos a la identidad (estamos ya en un pensamiento reflejo propio de una etapa más afinada de la mente humana). El panteísmo no es una teoría ingenua: ahí está buena parte del mundo oriental y la “tentación” de los místicos. En el extremo opuesto, el deísmo, la dialéctica de la bipolaridad se enerva con el distanciamiento y la ausencia: el artífice fabrica el reloj y lo abandona a su suerte. Ambas posiciones son hijas de la Ilustración pero en el panteísmo se pierde la distinción, en el deísmo la cercanía del Dios bíblico. En ambas, la relación dialogal.

Entre ambas, entre Escila y Caribdis, el pensamiento cristiano ha buscado el equilibrio, aunque sin superar lo mágico: Dios es pensado a nuestra imagen; cercano a todo ser, actúa como una causa sobre otra, maneja los hilos entre bambalinas; en una palabra, mueve, corrige, interviene desde las afueras del cosmos. Por fortuna la Ilustración desenmascaró al Dios “tapa-agujeros” de nuestra ignorancia. Interrogado Laplace por Napoleón sobre el lugar de Dios en su “mecánica celeste”, aquel respondió “ninguno, Sir, Dios es una hipótesis inútil”.

Preservemos, pues, la tensión de los extremos de esta bipolaridad, Dios y el cosmos. Pero ¿cómo se relacionan correctamente sin contaminarse con el virus original del pensamiento mágico? ¿cómo nos salva Dios de la precariedad de la existencia? La respuesta es clara: en la misma creación está toda salvación.

IV. 2. Concepto de creación

La noción de creación, una de las cimas del pensamiento humano, estaba relegada desdeñosamente en los estudios eclesiásticos casi al ámbito filosófico que trata de“lo natural”. Se recorría deprisa para llegar a “lo sobrenatural” ¿Quién se percataba entonces de que el resto de la teología nacía viciado? Sin embargo, y por escandaloso que parezca, ahí se da el salto a la fe, el básico y razonable, el expurgado de magia, bien enraizado en la razón humana reflexiva (una razón integral, por supuesto), más bien que en alguna revelación autoritativa posterior. Solo ahí se elimina de todo pensamiento religioso el virus mágico. Vayamos por pasos.

Cualquier persona, que emerja lo bastante de la existencia distraída y trivial, puede entender la siguiente pregunta: ¿por qué existe algo y no, más bien, la nada? Cuando la mente bucea en la más honda profundidad del ser, con esa pregunta toca fondo y en ella puede saltar la chispa de la bipolaridad vislumbrada: yo ante el totalmente Otro. Digo “puede” porque ese “totalmente Otro” no se impone avasallando sino que retorna a la opacidad cuando no lo ases. Pero tanto si lo atrapas como si lo dejas escapar -la opción es libre- se trata de una fe. Si la opción es positiva por el “Otro”, estamos diciendo: No tengo en mí mismo la razón y sentido hondos de mi existir sino en el “Otro”. La precariedad amenazada o sin sentido que percibíamos en la emergencia pre-conceptual del sentimiento religioso se densifica ahora en sentido de finitud y frente a ésta se dibuja un Infinito salvador. Si la opción es la de dejar desdibujarse, sin atraparla, la sombra del Infinito que aparecía en escena ¿no estamos decidiendo por la soledad radical, la no-comprensión del ser, el sin-sentido, el absurdo?

A esta experiencia primigenia de la bipolaridad finito-Infinito, que la imaginación proyecta al comienzo de los tiempos, la hemos llamado “creación” y la balbuceamos así: cuando fuera de Dios nada existía, Dios hace aparecer el ser. Los físicos hablan del big-bang, germen de la evolución. Nada que objetar desde la metafísica. Pero ésta cuando se acerca al ser concreto como existente e intenta bucear en su más honda interioridad se topa con EL SER. Una clarividencia infinita percibiría en la raíz de nuestra realidad al propio Dios. En la Biblia el profeta pone en boca de Dios una definición genial “Soy el que soy”. Si el ser humano quisiera dar de sí una definición tan radical y definitiva no diría “soy el que soy” sino “soy-desde-Dios”. Es decir, nuestro ser no es ser-agua, sino ser-agua-desde-la-fuente, luz-desde-la-Luz, amor-desde-el-Amor. Hay algo indisociable en nuestra esencia: no somos por un lado “ser” y por otro “ser-desde Dios”. En la mismísima definición del “ser” entra el “ser-desde”. En la definición del “don” entra el “Dador”. Tal indisociabilidad existencial lleva a los místicos a un lenguaje panteísta. La mística es, en definitiva, el más profundo latido de una metafísica con corazón enamorado. Todo enamoramiento, en tanto encuentro profundo con otra persona, es una mezcla de metafísica y mística, un éxtasis o salida de sí por la potente llamada interior de otra persona que es “ser-desde-Dios”. En el inmanente llama el trascendente. Sin ello el enamoramiento sería una imbecilidad.

Así se entiende ahora por qué el acto creador de Dios es la Revelación en la que está contenida toda otra revelación, el don-desde-el-Dador en el que está incluido todo don, la Presencia radical de cualquier otra presencia. Algo así como el portentoso proceso evolutivo del cosmos se hallaba contenido, como en una semilla, en el núcleo inicial antes del big-bang. La bipolaridad Dios-creatura contiene la dialéctica de los extremos: distintos pero no distantes. Dialéctica que no suprime el misterio: ¿cómo existe algo además de la Totalidad?

IV. 3. “Intimior intimo meo”

Es imposible, pues, en la opción creyente disociar a Dios de la definición de la creatura y menos aún entender como rival precisamente a quien da el ser y su máxima autonomía. No es evidentemente la autonomía absoluta de la divinidad, pero ésta es la realidad fontal y fundante de todo ser en su autonomía. No disociar la creatura de Dios es tanto como decir que éste la habita desde su más honda intimidad. Agustín de Hipona decía genialmente (¿en otro contexto?) “intimior intimo meo”: Dios está como nadie en lo más hondo de mi ser. Dios habita el ser tan en la raíz que el acto creador es, visto desde el lado de Dios, como el Don total, nunca más superable. “Todo es gracia” decía Bernanos, pero toda gracia histórica, la “elección” de un individuo o de un pueblo, la “gracia santificante”, la revelación, la “inspiración”, la “asistencia” al magisterio, etc. no son un añadido sobrenatural, posterior y “desde fuera”, sino el despliegue en la libertad de la gratuidad preñada de la creación.

Dios se entrega del todo a cada uno de los seres, no en veces ni a medias. La diferencia de medida, la diversidad del Don no proviene de éste sino del receptor. Parece obvio pero es de suma importancia. Cualquier limitación o negatividad se origina no en Dios sino en el ser creado. No existe punto de apoyo racional para entender en el don creador de Dios ni algún añadido ulterior ni un momento lógico previo que discrimine al receptor. Dios no “elige” a un pueblo o a un individuo entre otros. No sólo porque la gratuidad no es arbitrariedad o capricho sino porque la diferencia en el don implica alguna negatividad y ésta sólo se origina en la finitud, adviene desde el lado de la creatura, en virtud de su naturaleza limitada. Nunca se insistirá bastante, el Don o la Presencia, desde el lado de Dios, son infinitos, totales y sin arrepentimiento. La Alianza de Dios es siempre definitivamente fiel. Ningún don, ninguna presencia pueden añadirse desde afuera a Quien ya está adentro. Carece de sentido pedir en la oración lo que ya se ha recibido. Ahí se inserta el tiempo de nuestra tarea y responsabilidad históricas: a nosotros el derribar barreras o abrir la puerta al que llama (Apocalipsis). Las distinciones, limitaciones (lo inacabado), el sufrimiento y el mal, el pecado y la muerte sólo se explican desde la orilla de lo creado. En sí, la Presencia interior no es inerte sino fuerza dinámica, torrente íntimo que empuja a lo pobre, imperfecto, limitado o inacabado hasta los confines de la Plenitud de que cada ser sea capaz según su naturaleza o libertad. Nada más lejos, pues, de un Dios lejano y ausente que nos deja en soledad (deísmo). Aunque tampoco nada más lejos de un Dios intervencionista, irrespetuoso de nuestra autonomía, que retocaría posteriormente su creación, añadiendo, corrigiendo, completando su autocomunicación (revelación), rehaciendo la Alianza…Sin duda la Biblia ha elaborado en términos “intervencionistas” la Historia santa y no podía ser de otro modo mientras el virus mágico impedía toda metafísica. Basta tenerlo en cuenta.

IV. 4. El ser es su devenir

En la historia del pensamiento está resultando sumamente difícil entender el ser como algo dinámico, como despliegue existencial. El embrión humano es un momento de la persona, pero no es LA persona: ésta es sólo su historia completa. Así, pues, el ser es su devenir, evolución o despliegue en el tiempo, pero el devenir no es un añadido al ser. Dios crea ser-en-evolución. Por ello entendemos el acto creador como un “continuum” permanente, como una Presencia que actúa (crea) no a la manera en que una causa intramundana interfiere en el ámbito autónomo de otra, sino como Presencia que habita el cosmos desde el interior empujándolo suavemente en su lenta evolución de miles de siglos sin hacerle dar saltos. Si el ser fuera estático, el cosmos y su evolución conformarían una yuxtaposición o sucesión de saltos o fragmentos ónticos, no la unidad de un “continuum”. Dentro del devenir continuo de nuestro mundo, su Omega escatológico se encierra en el Alfa creacional. Dios se ha entregado por amor totalmente en el acto creador permanente y nada se le puede añadir. Basta que el cosmos se vaya abriendo a su empuje vital. Y así no es tan difícil percibir, en cuanto es humanamente posible entender, que en la semilla del big-bang se encierra la íntegra construcción del universo: formación de las galaxias, aparición de la vida, evolución de las especies, proceso de hominización y emergencia del espíritu, larga y procelosa historia de la humanidad con descensos a los infiernos de la maldad y ascensos a cumbres sorprendentes de bondad, desde los hombres y mujeres más sencillos y desconocidos hasta los más geniales como Buda, Lao-Tse, Confucio, Moisés, Jesús, Mahoma, etc. Todo está contenido en Dios desde el principio ¿Por qué, pues, ha de acudir el pensamiento en algún momento de la historia a una intervención “desde afuera” si ya está dado todo desde siempre y “desde adentro”? Si hablamos de UN cosmos, ningún “novum” ontológico puede sobrevenir. Dios no hace pasar, con un toque de varita mágica, lo inorgánico a la vida, ésta a la mente y la mente a lo sobrenatural. Dentro del mismo cosmos (se podrían dar otros sin relación espacio-temporal), el Omega está en el Alfa inicial: el “núcleo inicial” de la Gran Explosión está grávido de todo su despliegue al igual que el embrión humano se desarrolla sin discontinuidad óntica en la historia de la persona. Pero no se trata de un monismo. En la evolución no sobreviene ningún “novum” ontológico aunque sí muchos existenciales. La historia no está dada sino que se construye.

El devenir no es, pues, simplemente un “punctum” inicial que se prolonga idéntico a sí mismo e indiferenciado. No son una única y misma realidad el “núcleo inicial” de la Gran Explosión, un guijarro, una ameba, Buda o Jesús de Nazaret. Estamos en plena hondura del ser y los conceptos y palabras se quedan cortos: también la realidad creada es inefable. En el “continuum” del cosmos, sin saltos ni sucesión de meros añadidos, se trasluce una honda unidad. Simultáneamente, en la evolución y despliegue de su variada diferenciación, aparece la pluralidad de seres. En toda la historia del pensamiento lo Uno y lo Múltiple han constituido una dialéctica apenas expresable. El mismo Don inicial encierra la totalidad del futuro múltiple.

V. Aplicaciones concretas dentro del nuevo paradigma.

Todo lo dicho puede resultar provocador en la medida en que se desmorona el pensamiento mágico y con ello la forma de entender la relación Dios-creatura, punto de arranque de todo pensamiento religioso. En el llamado nuevo paradigma teológico lo aquí expuesto constituye un punto de inflexión, una clave hermenéutica (junto a otras del pensamiento moderno) desde la que, a nuestro parecer, la cosmovisión religiosa y la teología se iluminan de nuevo sobre la ruina de los viejos cimientos. Sin embargo, si se leen las presentes reflexiones desde los viejos esquemas y sin vencer el natural miedo al cambio, de poco pueden servir; porque no se puede argüir desde un paradigma contra otro. No obstante, el nuevo paradigma se está construyendo desde variados ángulos y, por supuesto, el nuestro no es único. Pero confiamos que pueda ayudar: el “clic” mantal de la liquidación del pensamiento mágico parece importante.

Es hora, pues, de sacar consecuencias para el constructo teológico; cada sector o tratado de teología puede ser revisado a fondo. Pero este trabajo aparece fácil en cuanto se apuntan las primeras aplicaciones.

No es preciso superar lo natural profundo por lo sobrenatural, ni lo humano por lo divino, ni la razón por la fe. Al contrario, cuanto más natural y humano más sobrenatural y divino; cuanto más razonable más creíble. En una palabra, cuanto más descubrimos la densidad y profundidad del cosmos inicial por su ser-desde-Dios, mejor comprendemos su Plenitud final como cabal plenificación “desde adentro”, es decir “conforme a la naturaleza y a las leyes” de lo creado. Quien dice “autonomía” niega el intervencionismo “desde afuera” o “al margen” de las leyes naturales. Cuando se habla de “plenificación” se afirma la “continuidad” entre lo profano y lo sagrado. Si se afirma la “continuidad” se quiebra toda separación entre humanización y divinización, entre razón (integral) y fe, entre palabra de hombre abierto a lo trascendente y Palabra de Dios, entre religión natural y revelada, entre casa y templo, entre ágape fraterno y Eucaristía, entre desarrollo humano verdadero y evangelización, entre Mundo e Iglesia. Sólo queda la discontinuidad y distinción entre Dios y lo creado que, subyacente en los anteriores binomios, el “pensamiento mágico” ha traducido en categorías de separación, distancia, alejamiento, intervención, portento…

La revelación surge del interior de la evolución. No llegan nuevas verdades “desde afuera” al oído del profeta, sino que surgen desde su corazón habitado por Dios. Moisés sufre como sus compatriotas la esclavitud pero lee esa realidad como repudiada por el Dios liberador. La luz de Dios, como invitación apremiante, pugna por abrirse paso en cada corazón humano a lo largo de la historia. Ningún individuo o pueblo es “elegido” previamente. Mas todos cuantos responden, de cualquier religión, en lugar de blandir verdades contra otros, están llamados a compartir la misma mesa de variados frutos. El mejor ecumenismo es el pluralismo religioso en el que cada uno corrige su limitación y ofrece su riqueza. Buda, Confucio, Lao Tse, Moisés, Sócrates, Jesús, Mahoma, Lutero, Cervantes, Mozart, Kant, Hegel, Marx, Luther King, Oscar Romero y tantos otros construyen la historia ¿Hay alguno mayor que los demás? ¿Hay alguno inalcanzable? Los místicos de cualquier religión se extrañarían tal vez de tal pregunta curiosa. Sólo Dios lo sabe. Entre tanto, nadie tiene por qué abandonar la casa solariega sino suprimir puertas y ventanas.

No existe ninguna fe autoritativa por encima de la razón integral. Pero la razón es inteligencia, sensibilidad, limpieza de corazón, fidelidad a la voz interior, apertura a lo trascendente, coherencia de vida, diálogo con los hermanos, enraizamiento en la propia tradición, sincero diálogo con las otras y, sobre todo, pasión por los más pobres…Dentro de esto estamos en lo inteligible y racional. Toda escritura luminosa es “revelación”, Palabra de Dios. Pero lo es en el molde de la palabra humana en que se vierte. También la Biblia está llena de mitología y magia que, por lo demás, impregnaba la experiencia originaria de Jesús y de sus seguidores ¿A qué autoridad recurrir hoy para separar el oro de la ganga? ¿A un magisterio inferior a ella? ¿O a esa “razón integral”, antes señalada que constituye la fe fiel del pueblo de Dios (“sensus fidelium”) y que necesita tanto de oración como de crítica histórica?

Jesús de Nazaret no es un “novum” de Dios que se introduce en el cosmos. En la evolución no existe el “novum” ontológico sino el “continuum” existencial como despliegue del núcleo inicial de la Gran Explosión. La “encarnación” no es ontología sino metáfora (Hick). No es una “mezcla” (Calcedonia) entre hombre y Dios. Es una “unión” (unión hipostática se la llamó para que no mediara separación), no una “identidad” entre Dios y ser humano. Que una creatura sea Dios es tan contradictorio como un círculo cuadrado. Y esta unión, por muy excelsa que sea, sigue siendo relación entre Dios y este ser creado concreto y, como tal, no desborda los parámetros en que hemos percibido el misterio de la creación. Dios creador habita esta realidad conforme a su naturaleza creada y a sus leyes biológicas históricas. Dios no habita (crea) del mismo modo un guijarro, una ameba, un perrito, un embrión humano (el de Jesús) y su culminación en la cruz y la resurrección. Efectivamente Dios habita al Jesús en el seno de María y, desde el máximo Don aunque a la medida de su ser embrionario, lo empuja –si se deja libremente y pudo no hacerlo- hacia su Plenificación, hasta que “es constituido Hijo de Dios en plena fuerza a partir de su resurrección” (Rom 1, 4). Todo ser es un devenir y todo ser humano es su historia. Sólo en la plenitud de su libertad y de su respuesta total en la Cruz, queda Jesús plenamente habitado (resucitado) por Dios, es decir, queda plenamente creado como Hijo por el Padre.

¿Sólo Jesús ha resucitado? ¿No ha existido resurrección de los muertos antes de Jesús ni después de él (todavía)? Dios no modifica, mediante Jesús, la dinámica de la evolución del ser humano. Jesús no aporta la resurrección sino que ilumina su sentido. Está en la naturaleza humana salida de las manos de Dios el resucitar, es decir, alcanzar la Plenitud. La experiencia de la vejez lo sugiere. Cuando falla poco a poco la corporeidad, paradójicamente algo espiritual crece (puede crecer) en lo profundo del ser, un algo emerge dejando atrás la “distracción existencial” y se percibe como flecha lanzada hacia lo alto. Su trayectoria no queda absurdamente truncada por la muerte. Es como si, en el “continuum” de cada persona, la materia de lo corporal se fuera adelgazando por ir operándose un trasvase de energía hacia lo meta-material, hasta hacerse “cuerpo espiritual” (Pablo de Tarso). Familiares y amigos resucitados no esperan no sé qué fin de los tiempos sino habitan (pertenecen a lo intramundano), con Dios, nuestra realidad creada. María “asunta” a los cielos no es la excepción. El “esjaton” o cumplimiento de la historia se inauguró con el primer “homo sapiens” resucitado. Lo intramundano en devenir, gracias a la presencia cercana de todos los muertos-resucitados (propios y ajenos), se va densificando en el Banquete del Reino inaugurado ya ¿No se podría recuperar aquí el “culto a los antepasados” y la “presencia de los espíritus” de las religiones animistas?

La Iglesia, realidad estrictamente humana. No es preciso abandonar el tratado de la creación para construir la eclesiología. La Iglesia, como colectivo humano, no es sustancialmente diferente de cualquier otro. No existe ninguna intervención especial de la divinidad distinta del hálito creador. Ni fundada por Jesús, ni fruto de una especial elección divina, se enraíza, no obstante, en aquel y prolonga en los seguidores su experiencia vital. Todo se desarrolla en lo intramundano habitado siempre por Dios. Su configuración y estructuras son históricas y como tales mutables. Por tanto, cuando se habla de su reforma no hay más límite que los de la recta razón integral que no puede barrer de un plumazo la sana tradición.

Dios habita la Iglesia en la libre respuesta de sus miembros. Dios crea la piedra, el perrito o el ser humano dándoles ser lo que son; a la piedra no la hace ladrar, ni al perrito pensar. Los habita en su autonomía. Por la misma lógica, la forma de habitar el ser humano es conforme a las leyes de su construcción histórica. No está en el embrión (recordemos que el Don sólo es limitado por el receptor) como en la respuesta libre de su ser adulto. Sólo en la respuesta libre de los miembros de la Iglesia se construye ésta. Toda otra Presencia de Dios en un colectivo humano es pura magia. Carece, pues, de sentido, salvo como gesto de la comunidad que acoge, el bautismo del bebé incapaz de acto consciente. Sin sentido inteligible también cualquier automatismo sacramental, la Presencia Eucarística fuera de la libre respuesta de la asamblea a Dios, el “don” o la “asistencia” especial del Espíritu en un carisma individual, en el servicio ministerial o en el magisterio. El Espíritu no interfiere ni va más allá de las cualidades naturales y de la libre y responsable cooperación humana. A poco que se analice, toda la institución eclesial es un constructo trufado de sobrenaturalismo mágico. Nos podríamos interrogar en qué medida es, no sólo escasamente razonable sino objetivamente inmoral invitar a los hombres y mujeres de la modernidad a dar su adhesión a la institución eclesial, salvo para superarla como Jesús superó toda religión. Jesús no “inventó” ninguna nueva religión y si la Iglesia pretende fundarse en él, debería hacerlo “en espíritu y en verdad”. Como experiencia viva que el Espíritu creador suscita en la historia, su misión es la de converger con todas las demás al servicio de la humanidad.

Breves consideraciones finales:

Hemos podido dar la impresión de desmontar todo en la realidad religiosa siendo así que hemos pretendido sanear un edificio increíblemente obsoleto. Los cristianos nos hemos creído el ombligo del mundo y de una historia de más de un millón de años, afectados del síndrome del “unigénito” de Dios (J.M. Vigil). Sin una radical cura de humildad no atraparemos el tren de la historia ni le brindaremos lo que en nuestra pequeñez le podamos aportar.

En esta refundición de la Iglesia mediante la liquidación del virus mágico, nos hemos detenido especialmente en los aspectos epistemológicos. Es claro que los más importantes son los de la experiencia vivida. Existe mucha mayor afirmación de Dios en la ortopraxis que en la ortodoxia. “No todo el que dice ‘Señor, Señor’… En la ortopraxis reside el ecumenismo definitivo entre creyentes y no creyentes en vistas a la misma tarea humana.

Dicha ortopraxis pasa, en un momento de serio riesgo de eco-cidio y de humanicidio, por la identificación con los más pobres y excluidos. Es la única universalidad, por la base, en que debemos converger todos. Si dentro de la Iglesia, o entre las Iglesias, o entre los creyentes e increyentes de toda religión (o magia) es difícil un pluralismo respetuoso en nuestras cosmovisiones, démonos al menos todos la mano en la liberación de los que sufren y mueren por nuestra irresponsable necedad.

Logroño, 15 diciembre 2002.

Para esta edición:

https://www.servicioskoinonia.org/relat/324.htm