La Estrella Polar pasó haciendo el bien


Por Concha Martínez Latre 

El inicio de la ruta 

El proceso de construcción de una identidad cristiana propia, cuando se trata de una mujer nacida a mitad de siglo pasado en la “católica” España, es complejo. Se nacía dentro de la Iglesia católica, apostólica y romana. No cabía otra posibilidad y esa pertenencia se traducía en unas prácticas y un cuerpo doctrinal aceptado sin fisuras ni disidencias. 

Mi proceso creyente ha estado guiado por el afán de alcanzar una fe en libertad. Las aportaciones de la teología de la liberación, las teólogas feministas, el pluralismo religioso y la sociología de la religión me han conducido hasta el momento actual, encuadrado en los nuevos paradigmas, siendo esta expresión un cajón de sastre a la que trataré de dar contenido personal. 

Si me pregunto dónde se apoyaba mi fe en aquellos años infantiles y adolescentes, debería decir que en la observación de la gente que me rodeaba y que se confesaba explícitamente católica. Frente a los que identificaban creer con cumplimiento y normas, había personas que me atraían por su bondad, por su alegría. Sus vidas apuntaban hacia algo que luego supe formular desde la vida de Jesús: Pasó haciendo el bien. 

He conocido durante la educación primaria y secundaria tres tipos diferentes de centros. El comienzo fue en un colegio religioso, después otro vinculado a la dictadura, para culminar en un Instituto público. En los tres, con pequeñas variantes, había rezos diarios, meditaciones y arengas sobre el lugar central que debía ocupar en nuestras vidas todo lo relacionado con el sexto y noveno mandamiento. Poco más. 

Y al lado de esta “deformación” religiosa, hombres y mujeres, algunos muy cercanos, otros conocidos indirectamente, que vivían esa fe de un modo atractivo e ilusionante, que parecían haber captado el mensaje del evangelio. Quizá por eso seguí confesándome creyente, si bien alguna fisura se abría para dar paso a avanzar en una fe personal. 

Hacia la autonomía 

Llegar a la universidad abrió mis horizontes en muchos sentidos. Desde las relaciones humanas, enriquecedoras por su variedad, hasta el cambio de lugares de práctica religiosa, pasando por el conocimiento, propiamente dicho, de manera que la ciencia iba mostrando delante de mí argumentos sólidos sobre el origen y evolución de la vida, de la Tierra, del Cosmos. Existían las leyes físicas, existía la incertidumbre y la duda. El repertorio de preguntas iba cambiando y redirigiendo sus contenidos. En los grupos de reflexión se expresaban dudas sin escandalizar a nadie. 

La conclusión a la que llegué fue “la obligación” de construir una moral, una ética que naciera de mis propias convicciones. Para ello me sentía responsable de conocer mejor qué significaba querer seguir a Jesús. El abandono de una moral heterónoma animaba a emprender un camino no trillado, pero se evidenciaba la necesidad de hacerlo en compañía. Una comunidad de fe era imprescindible. Esa búsqueda de sentido precisaba de otras personas que se arriesgaran en ese proceso, siendo el ámbito idóneo para contrastar, compartir y proseguir. 

Un paso significativo fue replantearme el papel de los sacramentos, comenzando por el de la confesión. Analizar qué se podía rescatar y qué carecía de sentido, pues más bien lo encuadraba hacia el lado de los actos mágicos, eficaces si crees en la magia, e inútiles si no entras en el juego. Al igual que la confesión, otras prácticas rituales fueron desvaneciéndose. El estudio del valor y sentido de los sacramentos me ha llevado a repensar comunitariamente cada uno de ellos. Le dedicamos tiempo y voluntad, con la ayuda de Edward Schillebeeckx[1], y de José María Castillo[2]. La sensación de libertad era fuerte, surgían planteamientos donde encajar la formulación de mi fe, que sentía legitimada al encontrar el núcleo de la misma. Rituales y tradición ocupaban su lugar, secundario, a mi entender. El seguimiento de Jesús apuntaba hacia otros horizontes. 

En 1974 nació mi primera hija y nos encontramos ante el envite de su bautismo. Ya en esos años formábamos parte de dos comunidades cristianas. Una más parecida a un seminario de estudio teológico y otra en la que dábamos cauce a la parte sacramental, pero ya transitando hacia una comunidad adulta, responsable de dar razón de su fe. Y también de encontrar cauces para que esa fe se materializase en un compromiso social y político activo. 

Bautizamos a nuestra hija, junto a otros pequeños de la comunidad en la Vigilia de Pascua del año siguiente. Hubo mucho debate al interior de la comunidad sobre qué expresábamos con ese sacramento, si había significación o era ritual tradicional. Y llegamos a la conclusión de que queríamos presentar a nuestras hijas e hijos ante la comunidad cristiana y también ofrecerles el regalo de nuestra fe, que para nosotros constituía algo valioso. Cuando fueran personas adultas, gracias a la confirmación, podrían aceptar o no ese regalo. 

La necesidad de formación se saciaba con la lectura de textos y obras de teólogos. Las revistas “Concilium” y “Selecciones de Teología”, los libros de teólogos[3] europeos, norteamericanos o españoles iban formateando mi mente y ayudándome a encontrar soporte a mi fe. La biblioteca de casa se iba llenando con obras que servían luego para reflexionarlas en común, o para descubrir la riqueza y variedad en la interpretación de los libros sagrados del cristianismo. Se podía hacer una lectura política de la realidad desde la fe. 

La opción preferencial por los pobres 

Vivíamos en el último tercio del siglo XX con la tensión de reconciliar dos polos, aparentemente opuestos: la fidelidad a la iglesia y la fidelidad al mensaje de Jesús. Y al tiempo comprometernos con nuestro entorno y nuestra sociedad. El Concilio Vaticano II había dado luz verde a una Iglesia que debía vivir en el mundo. 

En la católica España eran escasos los ejemplos, dentro de la institución eclesial, que se arriesgaran a salir de los caminos ortodoxos de obediencia ciega y acrítica a la jerarquía, así como a adentrarse en una reflexión personal. Cuestionar e intentar cambiar el orden social, político y económico no era tarea propia de nuestra identidad religiosa. 

Mi horizonte, como el de las comunidades de pertenencia, se abrió con nitidez cuando accedimos a las obras de los teólogos[4] de la liberación provenientes de Latinoamérica. 

Una lectura novedosa de la Biblia se desplegaba ante nosotros. Textos como el Éxodo o los profetas, en especial Isaías, inspiraban la fe en un Dios que desde los inicios de la vida había proclamado su preferencia por los más pequeños. Un Dios que acoge y que se guía por la misericordia hacia sus hijos, desde el único poder de su amor sin límites. 

En el Nuevo Testamento la elección iba por Mateo 25 con la narración del Juicio final, la parábola del Buen samaritano, el Sermón de la Montaña, o de las Bienaventuranzas. No había dudas sobre lo que significaba querer seguir a Jesús, el Dios encarnado. La adhesión a su Causa, la oración confiada en su ayuda, la posibilidad de reconciliar lucha socio-política y fe cristiana, la vivía desde la certeza de seguir el rumbo de la Estrella Polar. Un Dios claramente a favor de los pobres y oprimidos y empeñado en la liberación de esas vidas aquí y ahora. Y por lo tanto una misión para los creyentes al tener que entregarnos a esa tarea sin contradicciones. 

Los teólogos latinoamericanos eran el soporte teórico, enriquecidos posteriormente con las teólogas[5] feministas de la liberación, adobados por las Conferencias del CELAM de Medellín y Puebla, que seguía con interés en sus declaratorias finales. No puedo olvidar el papel estelar que ha desempeñado desde 1980 el Congreso de Teología de la Asociación de Teólogos Juan XXIII al facilitar, simplemente con el desplazamiento a Madrid, la oportunidad de escuchar de viva voz a la élite del pensamiento liberador en la Iglesia. Sus ponencias, las oraciones y las liturgias conformaban una imagen de la Iglesia en la que querías y podías reconocerte. 

Y al lado de los teóricos, otra fuente de inspiración provenía de obispos tan singulares como Helder Cámara en Brasil, Pedro Casaldáliga en la Amazonía brasileña, Oscar Romero en El Salvador o Leónidas Proaño en Ecuador. Ellos, así como las Comunidades Eclesiales de Base, nos ofrecían modelos creyentes en los que nos apoyábamos para hacer la necesaria traducción al contexto de la sociedad española. 

Con una democracia en construcción, con una sociedad en parte ávida de cambios, con la constatación de la desigualdad y la posible intervención en modificarla, la fe era compromiso, la oración era acción, la entrega a las causas sociales no era más que la consecuencia de mi fe. Aportar mi granito de arena en la construcción del Reino de Dios. El activismo era fuerte, y lo combinaba en mis comunidades de referencia con más lecturas específicas y con la celebración semanal de la Eucaristía, que, dentro del repertorio sacramental de la Iglesia, hemos rescatado y mantenido, adaptándola a nuestras circunstancias[6]. Jesús era guía, modelo y referencia. 

Teología y ecofeminismo 

La contribución de la teología feminista ha sido notable para modificar el lenguaje y el contenido de las representaciones creyentes, y en concreto de la mía. La teología ha sido tradicionalmente un oficio de varones y ha impregnado la lectura de los textos sagrados de un sesgo patriarcal y androcéntrico, que era también el dominante en la sociedad. Las exégesis promovidas por las mujeres cambian la perspectiva del análisis pues se hace desde otro lugar social. Un lugar subalterno y silenciado, pero rico en matices y contrastes. Rescatan estas teólogas a las mujeres del Antiguo y Nuevo Testamento, y rastrean en ellas y en sus conductas formas nuevas de caracterizar a Dios. Dios ya no es sólo el Padre, símbolo de la ley, aunque pueda ser misericordioso y rebosar esas leyes como indica la narración del Hijo Pródigo. Dios es también Madre, y ese rasgo nos permite entrar en el registro de lo cotidiano, de lo insignificante en apariencia, pero repleto de ternura, amor y cuidado de la vida. Se subraya el valor de la Ruah, el Espíritu, que en hebreo es palabra femenina. Y se cultiva una espiritualidad rica y creativa, reforzada con elementos sensibles más vinculados a la tierra y la naturaleza. Hay otras liturgias, otras expresiones y símbolos, dotados de otros significados en mayor sintonía con lo que se está viviendo en la sociedad y que se ha venido a llamar la revolución feminista. 

Añadamos al aspecto teológico feminista la aportación del ecofeminismo. Todo un grupo de epistemólogas van construyendo este nuevo modelo de pensamiento, que analiza la analogía entre la explotación de la Naturaleza y la opresión del patriarcado sobre la mujer. Naturaleza y mujer comparten posiciones subalternas dentro de la sociedad neoliberal. La vulnerabilidad y fragilidad de los cuerpos físicos, que habitamos los seres humanos, tienen su correspondencia con la necesidad de cuidado respetuoso que reclama la Naturaleza y todo cuanto vive. Si todo lo que nace no es más que una promesa de futuro, que precisa de los cuidados continuos para convertirse en realidad, la cuidadora por excelencia ha sido la mujer. 

La mujer en todas las sociedades de forma casi general, y a lo largo del tiempo, ha sido la encargada de sostener la vida de las criaturas, de los enfermos, de los ancianos. Tareas que se desempeñaban en un espacio concreto privado formando parte de lo cotidiano. Y esa dedicación no sólo se ha invisibilizado, sino que además no ha gozado de reconocimiento social ni económico. Al no tener precio, no tenía valor. 

También la relación con la Naturaleza ha sido falseada al ignorar las terribles consecuencias del despojo y sobre explotación de sus bienes. Una concepción utilitarista y mercantilista ha borrado la relación entre seres humanos y el medio ambiente en el que se desarrolla la vida. La propuesta ecofeminista argumenta que mujer y naturaleza se refuerzan en sabiduría y capacidad de sostener la vida. El respeto que debemos a todo cuanto vive engloba a seres humanos, animales y Naturaleza y las capacidades cuidadoras de la mujer deben prolongarse e imitarse en nuestra relación con la tierra. Esa sería de forma sintética la novedad del ecofeminismo: cambiar la posición y perspectiva del análisis para encontrar sentidos y significaciones distintas. 

Pluralismo religioso 

Los cambios sociales en España en los últimos años, con el fenómeno de la inmigración y la llegada de personas de otras culturas y de otras expresiones religiosas, me ha ofrecido cercanía y amistad con algunas de ellas. De este modo he conocido otras formas religiosas y he encontrado puntos de convergencia con ellas unificadas gracias al principio de la compasión. 

El filósofo francés de origen judío, Emmanuel Lévinas, deposita el principio de humanización de cualquier persona en la mirada del Otro sobre mí. Esa mirada, que me reconoce, señala la alteridad como eje ético primordial de las relaciones humanas. Soy, porque soy para otro, igual que él es para mí. No puedo desvincularme de lo relacional en mi práctica vital y esta regla impregna las diversas manifestaciones creyentes en su pluralidad. 

Las nociones de pueblo elegido depositadas en Israel o de revelación divina, directamente de Yahvé al pueblo judío, se resquebrajan. Hay experiencias religiosas, al margen de la católica, que son igualmente válidas ante las grandes cuestiones vitales: ¿qué hacemos aquí?, ¿quién es mi prójimo?, ¿por qué el dolor y la muerte? La sinceridad y honestidad con que se busca respuestas van trazando caminos de encuentro con creyentes y no creyentes. El pluralismo religioso me obliga a depurar mi fe, a buscar de nuevo el sentido de confesarme cristiana[7]. 

Dogmas y creencias dejan de tener valor. Ni la encarnación, ni los textos revestidos del carácter de revelación, ni la economía de la salvación, ni dogmas sobre la Trinidad o la virginidad de María, ni tan siquiera la autoridad del Vaticano, que está lastrada gravemente por la discriminación de la mujer y por la ausencia de democracia, son importantes para mí. Tampoco me resultan especiales el carácter divino de Jesús, ni los dogmas referentes a la resurrección y la ascensión. Despojar a Dios de cualidades sobrenaturales invalida la fe en un destino humano prolongado en el cielo tras la muerte. Mi ética no se apoya en recompensas futuras sino en el mandato ético de ver al Otro como mi semejante. E intentar vivirlo en el día a día, en lo público y en lo privado, en lo próximo y en lo lejano. 

Conocer mejor la historia de la institución eclesial, la deriva desde las primeras comunidades cristianas hasta la consolidación de la Iglesia en Roma, con una adaptación al modelo imperial latino, ilumina la trayectoria de la Iglesia católica con sus luces y sus sombras. Y también facilita tomar distancia, colocarse en la periferia. No cerrar de ningún modo ese registro creyente, filiación personal, pues sigue alumbrando con su tenue luminosidad la Estrella Polar y con el mismo rumbo. 

Un mundo en cambio 

En el tránsito del siglo XX al XXI España se ha ido acomodando al resto de países del entorno. La democracia, con sus limitaciones, se ha consolidado. Habíamos asistido en la última década del pasado siglo a la caída del muro de Berlín y a la desintegración de la URSS, aparentemente estábamos viviendo el fin de los grandes relatos e, incluso, ciertos analistas como Fukuyama, famoso por un tiempo, se abonaban al fin de la historia con el triunfo rotundo del capitalismo, declarado como único sistema válido para conducir a la humanidad. 

La trampa quedaba oculta, pero se podía descubrir al menor trabajo de reflexión. Considerar el capitalismo, o el sistema neoliberal, como el vencedor dentro de la confrontación de sistemas socio-económicos partía de un supuesto perverso y reduccionista, la ignorancia de las condiciones de vida de las inmensas mayorías de la población mundial. Si nuestro campo de visión se limitaba al mundo occidental, y dentro de él permanecíamos ciegos ante los excluidos y marginados de nuestras propias sociedades opulentas, todo podía catalogarse en general de un mundo avanzado, deseable y con unas cuotas de felicidad amplias. El resto de los seres humanos podría encuadrarse como “desechables”. Sus vidas no cuentan para relatar el avance de nuestras sociedades neoliberales. Pero ese mundo feliz no era, ni es, generalizable. 

Los países enriquecidos, entre ellos España, hemos alcanzado un nivel de calidad de vida y de bienestar, que justificamos por unas supuestas capacidades que otros[8] no tienen. No se contempla en el análisis la interrelación entre los países enriquecidos y los empobrecidos. No se es consciente, o no se quiere ser, de que nuestro bienestar depende del expolio de los bienes de esos países, que ocupan el furgón de cola en las estadísticas de los programas de desarrollo de Naciones Unidas. 

Nos beneficiamos no sólo del petróleo, del coltán y otros minerales geoestratégicos, también del alejamiento de la contaminación consecuente a la producción de ciertas materias, que forman parte de nuestros hábitos de consumo. Cerramos los ojos ante las condiciones de explotación laboral en la fabricación y manufactura de productos, que aparecen “milagrosamente” en nuestros mercados. No sufrimos las guerras exportadas por la disputa por el dominio de materias primas. Y blindamos nuestras fronteras a migraciones forzosas, que suponen una mano de obra sometida en nuestros países occidentales, a la que difícilmente concedemos derechos. 

Sirvan estas simples pinceladas para dar cuenta de la situación personal, compartida con muchos otros, sobre qué pasaba con la construcción del Reino, qué sucedía con la liberación de los pobres, dónde quedaba el mundo soñado. 

A base de decepciones profundas, y de baños de realidad, las expectativas sobre el valor transformador de nuestra acción socio-política han ido virando. El fracaso de los grandes relatos ha tenido en principio su corolario en el aparente fracaso de nuestras opciones. 

Pero a poco que regresemos al origen de nuestra religión cristiana y a la vida de Jesús, el hombre inspirado por el Espíritu, que pasó haciendo el bien, lo que contemplamos desde esa hoja de ruta, es que Jesús terminó asesinado en la cruz. Sin embargo, no podemos decir que fracasó, pues sembró unas propuestas en sus mensajes y en su práctica, que cautivaron a amplias mayorías y que han seguido inspirando la vida y la esperanza a millones de personas, cientos de años después de su muerte. 

Nuestros fracasos y decepciones no nos han instalado en un cinismo paralizante, sino que nos hemos reinventado, y para ello ha sido necesario asumir y corregir los sesgos de omnipotencia que llevábamos en nuestras mentes. Y también de arrogancia. Las inconsistencias de nuestras emociones profundas, que son las que orientan los análisis y las acciones, las podemos detectar mejor con la edad. 

En la juventud, cuando descubrimos el mundo de los adultos y empezamos a tomar parte de él, creemos que nosotros vamos a conseguir todo lo que nuestros predecesores no supieron, o no quisieron lograr. El aforismo atribuido a Bernardo de Chartres, filósofo del siglo XI, perfila certeramente el espejismo de esa idea, pues: somos como enanos a hombros de gigantes. Si podemos ver más lejos no se puede atribuir a nuestros méritos sino al hecho de estar sobre los hombros de otros, que a su vez se apoyaron en otros y así sucesivamente. 

Es muy difícil situarnos en el interior de un proceso que viene de muy atrás y admitir que estamos ahí, siguiendo el curso de esa corriente continua. Hubo mundo soñado antes, lo habrá después de nosotros. No podemos pretender alcanzar la categoría de gran río amazónico, ni siquiera arroyo saltarín, sino conformarnos y alegrarnos de ser una gota de la gran masa de agua. Josep Ma Esquiro[l9] lo formula con una metáfora apropiada: admitir que podemos desplazar medio palmo la realidad hacia lo soñado y que ese medio palmo es imprescindible y suficiente para acercarnos a la comunidad fraterna y sororal, destino unívoco de la Estrella Polar. 

También en estas décadas se abre paso con mayor nitidez un cambio de paradigma, el que va del antropocentrismo al biocentrismo, que guarda puntos de contacto con el eco-feminismo. El ser humano no puede seguir siendo el eje central de la creación con poder sobre cualquier otro ser vivo y con el dominio absoluto de la Naturaleza. Se empieza a tomar conciencia de los límites físicos del planeta, de las alteraciones profundas en los biosistemas, producto del extractivismo y de la explotación desmedida de los recursos naturales por parte del ser humano. Se ha impuesto un modelo de vida apoyado en el consumo desenfrenado, y hay datos contundentes sobre la destrucción de nuestro entorno y predicciones sobre un futuro con un medio ambiente degradado e insostenible. El cambio climático o la emergencia climática es cada vez más un escenario posible y peligroso. 

El biocentrismo diluye la preeminencia de la vida humana entre todo lo que tiene vida. La Naturaleza no está al servicio del ser humano con un sentido utilitarista, sino que somos parte de ella y todo lo que hagamos de bueno o de malo a esa Naturaleza, repercutirá en nuestras propias existencias. Se revaloriza el cuidado como alternativa ante la vulnerabilidad de nuestros cuerpos físicos y de la vida que nos rodea en cualquiera de sus manifestaciones. 

La voz de los grupos excluidos de la narración dominante de la historia se deja oír con unos postulados que poco a poco van calando en las sociedades adormecidas. Y el relato desde lo subalterno ya no se ciñe a los que alumbraron los movimientos progresistas del siglo pasado. Hay ahora una reivindicación del presente, en el que se tienen que manifestar esos valores que suponen la base de la comunidad humana y de su simbiosis con la Naturaleza y todo lo que vive. Rediseñar la escala de valores sociales y económicos colocando entre lo prioritario todo lo que sostiene la vida. 

Y así la vida cotidiana cobra relieve para convertirse en espacio de liberación y construcción del mundo soñado. En ella se puede también perseguir el desplazamiento del medio palmo hacia la comunidad fraterna. La Estrella Polar sigue marcando un rumbo: pasó haciendo el bien, que encontramos en los ejemplos nítidos del capítulo 25 del evangelio de Mateo, en las propuestas de cuidado de la vida, de la importancia del mundo de los afectos, de la ternura como expresión de las relaciones humanas, del respeto a todo lo que vive. También en la proposición sintética de Jon Sobrino: Vivir simplemente, para que otros puedan, simplemente, vivir. 

La sociología de la religión 

Otra contribución en el proceso de construcción de mi identidad creyente proviene de la sociología, a la que me aproximé en los primeros años del siglo XXI. 

Durkheim[10] con su estudio sobre la estructura de las formas religiosas, que escribió en 1912, pone palabra y sentido a una intuición que me inquietaba desde tiempo atrás. Más que la existencia de un Padre común, que provocaba la fraternidad general, yo entendía que lo constatable era la igualdad radical entre los seres humanos, traducida en fraternidad, o sororidad, universal y desde ella podríamos acceder a un Padre común. 

Para Durkheim, las formas de expresión religiosa son construcciones sociales que, al recibir la adhesión de un grupo, estructuran la vida del mismo. Lo sagrado es una manifestación social que se crea por el poder consensuado que le confiere un grupo humano. Tiene la capacidad de crear vínculo y al crearlo, el grupo se empodera a través de él. Encaja aquí mi perspectiva de la religión: si nos concebimos como hermanos, nos podemos dotar de una estructura que refuerce la cualidad fraterna y esa estructura, que nos liga unos a otros, es lo que denominamos religión. El conjunto de normas, preceptos y narraciones que ligan a los fieles que las practican. 

Mircea Eliade[11], antropólogo e historiador, volcado toda su vida en el estudio comparativo de las religiones, acuña el término de hierofanía, para designar las manifestaciones de lo sagrado bien en forma de objetos, de rituales, espacios, narraciones o mitos. Y afirma la importancia de esas mediaciones para que un grupo encuentre la expresión de lo sagrado, que se materializa en estructuras religiosas concretas, en religiones. José María Mardones[12], el filósofo de la religión, también estudió el papel del símbolo en el dominio de lo religioso, subrayando la importancia que le debemos rendir a la hora de analizar los fenómenos religiosos y los vínculos que provocan. 

Estos autores me han ayudado a repensar el significado de rituales de la religión católica que, desde mi juventud, con una mentalidad excesivamente racional, me resultaban de difícil comprensión, achacándoles rasgos de supersticiones retardatarias. En novenas, procesiones, romerías, encuentro ahora las mediaciones necesarias para recrear el vínculo de lo social. Lo social-sagrado. Si bien esas mediaciones están sometidas al signo de los tiempos y por tanto se manifiestan cambiantes. Los peligros que acechaban a la vida humana desde la enfermedad hasta los desastres naturales y que no encontraban explicación satisfactoria, se conjuraban apelando a Dios con los rituales apropiados. En nuestro mundo occidental hay un declive de esos rituales ancestrales por la secularización, deudora de los profundos cambios en los estilos de vida, fundamentalmente el paso de sociedades mayoritariamente rurales y campesinas a otras urbanas, desgajadas de la tierra y sus tareas. 

La eficacia de los símbolos reside en la significación que podemos otorgarles a los mismos. Una sociedad del conocimiento, como la nuestra, con la preeminencia de los avances tecnológicos y la confianza depositada en la ciencia como verdad inmutable, ya nos indica que no van a ser válidos los que fueron eficaces tiempo atrás, no tan lejano. Se recrea ahora lo social-sagrado con otros vínculos que también esconden la dimensión simbólica: manifestaciones, performances, organizaciones no gubernamentales de solidaridad internacional, medioambientales, pacifistas, antirracistas, que congregan en torno suyo a grupos humanos orientados hacia el mundo soñado, bajo el rumbo que marca la Estrella Polar. Estas expresiones se desarrollan en una sociedad laica, secularizada, en la que resulta difícil detectar la dimensión trascendente que vivo como una carencia que tengo que solucionar de otro modo. 

Tampoco quiero caer en la ingenuidad de colocar todas las mediaciones creadoras de vínculos sociales bajo la égida de la misma estrella. Muchas se guían por constelaciones ajenas al cuidado de la vida y sin comprender ni aceptar el alcance y magnitud que tiene la igualdad de todos los seres humanos, todos sin excepción. El mal sigue presente en nuestro mundo, confrontado con la bondad. Lo que sucede, con la inspiración que da la vida y obra de Jesús, es la afirmación esperanzada de que la última palabra reside en la bondad y en el poder del amor. 

La nueva teología 

Me sitúo ahora en la última etapa, la actual, dentro del proceso de construcción de mi identidad cristiana. En el itinerario he ido dejando muchos sistemas de referencia, que han ido evolucionando pivotando sobre la opción de buscar con libertad mi base creyente. 

Al principio tenía una concepción tradicional de Dios como ser supremo que habita en el cielo y es todo-poderoso. Da paso al Dios que el Nuevo Testamento nos presenta como Padre amoroso y que la teología feminista amplía a la categoría de Madre; un Dios creador de todo lo que existe, atento a la vida de todas sus criaturas, omnipotente y misericordioso. A él he dirigido mis plegarias, mis temores y mis súplicas de ayuda. Esperaba sus cuidados y su intervención milagrosa. Pero ni tan siquiera la teología feminista puede resolver mis extrañezas. Referirme a Dios como madre vuelve a utilizar el enfoque antropomórfico y me resisto a concebir a Dios dentro de nuestras categorías, que entiendo devalúan a un Dios que manipulamos para encajarlo dentro de nuestros esquemas y necesidades. Cualquier intento de definirlo se agota en sí mismo careciendo de sentido. 

Focalizar en Jesús ofrece una aproximación creyente menos problemática. No hay dudas para expresar quién ha sido Jesús y en qué consiste seguir su proyecto: Paso haciendo el bien, programa vital para la construcción del Reino. 

Sin embargo, ese Jesús no precisa de la filiación divina para convertirlo en mi referencia. La atracción y carisma de Jesús reside en la relación excepcional que mantenía con el Dios de Israel, que le hacía brotar la expresión más tierna, Padre, para dirigirse a él. El Espíritu, que le animaba y guiaba, configuraba una vida derramada en favor de los últimos con la esperanza de transformar este mundo en el Reino de Dios, presidido por la justicia, la igualdad y la paz. Y era tal la fuerza y coherencia que emanaba de sus convicciones, que le llevó a la condena a muerte, consecuente con una vida que se enfrentaba al poder de su tiempo, en cualquiera de sus variantes: política, económica o religiosa. Y paradójicamente, esa muerte tuvo el extraño poder de concitar una esperanza contra toda evidencia, que lanzó, primero a sus seguidores, luego a multitudes, a proclamar que el Reino de Dios era posible, que la muerte no ponía punto final a esa vida, ni a ninguna otra. Que nada se pierde, aunque resulte casi imposible percibirlo en tantas y tantas ocasiones en que la muerte, la destrucción y el dolor se ceban sobre los inocentes y los vulnerables. El Espíritu de lo divino, implorado por Jesús, anima y sostiene a quien le sigue. 

A pesar de depositar en Jesús gran parte de mi identidad creyente, gravitaba una duda profunda sobre cómo referir mi pertenencia a la Iglesia. Por el camino he ido abandonando dogmas y rituales, he ido desechando concepciones de un Dios construidas a nuestra imagen y conveniencia, me he sentido muy lejana de una institución eclesial apegada a los poderes de este mundo por encima del seguimiento evangélico. La libertad que he elegido para mi identidad cristiana me ha provocado tensiones y dilemas en torno a la pregunta de si realmente podía confesarme y reconocerme como miembro de esa Iglesia. Me sentía a la intemperie y con el temor de que el pábilo vacilante de mi fe llegará a apagarse. La depuración podía ser tan radical, que la estrella polar se hubiera extinguido. 

Mi esperanza, mis convicciones profundas buscaban asideros para asumir la soledad de esta etapa del camino. Y esos amarres llegan gracias a obras de diversas procedencias. E. Martínez Lozano[13] ensaya otro lenguaje sobre Dios con la apoyatura de las filosofías orientales, que me resultan algo lejanas. 

Con mayor sintonía voy conociendo a Roger Lenaers[14] y John S. Spong [15] encuadrados en los llamados nuevos paradigmas, que confluyen en desmontar el teísmo que aboga por un Dios sobrenatural listo para socorrernos desde el “cielo”. 

Con palabras de Spong, Dios es la realidad que subyace a todo lo que existe, un Dios que es vida y al que adoramos cuando vivimos plenamente, un Dios que es amor y lo adoramos amando generosamente. De manera que en el acto de vivir y de amar es donde conseguimos ir más allá de nuestros límites para adentrarnos en la trascendencia, la alteridad y la eternidad. Y puedo preguntarme al amparo de Lenaers: ¿qué queda del cristianismo en esta fe moderna? Queda lo esencial, el misterio amoroso que la espiritualidad unificadora renueva y alimenta. 

El Espíritu, que todo lo inunda y todo lo sostiene, cobra peso por sí mismo y se enmarca en una dimensión de misterio. El misterio de la divinidad, que es algo inasequible, por su propia definición. Y tengo que aceptar el no poder ir más allá. Sólo encontraré respuestas parciales en lo que sucede a mi alrededor. En la hondura de lo real. 

Retomo aquí la inquietud por la trascendencia que vivo en ocasiones como un problema. Siento en esta etapa la dificultad para encontrar mediaciones simbólicas que doten de significación al misterio de la divinidad más allá de lo racional. Tener una formulación teórica, más o menos balbuceante, no anula la necesidad de cultivar lo imaginario y simbólico, que apelan al mundo de las emociones y de lo sensible. La riqueza de este registro es imprescindible para escuchar el soplo del Espíritu. Sin ellas la fe queda tan a la intemperie que se puede desvanecer. 

¿Dónde encontrar el Espíritu que se mimetiza con la vida?, ¿qué dominios de lo sensible se activan para detectar su presencia? La percepción del Espíritu emerge en la bondad humana, en la emoción suscitada por la belleza, en la contemplación reverente de la Naturaleza, en el efecto sanador del cuidado y la ternura, en el agradecimiento cotidiano por la pujanza de la vida, en el poder de la reconciliación mutua deshaciendo rencores, en la búsqueda de una verdad que no se imponga por la fuerza sino por su capacidad de generar justicia e igualdad, en el impulso a levantarse cuantas veces se tropiece en la búsqueda de la Estrella Polar, de modo que no nos dejemos invadir por el cansancio o el desánimo, en el valor insustituible de lo colectivo y comunitario, en el compromiso de crear fraternidad y sororidad en la realidad que nos circunda. 

Renuevo pues la confianza en el Espíritu de lo divino, misterio que anida en cada ser humano y que nos impulsa a encontrar la fuente de la felicidad en lo relacional, en la alteridad, en la aproximación humilde a la Naturaleza. En palabras de Jose Arregi[16] una espiritualidad que se encuentra en la dimensión profunda de la realidad, a la que nos acercamos con una mirada de admiración, gratitud y respeto. Con el propósito de aprender a percibir el “Aliento vital que anima cuanto es”. 

Al igual que la utopía, o el viaje a Ítaca, la búsqueda de la Estrella Polar no marca un punto de llegada sino un rumbo o una trayectoria. En ella, con libertad, quiero situarme con el anhelo de no desistir del viaje. La invitación a la esperanza es un proyecto de vida. 

Notas

1. Los ministerios responsables en la comunidad cristiana, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1982. 

2. Símbolos de la libertad. Teología de los sacramentos, Sígueme, Sala- manca 1981.

3. H. ZAHRNT, A vueltas con Dios, Hechos y Dichos, Zaragoza, 1972 A. FIERRO, La fe y el hombre de hoy, Cristiandad, Madrid, 1970
El evangelio beligerante, Verbo divino, Estella, 1974
J. ROBINSON, Sincero para con Dios, Libros del Nopal, editorial 

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D. BONHOEFFER, Resistencia y sumisión, Libros del Nopal, editorial Ariel, Barcelona, 1974
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— Se conmueven los confines de la tierra, Libros del Nopal, editorial Ariel, Barcelona, 1968
H. COX, La ciudad secular, Península, Barcelona, 1968
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4. G. GUTIÉRREZ, Teología de la Liberación, Sígueme, Salamanca, 1974 J.L. SEGUNDO, La historia perdida y recuperada de Jesús de Nazaret, Sal Terrae, Santander, 1990
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J. MATEOS, Cristianos en fiesta, Cristiandad, Madrid, 1975
— El Evangelio de Marcos, Ediciones el Almendro, Córdoba, 1993 C. BRAVO, Jesús, hombre en conflicto, Sal Terrae, Santander, 1986 

5. I. GEVARA, Intuiciones ecofeministas, Trotta, Madrid, 2000
M.P. AQUINO, Aportes para una teología desde la mujer, Ediciones Paulinas, Madrid, 1988
M.P. AQUINO y E. TÁMEZ, Teología feminista latinoamericana, Ediciones Abya Yala, Quito, 1998 

6. Desde 1998 sin sacerdote en la comunidad, pero tras un año completo de discernimiento la decisión fue legitimar a la comunidad para mantener esa celebración eucarística centrada en la lectura reflexiva de textos evangélicos o inspiradores, y en compartir pan y vino como expresión de dos símbolos elementales que nos igualan y nos comprometen en avanzar en común en la construcción del Reino de Dios, o del Mundo Soñado. Una organización en pequeños grupos hace que rotatoriamente se preparen y presidan las celebraciones semanales. 

7. K. ARMSTRONG, Campos de Sangre, Anagrama, 2015, Madrid, me parece una autora muy recomendable para seguir la evolución histórica de las grandes tradiciones religiosas. Y en una perspectiva más ficcional, E. CARRÈRE, El Reino, Anagrama, 2015, sobre los orígenes del catolicismo. Anterior a ellos la obra pionera en el diálogo interreligioso de Hans Kung, El cristianismo y las grandes religiones, Libros Europa, Madrid, 1987. 

8. Es curioso atribuir los niveles socioeconómicos a virtudes propias, achacando a los demás defectos y carencias que justifican la desigualdad. Esta conducta estereotipada la hemos vivido y sufrido en la Unión Europea en la crisis de 2008 y en la pandemia de la Covid-19. Ciertos países del Norte europeo achacaban a la vagancia y molicie los problemas que padecíamos en el Sur, España entre ellos, no nos merecíamos la ayuda mancomunada. Y ¡cómo duele escuchar esos argumentos, cuando tú eres el “vago” e “inútil”! 

9. J.M. ESQUIROL, La penúltima bondad, Acantilado, Barcelona, 2018 

10. E. DURKHEIM, Las formas elementales de la vida religiosa, Akal, Madrid, 1992 

11. M. ELIADE, Lo sagrado y lo profano, Paidós, Barcelona, 1998 

12. J.M. MARDONES, La vida del símbolo, Sal Terrae, Cantabria, 2003 

13. E. MARTINEZ LOZANO, Qué Dios y qué salvación, Desclée de Brouwer, Madrid, 2009 

14. R. LENAERS, Otro cristianismo es posible, Abya Yala, Quito, 2011 — Aunque no haya un Dios ahí arriba, Abya Yala, Quito, 2014 

15. J. S. SPONG, Un cristianismo nuevo para un mundo nuevo, Abya Yala, Quito, 2011 

16. J. ARREGI, Invitación a la esperanza, Herder Editorial, Madrid, 2015 

Credenciales:

DESPUÉS DE LAS RELIGIONES – Una nueva época para la espiritualidad humana

Claudia Fanti 

Rogers Lenaers 

Concha Martínez 

John Shelly Spong 

María Lopez Vigil

José María Vigil

Coordinadores: 

Santiago Villamayor 

José María Vigil

Para esta edición:

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