Del Paleolítico al Neolítico


(Porción del libro “Por un cristianismo sin religión” de Bruno Mori).

Enlace de descarga del libro, al final del texto.

Nacimiento del pensamiento mítico 

Hoy en día las Ciencias Humanas son unánimes en afirmar que las religiones, tomadas en el sentido ordinario de instituciones que determinan, estructuran y organizan oficialmente las modalidades de la relación de los humanos con la divinidad, son creaciones relativamente recientes. 

Con esto quieren decir que la existencia de una religión, constituida por una estructura organizativa, con jerarquía, poder, sacerdotes, creencias, normas y ritos, es un fenómeno que se remonta al pasado recentísimo en la escala de la historia evolutiva de la humanidad. Los humanos han vivido la mayor parte de su presencia en la Tierra sin «religión» y sin «dios». 

Desde hace más de noventa mil años, las expresiones externas del pensamiento simbólico y de la espiritualidad humana relacionadas con el carácter «sagrado» y «misterioso» de la vida y de la realidad cósmica (ritos, sacrificios, cultos funerarios, etc.) se practican al margen de toda organización religiosa formal y sin referencia alguna a una deidad o deidades. 

Las ciencias antropológicas nos informan de que los seres humanos del Paleolítico no tenían una idea bien definida de «dios», tal y como la elaboraron las culturas posteriores. Sin embargo, poseían una profunda sensibilidad espiritual y veían la manifestación de lo «divino» en todas partes. Para ellos, la Naturaleza contenía un Misterio que la hacía enigmática e inquietante, pero al mismo tiempo maravillosa y mágica. Sentían que el mundo estaba atravesado por una «Energía» inexplicable que producía variedad, diversidad, belleza, movimiento y profusión de vida, y ante la cual sólo podían sentir asombro, temor, veneración y reconocimiento. Todo esto iba acompañado de un fuerte sentimiento de inmersión y de formar parte de un «Todo» que les envolvía con benevolencia y amor. 

Si lo «divino» es lo que fascina, aunque sigue siendo incomprensible e inefable; si lo sagrado es lo que tratamos con temor, respeto y veneración, entonces hay que decir que los hombres del Paleolítico sentían el mundo como algo «sagrado» y «divino», y la Naturaleza nutricia que les rodeaba como «maternidad divina». 

En este mundo y en esta Naturaleza, los humanos del Paleolítico se sentían como niños pequeños en los brazos de una Madre Cósmica. Esta percepción se ve confirmada por una gran variedad de estatuillas femeninas, que datan de esa época y que los arqueólogos han encontrado por doquier, y que representan a una Diosa Madre, con pechos generosos y desbordantes, de los que los humanos se colgaban para obtener alimento, fuerza y vida. 

A lo largo del Paleolítico, los cazadores-recolectores vivían en profunda simbiosis con el mundo natural, considerado como una Realidad global de la que formaban parte, en la que estaban insertos como en una matriz que genera todo lo que existe y vive, y a la que todos los seres vivos regresan al final de su viaje terrenal. De la «madre naturaleza» tomaban sólo lo que les ofrecía, con el mayor reconocimiento y respeto al Misterio que se revelaba por doquier con profusión de poder, fecundidad y belleza. 

Para los humanos primitivos de aquella época, toda la Realidad era una manifestación de una Fuerza «voluntaria» y «bondadosa» que no podían identificar ni nombrar, pero que era captada por sus mentes y corazones como en perfecta armonía y en plena sintonía con los impulsos más profundos de su ser. 

Por ello, durante milenios, la humanidad vivió en un mundo holístico e indiviso, donde todo estaba interconectado, lo cercano y lo sagrado, lo divino y lo humano, el cielo tocaba la tierra y la tierra tocaba el cielo. El cielo era la parte de la tierra que no podíamos tocar, sino sólo contemplar. La tierra era la parte del cielo que se había acercado a nosotros para ser acariciada y maravillarnos con las misteriosas bellezas de las que había sido sembrada. Todo era cielo sin tierra y tierra sin cielo; una tierra celestial y un cielo terrenal, porque todo era uno, lo divino y lo humano, la tierra y el cielo, lo cercano y lo lejano, el espíritu materializado y la materia espiritualizada. 

El Misterio estaba en todas partes, incomprensible, inalcanzable, esquivo, pero activo, real, en acción, impregnando y llenando con su Espíritu y fascinación la inmensidad del cielo estrellado, el esplendor deslumbrante del sol, la claridad y las fases de la luna, la frescura húmeda de las mañanas, el resplandor de las tardes, el murmullo de los arroyos, la calma chispeante de los lagos, la altura misteriosa y sagrada de las montañas, la profundidad de los bosques, el enjambre de las sabanas, la inmensidad de los océanos, la armonía festiva de los cantos de los pájaros y la paleta fantástica y flamígera de sus colores, el estruendo de los truenos y el destello repentino de los rayos en un cielo de verano… 

Todo ello tenía su propio espíritu, que «espiritualizaba», por así decirlo, el mundo de los humanos de aquel remoto período de nuestra historia. Todo estaba «espiritualizado», todo era «sagrado», todo estaba «divinizado», todo era la expresión de un Misterio que lo abarcaba todo, en el que todo estaba inmerso y del que todo ser y todo fenómeno era parte y manifestación. 

La revolución neolítica 

La transición del Paleolítico al Neolítico constituye un verdadero cambio de paradigma en la historia evolutiva de la humanidad. En el Neolítico, la humanidad pasó de una cultura y sociedad de cazadores-recolectores a una cultura y sociedad de agricultores-pastores. Esta transición constituye una enorme revolución, que implicó un cambio fundamental de hábitos y actitudes. Mientras en el Paleolítico el ser humano vivía sólo de lo que le daba la tierra, en el Neolítico cambió, transformó, modificó, estructuró y reestructuró la naturaleza y la geografía de la tierra. Domesticaron animales, seleccionaron plantas y frutos mediante injertos y cruces. Al darse a sí mismos el control sobre los medios y las condiciones de su vida, los seres humanos neolíticos se convirtieron en los artesanos de su propio desarrollo. 

La transición a la agricultura traerá consigo, con la sedentarización, la cría y domesticación de animales, la aparición de aldeas y ciudades, el aumento de la natalidad y, por tanto, de la población, la diversificación de las ocupaciones, la acumulación de riqueza, la formación de la propiedad privada, así como las estructuras de explotación, dominación y poder; la aparición de desigualdades, clases sociales y la escritura, instrumento indispensable para una mejor y más eficaz administración de los recursos humanos y de la riqueza. 

Estos cambios neolíticos serán tan radicales que darán lugar a un mundo fundamentalmente diferente y a nuevos paradigmas, es decir, a una nueva forma de entender, interpretar y afrontar la realidad de Dios, del mundo y del propio ser humano. Los paradigmas cognitivos y las imágenes con las que el ser humano concibe y expresa su «cosmovisión» son ahora de otro orden. Veamos brevemente los aspectos más destacados de este cambio: 

1. El mundo natural del Paleolítico, el único lugar en el que está presente lo divino, se ha vaciado de su carácter sagrado. Los «espíritus» y «deidades» que habitaban y animaban el mundo natural son expulsados y exiliados a otro mundo, situado fuera, por encima del mundo de los humanos. Ahora es el «cielo», y ya no la «tierra», lo que se considera la morada de los dioses. 

2. Sin la presencia de lo divino, la naturaleza deja de ser esa «Madre» sagrada, venerada, maravillosa y respetable. Se convierte en una «cosa» profana, materia prima, opaca, sin forma, caótica, sin alma, un conjunto de recursos materiales que el ser humano puede utilizar y explotar en su beneficio, sin límite ni restricción alguna. 

3. El nuevo «Theos», supremo, se concibe como una individualidad personal, masculina, inmaterial, un espíritu puro, que posee una inteligencia y unos poderes infinitos que utiliza para poner orden en el caos femenino del mundo material. 

4. Nacen los nuevos mitos de la «creación» del mundo a través de la palabra todopoderosa de esta divinidad masculina que dispone y regula el funcionamiento del Universo. La tierra y su naturaleza quedan definitivamente desposeídas de sus características «maternales». Ahora es un dios masculino, guerrero, violento, con poderes ilimitados, que tiene en sus manos la suerte y el destino del mundo y de la humanidad. El poder se convierte en una actitud y un fenómeno exclusivamente «masculino». 

5. Esta nueva visión deteriora la condición de la mujer, que pierde definitivamente su condición de icono y símbolo que sirve para ilustrar el carácter «maternal», nutritivo, convivencial y sagrado de la naturaleza. Ahora se transforma en un símbolo de un mundo material peligroso, desordenado y caído; una criatura que debe ser controlada y, por tanto, permanecer sometida al poder «divino» del hombre. Como Dios es masculino, lo masculino se convierte en divino. En consecuencia, el varón pasa a ser considerado el humano que ostenta el poder, el humano que es superior a la mujer, que está sometida a él y a la que puede tratar como un objeto o una propiedad de la que puede disponer a su antojo. Este es el nacimiento del patriarcado y su peor expresión: el machismo. 

6. La aparición en esa época del mito de la creación y su creencia generalizada, introduce una ruptura definitiva en la unidad de la visión paleolítica de la Realidad, donde lo divino, lo natural y lo humano (dios-cosmos-ser humano) eran sólo elementos perfectamente integrados de un Todo Universal. 

7. Debido al mito de la creación, el dualismo afecta ahora a la comprensión humana de la Realidad, que se divide y escinde automáticamente en dos polos opuestos: el cielo y la tierra; Dios en lo alto, los humanos aquí abajo. Allá arriba, el mundo perfecto de las realidades y de las esencias divinas y espirituales; aquí abajo, el mundo imperfecto de la materia bruta, pesada, opaca, limitada y malvada, que frena e impide el vuelo del alma humana hacia el cielo de Dios, único lugar verdadero y de salvación definitiva, estas afirmaciones han sido los «paradigmas» de comprensión de la Realidad que han regido la historia de la humanidad, al menos en Occidente y Oriente Medio, durante los últimos quince milenios. 

Es principalmente a través de la religión judeo-cristiana (que la ha adoptado plenamente) como esta visión neolítica de la Realidad ha llegado hasta nosotros. Esta religión introdujo estos antiguos paradigmas tanto en la concepción y contenido de sus libros sagrados (Torá, Talmud, Biblia, Nuevo Testamento), como en la formulación de sus creencias, dogmas y doctrinas que son, en Occidente, los principales catalizadores de esta cosmovisión primitiva que ha mantenido viva hasta los tiempos modernos y que la religión cristiana sigue imponiendo, aún hoy, a la fe de sus fieles. 

Por si fuera poco, esta religión, en el curso de su evolución histórica, ha contribuido en gran medida a la creación de un gran número de variaciones sobre los contenidos y temas sustantivos de las antiguas creencias míticas, creando nuevos mitos y creencias y ampliando así aún más el abanico de «verdades» míticas en las que creer. Lo veremos más adelante en este estudio. 

POR UN CRISTIANISMO SIN RELIGIÓN

Por Bruno Mori

Libro completo: AQUÍ