El embate de la COVID-19 y la fe


Estamos dejando atrás una pandemia que solo conocíamos en la literatura o en las películas de ficción. La generación de quien escribe este editorial creía que lo peor que habíamos conocido (para algunos) fue la posguerra civil española, por el hambre, el racionamiento, la precariedad, la falta de libertad y qué sé yo cuántas cosas más… Creía también esta generación que tenía el privilegio de haber conocido los grandes avances sociales y tecnológicos nunca imaginados; de estos últimos basta citar, como ejemplo, el poder conversar con tus seres queridos, viéndolos en directo, desde el otro lado del planeta, a través de la pantalla de un teléfono móvil. También, desgraciadamente, ver cómo un sistema económico neoliberal capitalista ha ido emergiendo como un monstruo precarizando a las clases más vulnerables, incluso con el beneplácito de, al menos, ciertos movimientos religiosos llamados “cristianos”. Y, ahora, una pandemia que se está llevando por delante a mucha gente, la mayoría viejos, que no les había llegado todavía su hora; pero también gente joven.

Esta pandemia –como otros tantos males que nos azotan esporádicamente– está poniendo de manifiesto lo peor del ser humano, de algunos seres humanos, pero también lo mejor de ellos; la buena noticia es que estos últimos son mayoría con creces. En la bondad, el espíritu de sacrificio, el altruismo… de estos muchos, vislumbramos un horizonte de esperanza para la sociedad del futuro, pues en ellos se manifiesta la fuerza y la acción del Inefable al que Jesús de Nazaret llamaba Abbá. Aun así, el lado menos amable de estos azotes nos recuerda también lo vulnerables que somos no importa los avances tecnológicos que hayamos logrado.

Por desgracia, también pone de manifiesto estos embates, una vez más, que cierto sector del mundo religioso es incapaz de entender algo tan simple y de sentido común como que los males naturales no obedecen a designios divinos. Esta es una idea puramente mítica, de una época arcaica ensombrecida por la ignorancia y la superstición. La cotidianidad nos enseña obstinadamente que las pandemias o los huracanes llegan para todos sin distinción alguna.

Nos enseña, además, que la lucha contra los agentes adversos, los que sean, no consiste precisamente en elevar plegarias al cielo o a poderes extramundanos, sino en el conocimiento de la naturaleza de dichos agentes y en el diestro uso de los recursos humanos, sanitarios, sociales, etc., los cuales los organismos competentes ponen al servicio de la sociedad, sin excepciones ni privilegios para nadie.

Qué duda cabe que la dimensión religiosa y espiritual es legítima si entendemos y explicamos su ámbito y sus limitaciones. Por supuesto es humano expresar, a través de la oración, la indefensión que podamos sentir en un momento dado; esta, la oración, no importa al poder extramundano que se dirija, es una fuente de poder moral y espiritual además de desahogo; está bien suplicar al cielo si eso tranquiliza y ofrece serenidad al orante, pero la oración pertenece al ámbito privado y no se puede ofrecer como el remedio eficaz universal contra las calamidades que nos asolan, como ha sido –lo es todavía– la pandemia de la COVID-19. La misma cotidianidad nos enseña que, ante estos embates, es Dios quien nos pide ayuda a nosotros para combatir el mal y los daños que este produce, porque, sin que se lo pidamos, Él ya está haciendo lo propio, porque es su naturaleza, y lo hace a través de los sanitarios, los movimientos sociales, la policía, el ejército… Nuestra oración a Dios, más bien, debería ser un acto de gratitud por lo que ya está haciendo. Superaremos al COVID-19 si todos ponemos de nuestra parte, porque dicha superación está exclusivamente en nuestras manos, que son las que Dios tiene para actuar: ahí está el milagro. ♦︎

Emilio Lospitao