Las 12 tesis de J. S. Spong #2

TESIS 2
Dado que Dios ya no puede concebirse en términos teístas, no tiene sentido tratar de entender a Jesús como “la encarnación de una divinidad teísta”. Los conceptos tradicionales de la Cristología están, por tanto, en bancarrota.


TESIS 2

Dado que Dios ya no puede concebirse en términos teístas, no tiene sentido tratar de entender a Jesús como “la encarnación de una divinidad teísta”. Los conceptos tradicionales de la Cristología están, por tanto, en bancarrota.

El cristianismo nació de una experiencia de Dios asociada a la vida de un judío del siglo I llamado Jesús de Nazaret. Cuáles fueron las dimensiones precisas de aquella experiencia es algo difícil de decir. Los evangelios se escribieron entre 40 y 70 años después de que se condenase a muerte a este hombre, así que no sabemos cómo articularon realmente esa experiencia aquellos que fueron sus primeros discípulos en la primera generación de la historia cristiana. La mayoría de ellos había muerto antes de que se escribiesen los evangelios. Hasta donde sabemos, los primeros discípulos estaban bastante convencidos de que todo lo que habían pensado siempre sobre Dios lo habían experimentado presente en la vida de Jesús. Ese fue el núcleo del mensaje y así es como comenzó el cristianismo. Parece que al principio los seguidores de Jesús se limitaban a proclamar el núcleo de su experiencia: “Dios estaba en Cristo”. Esto es todo lo que el Apóstol Pablo dijo al principio de su vida cristiana (2 Cor 5,19). Se contentaba simplemente con proclamar su experiencia, no tenía necesidad de explicarla. Creía que de algún modo, en Jesús, había visto la presencia de lo santo. Así, al escribir a los corintios, en torno al año 54, simplemente dijo: “Dios estaba en Cristo”. Después, sin embargo, alrededor del año 56 o 58, cuando Pablo escribía a los romanos (una comunidad de cristianos en la que no había estado y para la cual era un desconocido), sintió la necesidad de explicar lo que quería decir al afirmar que había encontrado a Dios en la vida de Jesús. Así, en la Epístola a los Romanos, sugirió que en la resurrección Dios había elevado al humano Jesús hasta hacerlo Dios (Rm 1,1-4). Según los esquemas posteriores, esta era una extraña explicación. Con el tiempo, sería una herejía: el adopcionismo; pero era ahí a donde había llegado el pensamiento sobre la naturaleza divina de Jesús a mediados y finales de los años cincuenta del siglo I.

El problema era el que ya hemos apuntado. La mente humana sólo podía concebir a Dios en términos teístas. El teísmo es una concepción a la que se llega magnificando las cualidades de los humanos. Dios era un ser exterior con poder sobrenatural. Si esa era la definición vigente de Dios, entonces la cuestión era: ¿cómo había entrado este Dios externo en la vida de Jesús para que la gente lo experimentase presente en ella? Esta era la cuestión que sentían que debían responder, y las respuestas, a medida que se desarrollaban, empezaron a configurar el cristianismo de nuevas maneras, según pasaban los años.

Cuando Marcos, el primer Evangelio, se escribió en torno al año 72, se introdujo en las mentes de los seguidores de Jesús una nueva explicación de cómo él y Dios estaban conectados. En el primer capítulo, Jesús, adulto y plenamente humano, es llevado al río Jordán para que lo bautice uno llamado Juan el Bautista. En su relato del bautismo, Marcos dijo que los cielos –el reino de Dios– se abrieron. Se concebía en aquellos días el Universo como una superficie cubierta por una cúpula gigantesca. El cielo era el tejado que separaba el reino de Dios del de los humanos; el techo de la tierra era el suelo del cielo. Así, un agujero apareció en el techo y el Dios que vivía encima simplemente derramó el Espíritu Santo sobre el humano Jesús. Tal como lo registra Marcos, eso es lo que significaba el bautismo de Jesús. No era un espíritu que estuviese de paso, sino que habría de permanecer en él para siempre, un espíritu que, en última instancia, redefiniría su humanidad. Marcos dijo que, en ese momento, la voz de Dios proclamó desde el cielo que Jesús era su hijo, el hijo en el que tenía puesta su complacencia. El estudio de la escritura revela que las palabras que Dios pronunció esta vez, en el Evangelio de Marcos, no eran originales. Se encuentran en el Salterio (Sal 2,7) y en el libro de Isaías (Is 42,1). Sin embargo, el significado era ahora que la presencia de Dios se había enviado para habitar en Jesús y en verdad, en la experiencia de los discípulos, este espíritu lo marcó de modo que fue ya diferente. Se empezó a pensar en él como en un ser humano lleno de Dios. En ese estadio se encontraba la comprensión cristiana de Jesús en los años 70 del siglo I.

Este proceso de explicación avanzó en la novena y la décima décadas, cuando se escribieron los evangelios que llamamos Mateo (en torno al año 85) y Lucas (89-93). En estos dos evangelios, se pensaba en Jesús, no sólo como en un ser humano infundido de Dios, sino como una presencia de Dios que habitaba en su forma humana. El momento en el que se dijo que el Dios teísta se había unido a Jesús se fue desplazando hacia atrás, desde la resurrección, que es cuando Dios adopta a Jesús según Pablo, primero hasta el bautismo, que es cuando Dios entró en Jesús según Marcos, y luego hasta su concepción, que es cuando Dios actuó como agente masculino que da la vida a Jesús según Mateo y Lucas. Fue entonces cuando la tradición del nacimiento virginal se incorporó al relato cristiano. Fue una adición de mediados o finales de la novena década a este relato de fe que estaba desarrollándose. En el pensamiento cristiano, el Espíritu Santo pasó a pensarse como si fuese el padre biológico de Jesús. Ahora, su humanidad estaba ya permanentemente comprometida. ¡No se puede tener por padre al Espíritu Santo y aun así ser plenamente humano!

Con ser tan importante ese cambio, no sería, sin embargo, el punto final de este desarrollo cristológico. Cuando se completó el cuarto Evangelio, hacia el final de los años 90 de la era cristiana (años 95-100), se dijo de Jesús que él ya había formado parte de Dios; Él era “la Palabra” de Dios que estaba con Dios desde el principio de la creación. La Palabra de Dios “se hizo carne” en la persona de Jesús. Juan estaba afirmando que el Dios teísta que está por encima del cielo había asumido forma humana en Jesús y que en él habitaba Dios entre nosotros. Jesús era ya completamente entendido como la encarnación del Dios que habita por encima del cielo. Se habían puesto así las bases, tanto de la doctrina de la Encarnación como de la de la Santísima Trinidad. Los credos de Nicea y las doctrinas y dogmas que siguieron a aquellos credos pretenden aún poder definir a Dios. Posteriormente, esta interpretación ortodoxa habría de ser impuesta quemando en la hoguera a los que discrepaban.

Sin embargo, si la idea de un Dios por encima del cielo ha llegado a estar en bancarrota, tal como creo que ha sucedido, entonces la idea de que este Dios teísta se encarnó en el Jesús humano está igualmente en bancarrota. Esto significa que esta que es la principal explicación de Jesús en los credos, desarrollada a lo largo de siglos, ya no puede aplicarse hoy. Ahora bien, ¿significa eso que la experiencia que esta explicación pretendía explicar no es real ni válida? No lo creo. Pero sí significa que hay que buscar nuevas palabras que la expliquen. Las antiguas ya no funcionan. Toda explicación es una creación humana. Como tal, toda explicación está atada a un tiempo y tiene el sesgo propio de ese tiempo. Por tanto, ninguna explicación es eterna. Sin embargo, una experiencia que no se explica no puede pasar de unos a otros. Mas una experiencia que se transmite nunca es ya la misma que la original. Las explicaciones apuntan a una verdad intemporal, pero no pueden apresarla.

Entonces, ¿cuál es esa verdad eterna, intemporal, acerca de Jesús, a las que apuntan –tan imperfectamente- nuestras veneradas palabras teológicas? ¿Qué hubo en torno a Jesús que hizo que la gente creyese que había encontrado a Dios en él? Esto es lo que la búsqueda de la verdad nos llama hoy a descubrir. La fe en Jesús como la encarnación de Dios, o como la segunda persona de la Trinidad, nació de una experiencia humana. ¿Cuál fue esa experiencia? No fueron las historias sobre un poder milagroso de Jesús lo que reunió a la gente alrededor de él. Eso vino mucho después de la afirmación de que “Dios estaba en Cristo”. La convicción de que Jesús era la encarnación de Dios no nace de los relatos de su poder milagroso. No podemos encontrar evidencia alguna que asocie milagros a Jesús hasta la octava década de la era cristiana. La afirmación de que en Jesús se ha hallado la presencia de Dios antecede varias décadas a la de su condición de hacedor de milagros. La experiencia de encontrar a Dios en él tampoco se relacionó con la afirmación de que él había tenido un nacimiento virginal milagroso. Esa idea se añadió al relato cristiano en la novena década. Tampoco se vinculó a una interpretación de la resurrección como la “resucitación” de un cuerpo muerto para devolverlo a la vida de este mundo. Esa fue una idea que sobre todo Lucas aportó al cristianismo en la décima década. La experiencia de encontrar a Dios en Jesús precede a todos estos aspectos del desarrollo de la tradición cristiana. La experiencia de hallar a Dios en Jesús tuvo que ser algo original y transformador. Permítanme presentar lo que esa experiencia tiene que ver con las cualidades de la humanidad de Jesús, con la totalidad de su vida, con el poder de su amor para romper ataduras, y con su capacidad para ser, en todo tipo de circunstancias, él mismo de la forma más profunda y auténtica. Quizá la gente vio y experimentó en su vida “la Fuente de la Vida”, en su amor “la Fuente del Amor” y en su ser “el Fundamento del Ser”. Quizá sintieron en él y desde él la llamada a vivir en plenitud, a amar generosamente y a ser todo lo que cada uno podía ser. Quizá con esas experiencias llegaron a entender que se habían encontrado con lo santo en las dimensiones de lo humano. Quizá el problema de las explicaciones teológicas no estaba en la experiencia que trataban de transmitir, sino en los conceptos que determinaron las palabras usadas en las explicaciones de esta nueva realidad. Quizá la experiencia es real y, una vez desechadas las explicaciones anticuadas e irrelevantes, entonces la realidad de esa experiencia pueda proponerse una vez más. ¿Qué realidad fue la que hizo que los seguidores de Jesús desarrollasen doctrinas como la Encarnación y la Trinidad? ¿Cómo describir hoy esa realidad?

Hoy, ¿podemos aún pensar en Jesús como ser divino sin entenderlo como encarnación de una divinidad sobrenatural que vive por encima del cielo? Cuando se formuló la doctrina de la Encarnación, la gente pensaba en términos dualistas. Lo divino y lo humano se oponían. Pero supongamos que lo divino y lo humano no son dos reinos separados, sino una sola realidad continua. Quizá el camino hacia la plenitud e incluso hasta lo divino consiste en hacerse profunda y plenamente humano. Quizá el impulso biológico hacia la supervivencia no es el valor supremo para los humanos, sino que ese valor supremo consiste más bien en trascender la necesidad de sobrevivir y en ser capaz de darse a uno mismo en el amor a otro. Quizá cuando vayamos más allá de los límites de nuestra seguridad tribal, de género, de orientación sexual, raza, credo o estatus, experimentemos una humanidad que no está atada al instinto de supervivencia. Quizá se encuentre a Dios en la libertad de permitir –y, en realidad, aceptar– la responsabilidad de ayudar a los demás a ser aquello que cada uno fue creado para ser, sin imponerles nuestras ideas. Quizá es eso lo que Pablo trataba de decir cuando escribió que “Dios estaba en Cristo”, reconciliando al mundo con Dios y con la unidad de Dios. Interpretada literalmente, la Encarnación no tiene sentido en un mundo cuyo pensamiento ya no es dualista. Pero es infinitamente significativa cuando se la ve, no como explicación, sino como una experiencia.

¿Podemos recuperar este concepto cristiano para el siglo XXI? Creo que sí. Si el cristianismo ha de sobrevivir, creo que debemos. Y el cristianismo podría resultar ser algo mucho más profundo de lo que habíamos imaginado.