Las 12 tesis de J. S. Spong #3

TESIS 3
El relato bíblico sobre una creación perfecta y acabada de la que nosotros, los seres humanos, “caímos” en el pecado original, ¡es mitología pre-darwiniana y carece de sentido!


TESIS 3

El relato bíblico sobre una creación perfecta y acabada de la que nosotros, los seres humanos, “caímos” en el pecado original, ¡es mitología pre-darwiniana y carece de sentido!

Cuando se escribió el conocido relato bíblico de la creación en seis días (Gn 1,1-2,3), no existía el registro geológico. Las gentes de la antigüedad recurrieron a mitos de la creación para explicar su comprensión de los orígenes del mundo. La experiencia del pueblo hebreo era que el mundo es bueno y está acabado, y así contaron la historia de cómo Dios lo creó todo de la nada. Dado que Dios era el creador del mundo, el mundo tenía que ser bueno. El mito hebreo dice que Dios lo vio todo y todo estaba completo, pues nos cuenta que cuando Dios hubo terminado el proceso de la creación en el sexto día, descansó de su labor divina y decretó que el séptimo día fuese para siempre un día de descanso para toda la creación. Así pues, la narración bíblica, tal como actualmente está construida, comienza con una interpretación de la creación que sugiere que el mundo se creó para ser perfecto y completo. Esta narración en particular se escribió tardíamente en la historia judía, probablemente durante el exilio de Babilonia, a finales del siglo VI o principios del V AEC.

Sin embargo, mucho antes de que se escribiese este relato de la creación en seis días, otro mito judío pretendió dar cuenta del hecho del mal en el mundo. Lo conocemos como la historia de Adán y Eva, la serpiente y el Jardín del Edén (Gn 2,4-3,23). Se escribió unos cuatrocientos años antes del relato de la creación en seis días.

Durante el exilio babilónico, con el hábil trabajo editorial de un grupo de personas a las que llamamos “Escritores Sacerdotales”, las cuatro tradiciones principales que recordaban la historia judía se entretejieron. En esta edición revisada, la narración comenzaba con la perfección de la creación hecha en seis días, y vino seguida inmediatamente por el relato que llegó a conocerse como “la caída”. Adán, Eva, y su expulsión por orden de Dios del Jardín del Edén formaban parte e esta narración. Sin embargo, hemos e reconocer que, en su origen, estas dos historias no estaban conectadas en absoluto. No se escribieron para formar una narración continua.

Tras el Concilio de Nicea en 325, y con el reconocimiento oficial de la legalidad del cristianismo en el Imperio Romano, muchos líderes cristianos, pero en particular un obispo llamado Agustín, empezaron a conformar lo que con el tiempo se convertiría en el mito cristiano de los orígenes. Construyeron este mito sobre el presupuesto de que los capítulos 1 y 2 del Génesis formaban una única historia, continua y cierta. Este mito de los orígenes incluía cinco grandes principios. Primero, se afirmaba la bondad y la perfección originales de la creación. Segundo, el acto humano de desobediencia se presentaba como aquel que había hecho caer de la obra perfecta de Dios a lo que terminaría llamándose el “Pecado Original”. Esta “caída” desvirtuó la perfección de Dios en todos y en todo. Tercero, se narró la historia de Jesús en términos de rescate que Dios enviaba para salvar de la caída a unas gentes pecadoras y a un mundo pecaminoso. El mito sugería que Jesús cumplió con este propósito pagando el “precio” que Dios reclamaba, y asumiendo el castigo, castigo que los seres humanos merecían por ser pecadores. Este acto de redención se terminó de cumplir mediante lo que se llamó “el sacrificio de la cruz”. De esta perspectiva teológica del siglo IV proceden las palabras “Jesús murió por mis pecados”, que en un tiempo relativamente corto llegaron a convertirse en un auténtico “mantra” cristiano. Esta interpretación de Dios y de Jesús llegó a plasmarse en nuestros himnos, nuestras oraciones, nuestras liturgias y nuestros sermones. El mensaje era: “Jesús salvó el abismo que el pecado había creado”. Este “mantra” implicaba que la grandeza de Dios se apreciaba en que “se abajó para salvar a alguien tan malo y tan indigno como yo”. La gracia de Dios se consideró admirable porque “salvó a un infeliz como yo”. “La vieja y áspera cruz” era el lugar en que Jesús derramó su sangre por “un mundo de pecadores perdidos”. Conforme esta interpretación se hizo dominante en la historia cristiana, la liturgia subrayó continuamente la pecaminosidad de la condición humana. A los cristianos se nos acostumbró a acercarnos a Dios de rodillas, como los esclavos lo harían ante su amo. Se nos enseñó a rezar pidiendo continuamente misericordia, a llamarnos a nosotros mismos “pecadores miserables”, seres en los que “no hay salud” ni plenitud, y que son “indignos de recoger las migajas” junto a la mesa divina. Nuestro pecado se presentó como la causa y como la razón del sufrimiento de Jesús. Así, la culpa se convirtió en moneda de cambio en el cristianismo. La salvación venía de reconocer que el sufrimiento y la muerte de Jesús por nosotros se habían producido porque Dios, en la persona de su hijo, había asumido el castigo que los seres humanos merecíamos.

Se creó el bautismo para ser la forma sacramental de lavar el “pecado original” de los recién nacidos. De los niños sin bautizar, que morían “en el pecado de Adán”, se decía que estaban condenados a vivir eternamente apartados de Dios. La Eucaristía cristiana era la comida que permitía saborear por primera vez el Reino de Dios. La fe en la resurrección significaba que Jesús había vencido a la muerte al dar cumplimiento al castigo que Dios reclamaba por el pecado de Adán, que había adulterado el mundo perfecto de Dios. Así que Jesús, en la cruz, al morir, pagó nuestras deudas, cargó con el castigo que nosotros merecíamos y así ganó para nosotros la salvación eterna. Por eso en el desarrollo de la tradición cristiana los principales títulos por los que se conoció a Jesús fueron “salvador”, “redentor” o “rescatador”. Finalmente, se nos enseñó que por el sacrificio de la vida de Jesús los seres humanos fuimos restablecidos a nuestra perfección original y que la vida eterna era la culminación de nuestra restauración, nuevamente ganada.

Este marco teológico se hizo tan poderoso en la teología cristiana que barrió a todas las demás posibilidades. Se adueño de cada aspecto del mensaje cristiano. Hizo necesaria la “Encarnación”. Apuntaló la doctrina de la Santísima Trinidad. Fue la concepción que había tras la doctrina de la expiación. Dio lugar en el cristianismo al fetichismo que se centraba en la “sangre salvadora” de Jesús. Configuró por completo la liturgia.

Este marco teológico produjo también cosas más bien terribles que no se percibieron durante siglos. Convirtió a Dios en un monstruo, que no sabía perdonar. Lo retrató como alguien que demanda un sacrificio humano y una ofrenda de sangre antes de ofrecer perdón. Hizo que se contase la historia de un Dios Padre que castigaba con la muerte a su Hijo para satisfacer su necesidad de retribución. Sin darse cuenta, esta concepción ¡convirtió a Dios padre en el supremo abusador de menores!

En segundo lugar, esta teología convirtió a Jesús en una víctima crónica a la que jamás se le permitiría escapar a la cruz, pues los constantes pecados de los seres humanos exigían su continuo sufrimiento y su muerte. Presentamos, como principal icono cristiano, la imagen de Jesús muriendo eternamente en la cruz.

En tercer lugar, esta teología nos abrumó a usted y a mí con un abrumador e incluso enfermizo sentido de culpa. Nos convertimos en los asesinos de Cristo, como proclamaba uno de nuestros himnos: “Fui yo, Señor Jesús, yo fui. Yo te negué tres veces , y tres te crucifiqué” [4]. ¿Puede alguien imaginar un mensaje más culpabilizador?

Un análisis de estos temas, que venían a constituir lo que llamamos “Teología de la Expiación”, nos convencerá rápidamente de que esta forma de entender a Jesús y el relato cristiano es destructiva y negadora de la vida. Esta teología asume una antropología desacreditada y anacrónica que, cuando se expone, se muestra inmediatamente tan huera como poco válida. La teología de la expiación asume una teoría sobre los orígenes de la vida que, en el mundo astrofísico o biológico de hoy, nadie acepta. Es demostrable que la premisa de la que parte es falsa. Desde que Charles Darwin publicó su obra a mediados del siglo XIX, sabemos que nunca hubo una perfección original [5]. La vida humana es, más bien, el producto de un viaje biológico desde simples células que aparecieron hace unos 3.800 millones de años. La vida ha pasado por muchas etapas desde las células independientes a las uniones de células, de esas uniones a una mayor complejidad en la organización, y de ahí a la división entre la vida animal y vegetal (por nombrar sólo unas pocas etapas). Todo esto ocurrió a lo largo de cientos de millones de años. Hace unos seiscientos millones de años, la vi da, tanto en sus formas animales como vegetales, dejó el mar y empezó a implantarse en las riberas de lo ríos y en los estuarios, donde aguardó hasta que el planeta terminó de hacerse apto para la vida. Entonces, estas formas de vida salieron del agua, hacia tierra firme, donde se adaptaron al nuevo entorno y empezaron a interactuar, produciendo una variedad de nuevas formas. Desde hace entre cien y ochenta millones de años, y hasta hace unos sesenta y cinco millones, los reptiles fueron los señores del planeta. Los reptiles dominantes fueron los dinosaurios, que se establecieron en la cima de la cadena alimenticia. En el planeta Tierra, el dinosaurio no tenía igual y, por tanto, no tenía enemigos. Sin embargo, algún tipo de desastre natural sacudió la Tierra hace unos sesenta y cinco millones de años, y alteró radicalmente el clima, alterando, en ese proceso, todas las formas de vida. La mayoría de los científicos afirman que este desastre natural fue el resultado de la colisión de un gran meteorito con el planeta Tierra. Fuese lo que fuese, provocó un cambio en el clima que terminaría llevando a la extinción de los dinosaurios y abrió las puertas a los mamíferos para que empezasen su ascenso hacia la preponderancia. De estos animales de sangre caliente y vivíparos emergió finalmente el linaje de los primates, que eran criaturas parecidas a los humanos. Esto ocurrió hace unos cuatro o cinco millones de años. Durante este tiempo, el cerebro de estas criaturas similares a los humanos se agrandó, las mandíbulas se retrajeron, la laringe descendió, el habla se fue desarrollado y, finalmente, estas criaturas traspasaron la gran línea divisoria, pasando de ser simplemente conscientes a ser autoconscientes. Ahora, esta criatura era consciente de su propia separación con respecto a la naturaleza. También asumió su propia mortalidad. Empezó a pensar anticipadamente en su propia muerte, lo que desarrolló en ella una suerte de inquietud existencial crónica que ningún animal había conocido antes. Los desasosiegos de la autoconsciencia eran tan duros que esta criatura tuvo que desarrollar mecanismos de defensa. La religión fue uno de ellos. El objeto y el foco del pensamiento religioso fue una divinidad parecida a los humanos, que tenía capacidades sobrenaturales; podía hacer todo lo que estas criaturas autoconscientes no podían hacer, incluido el escapar a la mortalidad. Ya hemos establecido que originalmente se concibió a Dios según la analogía del ser humano, pero sin todas las limitaciones que el ser humano tiene. Este Dios antropomórfico regía el universo, de modo que los inquietos seres humanos podían acudir a su poder sobrenatural en busca de ayuda. Tal es, brevemente presentada, la historia de los orígenes de la vida en el planeta.

Sin embargo, a medida que esta criatura humana adquiría más conocimiento sobre los orígenes del universo, se hacía claro que nunca hubo una perfección original, y que la creación es un proceso continuo, nunca acabado. Esto significaba también que ninguna forma de vida sobre la tierra está fijada y, por tanto, están todas en constante cambio. Nada de lo que tiene que ver con la vida es estático. Nunca ha habido nada estático en torno a la vida y nunca lo habrá. Notemos, asimismo, que nunca hubo un acto creador original, sino más bien un proceso continuo, siempre en desarrollo. Veamos ahora lo que estos hallazgos significan para nuestra comprensión del cristianismo.

Si no hubo una perfección original no pudo haber una caída de ella al pecado. Esto significa que la idea del “pecado original” sencillamente es errónea. Si la idea del pecado original no es una descripción exacta de los orígenes humanos, entonces debe descartarse. Y hay otras cosas que empiezan a caer y a ser rechazadas. Si no hubo pecado original, tampoco había necesidad de nadie que salvase de este pecado, o que rescatase de la caída. Uno no puede ser rescatado de una caída que nunca ha sufrido, ni puede ser restaurado en un estatus que nunca ha tenido. De repente, todo el marco que durante siglos había configurado las bases del relato cristiano se derrumbaba. No es en absoluto una forma exacta de pensar en nuestros orígenes. Así pues, esta historia de la salvación deja inmediatamente de ser traducible a nada que tenga alguna posibilidad de ser creíble en nuestras mentes del siglo XXI. Por tanto, la devoción de nuestro corazón no puede abrazar dicha historia, pues el corazón nunca se verá conducido a adorar lo que la mente rechaza como real.

Por tanto, ya no podemos pretender seguir presentando con estos conceptos el relato cristiano en nuestro mundo contemporáneo. Sencillamente, no funciona. Entonces, para muchos, la cuestión es: ¿podemos seguir contando la historia de Cristo de algún modo? ¿Podemos distinguir entre la realidad de Cristo y el marco interpretativo del pasado, en el cual esa realidad se ha captado, y aun así encontrar en Él algo que habla a nuestra humanidad y la hace mejor? ¿Podemos romper las barreras que nos separan a unos de otros y hallar algún sentido de unidad en él? ¿Podemos sumergirnos, a través de la figura de Jesús, en los manantiales de la vida, abrirnos a un amor transformador y, a través de él, encontrar el coraje para ser lo que podemos ser?

Las viejas palabras nunca nos conducirán a esas metas. A pesar de ello, siempre habrá algunos que no estarán dispuestos a abandonar su seguridad; serán aquellos que actúan como si debiésemos aferrarnos para siempre a las viejas palabras. Actuarán así, principalmente, porque nadie les ha sugerido nunca que hay otra forma de contar la historia de Cristo. Temen que, si hay que abandonar las viejas palabras, que transmitieron esa historia durante tanto tiempo, la historia misma se perderá. Sin embargo, la Iglesia de mañana no puede detenerse ante el obstáculo de aquellos que no pueden asumir la nueva realidad. La búsqueda de nuevas palabras con las que presentar nuestro relato debe convertirse en la principal tarea de la Iglesia cristiana en nuestro tiempo. Si no asumimos estos cambios no habrá esperanza de un futuro cristianismo. Entiendan, por favor, que la muerte aún puede sobrevenir aun cuando abandonemos estas palabras de la antigüedad. No podemos estar seguros de que los cristianos modernos puedan hacer la necesaria transición. Sin embargo, lo que sí sabemos es que la muerte llegará con seguridad si no abandonamos las fórmulas de ayer. Vivimos un momento crítico en la historia cristiana. Nuestro tiempo exige liderazgos heroicos que probablemente encontrarán el rechazo de aquellos que se consideran “los fieles”. La salvación del cristianismo, ¿merece el esfuerzo y el coste? Creo que sí. La llamada a una reforma radical es la llamada a la que nuestra generación debe responder. Comenzará con una nueva comprensión de lo que significa ser humano. No somos pecadores caídos, somos seres humanos incompletos. No necesitamos que nos salven del pecado, necesitamos la fuerza para acoger la vida de una forma nueva.

Notas:

[4]Del himno de cuaresma “Ah, holy Jesus”.

[5]El origen de las especies mediante selección natural, 1859.