De la exclusión a la pluralidad


Escribimos este editorial a propósito del artículo del teólogo y filósofo José María Vigil: “Desafío de la teología del pluralismo religioso a la fe tradicional”, que publicamos en este número de Renovación.

Prácticamente hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965), la sentencia que circunscribía el ámbito de la “salvación” era “extra ecclesiam nulla salus” (fuera de la Iglesia no hay salvación). Esta expresión es atribuida a Orígenes (185-254) por algunos autores y a san Cipriano (220-258) por otros. En cualquier caso, el Concilio de Florencia (Basilea, Ferrara, Florencia 1431-1445) declaró “firmemente creer, profesar y enseñar que ninguno de aquellos que se encuentran fuera de la Iglesia católica, no solo los paganos, sino también los judíos, los herejes y los cismáticos, podrán participar en la vida eterna. Irán al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles (Mt 25, 4), a menos que antes del término de su vida sean incorporados a la Iglesia…” (“Casi veinte siglos de exclusivismo cristiano”, José M. Vigil. Renovación nº 53).

El Concilio Vaticano II, casi dieciocho siglos después, abrió las puertas del aprisco para extender la “salvación” a aquellos que hasta ahora habían sido excluidos de ella, bien porque no profesaban la misma fe y de la misma manera (por ejemplo, los protestantes), o porque profesaban otro tipo de fe y creencias religiosas (judíos, musulmanes, etc.). Es decir, de alguna manera la Iglesia católica, a partir de este Concilio, empezó a “repensar” algunos textos evangélicos dogmáticos en orden a la salvación considerados desde la “eclesiología” (por ejemplo, los protestantes se convirtieron en los “hermanos separados”). La Reforma, por su parte, mantuvo el mismo exclusivismo pero no desde la “eclesiología”, sino desde las “Solas”: “sola Fe, sola Gracia, etc., fuera de las cuales tampoco había salvación.

El paso siguiente fue la teología “inclusivista” (Karl Rahner, 1904-1984) la cual, mediante cierta ingeniería teológica, venía a afirmar que los fieles creyentes de otras religiones eran en realidad “cristianos anónimos”. Esto no era una novedad, ya en los primeros siglos del cristianismo se decía que los filósofos griegos habían sido “cristianos” aun sin ellos saberlo (!). La cuestión era –y es– salvaguardar el “cristocentrismo”, una versión del “solo Cristo” protestante. Este “inclusivismo” no deja de ser un “exclusivismo” domesticado.

Actualmente, las reflexiones teológicas más consecuentes con la historia, con la filosofía de la religión y con la ciencia en general, van más allá: el pluralismo religioso (Vigil). Lo que está en discusión hoy es toda la Teología tradicional cristiana, por ello, dicen, hay que pasar del “cristocentrismo” al “teocentrismo”. Dios, que no hace acepción de personas, es uno y el mismo para todas las religiones, aunque cada una le defina de manera diferente. Esto significa que el “ecumenismo” cristiano mismo se ha quedado obsoleto, enclaustrado, mirándose el ombligo. Este “ecumenismo” no basta, el siguiente paso es la “interreligiosidad”, y no para “dialogar” condescendientemente con el otro, sino para dialogar de igual a igual; si acaso para interpelarnos a nosotros mismos.

Esta reflexión acerca de la interreligiosidad, que no es baladí, propuesta por el autor citado (que solo es representante de una vasta comunidad de teólogos y filósofos progresistas), nos aboca a una indagación profunda de nuestras tradiciones religiosas, de nuestras teologías, de nuestros dogmas y de nuestras “misiones”. Pero sospechamos que esta reflexión, especialmente el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam, por citar a las religiones monoteístas, encontrarán muchas dificultades para realizarla. Y, sin embargo, la paz entre las religiones es vital para la paz mundial (Hans Küng).

Emilio Lospitao