Las 12 tesis de J. S. Spong #10

TESIS 10
La oración no puede ser una petición hecha a una divinidad teísta para que actúe en la historia humana de un modo determinado.


TESIS 10

La oración no puede ser una petición hecha a una divinidad teísta para que actúe en la historia humana de un modo determinado.

De todos los temas sobre los que he escrito, el de la oración y su eficacia es siempre el que más respuesta provoca. Creo que es porque, en último término, la oración es la actividad a través de la cual la gente define quién es Dios para ellos y qué quieren decir cuando dicen la palabra “Dios”.

Detrás de la inquietud de las personas cuando la oración es objeto de discusiones está siempre su idea de Dios. La mayoría de las definiciones que la gente hace de la oración descansan en una definición teísta de Dios. Se percibe que Dios es como un Rey, o quizá el jefe de uno, o incluso el padre de uno, es decir, Dios es una figura externa que tiene una gran autoridad. Así, se percibe la oración como una actividad dirigida a una figura externa, que posee un poder sobrenatural del que no dispone el que ora. La oración se convierte entonces en una petición del impotente al poderoso, pidiéndole que actúe de tal modo que haga por el solicitante lo que este no puede hacer por sí mismo e incluso lo que él desea que pase. Con esa concepción, la actividad de la alabanza, que tan frecuentemente acompaña a la oración, se convierte en poco menos que adulación manipuladora.

En el peor de los casos, aunque la oración se disfrace con palabras y frases piadosas, se convierte en la petición de que se cumplan los deseos del orante de que se cumpla su voluntad, no la de Dios. Quizá la oración a la divinidad teísta presupone que la voluntad del que hace la plegaria y la de Dios se han convertido en idénticas. Si fuese así, entonces la oración se convertiría en una actividad en la que el ser humano le dice al ser divino cómo actuar. En esta concepción, la oración es, finalmente, idolatría, un intento de imponer a Dios la voluntad humana. Es la idolatría de convertir a Dios en aquél que hará lo que yo diga, y se basa en la presunción de que yo soy superior a Dios, de que yo sé qué es lo mejor. También se asume que Dios es una entidad separada, que no está necesariamente en contacto con lo humano, excepto a través de intervenciones milagrosas.

Alguien ha descrito esta clase de oración como “cartas a un Dios-Santa Claus”.

“Querido Dios:
He sido un buen chico, o una buena chica. Me he ganado una recompensa. Por favor, haz por mí lo siguiente:… 
Te dejaré un regalo bajo el árbol de Navidad. 
Besos. 
Juan, o María… o Raúl…”

Esto puede ser una caricatura que algunos encuentren ofensiva, especialmente si deja en evidencia el tipo de oración de los ofendidos. Pero, a juzgar por las respuestas que recibo, no es una caracterización inexacta. La vida está tan llena de tragedia, enfermedad y dolor que en lo más profundo sabemos que esta clase de oración es una ilusión. Sin embargo, el dolor de la vida hace que, en vez de asumir ese carácter ilusorio, las personas piensen que deben ser tan malas que merecen, no la bendición de Dios, sino la ira de Dios.

Dos experiencias en mi vida, profesional una y personal la otra, me hicieron abandonar esta oración teísta y adentrarme en una concepción muy distinta. Comparto las dos con ustedes.

La primera ocurrió cuando ya había pasado de ser un presbítero en una ciudad de Virginia Central a atender una iglesia de Richmond, la capital del estado. Tuve una llamada de una mujer con la que había colaborado estrechamente en mi anterior destino. Era unos 8 años mayor que yo, estaba casada con un médico rural y era madre de tres niños. Llamaba para decirme que estaba ingresada en el Hospital Universitario, más o menos a una hora de Richmond. “Realmente necesito hablar contigo”, me dijo. “¿Qué ocurre, Cornelia?”, le pregunté, percibiendo su inquietud. Dijo que prefería no hablar de ello por teléfono, pero que esperaba que pudiese ir a verla lo antes posible. Lo hice al día siguiente. Cuando entré a su habitación el hospital, ella tenía un aspecto tan encantador como de costumbre, pero el brillo de su sonrisa había desaparecido. Me senté junto a la cama y ella empezó a contarme su historia.

Había empezado a tener tos. Le prestó poca atención, pero persistía demasiado y, finalmente, su marido, como médico, insistió en que era necesario un reconocimiento. Concertaron una cita, le hicieron pruebas y se anunció el terrible diagnóstico. Tenía un violento tipo de cáncer incurable. Las estadísticas decían que le quedaban menos de seis meses de vida. Después de sobreponerme al impacto de sus noticias, le pedí que me explicase cuáles eran sus sentimientos. Y lo hizo. ¿Cómo podría su marido seguir ejerciendo sin ella? Era un médico rural que acudía a domicilios por toda aquella montañosa región, y sus pacientes le llamaban a cualquier hora de la noche. Ya no podría hacer lo que hacía sin saber que ella estaba en casa con los niños. Me habló sobre lo que suponía saber que nunca vería a sus hijos graduarse en el Instituto o en la Universidad. Nunca conocería a las parejas que acompañarían a sus hijos en la vida, sus caminos profesionales, ni los nietos que le darían. Habló de lo que era darse cuenta de que su vida sería tan corta, de que su muerte marcaría a todos los miembros de su familia de un modo muy doloroso. Habló del significado que su muerte tendría para sus ancianos padres. Era la conversación más hondamente sincera que había tenido. Cuando uno está con otra persona en la frontera entre la vida y la muerte, caen todas las fachadas, todas las presunciones se desvanecen. En ese momento, dos personas se relacionan con una honestidad radical. Cornelia y yo recorrimos la historia de su vida, sus esperanzas y sus miedos durante casi tres horas. Era como si el tiempo se hubiese detenido, de tan profunda que era la comunicación.

Cuando llegó la hora de que yo volviese a casa, modifiqué mi actitud y pasé a actuar más como clérigo que como amigo. Supongo que tenía necesidad de hacer algo para aliviar mi propio desasosiego. Así que dije: “Cornelia, ¿puedo rezar por ti?” Ella no tuvo inconveniente. Si yo tenía necesidad de rezar, ella se alegraba de poder complacerme. Así que tomé su mano, puse mi mano en su cabeza y recé la oración que me parecía apropiada a esas circunstancias. Fue una sucesión de clichés piadosos que había aprendido en el ejercicio de mi ministerio. Cuanto terminó la oración, me fui para conducir de vuelta a casa durante una hora, prometiendo volver a verla.

En ese camino a casa, procesé mi experiencia. Había sido un encuentro profundo de dos personas que estaban en el límite entre la vida y la muerte. Sin embargo, la oración del final no había estado a la altura de la experiencia. ¿Cuál fue la verdadera oración en ese encuentro?, me pregunté. ¿Fue la conversación, tan profunda y tan vivificadora? ¿O fueron las palabras pronunciadas antes de irme? ¿Cuál de las dos había dado más vida, y cuál la había mermado? ¿Cuál de las dos había dado más amor, y cuál lo había suprimido? ¿Cuál de las dos nos había llamado a los dos hacia un sentido más profundo de quiénes somos, y qué nos hizo menos humanos? La respuesta a estas preguntas se decantaba claramente a favor de la conversación, no de las palabras de la oración. Así que “oración” empezó a tener un sentido más amplio. Recitar oraciones no era lo mismo que rezar. Escribí mi primer libro a partir de esa experiencia. Se tituló Oración sincera. Desde ese momento, la oración empezó a ser para mí, no algo que decía, sino algo que vivía. Esa es la distinción que todos debemos hacer si queremos entender qué es la oración.

La segunda experiencia la tuve a comienzos de la década de 1980, cuando mi primera mujer, que se llamaba Joan, recibió un diagnóstico de cáncer, con el pronóstico de que tenía por delante “menos de dos años de vida”. La noticia se hizo pública casi tan pronto como la recibí, pues la privacidad se ve muy mermada cuando uno está en la vida pública. Como yo era un conocido obispo del Estado de Nueva Jersey, y por tanto tenía cierta relevancia social, se organizaron en todo el estado grupos para rezar por nosotros. Algunos eran grupos episcopalianos, otros eran católicos romanos, y algunos eran interconfesionales. Muchas personas me escribieron para asegurarme que contaba con sus oraciones. Aprecié todos estos gestos, pues eran muestra del amor y de la preocupación de la gente por mí y por mi esposa. Cuando ella superó el plazo previsto y llegó al tercer año tras el diagnóstico, estas personas, que habían rezado individualmente y en grupo, empezaron a apuntarse en su haber el alargamiento de su vida: “nuestras oraciones la están manteniendo viva –escribían–; Dios está respondiendo a nuestras oraciones”. Esto parecía muy claro para ellos. Mi mujer vivió seis años y medio tras el diagnóstico, por lo que estuve agradecido, pero no pude dejar de preguntarme por la clase de Dios a la que aquellas buenas personas rezaban. ¿Habrían rezado por mi mujer si yo no hubiese sido conocido, supuestamente un hombre de éxito y socialmente relevante? Pensé para mí: supongamos que un basurero de una de las ciudades más pobres del país tuviese una esposa con diagnóstico de cáncer. ¿No es cierto que pocos, más allá de su familia más cercana, tendrían noticia de ello? ¿Le habría concedido Dios a ella menos tiempo de vida, o una muerte más dolorosa por no haber mucha gente rezando por ella? ¿Recompensó Dios a mi esposa con más tiempo de vida porque yo tenía un puesto destacado y era conocido? ¿Es que Dios certifica el estatus social? Si pensase eso por un momento, Dios se me haría tan inmoral que inmediatamente dejaría de creer en él. La oración, pues, no puede ser más poderosa y efectiva por acumulación. Dios no puede premiar a alguien sólo por haber llegado a ser importante en términos humanos.

Así pues, ¿qué es la oración? No son las peticiones de los humanos a un Dios teísta que está por encima del cielo para que intervenga en la historia, o en la vida del que reza. La oración es más bien el desarrollo de la conciencia de que Dios trabaja a través de la vida, el amor y el ser de todos nosotros. La oración está presente en toda acción que hace que la vida mejore, que el dolor se comparta o que se encuentre el coraje. La oración es experimentar la presencia de Dios, que hace que nos vinculemos unos a otros. La oración es esa actividad que nos hace reconocer que “dando es como se recibe”, por usar palabras de San Francisco. La oración está más en la vida que vivimos que en las palabras que decimos. Por eso San Pablo pudo exhortarnos a “orar sin cesar”. Eso no significa que tenemos que pronunciar oraciones constantemente. Significa que tenemos que vivir nuestras vidas como una oración, caminar por la tragedia y el dolor sabiendo que en verdad no caminamos solos. La oración es saber y entender que podemos ser las vidas a través de las cuales lo divino entre en lo humano. La oración es el reconocimiento de que vivimos en Dios, que es la Fuente de nuestra vida, la Fuente de nuestro amor y el Fundamento de nuestro Ser. Esto es, en fin, lo que podemos decir sobre ella. La oración es algo que vivimos, mucho más que algo que hacemos.