Cuando dejas de ser de los nuestros


Si no fuera porque se trata del grupo filántropo y caritativo por antonomasia, como es –o debería ser– una comunidad religiosa, cristiana además, diríamos que estamos hablando del oscuro mundo de la mafia. No importa la naturaleza del grupo humano, del gremio, la organización o la familia espiritual a la que se pertenezca, siempre ocurre lo mismo: se señala al disidente, al verso suelto, al heterodoxo… Esta realidad no es nada del otro mundo, al contrario, es lo más normal de este, salvo excepciones, claro.

Este señalamiento preventivo, que hunde sus raíces en las cavernas neandertales, formó parte de la atención pastoral de las comunidades cristianas desde muy pronto, cuando comenzó la institucionalización y la ortodoxia del cristianismo; pero no fue esa la actitud de Jesús de Nazaret. Este “señalamiento” tomó cuerpo sutilmente mediante el lenguaje, creando fronteras simbólicas de exclusión que distinguian a los que estaban “dentro” de la comunidad de los que estaban “afuera” de ella. Como el lenguaje tiene mucho poder, se utilizaron expresiones teologizadas tales como “los del mundo”, “los de afuera”, referidas a los que no formaban parte de la comunidad. Esta teologización del lenguaje fue muy productiva a partir de la época citada: fortalecía el sentido de pertenencia a la comunidad y preservaba a esta de influencias ajenas a los intereses de la misma. La semántica siempre tiene mucho sentido y es muy eficaz. 

Por lo tanto, había que prestar mucha atención a cualquier tipo de disidencia. Ya lo decía un viejo refrán: “un poco de levadura leuda toda la masa”. Así que los intereses del grupo (que se identifican siempre con la verdad única que le da sentido) prevalece sobre todo lo demás, incluidas las relaciones personales cualesquiera que sean los vínculos que unen a los “fieles” con los disidentes (“con ellos ni aun comas”). Hoy, algunas comunidades religiosas (que omitimos nombrar), prohiben a sus “fieles” que tengan cualquier tipo de relación con los disidentes, incluso si son familiares (hijos, padres, cónyuges,…), no solo por aquello de la “levadura”, sino como la disciplina que tiene como objetivo preservar la ortodoxia. Paradójicamente, ha sido esa ”levadura” la que ha hecho –y hace– posible las revoluciones sociales, políticas y religiosas. Eso sí, a muy alto precio.

Pero la realidad es más prosaica y sutil: las personas que forman parte de esas comunidades no necesitan un mandamiento expreso para que se produzca ese distanciamiento, basta el adoctrinamiento subyacente para que los fieles sientan que hay que guardar distancia con aquellos que se han salido del rol común de creencias; lo consecuente, pues, es ignorarlos; en el peor de los casos, desdeñarlos porque ya no son “de los nuestros”. 

Esto es así porque vivimos en una cultura religiosa milenaria que cree haber recibido un mensaje claro e inequívoco del Dios único. Las culturas politeístas, por su propia naturaleza, fueron condescendientes y respetuosas con las demás creencias. 

La tendencia hoy, no obstante, por causa de la globalización, es abrirse a la interreligiosidad, aun con el no religioso: “el ateo y el creyente son ahora vecinos de una maravillosa escalera sin claraboya que comparten una planta baja de incomprensión, de esperanza sin certezas y de amor sin condiciones”(*).

(*) Santiago Villamayor y José M. Vigil, DESPUÉS DE DIOS. OTRO MODELO ES POSIBLE.

Emilio Lospitao