Una nota personal


La primera vez que tuve acceso a un texto bíblico tenía unos ocho o nueve años de edad. Era un Nuevo Testamento de bolsillo. Se lo había regalado un cura a mi padre por un trabajo de carpintería que le había realizado. Mi padre era carpintero. Sin mucho interés por la lectura de dicho “librito”, mi progenitor me lo dio… ¡Era un libro sobre religión, pensaría él! No fui metódico en la lectura, pero recuerdo que algunos relatos me enganchaban mientras que otros los consideraba muy complejos. De otros más simplemente me preguntaba si eso que contaba el autor habría ocurrido de verdad o tendría algún otro significado que yo no alcanzaba a entender. Por ejemplo, que los que creyeran en Jesús “tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño” (Marcos 16:17-18). 

El “librito” en cuestión se perdió y no se supo nunca más de él, pero sus historias quedaron en mi mente. Fue en un kiosco de la estación de ferrocarril de Mérida (Badajoz, España), durante mi periodo de “mili”, que despertó mi curiosidad un libro titulado “Los Apóstoles”. No recuerdo el nombre de su autor. Lo compré, más que por algún interés religioso, por los recuerdos que me evocaron de las lecturas de aquel perdido “librito”; “Los Apóstoles” contenía muchas citas de él. 

Con mi traslado a la capital de España dio comienzo una nueva etapa de mi vida: me había casado, había sido padre de mi primer hijo e iniciaba una carrera profesional en lo que hoy se denomina Policía Nacional. Al pasar por un escaparate de una librería, en Madrid, vi que ofertaban una Biblia de formato grande, entré y la compré, 250 pesetas. Corría el verano de 1971. En mis muchas horas libres de servicio leía por doquier en aquella Biblia sin un programa de lectura, saltando de atrás hacia adelante y de adelante hacia atrás. Me encontré con el mismo problema que cuando era niño: ¿Cómo tenía que interpretar ciertos relatos que encontraba en la Biblia? Estas dudas originaban en mí cierta desazón y, sobre todo, una profunda frustración intelectual y teológica. ¿De verdad habló la asna de Balaam (Números 22:28)?; ¿se paró el Sol casi un día entero a la orden de Josué (Josué 10:12-13)? Sabía que el Sol no pudo ser, pero, ¿dejó entonces de girar la Tierra sobre sí misma?; ¿retrocedió la sombra diez grados del reloj (de sol) de Acaz, es decir, se detuvo la Tierra y giró a la inversa el equivalente a dichos diez grados (2Reyes 20:10-11)?; y otros muchos textos más…

Mi sentido común me decía que esos relatos deberían tener alguna significación simbólica, moralista sin duda, pero no estaba seguro. La lista de preguntas que me formulaba a mí mismo era muy larga. En cualquier caso, teniendo en cuenta que venía de una absoluta indiferencia religiosa, y a pesar de estas cuestiones puramente hermenéuticas, había descubierto al Jesús de los Evangelios.*

La cuestión es que, llegado aquí, después de muchos años, el Jesús de los Evangelios, a quien había descubierto mediante la lectura del Nuevo Testamento, y me había inducido de la indiferencia religiosa a la fe, ahora me ha devuelto a la indiferencia “por lo religioso” (clero, dogmas…). Dicho de otra manera: el Jesús que me trajo a la fe, es el Jesús que me ha sacado de lo que él nunca fundó: una religión. Hoy me siento libre; esta libertad ha sido un proceso; vuelo libre y alto, como Juan Salvador Gaviota.

Emilio Lospitao

(*) Testimonio personal más amplio