El desarrollo de la tradición del nacimiento de Jesús


John Shelby SPONG

“Nacido de mujer”, testimonio de Pablo (cap. III)

Antes de que cualquiera de los evangelios se escribiera, y antes de que las doctrinas teológicas para interpretar la llegada de Jesús se diseñaran y se articulara cualquier tradición relativa a su nacimiento, Pablo había escrito:

Pero, al llegar la plenitud de los tiempos,
envió Dios a su hijo,
nacido de mujer, nacido bajo la ley,
para rescatar a los que se hallaban bajo la ley,
y para que recibiéramos la filiación adoptiva. (Gálatas 4,4-5).

Éstas son las primeras y más antiguas palabras escritas y conservadas en la comunidad cristiana en las que se menciona el nacimiento de Jesús. Pablo las escribió entre los años 49 y 55 de la era cristiana, es decir, entre diecinueve y veinticinco años después de los acontecimientos del Calvario y de la experiencia de la Pascua, y entre dieciséis y veintiuno años antes de que se redactara el primer evangelio. Si quisiéramos escribir un capítulo sobre lo que pensaba Pablo sobre los orígenes de Jesús saldría un capítulo muy breve pues no le preocupaban estas cosas. En el texto dirigido a los Gálatas no hay el menor indicio de un nacimiento milagroso o de una concepción sobrenatural. Pablo ni siquiera se planteaba este tema que tampoco era del menor interés para aquella primera generación de cristianos.

En esta primera carta, Pablo menciona de forma natural a Santiago, el hermano del Señor (Gálatas 1,19). Para un autor judío como Pablo, era inconcebible que pudiera haber algo extraño en el hecho de que Jesús tuviera un hermano. De hecho, Santiago, «el hermano del Señor», ocupó un puesto destacado en la Iglesia primitiva precisamente por su parentesco con Jesús de Nazaret. No obstante, unos treinta y cinco años más tarde, cuando Lucas, en el libro de los Hechos, escribió su narración sobre el encuentro de Pablo y de los otros líderes cristianos en el concilio de Jerusalén, el citado Santiago ya no se identifica con el título de «hermano del Señor» (ver Hechos, cap. 15). Sin embargo, está claro que sólo podía tratarse de él porque, antes de este capítulo, los Hechos cuentan que Santiago, el hermano de Juan (e hijo de Zebedeo), había sido ya asesinado por la espada de Herodes (Hechos 12, 1-2) y la Biblia sólo menciona por una vez a un tercer Santiago, el hijo de Alfeo. ¿Podría ser éste el Santiago que se cita en Hechos 15? Es altamente improbable y tal es la única conclusión válida si se piensa, primero, en el poder que tenía Santiago, el hermano del Señor, en la comunidad cristiana de Jerusalén, tal como lo afirma inequívocamente Pablo en su Epístola a los Gálatas, y, segundo, si se observa la ausencia de cualquier otra mención de Santiago, el hijo de Alfeo, en los primeros escritos cristianos. No obstante, no cabe la menor duda de que algo había ocurrido –en aquellos treinta años que mediaron, aproximadamente, entre Pablo y y la Epístola a los Gálatas, por un lado, y Lucas y los Hechos, por otro– como para que, en el liderazgo de la Iglesia cristiana, se suprimiera la identificación de Santiago como hermano de Señor. Pero más adelante volveremos sobre este detalle fascinante.

En la Epístola a los Romanos, que los especialistas suelen fechar entre los años 56 y 58 de la era cristiana, encontramos la segunda y última referencia de Pablo al nacimiento de Jesús. En esta carta, Pablo escribió «acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Romanos 1,3-4). Tampoco aquí encontramos ningún indicio sobre un nacimiento insólito de Jesús. Se trata de un descendiente de David «según la carne» a quien por ello se llamaría un davídico. No se dice si esta pretensión real le venía por parte de su madre o de su padre, pues el hecho de que descendiera a través de la carne tenía muy poca o ninguna importancia para Pablo.

Este texto centra su atención en la afirmación de fe como tal. Jesús «fue designado [obsérvese la forma pasiva del verbo] Hijo de Dios con soberano poder, según el espíritu de santificación por su resurrección de entre los muertos». En cuanto a quién lo designó, queda claro, por la lectura del resto de los escritos de Pablo, que nunca se refirió a la resurrección utilizando un tiempo verbal activo. Para Pablo, Jesús nunca «se levantó de entre los muertos». Siempre fue Dios quien lo resucitó (Romanos 4,24; 6,9; 10,9; Iª Corintios 15,4,13,14,15,20; Filipenses 2,9). Para el judío Pablo, Dios era uno, santo y soberano. Todavía no había surgido la idea de una Trinidad de Personas coiguales en la divinidad. Si Pablo hubiera vivido cuando surgió esta idea, sospecho que se habría opuesto vigorosamente a ella. Pablo no era, desde luego, un trinitario tal como terminó por definirse este concepto en las discusiones teológicas posteriores, influidas por los griegos.

También la idea de la encarnación, que surge asimismo del dualismo griego, habría sido incomprensible para él. Para Pablo, la acción de la resurrección sólo pertenecía a Dios, que reivindicó a Jesús, el justo judío, haciéndole levantar de entre los muertos. Además, Pablo concebía esta reivindicación como una exaltación a los cielos, no como una resurrección física de entre los muertos para volver a la vida. Si Pablo hubiera narrado este momento de intervención de Dios, sospecho que lo habría hecho en términos mucho más cercanos a lo que la Iglesia llamaría, más tarde, “ascensión” que a lo que denominó “resurrección”. No obstante, Pablo no narró sino que proclamó que Dios había hecho levantar a Jesús y, para describir aquel momento, utilizó dos palabras: «exaltación» (Filipenses 2,9) y «resurrección» (Iª Corintios 15,13).

La suposición de Pablo era que el nacimiento de Jesús había sido completamente normal. En un contexto judío no se necesita un nacimiento sobrenatural para ser declarado Hijo de Dios. De hecho, ahondar o especular en los orígenes de una vida que fue reivindicada por Dios no tenía gran importancia ni para Pablo ni, presumiblemente, para la Iglesia primitiva.

En este momento del cristianismo, Pablo (que murió hacia el año 64 de la era cristiana) aparece como testimonio de un nacimiento humano normal de Jesús. Con todo, debe observarse que, a pesar de su suposición de un nacimiento natural, Pablo desarrolló una profunda cristología. Para este primer gran pensador cristiano, en Jesús de Nazaret existía un nexo en el que lo humano se había unido con lo divino. Vio a Jesús como «Primogénito de toda la creación» de Dios (Colosenses 1,15). En el Jesús de la historia encontró una divinidad que se autoexpresaba (Filipenses 2,5-11). Pablo no necesitaba de ninguna historia extraordinaria en el nacimiento para hacer tales afirmaciones. Ni tampoco su comprensión de Jesús dependía de una intervención sobrenatural en algún punto anterior al momento de la resurrección/exaltación. Pablo era demasiado judío para esto y fue una verdadera pena que no perdurara este ancla judía para la comprensión de Jesús.

No hay tradiciones sobre el nacimiento de todas las personas. Cuando estas tradiciones surgen, constituyen un poderoso comentario no sobre el nacimiento de alguien —como suele suponer la gente— sino sobre el significado adulto de este alguien cuyo nacimiento se narra. Estas tradiciones reflejan la necesidad humana de comprender los orígenes de la grandeza de una persona que ha marcado y configurado la historia de forma importante. Estas tradiciones se parecen a las sugerencias legendarias acerca de George Washington, que, de pequeño, no dijo nunca una sola mentira, incluso cuando cortó el cerezo, o recuerdan la fascinación que más tarde despertaría la infancia de un muchacho llamado Abraham Lincoln, que, según se dice, creció en una cabaña de troncos en la frontera americana. Quizás sean inevitables estas historias. Cuando se trata de personas religiosas de gran importancia para los sistemas de creencia que han perdurado, es casi inevitable que, con el tiempo, se dé un proceso de literalización; proceso por el que los elementos legendarios de las narraciones del nacimiento se ven absorbidos hacia el terreno de la fe, y por el que los seguidores de ese sistema de creencia empiezan a sugerir que estas narraciones —de suyo interpretativas— recogen acontecimientos que sin duda sucedieron en la realidad de la historia. Esto es lo que sucedió también con Moisés y con Mahoma.

Para aquellos de nosotros que nos encontramos dentro del sistema de creencias cristiano, nuestra tarea consiste en observar primero el poder adulto de Jesús en vida que, con el tiempo, llegó a inducir las narraciones de sus orígenes sobrenaturales. Se dice que el propio Jesús preguntó una vez: «¿Qué pensáis acerca del Cristo? ¿De quién es hijo?» (Mateo 22,42). De forma ciertamente ingeniosa fue la segunda y no la primera generación de cristianos la que empezó a propagar esta pregunta junto con las crecientes leyendas. A la primera generación de cristianos sólo le preocupó propagar el escándalo de la Cruz. ¿Cómo podía haberse crucificado al Mesías? Éste fue el tema que abordó Pablo como miembro de aquella primera generación de cristianos. Pero, tras su muerte, una segunda generación empezó a ahondar en los orígenes de Jesús y, al hacerlo, les pareció necesario propagar no el escándalo de la cruz sino lo que dieron en llamar «el escándalo del pesebre», tema al que dedicaremos ahora nuestra atención. (…)

El desarrollo de la tradición del Nacimiento (cap. V)

Las historias que se desarrollaron alrededor del nacimiento de Jesús han cautivado la imaginación de la gente más que cualquier otra sección de las Sagradas Escrituras. En la Civilización Occidental, casi todos están familiarizados con esta parte de la tradición cristiana, tanto si, de hecho, tienen o no relación con la Iglesia. Las escenas del nacimiento de Jesús han sido fuertemente remachadas en nuestras mentes, de forma consciente e inconsciente, a través de magníficas joyas artísticas y de entrañables himnos y villancicos, y tanto por la tarea de un compositor como Händel o de un poeta como W. H. Auden, como por las representaciones populares anuales de dichas escenas.

Como fiesta favorita de la vida de la Iglesia, hace ya mucho tiempo que la Navidad ha superado a la Pascua, al menos en la mente de los fieles, no en la de los teólogos. La Navidad es un período romántico, con velas encendidas y servicios religiosos a medianoche. En la celebración de la Navidad encuentran expresión la promesa de paz, el anhelo de estar juntos, el intercambio de regalos y la fiesta familiar por excelencia. Esta fiesta, al describirnos a Dios que se acerca a nosotros con la humildad de un niño desamparado, celebra la inocencia de la infancia. Todos estos elementos han contribuido a que la Navidad y su evocación de los orígenes constituya una parte de nuestra memoria tribal, y, en consecuencia, a que estas narraciones del Nuevo Testamento sean familiares para todos los que participan en una sociedad imbuida de cristianismo. Estas narraciones constituyen una parte del tesoro del folklore de nuestra civilización, y nos aferramos a ellas con una tenacidad irracional, no muy distinta a como nos aferramos a cualquier posesión preciada.

Pero estas narraciones también son uno de los objetivos favoritos de la crítica de los racionalistas. Están tan repletas de detalles legendarios que la historicidad se desmorona cuando se las sitúa bajo el microscopio de la erudición moderna. Aspectos tales como la estrella errante que se mueve por el cielo para conducir a los exóticos magos al lugar del nacimiento de Jesús, las revelaciones divinas a través de los sueños, los coros angélicos poblando los cielos y el milagroso nacimiento de un niño concebido sin la intervención de ningún agente masculino, si se creen o se afirman literalmente, no escapan a la clase de preguntas críticas que tanto detestan afrontar los fundamentalistas bíblicos. Los científicos se enfrentan a estas afirmaciones desde las disciplinas de la astrofísica y de la genética. Los historiadores que analizan esas narraciones literalizadas identifican en ellas ecos del pasado, especialmente una parte vital de la saga del antiguo Israel. También se pone a prueba la credibilidad racional de estas narraciones cuando las imágenes románticas sobre la infancia de Jesús se ven pobladas por un rico elenco de personajes que parecen perfectamente capaces de ponerse a cantar en cualquier momento en perfecta armonía, como si fueran actores de un musical. En consecuencia, cuando los ciudadanos de nuestro siglo leen las historias bíblicas de la Navidad como una historia literal, una tradición tan querida colisiona de frente con la racionalidad de una mentalidad como la actual, configurada por la ciencia y la imagen del mundo que se tiene en el siglo XX.

Actualmente, ningún erudito reconocido del Nuevo Testamento, ya sea católico o protestante, defendería con seriedad la historicidad de estas narraciones. Sin embargo, esto no significa no se deba apreciarlas y valorarlass, o no considerarlas proclamaciones válidas del Evangelio. Ahora bien, sí que significa que ya no se las toma al pie de la letra, y que tampoco se las emplea ya para apuntalar una doctrina como la del nacimiento de una virgen, que es, de hecho, un nombre popular para lo que debería denominarse, con mayor exactitud, la concepción virginal de Jesús.

De hecho, los círculos eruditos actuales se apresuran a rechazar el concepto de nacimiento de una mujer virgen entendido de una forma biológica y literal. Los católico-romanos continúan aceptándolo sin inmutarse. Sin embargo, lo mejor que, a favor de esta posibilidad, puede aducir un erudito católico-romano como Raymond Brown consiste en sugerir que las evidencias del Nuevo Testamento no la excluyen del todo[12]. Queda claro que se trata de una posición muy alejada de la defensa a ultranza propia de los tiempos pasados. Sin embargo, esta percepción todavía no ha calado entre los clérigos y los fieles aunque, sin duda alguna, tarde o temprano lo hará.

Con el tiempo, la narración sobre el nacimiento correrá la misma suerte que la de Adán y Eva o la historia de la ascensión cósmica, reconocidas claramente como elementos mitológicos de nuestra tradición, cuyo propósito, por parte de los hombres del primer siglo de la era cristiana, no era —ni puede ser ahora— describir literalmente un acontecimiento sino captar y expresar las dimensiones trascendentes de Dios mediante las palabras y los conceptos propios de entonces.

Sin embargo, asignar las narraciones del nacimiento a la mitología no consiste sólo en descartarlas como ciertas. Se trata, más bien, de forzarnos a ver la verdad en una dimensión que desborda la verdad literal. Se trata de comprender cómo el lenguaje del mito y de la poesía terminó por convertirse en el lenguaje idóneo que emplearon quienes trataban de describir el encuentro entre lo divino y lo humano que creían haber experimentado al conocer a Jesús.

Las narraciones del nacimiento de Jesús ni siquiera forman parte de la primera y más original proclamación cristiana conocida. Las narraciones del nacimiento de que disponemos en la actualidad representan dos tradiciones distintas e incluso divergentes. Los desacuerdos entre ambas son absolutamente irreconciliables pese a que la mentalidad común de los cristianos ha tendido, a través de los siglos, a mezclarlas en una sola narración cohesionada, tarea realizada al precio de ignorar y de distorsionar datos que no se hubieran tenido que mezclar si los cristianos hubieran sido perspicaces y hubieran leído los textos con detalle. De haberlo hecho, no hubiera tenido que hacerlo la crítica racionalista, exterior y contraria a las Iglesias.

Los evangelios de Mateo y de Lucas, donde están las únicas narraciones del Nacimiento, encontraron su forma escrita definitiva a finales del siglo I de la era cristiana. Todavía se debate sobre si son concluyentes las pruebas que sugieren que Lucas conocía el evangelio de Mateo, pero tengo la impresión de que el peso de la discusión se desplaza hacia la confirmación de dicha eventualidad. Ambos evangelistas parecen tener una fuente común en Marcos, quien, sin embargo, inició su Evangelio y, por tanto, su historia con el bautismo, un acontecimiento que pertenece a la vida adulta de Jesús. En contraste con Marcos, tanto Mateo como Lucas anteponen una tradición del nacimiento como respuesta a los esquemas de su tiempo que inducen a la sensación de que la historia que nos cuenta Marcos es incompleta. Quienes siguen negando que Lucas tuviera acceso al evangelio de Mateo explican el material común de ambos postulando la existencia de una fuente común a la que se denomina Q, o Quelle, palabra alemana que significa «fuente». Se supone que la fuente Q fue una colección primitiva de los dichos de Jesús. De ser cierto esto, Q pudo haber sido el primer documento escrito en una de las comunidades de los cristianos, y sería anterior incluso a las Cartas de Pablo. Lo que nos interesa señalar ahora es que tampoco hay tradición alguna sobre el Nacimiento en esta hipotética fuente más primitiva como tampoco las hay en Marcos[13].

Aparte de su material común y de su procedencia, parece ser que cada evangelista dispuso de una fuente especial y exclusiva, llamada M para Mateo y L para Lucas. Estas fuentes especiales son las que caracterizan las historias que se narran en cada evangelio. Por lo visto, la fuente especial de cada evangelista no está formada por un hilo único conductor de materiales sino por varios, unos escritos y otros quizás orales, algunos de los cuales pueden llegar a conservar incluso el genio creativo del propio evangelista. Muchas de nuestras más queridas parábolas, como la del Buen Samaritano y la de Hijo Pródigo, sólo han llegado hasta nosotros a través de Lucas, mientras que sólo Mateo ha conservado para nosotros la parábola del Juicio Final y la narración del nombramiento divino.

No obstante, lo importante para nuestra discusión de ahora es observar que el material sobre el Nacimiento que encontramos en Mateo y Lucas revela temas comunes y, a la vez, amplias divergencias. Los aspectos comunes sugieren una dependencia de Lucas con respecto a Mateo o, al menos, la existencia de una fuente común a ambos. Las amplias divergencias, sin embargo, sugieren que cada autor se apoyaba en una fuente propia, disponible para él solo, o bien que el bagaje teológico de cada uno de los autores tuvo una gran influencia configuradora en cada uno de los evangelios respectivos. La sugerencia, piadosa y antigua, que intenta explicar las diferencias entre ambos evangelios afirmando que Mateo escribió desde el punto de vista de José, y Lucas, desde el punto de vista de María no se sostiene. Tal explicación presupondría que María no recordaría a los magos, ni la huida a Egipto, mientras que José no se acordaría de los pastores, del establo y del viaje a Belén para ser censados, por ejemplo.

En consecuencia, la primera gran tarea interpretativa del erudito debe consistir en separar las narraciones de Mateo y de Lucas acerca del nacimiento. Esta separación permitirá al lector captar el propósito de cada evangelista al incluir su propia narración, y ver, después, en qué medida cada parte de esta historia servía para otros propósitos más amplios. Al obrar así, vemos que las narraciones del Nacimiento se convierten en introducciones en miniatura a temas más importantes que se desarrollarán en los últimos capítulos de ambos evangelistas. Y vemos, además, que también sirven para revelar la comprensión específica que tanto Mateo como Lucas tuvieron del Jesús adulto: las historias del Nacimiento abordando el tema de los orígenes de aquél cuyos discípulos llegaron a considerar como el Mesías y como el Salvador.

Al introducirnos en este estudio debemos identificar, antes, el material común a ambos evangelistas. Tanto en Mateo como en Lucas se cita a los padres de Jesús por los nombres de José y de María, que se hallan desposados, pero que todavía no han empezado a vivir en unión sexual matrimonial (Mateo 1,18; Lucas 1, 27 y 34). En ambos evangelistas, José es de descendencia davídica (Mateo 1, 16 y 20; Lucas 1,32 y 2,4). Aunque los detalles difieren notablemente, ambos contienen un anuncio angélico sobre el niño que ha de nacer (Mateo 1,20-23; Lucas 1,30-35). Ambos afirman que la concepción de este niño no se produjo por relación sexual de María con su esposo (Mateo 1, vv. 20,23,25; Lucas 1,34), sino que se produjo mediante una acción que implica, de algún modo, la intervención del Espíritu Santo (Mateo 1, 18 y 20; Lucas 1,35). En ambos evangelios hay un mensaje angélico de que el nombre del niño debe ser Jesús, aunque este mensaje se dirija, en cada caso, a una persona diferente (Mateo 1,21; Lucas 1,31). En ambos aparece una afirmación angélica de que Jesús ha de ser el Salvador (Mateo 1,21; Lucas 2,11). Ambos están de acuerdo en que el nacimiento de Jesús ocurre después de que sus padres hayan empezado a vivir juntos (Mateo 1,24-25; Lucas 2,5-6), y en que está relacionado cronológicamente con el reinado de Herodes el Grande (Mateo 2,1; Lucas 1,5). Finalmente, ambos coinciden en que Jesús pasó su juventud en Nazaret (Mateo 2,33; Lucas 2,51). Todo esto puede parecer un acuerdo sustancial, quizás lo suficiente como para postular que detrás de ambos evangelios existe una tradición basada en hechos históricos. Sin embargo, la lista de aspectos diferentes e incluso contradictorios que separan ambas tradiciones resulta más larga y hasta más impresionante.

Las genealogías incluidas en los dos evangelios no son sólo diferentes sino incompatibles. Lucas empieza con Adán (Lucas 3,38); Mateo empieza con Abraham (Mateo 1,2) y sigue la pista del linaje del chico a través de la línea real de la casa de David (Mateo 1, 16 y ss.); Lucas pasa de David a Natán (Lucas 3,31) sin citar a Salomón, e ignora la línea real. Lucas cita como abuelo de Jesús a un hombre llamado Eli (Lucas 3,23), mientras Mateo afirma que el abuelo de Jesús fue Jacob (Mateo 1,16).

Eusebio de Cesarea, un historiador cristiano del siglo IV, realizó grandes esfuerzos por reunir estos dos abuelos en una sola persona pero su argumentación fue tan poco convincente como ingeniosa. Sugirió que Jacob y Eli eran hermanos y que uno de ellos murió sin dejar heredero masculino, de modo que el hermano se llevó a la viuda a su casa y engendró con ella un niño del que se pensó que era tanto su hijo como el hijo de su hermano, lo que explicaría la discrepancia que aparece en la historia bíblica. En la actualidad, nadie defiende esta tesis de Eusebio.

Las contradicciones se multiplican al seguir las genealogías. Lucas relaciona la historia del nacimiento con Zacarías, Isabel y Juan Bautista (Lucas 1,5-25), y utiliza un empadronamiento para hacer que María y José viajen y se encuentren en Belén (Lucas 2,1-2). Mientras, Mateo supone que ya vivían en Belén, en un lugar específico y conocido sobre el que puede detenerse una estrella (Mateo 2,9). Mateo no parece saber nada sobre el establo, el coro de ángeles y el grupo de pastores de las colinas cercanas que acuden al pesebre. Lucas, por su parte, no parece saber nada sobre la estrella que viene de oriente, los exóticos magos que acuden a traer presentes, y un malévolo rey Herodes que ordena la matanza de niños de Belén. En Lucas, la historia de la Navidad está llena de poesías que todavía cantamos en la actualidad en forma de cánticos: el Benedictus, el Magnificat, el Nunc Dimitis y las semillas del Gloria in excelsis Deo. Mateo no conocía ninguno de estos cantos.

Mateo, por su parte, parece que recopiló todos los textos probatorios sacados de las Escrituras Hebreas para reforzar su narración del nacimiento de Jesús con una técnica y un estilo que rara vez emplea Lucas. Sólo en Mateo aparece la historia de la huida a Egipto y, debido a que asumió que el hogar de la sagrada familia se hallaba en Belén, contó una historia para explicar el traslado posterior a Nazaret de Galilea (Mateo 2,21-23). Mientras Mateo narra esta especie de peripecia llena de viajes, Lucas hizo que la sagrada familia realizara, con toda calma y sin amenaza ninguna, los actos rituales de la circuncisión en el octavo día y en Belén, así como el rito de la presentación en el Templo en el decimocuarto día y en Jerusalén (Lucas 2,21 y ss.). Todo esto habría sido imposible si hubieran huido a Egipto. Lucas hace que el regreso a Nazaret sea bastante pausado pues supone que era allí donde se hallaba el hogar de José y de María (Lucas 2,39-40). José predomina en la historia de Mateo, mientras que María lo hace en la historia de Lucas.

Dos narradores pertenecientes al mismo momento histórico podrían tener variaciones de detalle pero nunca versiones tan diametralmente diferentes y hasta contradictorias de los acontecimientos anteriores y posteriores de un mismo nacimiento. Hay dos conclusiones a partir de todo esto: una mínima y otra máxima. La conclusión mínima que cabe extraer es que ninguna de las dos versiones puede ser históricamente exacta. La conclusión máxima es que ninguna de las dos es histórica. Esta última conclusión ha encontrado un consenso abrumador entre los eruditos bíblicos actuales. De hecho, se trata de una conclusión que casi ni se cuestiona y a ella me remito.

Para reforzar esta conclusión, me voy a introducir en el período que va desde la muerte de nuestro Señor a cuando se pusieron por escrito las primeras palabras que se han conservado acerca de él; un período que, ciertamente, es apasionante y revelador. Ahí es donde busco indicios, claves, temores, amenazas, mitos, leyendas, suposiciones y perspectivas sobre el mundo capaces de iluminar el proceso que producirá finalmente una explicación plenamente florecida sobre los orígenes de Jesús tal como aparece en los dos Evangelios que digo. Explorar este terreno resulta casi tan excitante como tratar de resolver un misterio propio de Sherlock Holmes.

El nacimiento del cristianismo fue un acontecimiento de Pascua, no de Navidad. El cristianismo nació durante la Pascua. Antes de la Pascua, fuera lo que fuese lo que sucediese en ella, no se habló ni de la divinidad de Jesús ni de la encarnación ni de fórmulas trinitarias. Jesús era un judío de quien, tras su muerte, se creyó, de algún modo, que había sido incluido en la misma vida de Dios. A la forma mitológica de decir esto se le denominó —como ya he indicado antes— “exaltación”. Dios había exaltado a Jesús situándolo a su derecha. Fue esta comprensión de Jesús lo que produjo, a su vez, la historia, la narración de la exaltación. El grito extasiado «¡Jesús es el Señor!», grito inducido por la experiencia de la Pascua, se convirtió en el primer credo de la Iglesia cristiana. Si se acepta la primacía del material Q como primera porción escrita de la tradición evangélica, parece claro que el significado original de la Pascua fue la exaltación del judío Jesús, antes que la posterior explicación que llegó a llamarse “resurrección”. Edward Schillebeeckx, erudito holandés y católico-romano del Nuevo Testamento, deja bien claro este punto en su libro Jesús[14].

En apoyo de la primacía de la “exaltación” como explicación original de la Pascua encontramos también, en la Epístola a los Filipenses, las palabras de alabanza acerca del Dios que se autovierte y que muchos eruditos consideran como un himno cristiano anterior que Pablo incorporó a su texto pero que él no había creado. Este himno ofrece pruebas que atestiguan la existencia de un kerigma anterior pues el concepto de resurrección que menciona es la exaltación:

…y reducido a la condición de hombre se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual, Dios lo ensalzó sobre todas las cosas y le dio un nombre superior a todo nombre.

Obsérvese en estas líneas, primero, que la fuente de la acción es Dios, no Jesús, y, segundo, que no se hace la menor referencia a la resurrección tal y como la solemos concebir normalmente. El movimiento es de la muerte a la exaltación al cielo. El justo judío Jesús, condenado a muerte por las autoridades, había sido reivindicado por Dios que lo exaltó para colocarlo en un lugar de honor, a su diestra. La imagen regia es operativa. Esta adopción de Jesús, y de todo lo que él significa, en Dios fue la primera forma original en que los fieles cristianos proclamaron la filiación divina de Jesús. Esto es cristianismo primitivo.

«Adopción» es una palabra interesante. Habitualmente, se halla asociada con la infancia, no con la edad adulta. Lo que implica la adopción por parte de Dios es que Jesús se convierte en Hijo de Dios cuando se produce esta adopción o exaltación. La filiación divina que se adscribe a Jesús parece que estuvo originalmente vinculada con la Pascua como el momento de la exaltación, y no con el nacimiento, y menos, desde luego, con su concepción.

Cuando Pablo utilizó la palabra «resurrección», se estaba refiriendo a la acción de Dios, afirmando que el significado de la vida de Jesús era el significado de Dios. Para Pablo, la resurrección nunca fue un regreso a la vida de aquí y de ahora. El mensaje de Pablo es que las Pascua significó el momento en que Jesús fue designado Hijo de Dios en el poder, de acuerdo con el Espíritu. Para Pablo, el Espíritu hizo a Jesús Hijo de Dios, y esto no ocurrió en la concepción sino en la Pascua (Romanos 1,4).

En un sermón atribuido a Pablo y registrado en Hechos 13, pero que también puede reflejar una tradición anterior, se describía también la resurrección en términos simbólicos como el momento de la entronización de Jesús a la diestra de Dios. A este acontecimiento de la resurrección-ascensión, se le aplicó el salmo de la coronación davídica. Pero las palabras fueron las propias de un nacimiento: «Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy» (Hechos 13,33). Este mismo orden teológico se conservó en una contestación al Sumo Sacerdote atribuida a Pedro y registrada en el quinto capítulo de los Hechos: «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte, colgándolo en un madero. A éste, lo ha exaltado Dios con su diestra como Jefe y Salvador» (vv. 30-31). Obsérvese una vez más que el movimiento es desde la muerte hasta la ascensión a Dios, y se definía fundamentalmente como una exaltación al cielo antes que como una resurrección a la vida.

En el lenguaje original de la exaltación, propio de la Pascua, Dios era el poder activo y Jesús el receptor pasivo de ese poder. Dios elevó a Jesús crucificado a un lugar celestial. «Dios elevó a Jesús de entre los muertos» fue el lenguaje original de la exaltación, no de la resurrección. La elevación de Jesús fue una demostración del poder de Dios, no de Jesús. El tiempo pasivo es, claramente, lo original. Dios lo elevó. Esto significa que, al principio, la resurrección-ascensión fue un acontecimiento singular cuya esencia se captaba mejor con la palabra «exaltación». Esta comprensión constituyó la primera capa del proceso racional del pensamiento teológico sobre Jesús, el Cristo. Esta comprensión se hallaba ya a un paso de distancia de la intensidad de lo que podríamos denominar como la experiencia Pascual del Cristo.

Sin embargo, a medida que se fue contando una y otra vez la historia de la exaltación, la acción de Dios elevando a Jesús empezó a expresarse en términos activos por parte de Jesús que se levantó a sí mismo del sepulcro. Luego, casi de una forma inevitable, la exaltación tuvo que dividirse en dos acontecimientos: Jesús levantándose de entre los muertos en un sentido activo se transformó en la resurrección, mientras que Dios exaltando Jesús a los cielos, en un tiempo pasivo, se transformó en la ascensión. Lo que antes había sido una sola proclamación se transformó con el tiempo en dos narraciones distintas.

Ahora nos hallamos ya a dos pasos de distancia de la experiencia cristiana fundamental. A medida que la resurrección se vio más y más como la expresión del poder de Jesús para levantarse de entre los muertos, su contenido se narró cada vez más en términos de regreso de Jesús a la vida, más que en términos de exaltación al cielo. En esta fase del desarrollo de las tradiciones es cuando justamente empezamos a ver formarse las narraciones sobre la Pascua que focalizan su atención sobre el sepulcro vacío y sobre las apariciones de Jesús resucitado. Del mismo modo, sólo en este momento aparece, en las narraciones cristianas, la afirmación de una resurrección física y corporal.

Esta tendencia obligó a su vez a la creación e introducción de un nuevo contenido en la historia de Jesús para explicar la exaltación al cielo. En efecto, sólo entonces empezamos a oír narraciones acerca de una ascensión cósmica. La división antinatural de la “exaltación” en dos componentes, la resurrección y la ascensión, significó que los evangelistas tuvieron que relacionar entre sí ambos acontecimientos, ahora distintos. Y en este punto nos encontramos ya a tres pasos de distancia de la experiencia fundamental.

En realidad, hubo dos formas de relacionar las dos narraciones. En Marcos, Mateo y Juan las Pascua es, fundamentalmente, resurrección y exaltación. En Marcos no se dice nada sobre la resurrección, pero la implicación clara es que a quien los discípulos se encuentran en Galilea (Marcos 16,7) es al Señor exaltado que se les aparece desde el cielo. En Mateo, la única narración que se hace sobre una aparición del Señor a los discípulos se sitúa en lo alto de una montaña de Galilea donde el Señor exaltado llegó hasta ellos, procedente del cielo, para comunicarles el mandato divino (Mateo 28,16-20). En el cuarto evangelio, la primera aparición del Señor se produce ante María Magdalena. Y Jesús le prohibe que le toque porque «todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre» (Juan 20,17). Pero ya este mismo día, aunque algo más tarde, fue claramente el Señor, ascendido y exaltado, el que se apareció a los discípulos y dirigió su aliento sobre ellos para que recibieran el Espíritu Santo (Juan 20, 19-23). De este modo, los Evangelios ofrecen una evidencia más de que el significado original de la Pascua se entendía en términos de la esencia de la vida de Jesús como incorporada al mismo ser de Dios, algo que se describía como la acción de Dios exaltando a Jesús a su diestra. Esto fue lo que convirtió a Jesús en «Señor» y trasmitió a los discípulos la convicción de que Jesús no sólo estaba vivo de nuevo sino que estaría eternamente disponible para ellos.

Lucas, sin embargo, siguió un esquema diferente. Separó con un período de cuarenta días la narración de la resurrección de la que habla de la ascensión (Lucas 24; Hechos 1). También utilizó la narración de la ascensión como un momento culminante que cerrase las apariciones de la resurrección y preparase a la Iglesia para la llegada del Espíritu Santo de Dios en Pentecostés. Pentecostés constituyó, pues, un tercer tiempo, distinto, en todo el conjunto de la exaltación según Lucas (24,50 y ss.; Hechos 2). Dentro del mundo de la erudición bíblica parece evidente que Lucas narró secuencialmente lo que originalmente había sido instantáneo y considerado como una sola proclamación.

Dios había abrazado a Jesús en la misma esencia de la divinidad para que estuviera a su derecha. La acción divina reivindicaba la figura del Siervo y afirmaba la vida de Jesús como de amor y de autoentrega. En consecuencia, Jesús era Hijo de Dios, engendrado en una exaltación celestial revelada en la experiencia de la Pascua y percibida en el corazón de los creyentes. Ésta parece que fue la proclamación original de la resurrección, subyacente bajo las capas de teología y de apología que se desarrollaron más tarde.

El primer evangelio, el de Marcos, se escribió unos treinta y cinco o cuarenta años después del momento de la Pascua. Para cuando escribió Marcos ya se habían producido muchos movimientos. En primer lugar, la filiación divina de Jesús, oculta a los discípulos hasta la resurrección, ya se anunciaba al lector, a pesar de todo, en el primer versículo: «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Marcos 1,1). Y también las fuerzas demoníacas sobrenaturales eran conscientes de la verdadera identidad de Jesús desde el comienzo de lo que nos cuenta Marcos (ver, por ejemplo, 1,24). En segundo lugar, lo que los discípulos entendieron en la Pascua, a Jesús se le había comunicado directamente al principio de su ministerio. Para Marcos, en efecto, el Espíritu Santo declaró a Jesús Hijo de Dios no en el momento de la exaltación que siguió a su muerte —tal como había dicho Pablo— sino en el momento del bautismo que inauguraba su ministerio (Marcos 1,11). Así pues, la adopción de Jesús por parte de Dios había iniciado una especie de viaje retrospectivo en el tiempo. En el momento de escribir Marcos, este viaje se detuvo en —digamos— una estación intermedia, el acontecimiento del bautismo.

Marcos se limitó a transferir muchos de los elementos originales de la narración de la exaltación desde la historia de la Pascua a la del bautismo. En lugar de la exaltación al cielo, los cielos se abrieron no para recibir a Jesús sino para hacer descender el poder celestial sobre su persona (Marcos 1,10). Marcos identificó el Espíritu Santo que en la carta de Pablo a los Romanos designaba a Jesús como Hijo de Dios en la resurrección (1,4) como el poder que designó a Jesús como Hijo de Dios en el momento del bautismo. En el septuagésimo año de la era cristiana, la elección de Jesús como Hijo de Dios por parte del Espíritu Santo se había trasladado, desde la exaltación al cielo, primero, a la resurrección como vuelta a la vida, y, ahora, al bautismo. Sin embargo, por espectacular que fuese esta transición, éste no sería el último capítulo de esta historia de una fe en expansión retrospectiva.

En la experiencia humana común, un padre y una madre no esperan a que su hijo inicie una carrera pública para reconocerlo como tal. Es mucho más apropiado y natural hablar de un hijo engendrado en el momento de su concepción o de su nacimiento que en el de su muerte, o incluso que en el de su bautismo de adulto. Así pues, los elementos de la filiación divina (la presencia del Espíritu Santo e incluso la de los mensajeros angélicos) continuaron desplazándose hasta que, tras pasar de la exaltación al cielo a la resurrección a la vida, y de ésta al bautismo, llegaron, finalmente, a asociarse con el momento del nacimiento y aun de la concepción. La adopción de Dios se desvaneció como descripción adecuada para explicar la relación entre Dios y Jesús, y apareció una interpretación mucho más humana de lo divino pues se iniciaba con el mismo comienzo de la vida humana. De este modo se estableció el escenario apropiado para que surgieran las narraciones del Nacimiento y empezaran a circular historias sobre la concepción divina de Jesús. Y eso fue lo que sucedió en esta época que ya era, por lo menos, la novena década de la era cristiana.

Había numerosos modelos para tales narraciones. En muchas otras tradiciones religiosas del mundo era habitual el concepto de un nacimiento de mujer virgen para explicar el origen divino de figuras heroicas. Se dice, por ejemplo, que Gautama Buda, el noveno avatar de la India, había nacido, hacia el año 600 a. de C., de la virgen Maya sobre la que había descendido un Espíritu Santo. Se afirmaba que Horus, un dios de Egipto, nació de la virgen Isis hacia el 1550 a. de C. Y, en su infancia, Horus también recibió regalos de tres reyes. Atis nació de una madre virgen, llamada Nama, en Frigia, antes del 200 a. de C. Quirinus, un salvador romano, nació también de una virgen en el siglo VI a. de C. Y, según se dijo, la oscuridad universal acompañó su muerte. En el siglo VIII a. de C., Indra nació de una virgen en el Tíbet, y también se dijo de él que había ascendido al cielo. Se dijo que Adonis, una divinidad babilónica, había nacido de una madre virgen llamada Ishtar, que más tarde sería venerada como reina del cielo. También de Mitra, una divinidad persa, se dijo que había nacido de una virgen hacia el 600 a. de C. Del mismo modo, Zoroastro hizo su aparición terrenal a través de una madre virgen. Krishna, el octavo avatar del panteón hindú, nació de la virgen Devaki hacia el 1200 a. de C. En la mitología popular griega y romana, Perseo y Rómulo fueron engendrados por la divinidad. En la historia egipcia y clásica, historias parecidas surgieron a propósito de los faraones y de personajes como Alejandro Magno y César Augusto. Hasta la existencia de un filósofo como Platón se explicó como de origen divino.

Estas historias no eran desconocidas entre los primeros cristianos, sobre todo después de que el cristianismo abandonara el seno del judaísmo, cosa que hizo de forma cada vez más intensa tras la destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70 de la era cristiana. De entre los evangelistas, sólo Marcos parece que escribió antes de esta destrucción. En el cristianismo, la tradición del nacimiento de una virgen no alcanzó forma escrita hasta un tiempo que se sitúa entre la novena y la décima década de la historia cristiana, y esto sólo en las narraciones de dos de los cuatro evangelistas, Mateo y Lucas, que eran muy conscientes de que se dirigían a unas Iglesias en las que la presencia de miembros de origen gentil era creciente.

Cabe la posibilidad de que los cristianos primitivos interpretaran en términos de concepción virginal algunos de los escritos de Filón, un filósofo judío, de habla griega y de pensamiento predominantemente griego, que escribió entre los años 45 y 50 de la era cristiana. Filón utilizó la alegoría para declarar que los patriarcas fueron engendrados a través de la intervención de Dios. Por ejemplo, escribió que «Rebeca, que es la perseverancia, quedó embarazada de Dios».

Pablo pudo tener esto en cuenta cuando estableció una distinción entre los dos hijos de Abraham: Ismael, que nació según la carne, e Isaac, que nació según la promesa o el Espíritu (Gálatas 4,21 y ss.). No obstante, esto no es razón para pensar que nacer «según el Espíritu” supusiera, para Pablo, que la concepción de Isaac se produjo con exclusión de la relación física de los padres. De hecho, la idea de que la concepción por parte de María se produjo por obra del el Espíritu no parece que excluyera un embarazo natural, quizás insólito, pero no antinatural.

En las Escrituras Hebreas no son insólitos los nacimientos milagrosos, logrados por diversos medios, aunque ninguno de ellos se produjera sin una paternidad conocida. Enseguida se nos ocurre pensar en Ismael, Isaac, Sansón y Samuel. En cada uno de estos casos un anuncio, que sigue una pauta muy parecida, precede al nacimiento. Primero, ocurre la aparición del ángel; segundo, se expresa el temor de la receptora; tercero, se transmite el mensaje divino; cuarto, se plantean las objeciones humanas; y, finalmente, se da una señal destinada a superar tales objeciones. En el caso de Ismael, la figura angélica acudió tras producirse el embarazo, cuando Agar huía de la celosa Sara (Génesis 16,1-15). En el de Isaac, la barrera a superar fue la edad de sus padres, que ya andaban bien entrados en los noventa (Génesis 18,9 y ss.; 21,1 y ss.). Según dice el Génesis, «a Sara se le había retirado la regla de las mujeres» (Génesis 18,11). En los casos de Sansón y Samuel, la madre potencial era estéril (Jueces 13,3; 1 Samuel 1,2). En cada uno de estos episodios, el niño, en su vida adulta, tuvo un destino particular, el de ser una figura salvadora en la historia, y esta vocación adulta fue la que inspiró las historias sobre su origen.

Si estas figuras bíblicas, relativamente menores, fueron bastante importantes, sin embargo, como para inspirar narraciones singulares sobre su nacimiento, no podía ser menos en aquél de quien se creía que era el «Hijo único engendrado» de Dios. La designación de Jesús como Hijo de Dios hizo que los miembros de la comunidad cristiana recorrieran, casi inevitablemente, un camino de retroceso al esforzarse por comprender y explicar su experiencia con aquel hombre de vida tan especial.

La primitiva tradición cristiana parecía haber conectado la afirmación de Jesús como Hijo de Dios con la adopción de Jesús en el cielo por parte de Dios en el acontecimiento de la resurrección-exaltación. Marcos lo anunció a sus lectores en la primera fase de su evangelio (1,1). Sin embargo, la primera figura contemporánea de Jesús que expresó esta confesión fue el centurión que, al verlo morir, dijo: «verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Marcos 15,39). Para Marcos, la designación de Jesús como «hijo» había ocurrido en realidad en el bautismo, cuando descendió sobre él el Espíritu Santo. No obstante, a medida que transcurrió el tiempo, los ángeles de la tradición de la resurrección aparecen en el anuncio de la inminente concepción, y el Espíritu Santo que proclamó a Jesús como Hijo de Dios en la resurrección —y luego en la promesa hecha en el bautismo— se convirtió en el agente utilizado para garantizar que Jesús ya era Hijo de Dios desde la concepción.

¿Existe alguna posibilidad de que las narraciones sobre el nacimiento de nuestro Señor sean históricas? Desde luego que no. El hecho de plantearse esta pregunta da a entender una gran ignorancia acerca de estas narraciones sobre el nacimiento. Las historias sobre los orígenes son comentarios con significado adulto. Nadie espera en una casa o en una sala de maternidad que nazca una gran persona. Es posible que los herederos regios de antiguas dinastías fueran esperados en el momento de nacer por las personas del séquito, pero sólo porque estos recién nacidos simbolizaban la continuidad de la nación.

Jesús no era heredero de ningún linaje regio a pesar del intento de Mateo de presentarlo como descendiente davídico. Jesús creció en medio de la pobreza. Las gentes de Nazaret lo rechazaron. Los líderes religiosos de su nación lo hicieron ejecutar. No es éste precisamente el retrato de un miembro de la realeza. A lo largo de la historia, las narraciones sobre el nacimiento de una persona sólo aparecen cuando, en la vida adulta, esta persona adquiere gran importancia para la gente que produce estas historias o para el mundo. Esta clase de narraciones sugieren que el momento en que nació un adulto importante también fue un momento importante para la historia humana. Luego, a medida que la narración se desarrolla, la importancia futura de esta vida se indica mediante las palabras que se pronuncian, las señales celestiales que marcan su nacimiento, y los acontecimientos milagrosos que lo hacen posible. Estos detalles interpretativos se acumularon en torno al nacimiento de personajes históricamente famosos, aunque, en casi todos los casos, su fama no se dio hasta después de su muerte.

Las narraciones que encontramos en Mateo y Lucas sobre el nacimiento de Jesús son de este tipo de narraciones y se encuentran a cinco o seis pasos de distancia del momento revelador original. Esto significa que, en realidad, estas narraciones no dicen nada sobre cómo fue verdaderamente el nacimiento de Jesús. Sólo expresan lo que era necesario, a juicio de los evangelistas, para explicar el poder adulto de dicha persona. Tanto Mateo como Lucas desarrollaron toda una narrativa para contar la historia del origen de Jesús, y lo hicieron a partir del material de que disponían. Relacionaron de forma consistente sus narraciones del nacimiento con su intención dominante: indicar, sobre todo, lo especial de la historia adulta de Jesús. Los intentos por reconciliar o armonizar las diferencias existentes entre Mateo y Lucas se basaron en la falsa premisa de que, por detrás de estas narraciones, había alguna información histórica verídica aparte del hecho de que Jesús nació. Como quiera que no parece ser ése el caso, estos esfuerzos por alcanzar una armonía entre ambos relatos no fueron más que un ejercicio inútil. Las dos historias del nacimiento son poderosas, importantes y merecen nuestro estudio más atento. Las dos están repletas de claves interpretativas y de iluminaciones sobre la naturaleza de este Jesús cuyo nacimiento cambió la faz de la historia humana como no ha conseguido hacerlo ninguna otra vida.

Así pues, a partir de ahora, dedicaremos nuestra atención, primero, a la narración del nacimiento en Mateo y, luego, en Lucas. Examinaremos ambas narraciones con detalle, exploraremos sus tesoros escondidos, nos dejaremos encantar por ellas, meditaremos su contenido, oiremos el Evangelio a través de ellas y, a lo largo de todo este proceso, nos liberaremos de este literalismo mortal, propio del pasado, que tanto ha distorsionado estas historias y que ha ocultado, ante nuestros ojos, su maravilla, su belleza y su profundidad. Al margen de estas narraciones, seguiremos enfocando la atención sobre aquél que las inspiró y que sigue ejerciendo una atracción magnética sobre todos nosotros, guiándonos, día tras día, hacia el misterio, el respeto, el culto y la adoración.

[1] Esta presentación fue publicada, al igual que el texto de Spong que va en la segunda parte, en Cuadernos de la Diáspora, número 10, noviembre 1999, Madrid, de la Asociación Marcel Legaut (www.marcellegaut.org), p. 81-118.

[2] Resumiré algunos hitos y pistas biográficas que entresaco de un par de artículos sobre Spong: Ellen Barrett: “Retrato de un obispo: John Shelby Spong”, I y II, en The Voice, Newark, septiembre y octubre de 1997. También me baso en los prólogos de sus obras.

[3] This Hebrew Lord, Nueva York, 1993, págs. 10-11.

[4] Op. Cit. pág. 13.

[5] Spong explica estos hechos en el prefacio de Why Christianity… (1998), págs. x-xi.

[6] Fruto de su interés por avanzar en una visión hebrea de Jesús, Spong ha propiciado y prologado recientemente la edición en inglés de: Robert Aron, Les années obscures de Jésus, París, Grasset, 1960. Además, uno de sus últimos libros (de 1996) se titula: Liberating the Gospels (reading the Bible with Jewish Eyes)[Liberar los Evangelios, leer la Biblia con ojos judíos].

[7] Spong, como obispo y escritor, se reconoce en deuda con cuatro “mentores”. Ya hemos mencionado a Hines y a Robinson. Los otros dos son Desmond Tutu y Michel Goulder. Desmond Tutu fue ordenado obispo un poco después que él y ambos se han invitado a sus respectivas diócesis y han coincidido en sus posturas en la Asamblea de obispos. Michel Goulder es el estudioso de NT que más le ha ayudado a mirar los Evangelios desde un punto de vista hebreo. Es emocionante cómo el obispo Spong agradece a Michel Goulder, un investigador no creyente (“ateo no agresivo” como por lo visto él mismo se autodefine), lo que le ha ayudado a descubrir una comprensión hebrea de la formación de los Evangelios y, en ese sentido, lo que le ha ayudado a su fe. Como contrapartida, Spong desearía que sus libros, más divulgativos, contribuyesen a que la aportación de Goulder fuese más conocida y aceptada porque cree que, si actualmente es desconocido, pese a haber sido hasta su jubilación profesor en la Universidad de Birmingham, es, en gran parte, porque dejó el sacerdocio y la fe, lo cual conlleva sufrir un vacío. Además, Spong desearía —tal como lo expresa con todo respeto y aprecio— que su propia manera de concebir tanto el ministerio como la fe animase a Goulder a no sentirse tan distante de estos e incluso a volver a ellos (ver op. cit. pág. xv y Why Christianity…, pág. xviii).

[8][Nota de 2006] Posteriormente, Spong ha publicado tres libros más: Here I stand. My struggle for a Cristianity of integrity, love & equality, 2000; A new Christianity for a new World, 2002; The Sins of Scripture: Exposing the Bible’s Texts of Hate to Reveal the God of Love, 2005.

[9] Peter C. Moore edit.: Can a bishop be wrong (¿Puede un obispo estar equivocado?), Harrisburg, 1998. Spong comenta ese libro en Why Chrisitanity… pág. xvi.

[10] Rescatar la Biblia del fundamentalismo, págs. x y xii.

[11] Jesús, hijo de mujer, págs. 17-18, 25-26, 150, 181-2, 184-5.

[12] Raymond E. Brown, The Birth of the Messiah, Doubleday, Garden City, NY 1977, apéndice iv, p. 517 y ss. Hay traducción al castellano.

[13] M. Goulder, Luke, A New Paradigm. En este libro, Goulder argumenta vigorosamente contra la existencia de Q, y se muestra a favor de la dependencia de Lucas respecto de Mateo. Schillebeeckx, que se opone a esta tesis, llega hasta el punto de desarrollar un análisis de la teología del documento Q.

[14] Edward Schillebeeckx, Jesus, Crossroad, NY 1981, pp. 409, 411 y ss

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Créditos:

Esta presentación fue publicada, al igual que el texto de Spong que va en la segunda parte, en Cuadernos de la Diáspora, número 10, noviembre 1999, Madrid, de la Asociación Marcel Legaut (www.marcellegaut.org), p. 81-118. (Domingo Melero)

Publicado por Servicios Koinonia-2

Para esta edición: https://www.servicioskoinonia.org/relat/373.htm

Autor: E.Lospitao

Hobby, la pintura