¿Jesús vs Cristo?


Desde la cosmovisión precientífica de la antigüedad, las fuerzas de la naturaleza (terremotos, volcanes, rayos, pandemias pestilentes…) se consideraban instrumentos en las manos de Dios que los manejaba a su antojo para mostrar su poder y su soberanía. Hoy sabemos que tales fenómenos obedecen a las leyes de un Universo autónomo. Es verdad que, en la Biblia, la “creación” fue una iniciativa de la libérrima bondad de la divinidad. En el Edén no faltó de nada; por no faltar, no faltó el dichoso árbol “del Bien y del Mal” para poner a prueba la fidelidad de las excelsas criaturas: Adán y Eva. Pero estas criaturas sucumbieron al Mal, y el juicio fue sumario y fulminante, además con consecuencias terribles y universales, como se esperaba de un Dios todopoderoso y soberano. El Dios creador era amor, sí, pero también justicia. Y es que, el Cielo, siempre se ha reivindicado y legitimado mediante el poder… y la violencia. 

A la frustración edénica pronto se sumaría el castigo de un diluvio que aniquiló a todos los seres vivientes del planeta, excepto una familia humana y una pareja de animales… para perpetuar la especie (de la fauna marina no se cuenta qué suerte corrió). A Abraham –llamado a ser “padre de muchos pueblos”– Dios le exigió el sacrificio del hijo de la promesa, Isaac, como una prueba de su fidelidad; fue librado in extremis. Dos pelotones de soldados de 50 efectivos cada uno con sus respectivos capitanes fueron fulminados con fuego del cielo solo para confirmar la identidad del profeta. No le tembló a Dios la mano para aniquilar a todos los primogénitos de un país por la tozudez de su gobernante, y fue resoluto al mandar a su siervo Josué a exterminar pueblos enteros, incluidos mujeres, niños y ancianos. Y para que tomaran nota de lo malo que puede ser burlarse de un profeta, envió un oso que mató a más de 40 niños irrespetuosos. Etcétera, etcétera… El poder y la violencia como método de legitimación.

Jesús de Nazaret se presentó como el más desvalido de todos los seres humanos… apenas tuvo un lugar digno donde nacer. De adulto pudo afirmar que ni siquiera tenía donde recostar la cabeza. Si bien la literatura evangélica posterior le atribuyó el poder sobre la naturaleza (anduvo sobre las aguas, resucitó muertos…), no movió un dedo para hacer daño a nadie, y cuando sus discípulos quisieron emular la suerte de aquellos dos pelotones de soldados aniquilados por el fuego divino, el nazareno les respondió: ¡No sabéis lo que decís! La empatía de Jesús se desborda en cada relato evangélico: lloró con los que lloraban, se apiadó de la viuda que perdió a su único hijo, compartió mesa con los marginados… y aceptó el juicio que Roma le impuso por “sedicioso” –junto a otros dos condenados por el mismo delito– sin ninguna resistencia, aun cuando algunos de sus discípulos iban armados. En la cruz se retorció de dolor y gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Fiel hasta la muerte.

Pero todo cambió cuando fue empoderado de la divinidad y ascendió al Olimpo. Aquel carpintero de Nazaret, que tantos dolores de cabeza había levantado a los suyos (creyeron que estaba “fuera de sí”), ahora es el Cristo, el “Dios Hijo” sentado a la diestra del “Dios Padre”. Y se reivindica y legitima mediante el poder y la violencia también. Lo hace mediante sus apóstoles (enviados), otorgándoles el poder no solo para realizar sanidades y resurrecciones de muertos, sino para ejercer la violencia, dejando ciego a quien suponía un obstáculo para la misión, o causando la muerte instantánea a un matrimonio por haber mentido acerca de una donación que había efectuado para los pobres. 

No en vano la literatura apocalíptica presenta al Cristo como victorioso en las batallas y como juez implacable que vendrá a juzgar a vivos y a muertos. El mito.

Emilio Lospitao

Autor: elospitao

Inquietud intelectual desde niño