Dos axiomas irrebatibles


Dice José María Vigil (sacerdote y teólogo católico claretiano) que “la historia de las religiones es la historia de un conocimiento humano en continuo crecimiento, y de una religión cuyas afirmaciones sobre Dios van retrocediendo paralelamente a aquel avance de aquel conocimiento humano creciente” (Errores sobre el mundo que redundan en errores sobre Dios). Este “crecimiento del conocimiento humano” nos ha permitido “caer en la cuenta” de que las imágenes y los conceptos que teníamos –y muchos siguen teniendo– de Dios son distorsionados. El pensamiento mecanicista del mundo que ha venido marcando el horizonte de la cultura occidental desde la Ilustración no es ajeno a ese “caer en la cuenta” de las imágenes y los conceptos distorsionados, cuando no falsos, de Dios; lo que significa que el llamado “ateísmo” requiere una reflexión más profunda. 

Es interesante observar que solo en los relatos bíblicos Dios dialoga de tú a tú con los seres humanos: Abraham, Moisés, Josué, etc., en el Antiguo Testamento. En el Nuevo Testamento cambia el paradigma y quien habla es el Cristo celestial o el Espíritu Santo. Pero, insistimos, este diálogo solo ocurre en los relatos bíblicos, nunca en la cotidianidad de la vida real, salvo en el mundo pentecostal, donde el Espíritu Santo habla todos los días(!). De esta elocuencia y posterior silencio de Dios ya se hizo eco el autor de Hebreos, aunque como una afirmación cristológica (1:1-2); pero aquí nuestra cuestión es esencialmente ontológica: ¿ha hablado Dios alguna vez cognitiva y auditivamente con el ser humano, o tal asunción es solo un apuntalamiento necesario para la teología? ¡Quizás sea esto! Digamos de paso que esta acción dialógica, al menos en el AT, confluye en una comprensión racional e ideológica recíproca, de ahí que se le atribuya a Dios la matanza de los primogénitos de un país (Gn.11-12), o el genocidio de pueblos enteros (Jos. 6-8) por citar solo dos ejemplos. 

Por otro lado, solo en los relatos bíblicos, o bien se está a salvo de cualquier fatalidad, o, por el contrario, se puede ser víctima irremediable de alguna desgracia natural o provocada; de lo primero, porque Dios está de nuestra parte para librarnos de ella: “No temas, Abram, yo soy tu escudo” (Gn. 15:1); de lo segundo, porque nada ni nadie nos librará si Dios ha decidido o permitido que sea así (Job 1-2). 

Dos axiomas irrebatibles:

1. La cotidianidad de la vida real nos muestra que cuando ocurre alguna fatalidad, natural o provocada, esta no distingue al rico del pobre, al niño del viejo, al piadoso del impío, al creyente del ateo… Todos podemos ser víctimas de la misma tragedia o ser agraciados de la misma ventura, sin distinción alguna por ningún motivo. Esto es y ha sido así siempre y en todo lugar. 

2. La bondad de la que podamos ser partícipes depende de la zona del planeta donde hayamos nacido o vivamos: de su economía, de su bienestar social, de su sistema político… sin que Dios tenga nada que ver con ello. Por ejemplo, dependerá del Sistema de Salud y los recursos que tengamos a nuestro alcance para salir indemne o perecer ante la misma enfermedad. En los países del llamado primer mundo no mueren miles de niños diariamente por causa de enfermedades que se curan con un dólar, como sí ocurre en los países del llamado tercer o cuarto mundo.  Además, si yo tengo que repatriarme de un país donde no se dispone de los  recursos médicos que necesito para curarme, o los tiene pero no puedo pagarlos, pero sí los tengo gratuitamente en mi país, ¿a quién debo dar las gracias por la recuperación de mi salud e incluso salvar la vida? 

Esta realidad de la que venimos hablando nos hace “caer en la cuenta” de que abrigamos en nuestra cosmovisión religiosa conceptos distorsionados de Dios…¡aunque esos conceptos procedan de la Biblia! Cuando caemos en la cuenta de esta realidad, ciertamente nos sobresalta, algunos incluso pueden ser presas del pánico, pero expresarla no significa negar a Dios,  al contrario, “caer en la cuenta” de esta realidad es afirmar el incuestionable misterio de Dios, que  está ahí, que lo intuimos, que nos habita porque en él somos y vivimos. Por lo tanto, necesitamos descubrir a ese Dios-Realidad desde la experiencia diaria y la racionalidad.

Emilio Lospitao

Autor: elospitao

Inquietud intelectual desde niño