La legitimidad de las creencias


LAS CREENCIAS, sobre todo las religiosas, por pertenecer al ámbito más personal, privado y subjetivo, son en principio legítimas en sí mismas y dignas de todo respeto. Pero solo en principio, porque habrá creencias que, por sus presuposiciones (dogmáticas) e implicaciones (en la vida), serán cuestionablemente legítimas.

Dicho esto, y sin subestimar la legitimidad que de entrada podamos otorgar a las creencias religiosas, la razón nos dice que debemos reflexionar sobre lo que ellas afirman en el contexto concreto de la cultura filosófica, científica y tecnológica en nuestro caso (sin obviar el cientismo, que no olvidamos). Sobre todo cuando los axiomas de dichas creencias corresponden a una cosmovisión precientífica y mítica. Hoy disponemos de conocimientos definitivos a pesar de la provisionalidad de las investigaciones científicas. Por ejemplo, hemos distinguido la astronomía de la astrología (que en la antigüedad era una misma disciplina); y sabemos con absoluta certeza que es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no al contrario como explícitamente afirman los textos sagrados (Josué 10:12-13, por ej.). Gracias a los amplios conocimientos que tenemos de la naturaleza de las cosas, manejamos sofisticadas y asombrosas tecnologías que nos permiten tener un gran dominio sobre muy diferentes disciplinas: la medicina, la cosmología y la meteorología, por citar solo estas tres.

Pues bien, estos conocimientos abarcantes de nuestra realidad nos han abierto una nueva cosmovisión del mundo que afecta irreversiblemente a la teología y, por lo tanto, a las creencias religiosas. Es decir, dichos conocimientos nos instan a cuestionar cualquier tipo de creencia, por muy legítima que esta sea. Ya no podemos dejar insertado en nuestro imaginario colectivo religioso el concepto de que la lluvia está causada por una intervención directa de Dios, como una bendición prometida (la lluvia a veces produce estragos), ni tampoco que los huracanes, los tornados…, en definitiva las desgracias naturales, sean causadas por una intervención divina como castigo. Esta clase de “creencias” son nefastas y alienantes, producto de la ignorancia. No son dignas de respeto alguno.

Lo que queremos decir es que –aunque legítimas cuando no supongan agravios y sufrimientos al prójimo– las creencias no poseen –no tienen por qué poseer– un valor absoluto y fijo para siempre; aunque lo diga un texto sagrado o una declaración dogmática eclesial de cualquier signo. Solo hay que ser un poco reflexivo para caer en la cuenta de que las creencias –por ser eso: ¡creencias!–, pueden y deben ser razonadas, cuestionadas…, y cambiadas cuando proceda sin merecer subestima alguna por ello y muchos menos criminalizar judicialmente a quienes las cuestionen. En este sentido, la Modernidad favoreció que se hiciera una catarsis filosófica, científica y teológica a partir de los siglos XVIII-XIX hasta nuestros días. Esta catarsis nos ha llevado a repensar muchas creencias religiosas, que ya son inviables: no existe un mundo con tres plantas (cielo, tierra, infierno), por ejemplo; y, por lo tanto, nadie ascendió al cielo “en cuerpo y alma” (¡son dogmas de fe privados!). La incuestionabilidad de ciertas creencias no tiene nada que ver con la espiritualidad que nos humaniza, sino con la superstición y el fanatismo.

Antropológicamente hablando, al homo religiosus le precedió el homo sapiens. El sentido de trascendencia que adquirió el homo sapiens le llevó primero e inevitablemente al sentido de la espiritualidad, y como consecuencia de ello fue emergiendo en él el sentido religioso (mediante la religión institucionalizada). Fue la religión institucionalizada la que le impuso una serie de creencias (dogmas), mayormente míticas, de las que se nutre la religión. Por el contrario, la filosofía fue la esquina donde la razón y el homo sapiens se dieron cita. El fruto de aquella cita ya lo conocemos: la ciencia moderna. Los fundamentalismos, concretamente los religiosos, son una vuelta al homo religiosus, o sea, una vuelta a la caverna. Las creencias pueden ser legítimas, sí; pero, después de lo que sabemos, mantenerlas sin racionalidad alguna, pertenece a una época de superstición e ignorancia ya pasada.

Emilio Lospitao