El desarrollo de la tradición del nacimiento de Jesús


John Shelby SPONG

“Nacido de mujer”, testimonio de Pablo (cap. III)

Antes de que cualquiera de los evangelios se escribiera, y antes de que las doctrinas teológicas para interpretar la llegada de Jesús se diseñaran y se articulara cualquier tradición relativa a su nacimiento, Pablo había escrito:

Pero, al llegar la plenitud de los tiempos,
envió Dios a su hijo,
nacido de mujer, nacido bajo la ley,
para rescatar a los que se hallaban bajo la ley,
y para que recibiéramos la filiación adoptiva. (Gálatas 4,4-5).

Éstas son las primeras y más antiguas palabras escritas y conservadas en la comunidad cristiana en las que se menciona el nacimiento de Jesús. Pablo las escribió entre los años 49 y 55 de la era cristiana, es decir, entre diecinueve y veinticinco años después de los acontecimientos del Calvario y de la experiencia de la Pascua, y entre dieciséis y veintiuno años antes de que se redactara el primer evangelio. Si quisiéramos escribir un capítulo sobre lo que pensaba Pablo sobre los orígenes de Jesús saldría un capítulo muy breve pues no le preocupaban estas cosas. En el texto dirigido a los Gálatas no hay el menor indicio de un nacimiento milagroso o de una concepción sobrenatural. Pablo ni siquiera se planteaba este tema que tampoco era del menor interés para aquella primera generación de cristianos.

En esta primera carta, Pablo menciona de forma natural a Santiago, el hermano del Señor (Gálatas 1,19). Para un autor judío como Pablo, era inconcebible que pudiera haber algo extraño en el hecho de que Jesús tuviera un hermano. De hecho, Santiago, «el hermano del Señor», ocupó un puesto destacado en la Iglesia primitiva precisamente por su parentesco con Jesús de Nazaret. No obstante, unos treinta y cinco años más tarde, cuando Lucas, en el libro de los Hechos, escribió su narración sobre el encuentro de Pablo y de los otros líderes cristianos en el concilio de Jerusalén, el citado Santiago ya no se identifica con el título de «hermano del Señor» (ver Hechos, cap. 15). Sin embargo, está claro que sólo podía tratarse de él porque, antes de este capítulo, los Hechos cuentan que Santiago, el hermano de Juan (e hijo de Zebedeo), había sido ya asesinado por la espada de Herodes (Hechos 12, 1-2) y la Biblia sólo menciona por una vez a un tercer Santiago, el hijo de Alfeo. ¿Podría ser éste el Santiago que se cita en Hechos 15? Es altamente improbable y tal es la única conclusión válida si se piensa, primero, en el poder que tenía Santiago, el hermano del Señor, en la comunidad cristiana de Jerusalén, tal como lo afirma inequívocamente Pablo en su Epístola a los Gálatas, y, segundo, si se observa la ausencia de cualquier otra mención de Santiago, el hijo de Alfeo, en los primeros escritos cristianos. No obstante, no cabe la menor duda de que algo había ocurrido –en aquellos treinta años que mediaron, aproximadamente, entre Pablo y y la Epístola a los Gálatas, por un lado, y Lucas y los Hechos, por otro– como para que, en el liderazgo de la Iglesia cristiana, se suprimiera la identificación de Santiago como hermano de Señor. Pero más adelante volveremos sobre este detalle fascinante.

En la Epístola a los Romanos, que los especialistas suelen fechar entre los años 56 y 58 de la era cristiana, encontramos la segunda y última referencia de Pablo al nacimiento de Jesús. En esta carta, Pablo escribió «acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Romanos 1,3-4). Tampoco aquí encontramos ningún indicio sobre un nacimiento insólito de Jesús. Se trata de un descendiente de David «según la carne» a quien por ello se llamaría un davídico. No se dice si esta pretensión real le venía por parte de su madre o de su padre, pues el hecho de que descendiera a través de la carne tenía muy poca o ninguna importancia para Pablo.

Este texto centra su atención en la afirmación de fe como tal. Jesús «fue designado [obsérvese la forma pasiva del verbo] Hijo de Dios con soberano poder, según el espíritu de santificación por su resurrección de entre los muertos». En cuanto a quién lo designó, queda claro, por la lectura del resto de los escritos de Pablo, que nunca se refirió a la resurrección utilizando un tiempo verbal activo. Para Pablo, Jesús nunca «se levantó de entre los muertos». Siempre fue Dios quien lo resucitó (Romanos 4,24; 6,9; 10,9; Iª Corintios 15,4,13,14,15,20; Filipenses 2,9). Para el judío Pablo, Dios era uno, santo y soberano. Todavía no había surgido la idea de una Trinidad de Personas coiguales en la divinidad. Si Pablo hubiera vivido cuando surgió esta idea, sospecho que se habría opuesto vigorosamente a ella. Pablo no era, desde luego, un trinitario tal como terminó por definirse este concepto en las discusiones teológicas posteriores, influidas por los griegos.

También la idea de la encarnación, que surge asimismo del dualismo griego, habría sido incomprensible para él. Para Pablo, la acción de la resurrección sólo pertenecía a Dios, que reivindicó a Jesús, el justo judío, haciéndole levantar de entre los muertos. Además, Pablo concebía esta reivindicación como una exaltación a los cielos, no como una resurrección física de entre los muertos para volver a la vida. Si Pablo hubiera narrado este momento de intervención de Dios, sospecho que lo habría hecho en términos mucho más cercanos a lo que la Iglesia llamaría, más tarde, “ascensión” que a lo que denominó “resurrección”. No obstante, Pablo no narró sino que proclamó que Dios había hecho levantar a Jesús y, para describir aquel momento, utilizó dos palabras: «exaltación» (Filipenses 2,9) y «resurrección» (Iª Corintios 15,13).

La suposición de Pablo era que el nacimiento de Jesús había sido completamente normal. En un contexto judío no se necesita un nacimiento sobrenatural para ser declarado Hijo de Dios. De hecho, ahondar o especular en los orígenes de una vida que fue reivindicada por Dios no tenía gran importancia ni para Pablo ni, presumiblemente, para la Iglesia primitiva.

En este momento del cristianismo, Pablo (que murió hacia el año 64 de la era cristiana) aparece como testimonio de un nacimiento humano normal de Jesús. Con todo, debe observarse que, a pesar de su suposición de un nacimiento natural, Pablo desarrolló una profunda cristología. Para este primer gran pensador cristiano, en Jesús de Nazaret existía un nexo en el que lo humano se había unido con lo divino. Vio a Jesús como «Primogénito de toda la creación» de Dios (Colosenses 1,15). En el Jesús de la historia encontró una divinidad que se autoexpresaba (Filipenses 2,5-11). Pablo no necesitaba de ninguna historia extraordinaria en el nacimiento para hacer tales afirmaciones. Ni tampoco su comprensión de Jesús dependía de una intervención sobrenatural en algún punto anterior al momento de la resurrección/exaltación. Pablo era demasiado judío para esto y fue una verdadera pena que no perdurara este ancla judía para la comprensión de Jesús.

No hay tradiciones sobre el nacimiento de todas las personas. Cuando estas tradiciones surgen, constituyen un poderoso comentario no sobre el nacimiento de alguien —como suele suponer la gente— sino sobre el significado adulto de este alguien cuyo nacimiento se narra. Estas tradiciones reflejan la necesidad humana de comprender los orígenes de la grandeza de una persona que ha marcado y configurado la historia de forma importante. Estas tradiciones se parecen a las sugerencias legendarias acerca de George Washington, que, de pequeño, no dijo nunca una sola mentira, incluso cuando cortó el cerezo, o recuerdan la fascinación que más tarde despertaría la infancia de un muchacho llamado Abraham Lincoln, que, según se dice, creció en una cabaña de troncos en la frontera americana. Quizás sean inevitables estas historias. Cuando se trata de personas religiosas de gran importancia para los sistemas de creencia que han perdurado, es casi inevitable que, con el tiempo, se dé un proceso de literalización; proceso por el que los elementos legendarios de las narraciones del nacimiento se ven absorbidos hacia el terreno de la fe, y por el que los seguidores de ese sistema de creencia empiezan a sugerir que estas narraciones —de suyo interpretativas— recogen acontecimientos que sin duda sucedieron en la realidad de la historia. Esto es lo que sucedió también con Moisés y con Mahoma.

Para aquellos de nosotros que nos encontramos dentro del sistema de creencias cristiano, nuestra tarea consiste en observar primero el poder adulto de Jesús en vida que, con el tiempo, llegó a inducir las narraciones de sus orígenes sobrenaturales. Se dice que el propio Jesús preguntó una vez: «¿Qué pensáis acerca del Cristo? ¿De quién es hijo?» (Mateo 22,42). De forma ciertamente ingeniosa fue la segunda y no la primera generación de cristianos la que empezó a propagar esta pregunta junto con las crecientes leyendas. A la primera generación de cristianos sólo le preocupó propagar el escándalo de la Cruz. ¿Cómo podía haberse crucificado al Mesías? Éste fue el tema que abordó Pablo como miembro de aquella primera generación de cristianos. Pero, tras su muerte, una segunda generación empezó a ahondar en los orígenes de Jesús y, al hacerlo, les pareció necesario propagar no el escándalo de la cruz sino lo que dieron en llamar «el escándalo del pesebre», tema al que dedicaremos ahora nuestra atención. (…)

El desarrollo de la tradición del Nacimiento (cap. V)

Las historias que se desarrollaron alrededor del nacimiento de Jesús han cautivado la imaginación de la gente más que cualquier otra sección de las Sagradas Escrituras. En la Civilización Occidental, casi todos están familiarizados con esta parte de la tradición cristiana, tanto si, de hecho, tienen o no relación con la Iglesia. Las escenas del nacimiento de Jesús han sido fuertemente remachadas en nuestras mentes, de forma consciente e inconsciente, a través de magníficas joyas artísticas y de entrañables himnos y villancicos, y tanto por la tarea de un compositor como Händel o de un poeta como W. H. Auden, como por las representaciones populares anuales de dichas escenas.

Como fiesta favorita de la vida de la Iglesia, hace ya mucho tiempo que la Navidad ha superado a la Pascua, al menos en la mente de los fieles, no en la de los teólogos. La Navidad es un período romántico, con velas encendidas y servicios religiosos a medianoche. En la celebración de la Navidad encuentran expresión la promesa de paz, el anhelo de estar juntos, el intercambio de regalos y la fiesta familiar por excelencia. Esta fiesta, al describirnos a Dios que se acerca a nosotros con la humildad de un niño desamparado, celebra la inocencia de la infancia. Todos estos elementos han contribuido a que la Navidad y su evocación de los orígenes constituya una parte de nuestra memoria tribal, y, en consecuencia, a que estas narraciones del Nuevo Testamento sean familiares para todos los que participan en una sociedad imbuida de cristianismo. Estas narraciones constituyen una parte del tesoro del folklore de nuestra civilización, y nos aferramos a ellas con una tenacidad irracional, no muy distinta a como nos aferramos a cualquier posesión preciada.

Pero estas narraciones también son uno de los objetivos favoritos de la crítica de los racionalistas. Están tan repletas de detalles legendarios que la historicidad se desmorona cuando se las sitúa bajo el microscopio de la erudición moderna. Aspectos tales como la estrella errante que se mueve por el cielo para conducir a los exóticos magos al lugar del nacimiento de Jesús, las revelaciones divinas a través de los sueños, los coros angélicos poblando los cielos y el milagroso nacimiento de un niño concebido sin la intervención de ningún agente masculino, si se creen o se afirman literalmente, no escapan a la clase de preguntas críticas que tanto detestan afrontar los fundamentalistas bíblicos. Los científicos se enfrentan a estas afirmaciones desde las disciplinas de la astrofísica y de la genética. Los historiadores que analizan esas narraciones literalizadas identifican en ellas ecos del pasado, especialmente una parte vital de la saga del antiguo Israel. También se pone a prueba la credibilidad racional de estas narraciones cuando las imágenes románticas sobre la infancia de Jesús se ven pobladas por un rico elenco de personajes que parecen perfectamente capaces de ponerse a cantar en cualquier momento en perfecta armonía, como si fueran actores de un musical. En consecuencia, cuando los ciudadanos de nuestro siglo leen las historias bíblicas de la Navidad como una historia literal, una tradición tan querida colisiona de frente con la racionalidad de una mentalidad como la actual, configurada por la ciencia y la imagen del mundo que se tiene en el siglo XX.

Actualmente, ningún erudito reconocido del Nuevo Testamento, ya sea católico o protestante, defendería con seriedad la historicidad de estas narraciones. Sin embargo, esto no significa no se deba apreciarlas y valorarlass, o no considerarlas proclamaciones válidas del Evangelio. Ahora bien, sí que significa que ya no se las toma al pie de la letra, y que tampoco se las emplea ya para apuntalar una doctrina como la del nacimiento de una virgen, que es, de hecho, un nombre popular para lo que debería denominarse, con mayor exactitud, la concepción virginal de Jesús.

De hecho, los círculos eruditos actuales se apresuran a rechazar el concepto de nacimiento de una mujer virgen entendido de una forma biológica y literal. Los católico-romanos continúan aceptándolo sin inmutarse. Sin embargo, lo mejor que, a favor de esta posibilidad, puede aducir un erudito católico-romano como Raymond Brown consiste en sugerir que las evidencias del Nuevo Testamento no la excluyen del todo[12]. Queda claro que se trata de una posición muy alejada de la defensa a ultranza propia de los tiempos pasados. Sin embargo, esta percepción todavía no ha calado entre los clérigos y los fieles aunque, sin duda alguna, tarde o temprano lo hará.

Con el tiempo, la narración sobre el nacimiento correrá la misma suerte que la de Adán y Eva o la historia de la ascensión cósmica, reconocidas claramente como elementos mitológicos de nuestra tradición, cuyo propósito, por parte de los hombres del primer siglo de la era cristiana, no era —ni puede ser ahora— describir literalmente un acontecimiento sino captar y expresar las dimensiones trascendentes de Dios mediante las palabras y los conceptos propios de entonces.

Sin embargo, asignar las narraciones del nacimiento a la mitología no consiste sólo en descartarlas como ciertas. Se trata, más bien, de forzarnos a ver la verdad en una dimensión que desborda la verdad literal. Se trata de comprender cómo el lenguaje del mito y de la poesía terminó por convertirse en el lenguaje idóneo que emplearon quienes trataban de describir el encuentro entre lo divino y lo humano que creían haber experimentado al conocer a Jesús.

Las narraciones del nacimiento de Jesús ni siquiera forman parte de la primera y más original proclamación cristiana conocida. Las narraciones del nacimiento de que disponemos en la actualidad representan dos tradiciones distintas e incluso divergentes. Los desacuerdos entre ambas son absolutamente irreconciliables pese a que la mentalidad común de los cristianos ha tendido, a través de los siglos, a mezclarlas en una sola narración cohesionada, tarea realizada al precio de ignorar y de distorsionar datos que no se hubieran tenido que mezclar si los cristianos hubieran sido perspicaces y hubieran leído los textos con detalle. De haberlo hecho, no hubiera tenido que hacerlo la crítica racionalista, exterior y contraria a las Iglesias.

Los evangelios de Mateo y de Lucas, donde están las únicas narraciones del Nacimiento, encontraron su forma escrita definitiva a finales del siglo I de la era cristiana. Todavía se debate sobre si son concluyentes las pruebas que sugieren que Lucas conocía el evangelio de Mateo, pero tengo la impresión de que el peso de la discusión se desplaza hacia la confirmación de dicha eventualidad. Ambos evangelistas parecen tener una fuente común en Marcos, quien, sin embargo, inició su Evangelio y, por tanto, su historia con el bautismo, un acontecimiento que pertenece a la vida adulta de Jesús. En contraste con Marcos, tanto Mateo como Lucas anteponen una tradición del nacimiento como respuesta a los esquemas de su tiempo que inducen a la sensación de que la historia que nos cuenta Marcos es incompleta. Quienes siguen negando que Lucas tuviera acceso al evangelio de Mateo explican el material común de ambos postulando la existencia de una fuente común a la que se denomina Q, o Quelle, palabra alemana que significa «fuente». Se supone que la fuente Q fue una colección primitiva de los dichos de Jesús. De ser cierto esto, Q pudo haber sido el primer documento escrito en una de las comunidades de los cristianos, y sería anterior incluso a las Cartas de Pablo. Lo que nos interesa señalar ahora es que tampoco hay tradición alguna sobre el Nacimiento en esta hipotética fuente más primitiva como tampoco las hay en Marcos[13].

Aparte de su material común y de su procedencia, parece ser que cada evangelista dispuso de una fuente especial y exclusiva, llamada M para Mateo y L para Lucas. Estas fuentes especiales son las que caracterizan las historias que se narran en cada evangelio. Por lo visto, la fuente especial de cada evangelista no está formada por un hilo único conductor de materiales sino por varios, unos escritos y otros quizás orales, algunos de los cuales pueden llegar a conservar incluso el genio creativo del propio evangelista. Muchas de nuestras más queridas parábolas, como la del Buen Samaritano y la de Hijo Pródigo, sólo han llegado hasta nosotros a través de Lucas, mientras que sólo Mateo ha conservado para nosotros la parábola del Juicio Final y la narración del nombramiento divino.

No obstante, lo importante para nuestra discusión de ahora es observar que el material sobre el Nacimiento que encontramos en Mateo y Lucas revela temas comunes y, a la vez, amplias divergencias. Los aspectos comunes sugieren una dependencia de Lucas con respecto a Mateo o, al menos, la existencia de una fuente común a ambos. Las amplias divergencias, sin embargo, sugieren que cada autor se apoyaba en una fuente propia, disponible para él solo, o bien que el bagaje teológico de cada uno de los autores tuvo una gran influencia configuradora en cada uno de los evangelios respectivos. La sugerencia, piadosa y antigua, que intenta explicar las diferencias entre ambos evangelios afirmando que Mateo escribió desde el punto de vista de José, y Lucas, desde el punto de vista de María no se sostiene. Tal explicación presupondría que María no recordaría a los magos, ni la huida a Egipto, mientras que José no se acordaría de los pastores, del establo y del viaje a Belén para ser censados, por ejemplo.

En consecuencia, la primera gran tarea interpretativa del erudito debe consistir en separar las narraciones de Mateo y de Lucas acerca del nacimiento. Esta separación permitirá al lector captar el propósito de cada evangelista al incluir su propia narración, y ver, después, en qué medida cada parte de esta historia servía para otros propósitos más amplios. Al obrar así, vemos que las narraciones del Nacimiento se convierten en introducciones en miniatura a temas más importantes que se desarrollarán en los últimos capítulos de ambos evangelistas. Y vemos, además, que también sirven para revelar la comprensión específica que tanto Mateo como Lucas tuvieron del Jesús adulto: las historias del Nacimiento abordando el tema de los orígenes de aquél cuyos discípulos llegaron a considerar como el Mesías y como el Salvador.

Al introducirnos en este estudio debemos identificar, antes, el material común a ambos evangelistas. Tanto en Mateo como en Lucas se cita a los padres de Jesús por los nombres de José y de María, que se hallan desposados, pero que todavía no han empezado a vivir en unión sexual matrimonial (Mateo 1,18; Lucas 1, 27 y 34). En ambos evangelistas, José es de descendencia davídica (Mateo 1, 16 y 20; Lucas 1,32 y 2,4). Aunque los detalles difieren notablemente, ambos contienen un anuncio angélico sobre el niño que ha de nacer (Mateo 1,20-23; Lucas 1,30-35). Ambos afirman que la concepción de este niño no se produjo por relación sexual de María con su esposo (Mateo 1, vv. 20,23,25; Lucas 1,34), sino que se produjo mediante una acción que implica, de algún modo, la intervención del Espíritu Santo (Mateo 1, 18 y 20; Lucas 1,35). En ambos evangelios hay un mensaje angélico de que el nombre del niño debe ser Jesús, aunque este mensaje se dirija, en cada caso, a una persona diferente (Mateo 1,21; Lucas 1,31). En ambos aparece una afirmación angélica de que Jesús ha de ser el Salvador (Mateo 1,21; Lucas 2,11). Ambos están de acuerdo en que el nacimiento de Jesús ocurre después de que sus padres hayan empezado a vivir juntos (Mateo 1,24-25; Lucas 2,5-6), y en que está relacionado cronológicamente con el reinado de Herodes el Grande (Mateo 2,1; Lucas 1,5). Finalmente, ambos coinciden en que Jesús pasó su juventud en Nazaret (Mateo 2,33; Lucas 2,51). Todo esto puede parecer un acuerdo sustancial, quizás lo suficiente como para postular que detrás de ambos evangelios existe una tradición basada en hechos históricos. Sin embargo, la lista de aspectos diferentes e incluso contradictorios que separan ambas tradiciones resulta más larga y hasta más impresionante.

Las genealogías incluidas en los dos evangelios no son sólo diferentes sino incompatibles. Lucas empieza con Adán (Lucas 3,38); Mateo empieza con Abraham (Mateo 1,2) y sigue la pista del linaje del chico a través de la línea real de la casa de David (Mateo 1, 16 y ss.); Lucas pasa de David a Natán (Lucas 3,31) sin citar a Salomón, e ignora la línea real. Lucas cita como abuelo de Jesús a un hombre llamado Eli (Lucas 3,23), mientras Mateo afirma que el abuelo de Jesús fue Jacob (Mateo 1,16).

Eusebio de Cesarea, un historiador cristiano del siglo IV, realizó grandes esfuerzos por reunir estos dos abuelos en una sola persona pero su argumentación fue tan poco convincente como ingeniosa. Sugirió que Jacob y Eli eran hermanos y que uno de ellos murió sin dejar heredero masculino, de modo que el hermano se llevó a la viuda a su casa y engendró con ella un niño del que se pensó que era tanto su hijo como el hijo de su hermano, lo que explicaría la discrepancia que aparece en la historia bíblica. En la actualidad, nadie defiende esta tesis de Eusebio.

Las contradicciones se multiplican al seguir las genealogías. Lucas relaciona la historia del nacimiento con Zacarías, Isabel y Juan Bautista (Lucas 1,5-25), y utiliza un empadronamiento para hacer que María y José viajen y se encuentren en Belén (Lucas 2,1-2). Mientras, Mateo supone que ya vivían en Belén, en un lugar específico y conocido sobre el que puede detenerse una estrella (Mateo 2,9). Mateo no parece saber nada sobre el establo, el coro de ángeles y el grupo de pastores de las colinas cercanas que acuden al pesebre. Lucas, por su parte, no parece saber nada sobre la estrella que viene de oriente, los exóticos magos que acuden a traer presentes, y un malévolo rey Herodes que ordena la matanza de niños de Belén. En Lucas, la historia de la Navidad está llena de poesías que todavía cantamos en la actualidad en forma de cánticos: el Benedictus, el Magnificat, el Nunc Dimitis y las semillas del Gloria in excelsis Deo. Mateo no conocía ninguno de estos cantos.

Mateo, por su parte, parece que recopiló todos los textos probatorios sacados de las Escrituras Hebreas para reforzar su narración del nacimiento de Jesús con una técnica y un estilo que rara vez emplea Lucas. Sólo en Mateo aparece la historia de la huida a Egipto y, debido a que asumió que el hogar de la sagrada familia se hallaba en Belén, contó una historia para explicar el traslado posterior a Nazaret de Galilea (Mateo 2,21-23). Mientras Mateo narra esta especie de peripecia llena de viajes, Lucas hizo que la sagrada familia realizara, con toda calma y sin amenaza ninguna, los actos rituales de la circuncisión en el octavo día y en Belén, así como el rito de la presentación en el Templo en el decimocuarto día y en Jerusalén (Lucas 2,21 y ss.). Todo esto habría sido imposible si hubieran huido a Egipto. Lucas hace que el regreso a Nazaret sea bastante pausado pues supone que era allí donde se hallaba el hogar de José y de María (Lucas 2,39-40). José predomina en la historia de Mateo, mientras que María lo hace en la historia de Lucas.

Dos narradores pertenecientes al mismo momento histórico podrían tener variaciones de detalle pero nunca versiones tan diametralmente diferentes y hasta contradictorias de los acontecimientos anteriores y posteriores de un mismo nacimiento. Hay dos conclusiones a partir de todo esto: una mínima y otra máxima. La conclusión mínima que cabe extraer es que ninguna de las dos versiones puede ser históricamente exacta. La conclusión máxima es que ninguna de las dos es histórica. Esta última conclusión ha encontrado un consenso abrumador entre los eruditos bíblicos actuales. De hecho, se trata de una conclusión que casi ni se cuestiona y a ella me remito.

Para reforzar esta conclusión, me voy a introducir en el período que va desde la muerte de nuestro Señor a cuando se pusieron por escrito las primeras palabras que se han conservado acerca de él; un período que, ciertamente, es apasionante y revelador. Ahí es donde busco indicios, claves, temores, amenazas, mitos, leyendas, suposiciones y perspectivas sobre el mundo capaces de iluminar el proceso que producirá finalmente una explicación plenamente florecida sobre los orígenes de Jesús tal como aparece en los dos Evangelios que digo. Explorar este terreno resulta casi tan excitante como tratar de resolver un misterio propio de Sherlock Holmes.

El nacimiento del cristianismo fue un acontecimiento de Pascua, no de Navidad. El cristianismo nació durante la Pascua. Antes de la Pascua, fuera lo que fuese lo que sucediese en ella, no se habló ni de la divinidad de Jesús ni de la encarnación ni de fórmulas trinitarias. Jesús era un judío de quien, tras su muerte, se creyó, de algún modo, que había sido incluido en la misma vida de Dios. A la forma mitológica de decir esto se le denominó —como ya he indicado antes— “exaltación”. Dios había exaltado a Jesús situándolo a su derecha. Fue esta comprensión de Jesús lo que produjo, a su vez, la historia, la narración de la exaltación. El grito extasiado «¡Jesús es el Señor!», grito inducido por la experiencia de la Pascua, se convirtió en el primer credo de la Iglesia cristiana. Si se acepta la primacía del material Q como primera porción escrita de la tradición evangélica, parece claro que el significado original de la Pascua fue la exaltación del judío Jesús, antes que la posterior explicación que llegó a llamarse “resurrección”. Edward Schillebeeckx, erudito holandés y católico-romano del Nuevo Testamento, deja bien claro este punto en su libro Jesús[14].

En apoyo de la primacía de la “exaltación” como explicación original de la Pascua encontramos también, en la Epístola a los Filipenses, las palabras de alabanza acerca del Dios que se autovierte y que muchos eruditos consideran como un himno cristiano anterior que Pablo incorporó a su texto pero que él no había creado. Este himno ofrece pruebas que atestiguan la existencia de un kerigma anterior pues el concepto de resurrección que menciona es la exaltación:

…y reducido a la condición de hombre se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual, Dios lo ensalzó sobre todas las cosas y le dio un nombre superior a todo nombre.

Obsérvese en estas líneas, primero, que la fuente de la acción es Dios, no Jesús, y, segundo, que no se hace la menor referencia a la resurrección tal y como la solemos concebir normalmente. El movimiento es de la muerte a la exaltación al cielo. El justo judío Jesús, condenado a muerte por las autoridades, había sido reivindicado por Dios que lo exaltó para colocarlo en un lugar de honor, a su diestra. La imagen regia es operativa. Esta adopción de Jesús, y de todo lo que él significa, en Dios fue la primera forma original en que los fieles cristianos proclamaron la filiación divina de Jesús. Esto es cristianismo primitivo.

«Adopción» es una palabra interesante. Habitualmente, se halla asociada con la infancia, no con la edad adulta. Lo que implica la adopción por parte de Dios es que Jesús se convierte en Hijo de Dios cuando se produce esta adopción o exaltación. La filiación divina que se adscribe a Jesús parece que estuvo originalmente vinculada con la Pascua como el momento de la exaltación, y no con el nacimiento, y menos, desde luego, con su concepción.

Cuando Pablo utilizó la palabra «resurrección», se estaba refiriendo a la acción de Dios, afirmando que el significado de la vida de Jesús era el significado de Dios. Para Pablo, la resurrección nunca fue un regreso a la vida de aquí y de ahora. El mensaje de Pablo es que las Pascua significó el momento en que Jesús fue designado Hijo de Dios en el poder, de acuerdo con el Espíritu. Para Pablo, el Espíritu hizo a Jesús Hijo de Dios, y esto no ocurrió en la concepción sino en la Pascua (Romanos 1,4).

En un sermón atribuido a Pablo y registrado en Hechos 13, pero que también puede reflejar una tradición anterior, se describía también la resurrección en términos simbólicos como el momento de la entronización de Jesús a la diestra de Dios. A este acontecimiento de la resurrección-ascensión, se le aplicó el salmo de la coronación davídica. Pero las palabras fueron las propias de un nacimiento: «Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy» (Hechos 13,33). Este mismo orden teológico se conservó en una contestación al Sumo Sacerdote atribuida a Pedro y registrada en el quinto capítulo de los Hechos: «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte, colgándolo en un madero. A éste, lo ha exaltado Dios con su diestra como Jefe y Salvador» (vv. 30-31). Obsérvese una vez más que el movimiento es desde la muerte hasta la ascensión a Dios, y se definía fundamentalmente como una exaltación al cielo antes que como una resurrección a la vida.

En el lenguaje original de la exaltación, propio de la Pascua, Dios era el poder activo y Jesús el receptor pasivo de ese poder. Dios elevó a Jesús crucificado a un lugar celestial. «Dios elevó a Jesús de entre los muertos» fue el lenguaje original de la exaltación, no de la resurrección. La elevación de Jesús fue una demostración del poder de Dios, no de Jesús. El tiempo pasivo es, claramente, lo original. Dios lo elevó. Esto significa que, al principio, la resurrección-ascensión fue un acontecimiento singular cuya esencia se captaba mejor con la palabra «exaltación». Esta comprensión constituyó la primera capa del proceso racional del pensamiento teológico sobre Jesús, el Cristo. Esta comprensión se hallaba ya a un paso de distancia de la intensidad de lo que podríamos denominar como la experiencia Pascual del Cristo.

Sin embargo, a medida que se fue contando una y otra vez la historia de la exaltación, la acción de Dios elevando a Jesús empezó a expresarse en términos activos por parte de Jesús que se levantó a sí mismo del sepulcro. Luego, casi de una forma inevitable, la exaltación tuvo que dividirse en dos acontecimientos: Jesús levantándose de entre los muertos en un sentido activo se transformó en la resurrección, mientras que Dios exaltando Jesús a los cielos, en un tiempo pasivo, se transformó en la ascensión. Lo que antes había sido una sola proclamación se transformó con el tiempo en dos narraciones distintas.

Ahora nos hallamos ya a dos pasos de distancia de la experiencia cristiana fundamental. A medida que la resurrección se vio más y más como la expresión del poder de Jesús para levantarse de entre los muertos, su contenido se narró cada vez más en términos de regreso de Jesús a la vida, más que en términos de exaltación al cielo. En esta fase del desarrollo de las tradiciones es cuando justamente empezamos a ver formarse las narraciones sobre la Pascua que focalizan su atención sobre el sepulcro vacío y sobre las apariciones de Jesús resucitado. Del mismo modo, sólo en este momento aparece, en las narraciones cristianas, la afirmación de una resurrección física y corporal.

Esta tendencia obligó a su vez a la creación e introducción de un nuevo contenido en la historia de Jesús para explicar la exaltación al cielo. En efecto, sólo entonces empezamos a oír narraciones acerca de una ascensión cósmica. La división antinatural de la “exaltación” en dos componentes, la resurrección y la ascensión, significó que los evangelistas tuvieron que relacionar entre sí ambos acontecimientos, ahora distintos. Y en este punto nos encontramos ya a tres pasos de distancia de la experiencia fundamental.

En realidad, hubo dos formas de relacionar las dos narraciones. En Marcos, Mateo y Juan las Pascua es, fundamentalmente, resurrección y exaltación. En Marcos no se dice nada sobre la resurrección, pero la implicación clara es que a quien los discípulos se encuentran en Galilea (Marcos 16,7) es al Señor exaltado que se les aparece desde el cielo. En Mateo, la única narración que se hace sobre una aparición del Señor a los discípulos se sitúa en lo alto de una montaña de Galilea donde el Señor exaltado llegó hasta ellos, procedente del cielo, para comunicarles el mandato divino (Mateo 28,16-20). En el cuarto evangelio, la primera aparición del Señor se produce ante María Magdalena. Y Jesús le prohibe que le toque porque «todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre» (Juan 20,17). Pero ya este mismo día, aunque algo más tarde, fue claramente el Señor, ascendido y exaltado, el que se apareció a los discípulos y dirigió su aliento sobre ellos para que recibieran el Espíritu Santo (Juan 20, 19-23). De este modo, los Evangelios ofrecen una evidencia más de que el significado original de la Pascua se entendía en términos de la esencia de la vida de Jesús como incorporada al mismo ser de Dios, algo que se describía como la acción de Dios exaltando a Jesús a su diestra. Esto fue lo que convirtió a Jesús en «Señor» y trasmitió a los discípulos la convicción de que Jesús no sólo estaba vivo de nuevo sino que estaría eternamente disponible para ellos.

Lucas, sin embargo, siguió un esquema diferente. Separó con un período de cuarenta días la narración de la resurrección de la que habla de la ascensión (Lucas 24; Hechos 1). También utilizó la narración de la ascensión como un momento culminante que cerrase las apariciones de la resurrección y preparase a la Iglesia para la llegada del Espíritu Santo de Dios en Pentecostés. Pentecostés constituyó, pues, un tercer tiempo, distinto, en todo el conjunto de la exaltación según Lucas (24,50 y ss.; Hechos 2). Dentro del mundo de la erudición bíblica parece evidente que Lucas narró secuencialmente lo que originalmente había sido instantáneo y considerado como una sola proclamación.

Dios había abrazado a Jesús en la misma esencia de la divinidad para que estuviera a su derecha. La acción divina reivindicaba la figura del Siervo y afirmaba la vida de Jesús como de amor y de autoentrega. En consecuencia, Jesús era Hijo de Dios, engendrado en una exaltación celestial revelada en la experiencia de la Pascua y percibida en el corazón de los creyentes. Ésta parece que fue la proclamación original de la resurrección, subyacente bajo las capas de teología y de apología que se desarrollaron más tarde.

El primer evangelio, el de Marcos, se escribió unos treinta y cinco o cuarenta años después del momento de la Pascua. Para cuando escribió Marcos ya se habían producido muchos movimientos. En primer lugar, la filiación divina de Jesús, oculta a los discípulos hasta la resurrección, ya se anunciaba al lector, a pesar de todo, en el primer versículo: «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Marcos 1,1). Y también las fuerzas demoníacas sobrenaturales eran conscientes de la verdadera identidad de Jesús desde el comienzo de lo que nos cuenta Marcos (ver, por ejemplo, 1,24). En segundo lugar, lo que los discípulos entendieron en la Pascua, a Jesús se le había comunicado directamente al principio de su ministerio. Para Marcos, en efecto, el Espíritu Santo declaró a Jesús Hijo de Dios no en el momento de la exaltación que siguió a su muerte —tal como había dicho Pablo— sino en el momento del bautismo que inauguraba su ministerio (Marcos 1,11). Así pues, la adopción de Jesús por parte de Dios había iniciado una especie de viaje retrospectivo en el tiempo. En el momento de escribir Marcos, este viaje se detuvo en —digamos— una estación intermedia, el acontecimiento del bautismo.

Marcos se limitó a transferir muchos de los elementos originales de la narración de la exaltación desde la historia de la Pascua a la del bautismo. En lugar de la exaltación al cielo, los cielos se abrieron no para recibir a Jesús sino para hacer descender el poder celestial sobre su persona (Marcos 1,10). Marcos identificó el Espíritu Santo que en la carta de Pablo a los Romanos designaba a Jesús como Hijo de Dios en la resurrección (1,4) como el poder que designó a Jesús como Hijo de Dios en el momento del bautismo. En el septuagésimo año de la era cristiana, la elección de Jesús como Hijo de Dios por parte del Espíritu Santo se había trasladado, desde la exaltación al cielo, primero, a la resurrección como vuelta a la vida, y, ahora, al bautismo. Sin embargo, por espectacular que fuese esta transición, éste no sería el último capítulo de esta historia de una fe en expansión retrospectiva.

En la experiencia humana común, un padre y una madre no esperan a que su hijo inicie una carrera pública para reconocerlo como tal. Es mucho más apropiado y natural hablar de un hijo engendrado en el momento de su concepción o de su nacimiento que en el de su muerte, o incluso que en el de su bautismo de adulto. Así pues, los elementos de la filiación divina (la presencia del Espíritu Santo e incluso la de los mensajeros angélicos) continuaron desplazándose hasta que, tras pasar de la exaltación al cielo a la resurrección a la vida, y de ésta al bautismo, llegaron, finalmente, a asociarse con el momento del nacimiento y aun de la concepción. La adopción de Dios se desvaneció como descripción adecuada para explicar la relación entre Dios y Jesús, y apareció una interpretación mucho más humana de lo divino pues se iniciaba con el mismo comienzo de la vida humana. De este modo se estableció el escenario apropiado para que surgieran las narraciones del Nacimiento y empezaran a circular historias sobre la concepción divina de Jesús. Y eso fue lo que sucedió en esta época que ya era, por lo menos, la novena década de la era cristiana.

Había numerosos modelos para tales narraciones. En muchas otras tradiciones religiosas del mundo era habitual el concepto de un nacimiento de mujer virgen para explicar el origen divino de figuras heroicas. Se dice, por ejemplo, que Gautama Buda, el noveno avatar de la India, había nacido, hacia el año 600 a. de C., de la virgen Maya sobre la que había descendido un Espíritu Santo. Se afirmaba que Horus, un dios de Egipto, nació de la virgen Isis hacia el 1550 a. de C. Y, en su infancia, Horus también recibió regalos de tres reyes. Atis nació de una madre virgen, llamada Nama, en Frigia, antes del 200 a. de C. Quirinus, un salvador romano, nació también de una virgen en el siglo VI a. de C. Y, según se dijo, la oscuridad universal acompañó su muerte. En el siglo VIII a. de C., Indra nació de una virgen en el Tíbet, y también se dijo de él que había ascendido al cielo. Se dijo que Adonis, una divinidad babilónica, había nacido de una madre virgen llamada Ishtar, que más tarde sería venerada como reina del cielo. También de Mitra, una divinidad persa, se dijo que había nacido de una virgen hacia el 600 a. de C. Del mismo modo, Zoroastro hizo su aparición terrenal a través de una madre virgen. Krishna, el octavo avatar del panteón hindú, nació de la virgen Devaki hacia el 1200 a. de C. En la mitología popular griega y romana, Perseo y Rómulo fueron engendrados por la divinidad. En la historia egipcia y clásica, historias parecidas surgieron a propósito de los faraones y de personajes como Alejandro Magno y César Augusto. Hasta la existencia de un filósofo como Platón se explicó como de origen divino.

Estas historias no eran desconocidas entre los primeros cristianos, sobre todo después de que el cristianismo abandonara el seno del judaísmo, cosa que hizo de forma cada vez más intensa tras la destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70 de la era cristiana. De entre los evangelistas, sólo Marcos parece que escribió antes de esta destrucción. En el cristianismo, la tradición del nacimiento de una virgen no alcanzó forma escrita hasta un tiempo que se sitúa entre la novena y la décima década de la historia cristiana, y esto sólo en las narraciones de dos de los cuatro evangelistas, Mateo y Lucas, que eran muy conscientes de que se dirigían a unas Iglesias en las que la presencia de miembros de origen gentil era creciente.

Cabe la posibilidad de que los cristianos primitivos interpretaran en términos de concepción virginal algunos de los escritos de Filón, un filósofo judío, de habla griega y de pensamiento predominantemente griego, que escribió entre los años 45 y 50 de la era cristiana. Filón utilizó la alegoría para declarar que los patriarcas fueron engendrados a través de la intervención de Dios. Por ejemplo, escribió que «Rebeca, que es la perseverancia, quedó embarazada de Dios».

Pablo pudo tener esto en cuenta cuando estableció una distinción entre los dos hijos de Abraham: Ismael, que nació según la carne, e Isaac, que nació según la promesa o el Espíritu (Gálatas 4,21 y ss.). No obstante, esto no es razón para pensar que nacer «según el Espíritu” supusiera, para Pablo, que la concepción de Isaac se produjo con exclusión de la relación física de los padres. De hecho, la idea de que la concepción por parte de María se produjo por obra del el Espíritu no parece que excluyera un embarazo natural, quizás insólito, pero no antinatural.

En las Escrituras Hebreas no son insólitos los nacimientos milagrosos, logrados por diversos medios, aunque ninguno de ellos se produjera sin una paternidad conocida. Enseguida se nos ocurre pensar en Ismael, Isaac, Sansón y Samuel. En cada uno de estos casos un anuncio, que sigue una pauta muy parecida, precede al nacimiento. Primero, ocurre la aparición del ángel; segundo, se expresa el temor de la receptora; tercero, se transmite el mensaje divino; cuarto, se plantean las objeciones humanas; y, finalmente, se da una señal destinada a superar tales objeciones. En el caso de Ismael, la figura angélica acudió tras producirse el embarazo, cuando Agar huía de la celosa Sara (Génesis 16,1-15). En el de Isaac, la barrera a superar fue la edad de sus padres, que ya andaban bien entrados en los noventa (Génesis 18,9 y ss.; 21,1 y ss.). Según dice el Génesis, «a Sara se le había retirado la regla de las mujeres» (Génesis 18,11). En los casos de Sansón y Samuel, la madre potencial era estéril (Jueces 13,3; 1 Samuel 1,2). En cada uno de estos episodios, el niño, en su vida adulta, tuvo un destino particular, el de ser una figura salvadora en la historia, y esta vocación adulta fue la que inspiró las historias sobre su origen.

Si estas figuras bíblicas, relativamente menores, fueron bastante importantes, sin embargo, como para inspirar narraciones singulares sobre su nacimiento, no podía ser menos en aquél de quien se creía que era el «Hijo único engendrado» de Dios. La designación de Jesús como Hijo de Dios hizo que los miembros de la comunidad cristiana recorrieran, casi inevitablemente, un camino de retroceso al esforzarse por comprender y explicar su experiencia con aquel hombre de vida tan especial.

La primitiva tradición cristiana parecía haber conectado la afirmación de Jesús como Hijo de Dios con la adopción de Jesús en el cielo por parte de Dios en el acontecimiento de la resurrección-exaltación. Marcos lo anunció a sus lectores en la primera fase de su evangelio (1,1). Sin embargo, la primera figura contemporánea de Jesús que expresó esta confesión fue el centurión que, al verlo morir, dijo: «verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Marcos 15,39). Para Marcos, la designación de Jesús como «hijo» había ocurrido en realidad en el bautismo, cuando descendió sobre él el Espíritu Santo. No obstante, a medida que transcurrió el tiempo, los ángeles de la tradición de la resurrección aparecen en el anuncio de la inminente concepción, y el Espíritu Santo que proclamó a Jesús como Hijo de Dios en la resurrección —y luego en la promesa hecha en el bautismo— se convirtió en el agente utilizado para garantizar que Jesús ya era Hijo de Dios desde la concepción.

¿Existe alguna posibilidad de que las narraciones sobre el nacimiento de nuestro Señor sean históricas? Desde luego que no. El hecho de plantearse esta pregunta da a entender una gran ignorancia acerca de estas narraciones sobre el nacimiento. Las historias sobre los orígenes son comentarios con significado adulto. Nadie espera en una casa o en una sala de maternidad que nazca una gran persona. Es posible que los herederos regios de antiguas dinastías fueran esperados en el momento de nacer por las personas del séquito, pero sólo porque estos recién nacidos simbolizaban la continuidad de la nación.

Jesús no era heredero de ningún linaje regio a pesar del intento de Mateo de presentarlo como descendiente davídico. Jesús creció en medio de la pobreza. Las gentes de Nazaret lo rechazaron. Los líderes religiosos de su nación lo hicieron ejecutar. No es éste precisamente el retrato de un miembro de la realeza. A lo largo de la historia, las narraciones sobre el nacimiento de una persona sólo aparecen cuando, en la vida adulta, esta persona adquiere gran importancia para la gente que produce estas historias o para el mundo. Esta clase de narraciones sugieren que el momento en que nació un adulto importante también fue un momento importante para la historia humana. Luego, a medida que la narración se desarrolla, la importancia futura de esta vida se indica mediante las palabras que se pronuncian, las señales celestiales que marcan su nacimiento, y los acontecimientos milagrosos que lo hacen posible. Estos detalles interpretativos se acumularon en torno al nacimiento de personajes históricamente famosos, aunque, en casi todos los casos, su fama no se dio hasta después de su muerte.

Las narraciones que encontramos en Mateo y Lucas sobre el nacimiento de Jesús son de este tipo de narraciones y se encuentran a cinco o seis pasos de distancia del momento revelador original. Esto significa que, en realidad, estas narraciones no dicen nada sobre cómo fue verdaderamente el nacimiento de Jesús. Sólo expresan lo que era necesario, a juicio de los evangelistas, para explicar el poder adulto de dicha persona. Tanto Mateo como Lucas desarrollaron toda una narrativa para contar la historia del origen de Jesús, y lo hicieron a partir del material de que disponían. Relacionaron de forma consistente sus narraciones del nacimiento con su intención dominante: indicar, sobre todo, lo especial de la historia adulta de Jesús. Los intentos por reconciliar o armonizar las diferencias existentes entre Mateo y Lucas se basaron en la falsa premisa de que, por detrás de estas narraciones, había alguna información histórica verídica aparte del hecho de que Jesús nació. Como quiera que no parece ser ése el caso, estos esfuerzos por alcanzar una armonía entre ambos relatos no fueron más que un ejercicio inútil. Las dos historias del nacimiento son poderosas, importantes y merecen nuestro estudio más atento. Las dos están repletas de claves interpretativas y de iluminaciones sobre la naturaleza de este Jesús cuyo nacimiento cambió la faz de la historia humana como no ha conseguido hacerlo ninguna otra vida.

Así pues, a partir de ahora, dedicaremos nuestra atención, primero, a la narración del nacimiento en Mateo y, luego, en Lucas. Examinaremos ambas narraciones con detalle, exploraremos sus tesoros escondidos, nos dejaremos encantar por ellas, meditaremos su contenido, oiremos el Evangelio a través de ellas y, a lo largo de todo este proceso, nos liberaremos de este literalismo mortal, propio del pasado, que tanto ha distorsionado estas historias y que ha ocultado, ante nuestros ojos, su maravilla, su belleza y su profundidad. Al margen de estas narraciones, seguiremos enfocando la atención sobre aquél que las inspiró y que sigue ejerciendo una atracción magnética sobre todos nosotros, guiándonos, día tras día, hacia el misterio, el respeto, el culto y la adoración.

[1] Esta presentación fue publicada, al igual que el texto de Spong que va en la segunda parte, en Cuadernos de la Diáspora, número 10, noviembre 1999, Madrid, de la Asociación Marcel Legaut (www.marcellegaut.org), p. 81-118.

[2] Resumiré algunos hitos y pistas biográficas que entresaco de un par de artículos sobre Spong: Ellen Barrett: “Retrato de un obispo: John Shelby Spong”, I y II, en The Voice, Newark, septiembre y octubre de 1997. También me baso en los prólogos de sus obras.

[3] This Hebrew Lord, Nueva York, 1993, págs. 10-11.

[4] Op. Cit. pág. 13.

[5] Spong explica estos hechos en el prefacio de Why Christianity… (1998), págs. x-xi.

[6] Fruto de su interés por avanzar en una visión hebrea de Jesús, Spong ha propiciado y prologado recientemente la edición en inglés de: Robert Aron, Les années obscures de Jésus, París, Grasset, 1960. Además, uno de sus últimos libros (de 1996) se titula: Liberating the Gospels (reading the Bible with Jewish Eyes)[Liberar los Evangelios, leer la Biblia con ojos judíos].

[7] Spong, como obispo y escritor, se reconoce en deuda con cuatro “mentores”. Ya hemos mencionado a Hines y a Robinson. Los otros dos son Desmond Tutu y Michel Goulder. Desmond Tutu fue ordenado obispo un poco después que él y ambos se han invitado a sus respectivas diócesis y han coincidido en sus posturas en la Asamblea de obispos. Michel Goulder es el estudioso de NT que más le ha ayudado a mirar los Evangelios desde un punto de vista hebreo. Es emocionante cómo el obispo Spong agradece a Michel Goulder, un investigador no creyente (“ateo no agresivo” como por lo visto él mismo se autodefine), lo que le ha ayudado a descubrir una comprensión hebrea de la formación de los Evangelios y, en ese sentido, lo que le ha ayudado a su fe. Como contrapartida, Spong desearía que sus libros, más divulgativos, contribuyesen a que la aportación de Goulder fuese más conocida y aceptada porque cree que, si actualmente es desconocido, pese a haber sido hasta su jubilación profesor en la Universidad de Birmingham, es, en gran parte, porque dejó el sacerdocio y la fe, lo cual conlleva sufrir un vacío. Además, Spong desearía —tal como lo expresa con todo respeto y aprecio— que su propia manera de concebir tanto el ministerio como la fe animase a Goulder a no sentirse tan distante de estos e incluso a volver a ellos (ver op. cit. pág. xv y Why Christianity…, pág. xviii).

[8][Nota de 2006] Posteriormente, Spong ha publicado tres libros más: Here I stand. My struggle for a Cristianity of integrity, love & equality, 2000; A new Christianity for a new World, 2002; The Sins of Scripture: Exposing the Bible’s Texts of Hate to Reveal the God of Love, 2005.

[9] Peter C. Moore edit.: Can a bishop be wrong (¿Puede un obispo estar equivocado?), Harrisburg, 1998. Spong comenta ese libro en Why Chrisitanity… pág. xvi.

[10] Rescatar la Biblia del fundamentalismo, págs. x y xii.

[11] Jesús, hijo de mujer, págs. 17-18, 25-26, 150, 181-2, 184-5.

[12] Raymond E. Brown, The Birth of the Messiah, Doubleday, Garden City, NY 1977, apéndice iv, p. 517 y ss. Hay traducción al castellano.

[13] M. Goulder, Luke, A New Paradigm. En este libro, Goulder argumenta vigorosamente contra la existencia de Q, y se muestra a favor de la dependencia de Lucas respecto de Mateo. Schillebeeckx, que se opone a esta tesis, llega hasta el punto de desarrollar un análisis de la teología del documento Q.

[14] Edward Schillebeeckx, Jesus, Crossroad, NY 1981, pp. 409, 411 y ss

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Créditos:

Esta presentación fue publicada, al igual que el texto de Spong que va en la segunda parte, en Cuadernos de la Diáspora, número 10, noviembre 1999, Madrid, de la Asociación Marcel Legaut (www.marcellegaut.org), p. 81-118. (Domingo Melero)

Publicado por Servicios Koinonia-2

Para esta edición: https://www.servicioskoinonia.org/relat/373.htm

El río y la cisterna. Superar permanentemente toda forma de teísmo


Por Paolo Scquizzato

Sacerdote diocesano de la diócesis de Pinerolo –  Italia

«Arrancar a Dios de su secuestro por el poder» (Juan Arias)

Como todos sabemos, el paradigma posteísta pretende replantearse la divinidad del mundo para poder dialogar de nuevo con el mundo y con las ciencias. En la perspectiva posteísta, por Dios ya no entendemos un ser de poder sobrenatural y rasgos antropomórficos y patriarcales, omnipotente y omnisciente, creador, señor y juez, que interviene desde fuera de este mundo imperfecto y pasajero para cumplir su voluntad divina. Y por Dios ya no entendemos a un padre amoroso y justo que atiende a nuestras súplicas, acude a nuestro rescate y nos recompensará por el mal que hemos sufrido en esta vida, por muy dolorosa e incluso traumática que sea para nosotros esta ruptura de la adhesión afectiva a la figura tranquilizadora de un dios personal. 

Decir Dios como persona, según el modelo de lo que somos, parece ser, de hecho, dentro del paradigma posteísta, una forma antropomórfica de pensar: no podemos decir nada de Dios, ni que sea Padre, ni que sea Madre, ni que sea personal, ni siquiera que sea impersonal. Margarita Porete ya afirmaba, en el siglo XIII, que «el único Dios verdadero es aquel sobre el que no se puede pensar nada»

** * 

El dios teísta, en realidad, parece ser poco más que un ser humano, un coágulo de proyecciones y frustraciones exquisitamente humanas. En el siglo IV a.C., Jenófanes tenía razón cuando escribió: «Los mortales imaginan que los dioses nacen y tienen vestiduras, voz y figura como ellos. Pero si los bueyes, los caballos y los leones no tuvieran manos o pudieran dibujar con sus manos y hacer obras como las de los hombres, el caballo representaría a los dioses de forma similar a los caballos, y el buey de forma similar a los bueyes, y harían sus cuerpos como los que tiene cada uno de ellos. Los etíopes dicen que sus dioses tienen la nariz respingona y son negros; los tracios, que tienen los ojos azules y el pelo rojo» (Elegías). 

Y nosotros, los humanos, después de todo, hemos construido este dios recientemente, si es cierto que antes de la revolución agrícola, hace una docena de milenios, la imagen de la divinidad era femenina, energía fértil, identificada casi sin más con la naturaleza. 

* * * 

Este pequeño dios, padre-tutor del hombre y la mujer en el siglo XXI, parece cada vez más irreal y, por tanto, indiferente. A decir verdad, desde hace unos cinco siglos -desde los grandes descubrimientos científicos que sacaron poco a poco a la luz la larga historia evolutiva del cosmos- este dios ya no responde a las exigencias del corazón, porque es increíble a la razón. Las viejas respuestas elaboradas por cierta teología en el pasado ya no dicen nada hoy sobre las preguntas actuales de mujeres y hombres que se saben parte de un universo inmenso, habitantes de un minúsculo planeta en el borde del cosmos, una mota infinitesimal perdida en medio de 250.000 millones de galaxias. 

En resumen, los hombres y las mujeres de hoy son conscientes de que se trata de atreverse a vivir -como ya decía Hugo Grocio, humanista y jurista que vivió a principios del siglo XVI: «etsi deus non daretur«, como si Dios no existiera-, de ganar madurez e independencia, libertad y plenitud de vida. Esta es la única manera de renacer por segunda vez, de ganar una «nueva inocencia»: debemos decidirnos a abandonar de una vez por todas el seno protector de la gran Madre, tener el valor de perder nuestra propia inocencia, sabiendo que nunca volveremos a encontrarla» (Massimo Diana, Breviario Universale, Vol.1). A un Dios que libra guerras por nosotros, que siempre está de nuestra parte y nunca de la de nuestros enemigos, que cura -a su antojo- de forma milagrosa y que es capaz de «salvarnos de la condenación eterna«, ¿qué crédito pueden concederle hoy mujeres y hombres que se han hecho adultos en un contexto cultural y teológicamente diferente a aquel en el que estas concepciones surgieron? 

Un dios que, en nuestra breve existencia, lo hace todo por nosotros no es un ser bueno providente, sino simplemente un inmenso genitor que, de hecho, impide que sus hijos maduren de forma responsable. 

Para los hombres y mujeres de hoy, una cosa está cada vez más clara: lo que llamamos Dios no es ni puede ser la respuesta a nuestras propias preguntas, la muleta para nuestras propias insuficiencias o el relleno de nuestro propio vacío existencial. Cada vez está más claro que Dios no es la entidad sobrenatural que acude al rescate de quienes le invocan, la tabla de salvación en un mar de tragedias, la respuesta al dolor, la razón de todas las preguntas. 

En un breve texto de 1996 titulado «Quale Dio?«, Paolo de Benedetti escribe sobre la premisa: «Si Dios existe, hoy más que nunca necesita a alguien que, si no puede decir quién es, al menos diga quién no es. En el sentido de una destrucción (o de un intento de destrucción) del ídolo metafísico e imperial que confundimos con Dios. La fe puede prescindir de esta operación, pero también puede sucumbir ante este Dios que no existe

Llegados a este punto, una pregunta. Si este pequeño dios se ha ido atenuando poco a poco con la maduración de la conciencia humana, si este dios «sirvió» durante milenios para alimentar lo que se llama religión e hizo, aun así, un buen servicio, hoy, en la era de los inconmensurables descubrimientos científicos, ante las grandes adquisiciones astronómicas, de los últimos estudios de las neurociencias, de las increíbles revelaciones de la física cuántica que han explicado de forma radicalmente nueva la posición de humano en el universo, ¿es posible decir a Dios, pensar en él y hablar de él de una forma intelectualmente honesta y espiritualmente seria? Hoy, en el siglo XXI, habitado por cristianos adultos, ¿existen otras maneras, otras modalidades para pensar en lo divino? ¿Es posible al menos un debate sin prejuicios sobre esto a nivel teológico?

** * 

Sobre todo, creo que, ante la gran «pregunta sobre Dios«, hay que asumir una actitud de gran humildad, es decir, renunciar a las definiciones y a las supuestas verdades sobre Dios

*** 

El hombre y la mujer espiritualmente maduros son aquellos que saben que no pueden ampararse en ninguna definición, no pueden profesar ninguna verdad apodíctica sobre lo que se llama dios. Son conscientes de que la relación con la divinidad es siempre una tensión hacia adelante, nunca el disfrute de un objeto o la consecución de una meta. Saben que tratan con la verdad, pero sin poseerla; son conscientes de que forman parte de ella. 

** * 

De hecho, lo que llamamos verdad no puede definirse, pues es la vida misma, en su despliegue, en su flujo disruptivo, la que se transforma continuamente, realizándose a sí misma. 

Por lo tanto, tal vez haya llegado el momento de tener el valor de emprender el camino teológico, cultural, intelectual necesario para ir más allá del teísmo, ayudándonos a redescubrir la sabiduría y las intuiciones proféticas de los grandes teólogos y místicos de ayer y de hoy, tanto pertenecientes al cristianismo como a otras grandes tradiciones espirituales. Lo que llamamos dios, utilizando instrumentos totalmente insuficientes y limitados como las definiciones dogmáticas, es infinitamente reductor con respecto a la verdad. Ésta, la divinidad, si queremos expresarla así, está más allá de toda revelación. 

Sí, la divinidad está más allá de toda revelación, pues – como se ha dicho antes- es como un río impetuoso que fluye, y ha fluido desde siempre -no tuvo origen- y fluirá siempre, porque la Vida no puede tener fin, sino sólo transforma. 

Toda religión, toda tradición espiritual, toda fe se ha bañado y se está rociando durante un instante en este río. La religión es la manifestación histórica y cultural de ese momento de inmersión y sólo corresponde a un poco de agua que se ha sacado del río y se ha colocado en una cisterna. El gran error sería confundir el agua de la cisterna con el río, la totalidad. La parte con el todo. Tarde o temprano, será necesario volver al río para encontrar allí el agua que sacia, vivifica y fecunda. 

La religión es siempre un medio, nunca el fin. Siempre el recipiente, nunca el conjunto. 

«En el Kena Upanishad, parte de la literatura hindú antiquísima, leemos: El que dice ‘lo conozco’ (a Dios) no lo conoce , y el que dice ‘no lo conozco’ tampoco lo conoce: sólo el que dice ‘lo conozco pero no lo conozco’ es el que lo conoce. Ese es el hombre del deseo. Dios no sacia su hambre de una vez, sino que le da de comer y de beber día tras día, día, porque en Dios sólo existe el presente. El hambre y la sed de Dios del hombre de deseo están siempre saciadas y siempre insatisfechas. Por un lado es rico y por otro es pobre. Su pobreza es su riqueza y su riqueza es su pobreza. Quien haya intentado erróneamente definir la Verdad no tiene hambre ni sed de Dios. Quien piense que Dios lo ha revelado todo y que aún no hay nada más por revelar no tiene hambre y sed de la justicia de Dios. Cada religión da una cierta visión de Dios y de la relación entre Dios y la humanidad. Cada religión afirma tener la plenitud de la verdad. Pero la Verdad está más allá de todas las religiones. La Verdad está más allá de todos nuestros sistemas intelectuales y de todos nuestros sistemas teológicos; la Verdad supera incluso nuestras Escrituras reveladas» (John Martin Kuvarapu, Sulle acque dell’Oceano infinito). 

Un Dios pensado y definido simplemente deja de existir. 

** * 

«El hombre no debe contentarse con un Dios que es pensamiento. Porque en cuanto desaparece el pensamiento, desaparece también ese Dios» (Maestro Eckhart). «Se conoce mejor a Dios no conociéndolo»(Agustín).»El conocimiento supremo de Dios es conocer a Dios como desconocido» (Tomás de Aquino). 

Como ya se ha dicho, el grave riesgo de la religión ha sido siempre identificar a Dios con un ser concreto, alguien, como si fuera realmente uno entre los muchos seres de este mundo. Con características, gustos, sentimientos, pasiones. Pensamos en ella como una persona o, mejor, como una relación entre personas, la Trinidad. Y aquí Agustín en su monumental obra De Trinitate, recuerda que: «Si preguntamos qué son estos Tres, debemos volver a reconocer la extrema insuficiencia del lenguaje humano. Ciertamente, respondemos: ‘tres personas’, pero más para no callar que para expresar esta realidad» (Agustín, De Trinitate, V, 9, 10). Definir la divinidad como una persona llevó a imaginarla como un individuo, ya que, para el sentido común, persona e individuo son la misma realidad. 

Para llegar a ser adultos, ¿debemos renunciar a imaginar a Dios también como Padre? Sabemos que se trata de un hecho fundacional de la experiencia de Jesús de Nazaret. Pero, ¿qué significa para nosotros llamar Padre a Dios? ¿Que Dios se comporta con nosotros como un padre con sus propios hijos? ¿Que nos protege de los incidentes de la vida? ¿Que nos protege de las agresiones de los hombres? ¿Que Él nos consuela en la angustia y el miedo y nos ayuda en la enfermedad? 

Un principio saludable de la teología afirma que La tradición judía recuerda: «Todo discurso sobre Dios debe introducirse con la palabra que utilizaban los antiguos rabinos: ki-vjakhol, ‘como se podría [decir]’, ‘si así se pudiera decir'», porque no hay lenguaje sobre Dios, ni siquiera el metafísico, ni siquiera el del «totalmente otro», que no sea mítico. «L a Torá», dice el rabino Ismael, «habla según el lenguaje de los hombres» (Sifré sobre Números 15:31). «En el Talmud, precisamente en el primer tratado Berajot (Bendiciones), 4a, hay una frase que me gusta mucho: lammed leshonkà lomar: enì jodea. ‘Enseña a tu lengua a decir ‘no sé’, no sea que ocurra que te tomen por mentiroso’. Por lo tanto, al hablar con demasiada seguridad sobre Dios, corremos el riesgo de que nos tomen por mentirosos: de hecho, no podemos decir ciertas cosas sobre Él: podemos oírle en formas oximoradas, opuestas. Ante el silencio de Dios, el «quizás» no significa: quizás Dios no existe, quizás Dios existe; sino que significa: quizás he comprendido por qué calla, quizás no lo he comprendido, quizás es bueno callar, quizás es malo. En resumen, es un quizás mío y un quizás de Él» (Paolo de Benedetti, Quale Dio?). 

En un hermoso libro de Hervé Clerc, A Dio per la parete nord, leemos: «No hay ninguna razón discutible para que llamemos ‘Dios’ a la esencia de las cosas. Podemos llamarlo Brahman, ‘Espíritu’ […], Gottheit comoel maestro Eckhart, ‘Bien’ como Platón, ‘Real’ como algunos sufíes, o ‘cara norte’. No existe un nombre universal. Un roble no es menos roble porque sea todo lo que afirmemos sobre Dios debemos negarlo al mismo tiempo, y lo que afirmemos y volvamos a negar debemos ampliarlo infinamente

Sin embargo, todo lo que decimos sobre Dios es demasiado pequeño para indicar su realidad. Cuando decimos que Dios es padre, deducimos el significado de esta palabra a partir de nuestra experiencia que, por muy bella y grande que sea, siempre será limitada. Por lo tanto, Él es (como) un padre, pero no exactamente (como) un padre. Incluso si decimos que Dios ama como un padre, eso sigue sin decir nada sobre quién es. Invocar a Dios como padre no dice tanto algo sobre él como sobre nosotros, nuestro amor filial, nuestra confianza total. 

La tradición judía recuerda: «Todo discurso sobre Dios debe introducirse con la palabra que utilizaban los antiguos rabinos: ki-vjakhol, ‘como se podría [decir]’, ‘si así se pudiera decir‘», porque no hay lenguaje sobre Dios, ni siquiera el metafísico, ni siquiera el del «totalmente otro», que no sea mítico. «L a Torá», dice el rabino Ismael, «habla según el lenguaje de los hombres» (Sifré sobre Números 15:31). «En el Talmud, precisamente en el primer tratado Berajot (Bendiciones), 4a, hay una frase que me gusta mucho: lammed leshonkà lomar: enì jodea. ‘Enseña a tu lengua a decir ‘no sé’, no sea que ocurra que te tomen por mentiroso’. Por lo tanto, al hablar con de- masiada seguridad sobre Dios, corremos el riesgo de que nos tomen por mentirosos: de hecho, no podemos decir ciertas cosas sobre Él: podemos oírle en formas oxi- moradas, opuestas. Ante el silencio de Dios, el «quizás» no significa: quizás Dios no existe, quizás Dios existe; sino que significa: quizás he comprendido por qué calla, quizás no lo he comprendido, quizás es bueno callar, quizás es malo. En resumen, es un quizás mío y un quizás de Él» (Paolo de Benedetti, Quale Dio?). 

En un hermoso libro de Hervé Clerc, A Dio per la parete nord, leemos: «No hay ninguna razón discutible para que llamemos ‘Dios’ a la esencia de las cosas. Podemos llamarlo Brahman, ‘Espíritu’ […], Gottheit comoel maestro Eckhart, ‘Bien’ como Platón, ‘Real’ como algunos sufíes, o ‘cara norte’. No existe un nombre universal. Un roble no es menos roble porque sea llamado roble en lugar de encina. Poco importa el nombre que se dé al roble. El nombre no afecta a su crecimiento, a la subida de la savia, a la caída de las hojas y las bellotas, a la llegada del otoño. Llamemos por un momento, si lo desea, al objeto de nuestra búsqueda Esto. Hagamos de cuenta que la palabra más antigua para indicar la esencia íntima de las cosas, la palabra de los Upanishads que ha atravesado tres milenios, es también la más moderna. ¿Qué aprendemos sobre Esto al final de nuestra investigación? Esto es lo real. [Esto es lo real. Esto está oculto, secreto incluso, tan oculto que a menudo olvidamos que existe un secreto. Esto tiene una naturaleza uniforme que no está estratificada ni compuesta, esto es la libertad, el núcleo del ser. Más allá de nuestras libertades nacionales, sociales políticas de las que somos tan justamente celosos, existe un absoluto de libertad. En Occidente, lo hemos olvidado. No es un objeto de conocimiento, sino de experiencia. Esto es ajeno, sin equivalentes en nuestro mundo, fuera de la caja. Caemos en la esfera del Esto, somos atrapados por él, dicen los maestros de yoga. Cómo, por qué, por quién, no se sabe. A l c a n z a r l o significa ‘lograrlo’«. 

DIOS COMO ENERGÍA 

Hervé Clerc identifica en el término Esto la Esencia de todas las cosas, el Ser de los seres, aquí proponemos otro término para expresar, a su vez, el mismo contenido. Y ese término es energía. Concebir la divinidad como energía puede ayudarnos a sanar, sobre todo, el daño perpetrado durante siglos en Occidente, que es el dualismocielo-tierra; natural-subnatural; alma-cuerpo, inmanencia-transcendencia; y así sucesivamente

La realidad es una. Todo es uno.Y si hay un dios, sólo puede ser esa energía inmanente en todo lo que existe, el Ser de los seres, precisamente como Tomás Aquino llegó a decir -o el «Anima mundi», por utilizar un concepto muy querido en la época medieval: «El Alma del mundo es una energía natural de los seres por la que algunos sólo tienen la capacidad de moverse, otros de crecer, otros de percibir a través de los sentidos, otros de juzgar. [Uno se pregunta qué es esta energía. Pero, me parece, esta energía natural es el Espíritu Santo , es decir, una armonía divina y benigna que es aquella de la que todas las realidades tienen el ser, el moverse, el crecer, el sentir, el vivir, el juzgar» (Guillermo de Conches, Glosas al Timeo de Platón). 

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Por lo tanto, la reflexión nos lleva a postular la idea de que no existe un dios en los cielos y luego la creación, el espíritu y luego la materia, el alma y luego el cuerpo. La física cuántica nos lo demuestra cada vez con más evidencia. Todo es Uno, y ese Uno es una aglomeración de energía

«Tras mis investigaciones sobre el átomo, les digo: La materia en sí misma no existe. Toda la materia nace y existe sólo por medio de una fuerza que hace vibrar las partículas a t ó m i c a s y que las mantiene unidas como este diminuto sistema solar. Sin embargo, dado que en todo el mundo físico no existe una fuerza inteligente o eterna, debemos suponer un espíritu consciente inteligente detrás de esta fuerza. Este espíritu es el fundamento de todas las cosas materiales» (Max Planck, conferencia de 1944). 

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El término energía deriva de la palabra griega enérgheiaen-ergon, que significa simplemente lo que está en acción, en acto. Dios, por tanto, puede entenderse como como trabajo, acción, «combustible», alma de toda existencia, haciéndola viva y por tanto en expansión, en tensión hacia su plenitud. 

En el Evangelio, Jesús dice: «Mi Padre siempre trabaja, y yo también trabajo» (Jn 5,17). El texto griego utiliza el verbo ergàzomai

«En el cosmos y en la historia, Dios no hace nada más de lo que hacen las criaturas. La fuerza creadora no actúa al lado o en lugar de las cosas o las personas, sino que las alimenta para que sean y puedan actuar» (Carlo Molari). 

El papa Francisco, en su carta encíclica `Laudato si’, retoma este concepto de la acción creadora cuando dice en el no 80: «Dios está presente en lo más íntimo de cada cosa sin condicionar la autonomía de su criatura (…). Esta presencia divina, que garantiza la permanencia y el desarrollo de cada ser, es la continuación de la acción creadora» (esta última frase procede de Tomás de Aquino, Summa Theologiae, Parte I, Cuestión 104, Artículo 1, Cuarta respuesta). 

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Demos un paso más. En el cuarto Evangelio, el de Juan, se habla del Logos. El comienzo del texto -que conocemos muy bien- dice: «En archè en o logos«, «En el principio era el Verbo«. 

La raíz de lógos se encuentra en el verbo griego légo, infinitivo de léghein, que significa reunircongregarse. Y también hablar, porque al hablar se unen las palabras. Por lo tanto, lógos también puede traducirse como «palabra».Lógos debe entenderse, por tanto, como el principio relacional unificador, la fuerza, la energía que conecta, mantiene unidos los diminutos constituyentes individuales de la materia (ondas y partículas»…) dando lugar a sistemas -el resultado de agregaciones- cada vez más complejos y organizados. En definitiva, la vida en su inconmensurable complejidad. 

Pues bien, el lógos es la energía agregadora para que la vida pueda avanzar hacia su plenitud. Y Juan nos está diciendo que en todo lo que existe habita este principio unificador, el «principio del bien» que lo mantiene unido y hace que la vida salga a la superficie hacia su plena flexión. «Y el logos era Dios«, continúa el prólogo. Esta energía es divina, principio del bien, inteligente por ser victoriosa sobre el caos, elevadora del Amor: «Todo fue hecho por medio de él«. 

«Al decir Dios, nombramos la fuente y el puerto de la energía del ser, así como la fuente de la información que permite a la energía estructurarse en materia organizada hasta convertirse en vida, vida inteligente, vida como espíritu creador, autoconciencia» (Vito Mancuso, Io e Dio). 

En la base, como fundamento de la vida, existe por tanto una fuerza, una energía que los científicos denominan «informada», que hace surgir la vida misma en su complejidad. 

Ya al principio de la historia de Jesús se conocía este Principio que lo mantiene todo unido y hace surgir lo bueno y lo justo, la lógica que ha producido todo lo que existe, al que llamamos Dios, pero que no es el Dios teísta, distante y juez; es un Dios de Amor, «que construye» y ha- bits todo lo que existe. Jesús es una expresión de ello, su manifestación histórica, un acontecimiento prodigioso, pero natural, posible, real. Toda su vida es su manifestación, su revelación. 

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Me parece que el término panenteísmo, por lo dicho hasta ahora, es hoy, a nivel teológico, la imagen que mejor puede traducir la realidad-Dios

Intentemos darle una definición: entender el mundo del universo como un cuerpo divino en constante desarrollo, en el acto de crear, de modo que nada pueda separarse de esta misteriosa creatividad

Es lo que se dijo un poco antes: en el fondo de todas las cosas hay una energía, una fuerza, un fuego que se expande, que lleva adelante la creación misma. Quizá sería mejor decir: la realidad, la creación, todo lo que tiene forma es una manifestación de eso que llamamos Dios, al igual que la materia es la manifestación de la energía. 

Y creemos que esta realidad fontal es relacional, y no puro solipsismo, tanto que llamamos a este centro energético -nosotros los cristianos- nada menos que Trinidad, juego de relaciones. Y a partir de ahí, creemos que este centro energético es un tú amoroso, y precisamente por eso nunca puede ser definible como un tú personal, sino sólo reconocible como persona por ser amante. En resumen, Dios no es appanage del intelecto, porque de él -siendo amor- sólo puede ser experimentado. 

«En efecto, ¿por qué ‘Dios’ debería ser un sustantivo? ¿Por qué no un verbo: el más activo y dinámico de todos?» (Mary Daly). 

«Dios no está en un lugar ni en un tiempo, sino que todas las cosas están en Él, y Él está en todas las cosas» (Anselmo d’Aosta, Proslogion). 

Todo está ya dado, ya estamos participando en él. «La gente lo busca lejos, ¡qué pena! Son como aquellos que, sumergidos en el agua, piden desesperadamente beber» (Hakuin Hekaku, maestro zen japonés, siglo XVIII). 

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Recordemos lo que dice Pablo en los Hechos: «En él vemos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Y de nuevo el Salmo 138: «Detrás de mí y delante de mí me rodeas. Si subo al cielo, allí estás; si desciendo a los infiernos, allí te encuentro«. Y en el Corán: «Dondequiera que te vuelvas, allí está el rostro de Dios» (sura 2:115). 

A un niño le preguntaron: «¿Qué es Dios para ti?» «Dios es como Internet«, fue la respuesta. Una genialidad. Ya estamos inmersos en un campo de energía, en una red de conexiones, sólo tenemos que conectarnos, abrirnos por el camino de la conciencia y seremos informados y transformados por este principio. 

Por eso es importante, sobre la base de tantos grandes maestros, superar la dualidad, y cuando hayamos experimentado, aunque sólo sea por un instante, el hecho de ser todo en el Todo, uno en el Uno, viviremos por fin en el presente, escuchando una voz que nos dirá: «Este eres tú»: «Tat tvam asi», como nos recuerda la tradición hindú, o «Tú eres mi hijo, mi hija, mi hijo amado» (cf. Mc 1,11). 

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Sí, ya somos «divinos», uno con la divinidad. En este momento, nosotros y, junto con nosotros, la naturaleza, la creación entera, estamos viviendo la fase de la manifestación histórica y temporal de la divinidad. Somos la ola del océano, pero también, en lo más profundo de nuestro ser, estancialmente océano. Podríamos utilizar otros ejemplos: pensemos en el hielo y en el agua. ¿Son diferentes? Por supuesto, pero el hielo es sólo una manifestación temporal del agua, aunque sea esencialmente agua. Volvamos al ejemplo citado antes, la energía y la materia. La física cuántica, como ya se ha dicho, nos recuerda que todo es energía; la materia es su manifestación, una especie de solidificación. ¿Es diferente? Ciertamente, aunque siempre y en todos los sentidos es sólo energía. 

«Dios está encarnado en el cosmos. Él y sus encarnaciones -manifestaciones- están indisolublemente unidos. Él no está ‘en’ su encarnación, sino que se manifiesta ‘como’ encarnación. Se manifiesta en el árbol como árbol, en el animal como animal, en el ser humano como ser humano y en el ángel como ángel. No se trata, pues, de seres más allá de los cuales habría todavía un Dios que, por así decirlo, «se arropa en ellos», sino que Dios es cada uno de estos seres individuales -y, al mismo tiempo, no lo es, pues nunca se agota en uno de ellos, sino que siempre es también todos los demás. Ésta es precisamente la experiencia que tiene el místico. Reconoce el cosmos como una manifestación inteligente de Dios» (Willigis Jager, L’Onda è il Mare). 

EL ENFOQUE MÍSTICO. ÚLTIMA TEMPORADA 

El cristianismo sin misticismo sigue siendo una creencia superficial y accidental, cuando no superstición (M. Vannini, La mistica delle grandi religioni). 

El camino que hemos recorrido hasta ahora nos ha llevado a la necesidad de llegar hasta las últimas consecuencias del discurso. Y nos parece que la última palabra sensata, cuando nos preguntamos «¿qué nombre para qué dios?», es propia de la mística. El término místico tiene la misma raíz que misterio y procede del verbo griego myein, que significa «callar, permanecer en silencio». El místico es el que cierra los ojos y la boca, y de este modo se convierte cada vez más en parte del Misterio en el que ya participa, y allí crece, emerge. Antes se ha dicho que sólo se puede experimentar la divinidad. Ahora bien, si esto es cierto, la cuestión es ser cada vez más consciente de esta realidad. El místico, por tanto, es aquel que experimenta lo divino en lo que está inmerso. Se da cuenta de que el Esto que buscaba fuera de sí, en realidad, ya habita en él. Es Esto desde siempre, por remitirnos al texto de Hervé Clerc. 

Ya estamos en la Divinidad, ya estamos salvados, no podemos perdernos, no podemos acabar, sólo ser transformados. 

Vivir la dimensión mística significará, por tanto, superar toda alienación, toda separación. Es la simple conciencia de estar en el Ser, donde el yo no necesita ninguna salvación porque ya descansa en el Todo. 

Y, en esta misma dimensión, ya no tiene sentido hablar del conocimiento de Dios, puesto que, en este caso, aún se supondría un sujeto cognoscente y un objeto conocido, y, por tanto, aún dualidad, separación, alteridad. 

«Nada en Dios es conocido: él es Uno solo, / lo que en él es conocido, eso debe ser» (Angelus Silesius, El peregrino querúbico). 

El místico no utiliza el nombre de Dios como si o poseedor de características peculiares. Pues esto fuera un sujeto determinado, capaz de realizar supondría que el yo que habla de Dios y el Dios en acciones cuestión son dos entidades separadas. 

Es imposible, porque la verdad es el Uno, que también es el Todo, por lo que no tiene sentido pensar que el Uno es el Todo. Ver a Dios como sujeto (el que realiza la acción) y predicado (lo que se hace, su acción), «Dios ama», por ejemplo. El místico siente que él es simplemente parte del Amor. Es amante en el Amor. Esto no es otra cosa que la experiencia del Espíritu

Además, el místico es una mujer y un hombre de fe, pero no puede definirse como creyente. La fe para él es la experiencia del Espíritu en el espíritu, en la que el sujeto cognoscente y el objeto conocido son la misma cosa, y ni siquiera son una «cosa», sino un ser, una vida, espíritu, precisamente

Mientras que el creyente afirma una verdad y pronuncia una definición de la divinidad -Dios es así y así-, el místico sólo vive una confianza inquebrantable, sabiendo que no sabe; no sabe, experimenta la unión y ya está, sólo experimenta el Espíritu y, por tanto, ser todo en el Todo, uno en el Uno. Una sola cosa. 

La experiencia mística sabe que no debemos contentarnos con un Dios, porque hay algo infinitamente superior a Dios, es decir, la divinidad, libre de definiciones y de la que sólo se puede tener una experiencia, como la del metal arrojado al fuego, en la que ya no se distingue entre el fuego y el metal. Decir dios es haberlo sustraído a su verdadera esencia. Sólo la divinidad es el verdadero misterio, lo inteligible, lo impronunciable, lo incognoscible. 

Para el místico, esta superadivinidad es «Aquel que encarna en sí mismo toda alteridad«. El místico, por tanto, es anti-idolátrico: no posee a Dios como objeto, simplemente está inmerso en él, participando de él. En cierto sentido, es ateo, pues siempre está más allá de cualquier apropiación de lo divino. De este modo, ha superado definitiva e irremediablemente toda forma de teísmo, ha abandonado la religión y ahora simplemente experimenta lo que se llama la vida espiritual. 

Fuente: Servicios Koinonía-2

La Iglesia nació en la casa – #1


Lo que necesitamos ahora para entender a nuestro hipotético grupo de extranjeros (los escritores del Nuevo Testamento y la conducta de la gente de la que nos hablan) es disponer de algunos modelos adecuados que nos permitan entenderlos interculturalmente, que nos obliguen a mantener separados de su conducta nuestros propios significados y valores, de tal modo que los entendamos en sí mismos.

Bruce J. Malina

PRÓLOGO

Este trabajo, con el mismo título, fue publicado en la revista Restauromanía (2ª Época) en capítulos durante el año 2012. Como otros temas publicados en dicha revista, ya extinta, también éste está dirigido particularmente a los líderes de las Iglesias de Cristo del Movimiento de Restauración. Está particularmente dirigido a ellos con el objeto de compartir alternativas exegéticas, consciente de que muchos lo agradecen, aunque me consta también que a otros les molesta, y mucho. El lector ajeno a este entorno religioso debe tener en cuenta este matiz cuando lea o estudie este documento, porque sus puntos de vistas, énfasis… tienen en mente las características ideológicas y exegéticas que defienden algunos de estos líderes al encarar la eclesiología del cristianismo del primer siglo. El capítulo dedicado a la “heterogeneidad del cristianismo primitivo” está expuesto en el capítulo #7 de esta edición.

Tres aspectos principales vertebran exegéticamente este trabajo: 

  1. La naturaleza de las “iglesias domésticas”, de las cuales dan cuenta el Nuevo Testamento, y su organización, subordinada al orden social de la “casa” del primer siglo, que era de signo patriarcal, tanto en el mundo judío como en el greco-romano. Esto solo ya es motivo de reflexión de por qué la Iglesia se estructuró y organizó como lo hizo; 
  2. La involución que sufrió el cristianismo primitivo, perceptible en el NT, para cuya consideración elegimos el protagonismo de la mujer como un testigo válido de dicha involución, que se corresponde con las generaciones literarias de los escritos neotestamentarios. Aspecto importantísimo éste teniendo en cuenta que el currículo docente de la mayoría de las Iglesias de Cristo enseña que la apostasía se hizo presente poco tiempo después de la muerte del último Apóstol, lo cual implicaría que la prohibición a la mujer de “hablar” y “enseñar” en la iglesia (últimos escritos) correspondería a tal “apostasía”, pues en la época de los primeros escritos, la mujer hablaba y enseñaba en la iglesia. De hecho, la prohibición de hablar y de enseñar evidencia que antes hablaba y enseñaba; 
  3. La heterogeneidad del cristianismo primitivo, formado por diversas tradiciones o corrientes teológicas, siendo las dos más visibles para nuestro propósito las que se corresponden a grupos judíos (judeocristianos, la tradición más primitiva, en Jerusalén) y a gentiles (paganocristianos, que dio comienzo en Antioquía de Siria), aunque apuntamos otras más. 

Sabemos que estos tres aspectos chocan frontalmente con el principal leitmotiv de la actividad misionera de algunos predicadores de las Iglesias de Cristo, por el énfasis que éstos ponen en las “notas” de identidad de la “Iglesia del Nuevo Testamento”, que ellos dicen representar. El primer aspecto, porque cuestiona que la organización de la iglesia siguiera un orden divino previamente establecido, al margen del orden social y político del entorno donde ésta nació y se desarrolló. El segundo aspecto, porque el cambio de un orden progresista, donde la mujer ejercía un indiscutible liderazgo, a la prohibición expresa de este liderazgo, pone en evidencia que dicha prohibición está vinculada a la progresiva institucionalización de la Iglesia, y no a una normativa original divina que pretendiera tutelar a la mujer de por vida. El tercer aspecto, porque cuestiona la noción de que la Iglesia primitiva fue un movimiento homogéneo, único y uniforme. 

Nota: La edición para este formato fue publicándose en capítulos sucesivos en el verano de 2023

Emilio Lospitao

INTRODUCCIÓN

1. LA CASA

Las primeras comunidades cristianas, denominadas luego como “iglesias” (ekklesia), encontraron como lugar natural de reunión los hogares, las casas. Al principio, en Jerusalén, continuaron asistiendo al templo (Hechos 2:46; 3:1), pero el templo no satisfacía todas las necesidades que las características del nuevo “culto” exigían. Tampoco abandonaron inmediatamente la sinagoga, pero, por los mismos motivos, acabaron por abandonarla, o ser expulsados de ellas (Juan 16:2-4). El caso es que, por una cuestión meramente pragmática, las comunidades cristianas primitivas decidieron reunirse en las casas espaciosas de los creyentes bien situados económicamente. Fue tan perfecto el binomio del “orden social” de la casa y la necesaria “organización” que cualquier grupo de personas necesita, que la “casa” (su hábitat físico y su institución) satisfizo adecuadamente los requisitos que necesitaban, y ahí se mantuvo casi los tres primeros siglos de su historia. El orden social de la casa vino a ser el precedente ideal para su progresiva organización e institucionalización.

La expresión “con toda su casa” o “la iglesia de su casa” se repite varias veces en el libro de los Hechos y en algunas epístolas (de Pablo) para referirse a la conversión de alguna persona en particular y con él “toda su casa” (Juan 4:53; Hechos 11:14; 16:15, 31-34; 18:8; etc.). También se habla de la “casa” como lugar natural de reunión de la iglesia que surge de dichas conversiones (Romanos 16:5; 1 Corintios 16:19; Colosenses 4:15; etc.). Estos dos aspectos que acabamos de citar indica la importancia que tuvo el entorno físico e institucional del “orden social de la casa” en el desarrollo de las comunidades cristianas primitivas, como iremos viendo más adelante. 

2. EL CONCEPTO DE “CASA”

En primer lugar, el sustantivo “casa” (oikos/oikia) en el contexto social y político del Nuevo Testamento (NT), tanto en el entorno judío como en el greco-romano, es un término polisémico: se refiere tanto a la casa-inmueble como a la casa-familia. Hoy, en algunos contextos literarios, sigue usándose con este doble sentido.

En segundo lugar, el concepto de la “casa” (familia), en aquella época, no tiene nada que ver con el concepto de la “casa” en la sociedad occidental del siglo XXI. La “casa” de aquella época la formaban los hijos y las hijas de la esposa principal como los hijos y las hijas de la(s) esposa(s) secundaria(s) [concubina(s)], juntamente con los criados y criadas, esclavos y esclavas, además de otras personas dependientes del patronazgo del amo de la casa. A veces, la “casa” podría estar constituida incluso por todo un clan (Leipoldt-W.Grundmann. “El mundo del Nuevo Testamento”, pág. 189. A. Meeks, Wayne. “Los primeros cristianos urbanos”, pág. 133). 

En tercer lugar, la institución de aquella “casa” era de signo patriarcal, tanto en el mundo judío como en el greco-romano. Esto significa que el “señor” de la casa era varón, padre y amo, a quien correspondía no sólo el derecho de disponer y de dar órdenes, sino de castigar (R. de Vaux, “Instituciones del Antiguo Testamento”, págs. 49-51). Los códigos domésticos que encontramos en el NT, que se corresponden con los códigos de la época, dan cuenta de este patriarcalismo (Colosenses 3:18-4,1; Efesios 5:21-6,9 y 1 Pe 2:18-3,1).

La expresión griega “kat oikon”–en Hechos 2:46; 5:42– puede traducirse “en las casas” o “por las casas” (Aguirre, Rafael. “Del movimiento de Jesús a la iglesia cristiana”, pág. 87). Debido al elevado número de miembros (Hechos 2:41; 4:4) parece más apropiado entender “por las casas”. Aun cuando Lucas idealiza la convivencia de la Iglesia en Jerusalén (2:42-47; 4:32-35; 5:12-16), ese rasgo fraternal que le caracteriza solo se explica a partir de la vida de las iglesias domésticas. Según Hechos 12:12-17, uno de los muchos grupos cristianos existentes en Jerusalén fue el que se reunía en la casa de María, la madre de Juan Marcos (sin duda un grupo judeo-helenista)[1], distinto de otros grupos, en alguno de los cuales estaba Jacobo, un judeocristiano apegado a la Ley (Hechos12:17). 

Era muy común que hubiera diversas iglesias domésticas en un mismo lugar, sobre todo en las ciudades cosmopolitas. Pablo pide que “esta carta sea leída a todos los hermanos”; es decir, que se haga llegar a todas las iglesias domésticas de aquella ciudad (1 Tes.5:27). Más claro queda en el testimonio de la 3ª carta de Juan, donde una de las comunidades, la que dirigía Gayo, había recibido a los evangelistas enviados por el “presbítero” y se les exhorta a que siga haciéndolo (6-8), mientras que la otra, la que dirige un tal Diótrefes, los había rechazado (9-11).

Esta pluralidad de iglesias domésticas en una misma ciudad nos permite entender mejor el famoso conflicto de Antioquia. Pedro compartía mesa con la comunidad pagano-cristiana hasta que, por temor de los “de parte de Jacobo”, se separó de ella, lo que supone la existencia de comunidades domésticas separadas por etnias: judíos y paganos, aunque luego fuera en una reunión conjunta donde Pablo censuró a Pedro (Gálatas 2:11-14). Lo mismo ocurría en Corinto, donde, aparte de que se reunieran ocasionalmente todos en un mismo y amplio lugar (quizás público, de ahí que pudieran asistir personas no cristianas – 1 Corintios 14:23), las comunidades domésticas se vinculaban a sus fundadores o patronos, ocasionando, a veces, divisiones entre ellos (1 Corintios 1:10-16). ¡Como hoy! En la ciudad de Roma del siglo II existían muchas iglesias domésticas. Justino Mártir, que vivió en aquella época, da testimonio al Prefecto de Roma de que su casa era un lugar de reunión (de cristianos), pero que había otros lugares donde se reunían otros cristianos, aun cuando él no lo frecuentaba. 

3. PRECEDENTES DE LA CASA COMO ENTORNO CÚLTICO-RELIGIOSO

El entorno de la casa como lugar cúltico-religioso no fue una novedad de las primeras comunidades cristianas. La Iglesia encontró este precedente tanto en el mundo judío, de donde procedía, como en el mundo greco-romano. 

La sinagoga, que tuvo su origen durante la cautividad babilónica (Enciclopedia de la Biblia, Vol VI, pág. 718-721), comenzó en las casas, donde los judíos exiliados se reunían para fomentar la piedad. Con frecuencia, estas “casas-oratorios”, eran donadas por miembros que habían prosperado (Jer. 29:5), y terminaban convirtiéndose en lugares exclusivos para la reunión litúrgica (la sinagoga). Después, cuando la sinagoga adquirió carta de naturaleza como institución laica, había quienes donaban un inmueble específico para convertirlo en sinagoga, o incluso dinero para construirla (Cf. Lucas 7:4-5). 

En el entorno greco-romano, aparte de los cultos oficiales del Imperio, existía un culto que se llevaba a cabo en las casas. En los descubrimientos de Pompeya y Herculano se han encontrado cientos de pequeños templos u hornacinas en las casas que servía para los cultos familiares (“Los cultos domésticos” (https://historia.nationalgeographic.com.es/a/los-cultos-domesticos-en-la-antigua-roma_18926  – visto 9-07-2023). La casa como lugar de reunión litúrgica era bastante común y no fue una singularidad del cristianismo primitivo. 

Durante los tres primeros siglos, la casa (física) y la domus eclesiae (de “dominus”=señor), por último se cambiaría a la “basílica”, fue el lugar exclusivo de reunión de las iglesias domésticas. Igual que ocurrió con la sinagoga, hubo cristianos bien situados económicamente que donaban propiedades inmobiliarias para dedicarlas exclusivamente al culto cristiano. Así surgió la “domus ecclesiae”, una casa doméstica amplia, con patio, habitaciones para albergar a los predicadores itinerantes, o para la instrucción, incluso con una pequeña piscina que se adaptaba a las necesidades del rito bautismal(2).

 Esta “domus ecclesiae” fue el eslabón intermedio entre la “casa” y la “basílica” (inmueble de uso público de la época, laico, cuyo diseño fue luego perpetuado en la construcción de los lugares para el culto cristiano). La basílica propiamente dicha, junto con los templos paganos habilitados, serían los lugares habituales para el culto cristiano a partir del siglo IV, tras el reconocimiento del cristianismo como “religión autorizada” por el emperador Constantino. Pero sobre la domus ecclesiae y la basílica, hablaremos más al final de este trabajo.

4. LA CASA COMO PUNTO ESTRATÉGICO DE MISIÓN

Pablo solía dirigirse en primer lugar a las sinagogas para anunciar el evangelio (Hechos 13:14; 14:1; 17:1-2; etc.), pero como los resultados en las sinagogas eran escasos, el apóstol buscaba otra serie de contactos que pudieran proporcionarle un lugar adecuado como centro de su actividad y lugar de reunión de los creyentes: la casa. En cierto sentido, esta estrategia se ajustaba a la supuesta “gran comisión”, aunque el modus operandi de Pablo resultó ser muy distinto al de los misioneros palestinenses (Cf. Lucas 10:5-7 con 1 Corintios 9:14-15, 2 Tes. 3:7-10). Así, vemos a Pablo en relación con gentes de relativa buena posición, propietarios de amplias “domus”, a los que excepcionalmente incluso bautizó “con toda su casa” (1 Corintios 1:14-16)(3). De este ambiente procedían los patronos conocidos de las iglesias domésticas en el entorno gentil: Priscila y Aquila en Éfeso y en Roma (Hechos 18:26; Romanos 16:3-5), Ninfas en Laodicea (Colosenses 4:15), Filemón en Colosas (Film 2; Colosenses 4:17), Febe en Cencreas (Romanos 16:1), Estéfanas en Corinto (1 Corintios 1:16; 16:15-16)17, etc.

Normalmente, además de ofrecer sus casas como lugar de reunión, estos patronos (paterfamilias) lideraban también las “iglesias domésticas” que se encontraban en sus casas, lo cual viene confirmado por las calificaciones (sunergós= colaborador) que Pablo otorga a Filemón (Film 1), a Aquila y Priscila (Romanos 16:3) y a Estéfanas (1 Corintios 16:16). En el caso de Estéfanas este liderazgo se afirma explícitamente: “se ha dedicado al servicio de los santos” (1 Corintios 16:15). La expresión de Pablo: “desde Jerusalén hasta Ilírico he llevado el evangelio de Cristo a todas partes” (Romanos 15:19, 23) debemos de entenderla como una hipérbole, en el sentido de que formó pequeñas células de cristianos entre familias dispersas en algunas ciudades estratégicamente situadas de la cuenca nororiental del Mediterráneo, exceptuando las comarcas, es decir, las zonas rurales (A. Meeks, Wayne. “Los primeros cristianos urbano”, p.24). Este trabajo misionero en las comarcas sería llevado a cabo más bien por las comunidades urbanas ya establecidas (Cf. 1 Tes. 1:8). En cualquier caso, la casa, con sus códigos domésticos, fue el marco ideal para la posterior organización de la iglesia y el estatus de sus miembros (ver 1 Timoteo 3:5, 12).

5. EL PATERFAMILIAS

Ya hemos mencionado la frase “y su casa” (Hechos 10; 16:32-34; 18:8) o “la iglesia de su casa” (Romanos 16:5; 1 Corintios 16:19; Colosenses 4:15; etc.) asociado al cabeza de la casa, el paterfamilias. 

Era normal –aunque con excepciones, como veremos– que el cambio de fe religiosa del paterfamilias fuera seguido por todos los miembros de “su casa”, lo cual contrasta con el concepto que hoy tenemos de la conversión. Se entiende mejor esto cuando profundizamos en el estatus que tenía el paterfamilias, de signo patriarcal, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, así en la sociedad judía como en la greco-romana. Hasta cierto punto es comprensible la eficaz inercia vocacional de algunas conversiones del NT; por ejemplo, la conversión de Lidia (como matrona) y “su familia” (Hechos 16:15); la conversión del carcelero de Filipos y “todos los que estaban en su casa” (Hechos 16:32-34), la conversión de Crispo, el principal de la sinagoga, “con toda su casa” en Corinto (Hechos 18:8). En todos estos casos, además del paterfamilias, se bautizaron también los miembros de “su casa”. En el caso del centurión Cornelio (“temeroso de Dios”(4) – prosélito judío), parece que toda “su casa” fue partícipe de la misma experiencia carismática (Hechos 10:1-2, 47-48); por supuesto, según la visión teológica que subyace en el relato de Lucas, esta “experiencia” no está vinculada a la influencia del paterfamilias que, por otro lado, nunca es explícita; por eso es necesario explicarla.

Hemos dicho que “salvo excepciones” porque encontramos conversiones de “casas” donde algunos de sus miembros obviamente no fueron “convertidos” al evangelio. Un ejemplo de ello es la casa de Filemón, que lideraba la iglesia doméstica de su casa, cuyo esclavo fue convertido casualmente por Pablo durante el período de tiempo de la huida de aquel (Filemón 1-2, 10-12). La no conversión del esclavo de Filemón, aparte de que ya estuviera huido cuando su amo se convirtió al cristianismo, se comprende mejor, en cualquier caso, si tenemos en cuenta que los esclavos de Roma, y de áreas sometidas a la fuerte influencia romana, disfrutaron de mayor libertad de participar en los cultos que en el oriente griego (A. Meeks, Wayne. “Los primeros cristianos urbanos”, p. 58). Por otro lado, se hace referencia al paterfamilias (o patronos) en cuyas casas se reunían cristianos, pero ellos no lo eran, así “los de la casa de Aristóbulo” y “los de la casa de Narciso”, a los cuales (“a los de la casa”) Pablo manda saludos (Romanos 16:10-11). También “los de Cloé” (1 Corintios 1:11) o “los de la familia del César” (Filipenses 4:22). En todos estos casos, Aristóbulo, Narciso, Cloé (una matrona) y César no eran convertidos a la fe. Un texto más claro es 1Corintios 7:12-15, donde Pablo requiere de la parte cristiana que acepte al cónyuge no cristiano. Aun así, no cabe duda de la fuerte influencia que ejercía –y ha ejercido– el ejemplo y la autoridad del paterfamilias respecto a los miembros de su “casa” (mujer, hijos, esclavos, etc.) en la aceptación de la nueva fe. La promesa que Pablo y Silas le hicieron al carcelero está más en consonancia con esta influencia del paterfamilias que con alguna esperanza transcendente, como muchas veces se atribuye (Hechos 16:31-32). En cualquier caso, si bien estas “casas” (familias) se convertían en la célula originaria que formaba la iglesia doméstica, también es cierto que estas iglesias trascendía a la misma “casa” (familia), donde la “casa” (física) se convertía en la sede y el lugar habitual de reunión de la comunidad, según se desprende de algunos textos (Cf. Romanos 16:23; 1 Corintios 16:19; Colosenses 4:15).

6. LOS “CÓDIGOS DOMÉSTICOS” 

Es esencial tener en cuenta el orden social de los códigos domésticos (5) de la época para comprender la organización y el desarrollo del cristianismo primitivo, toda vez que fue en este marco doméstico donde las iglesias se originaban y se estructuraban. La organización y el desarrollo de las comunidades cristianas primitivas, aunque innovadoras al principio, finalmente asumieron estos códigos domésticos e incluso los utilizaron para autodefinirse y legitimarse. Algunas innovaciones fueron eficazmente reprimidas desde el principio (1 Corintios 11:2-15 es un ejemplo). Pero esta institucionalización no fue automática: pasó por un proceso sociológicamente lógico, como veremos más adelante.

Pero, ¿qué son exactamente estos códigos domésticos de los que vengo hablando? Se llaman códigos domésticos a unos textos (Efesios 5:21-6:9 y Colosenses 3:18-4:1) en los que se inculcan los deberes recíprocos de los miembros de la casa y se confirman las relaciones jerárquicas tradicionales. El origen de los códigos domésticos se pierde en la noche de los tiempos, pero su ámbito es judeo-helenista. Estos códigos estaban presentes tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, y formaban parte de la estructura social tanto en Oriente Medio como en toda la cuenca Mediterránea (Vaux, R. “Instituciones del Antiguo Testamento”). En el siguiente capítulo abordo la naturaleza y los objetivos de estos códigos domésticos donde se sustentaba el orden social de la sociedad greco-romana y judía, y que son los mismos que encontramos en el Nuevo Testamento. 

Notas:

[1] Juan Marcos era sobrino de Bernabé (Colosenses 4:10); éste procedía de la diáspora chipriota, es decir, era judeo-helenista (Hechos 4:36). Los judeocristianos helenistas fueron quienes provocaron la primera persecución en Jerusalén, cuya mecha incendiaria fue el discurso de Esteban (Hechos 7), helenista también (Hechos 6:1-5), los cuales tuvieron que huir, pues los apóstoles, que no eran helenistas, pudieron quedarse en Jerusalén (Hechos 8:1).

[2] La “domus ecclesiae” descubierta en Dura Europos (Siria), del siglo II-III, disponía de una piscina bautismal. Sin embargo, en su homóloga (San Martino al Monte) hallada en Roma, siglo II, no se ha encontrado algo parecido a un bautisterio.

[3] De estos textos, quienes defienden la práctica del bautismo infantil, deducen que los niños estaban incluidos en la recepción del rito del bautismo, al formar parte de la “casa”.

[4] El temeroso de Dios describía en la sinagoga de la diáspora al simpatizante que adoptaba un estilo de vida judío pero no era judío; asistía a las asambleas y era benefactor (Lucas 7:4-5). La condición básica era la aceptación del monoteísmo (adorar solamente a Yahvé), de ahí su nombre “temeroso de Dios”. No se le exigía el cumplimiento de la ley, sino una pequeña lista de exigencias que tenían como fin permitir su convivencia con los judíos sin que estos se impurificaran por su contacto. Ver Hechos 15:28-29. (Rafael Aguirre. Varios autores, “Así empezó el cristianismo”, Pág. 140).

[5] La expresión “código doméstico” es una traducción del término técnico alemán “Haustafel”. Parece que fue Lutero quien primero usó esta palabra alemana con el objetivo de recopilar una serie de textos bíblicos neotestamentarios sobre los deberes de los obispos, párrocos, predicadores, autoridades, cónyuges, padres e hijos, jóvenes, etc. En la Biblia de Lutero esta palabra es el título de las secciones correspondientes de Colosenses y Efesios.

Emilio Lospitao