Cómo llegamos a creer lo que creemos (muy personal)


DOS PERSONAS DIFERENTES de mi entorno religioso me han dicho practicamente lo mismo en los últimos años aunque con diferentes palabras en cuanto a mi evolución teológica: “Tú antes no enseñabas esto”, o “conservo escritos o audios tuyos donde afirmabas lo que ahora cuestionas”, etc. Y tienen razón.

Mi primer desacuerdo con la iglesia en la que durante bastantes años desarrollé mi actividad docente (Iglesia de Cristo del Movimiento de Restauración) fue con el estatus de la mujer en la iglesia. Hasta la fecha –agosto de 2018– esta divergencia se mantiene vigente por las dos partes, por la iglesia y por mí. O sea, las mujeres de esta iglesia oficialmente siguen teniendo el veto al ministerio pastoral por el hecho de ser mujer. Este tipo de discrepancia no se da de la noche a la mañana, le suele preceder un largo proceso intelectual y teológico, de indagación y estudio. Personalmente considero más preocupante que dicho proceso ni siquiera se haya iniciado (después de tantos años) por quienes tienen una responsabilidad pastoral o docente. Los motivos de que no se haya producido dicho proceso –ni se produzca– pueden ser varios: desde intereses de todo tipo hasta el miedo (el miedo que produce desaprender), o por creer que ya se está en la verdad. Claro, cuando no se tiene ninguna duda… Mi proceso particular respecto al estatus de la mujer ya lo expliqué en el prólogo del trabajo “La discriminación de la mujer en la iglesia, ¿de Dios o de los hombres?” (al respecto, un trabajo indispensable para este tema, entre otros muchos: “La mujer en el cristianismo” de Hans Küng – Trotta). A esta primera discrepancia le siguieron otras convenientemente argumentadas, por ej.: “La iglesia nació en la casa” e “Iglesias del Nuevo Testamento” (disponibles en la página web de esta revista).

Estas y otras divergencias teológicas se originan esencialmente por el concepto dispar que se tiene de la Biblia misma (también dediqué algunas páginas acerca de la Biblia: “La Biblia entre líneas” – disponible en el mismo sitio citado). Pero anticipo esto: Cualquier discusión teológica que quieras dirimir con una persona cristiana deberías comenzarla aclarando qué valor da él o ella a la Biblia. Si afirma que la Biblia es la “Palabra de Dios” inspirada e inerrante desde Génesis hasta Apocalipsis, corta la discusión ahí mismo. Es imposible mantener un diálogo más o menos coherente con esta clase de interlocutor/a. Estará disparándote a cada momento textos bíblicos sin importar su contexto porque considera que, al ser Palabra de Dios, no necesita contextualización alguna.

CÓMO LLEGAMOS A CREER LO QUE CREEMOS

Lo que sigue a continuación vale tanto para el mundo católico como para el protestante y evangélico. Normalmente, venimos a ser miembros de una comunidad religiosa en particular de dos maneras. La primera porque, siendo hijos de padres creyentes, nos educaron en esa fe desde la infancia con el bautismo incluido. Este es el caso común en la Iglesia católica y las Iglesias reformadas, que practican el bautismo de infantes. En el mundo religioso evangélico, donde solo se bautiza a los adultos, y por inmersión, los hijos de padres creyentes y practicantes, en algún momento solicitan el bautismo, y a partir de ahí oficialmente forman parte de la iglesia. La segunda manera de venir a formar parte de la comunidad es mediante la “conversión” por haber leído literatura o escuchado alguna predicación en campañas evangelísticas, o personalizada, y haber sido posteriormente bautizado/a. Mi caso particular diría que se ajusta más a esta segunda manera. Yo procedía de un hogar nominalmente católico no practicante; es decir, de una indiferencia religiosa heredada. No obstante, la primera vez que entré en la iglesia que dio cobijo a mi inquietud espiritual ya entré “convertido”. Convertido de la indiferencia a la fe en Dios por la lectura del Nuevo Testamento. Su personaje central, Jesús de Nazaret, me había llevado a la fe, simplemente a la fe.

Cuando llegamos a formar parte de una comunidad, particularmente los “convertidos” de nuevo (sin antecedentes de padres practicantes), nos encontramos en el mayor desamparo intelectual y teológico para cuestionar nada de lo que nos enseñan en dicha comunidad (quienes crecieron en un hogar practicante traían, en la mayoría de los casos, una fe acriticamente heredada). En mi caso solo tenía vagas ideas de las creencias católicas de mi niñez. La formación teológica propiamente dicha es un proceso que se va adquiriendo mediante los estudios bíblicos que ofrece la misma iglesia (de calado devocional), por un lado; y el estudio personal por medio de la lectura de libros especializados pertinentes a la historia de la iglesia, la doctrina y el cristianismo en general, por otro. Lo cierto es que muy pocas personas siguen esta formación teológica superior y plural por sí mismas. Yo fui una de esas pocas personas, y aún sigo en ello después de más de 45 años. He tenido tiempo de desaprender, aprender de nuevo, revisar y cuestionar muchos temas relacionados con la Biblia misma, la iglesia, la doctrina, la fe… Esto significa que esa gran mayoría que se contentó con el a-b-c del evangelio, vinculado muy estrechamente con lo emocional del momento (la “conversión”), no ha crecido un ápice teológicamente. Ha vivido, y vive, vegetando en una fe infantiloide anclada en aquella “experiencia” primera. Para la mayoría de estas personas la “vida cristiana” consiste en asistir domingo tras domingo “al culto”. Esta mayoría de “conversos” ha asimilado el “corpus theologicum” de la denominación a la que pertenece, ha convertido dicho “corpus theologicum” en su particular “ortodoxia” y todo lo que se salga de ahí es herético. Nunca se ha molestado en conocer la larga historia del cristianismo desde sus orígenes, cuándo y cómo se formaron los dogmas de fe que configura la actual fe Católica o Protestante. Y no digamos de las otras ramas del cristianismo de Oriente. Le cuesta trabajo entender a esta mayoría adoctrinada que lo que cree hoy es el resultado de un proceso histórico/dogmático según lo ha contado y escrito el cristianismo hegemónico vencedor, que era quien dictaminaba lo que era “ortodoxo” y “herético”. Es decir, piensa que lo que cree ha sido así “desde el principio” sin ningún descosido. Y de este adoctrinamiento al fanatismo solo hay un paso. Quienes han recibido una enseñanza académica y teológica formal no es muy diferente, al fin y al cabo dicha formación no es ajena al adoctrinamiento de la denominación religiosa en particular.

LA REFORMA COMO ANTEOJERA TEOLÓGICA

El mundo evangélico (del que forma parte la Iglesia de Cristo del Movimiento de Restauración, al menos en España) presume de pertenecer al movimiento de la Reforma del siglo XVI. Por una sencilla razón: La Reforma supuso apartarse de las falsas doctrinas papistas de la Iglesia Católica Romana. De hecho, muchos predicadores de denominaciones evangélicas hicieron de la Reforma no solo su referente teológico sino su leitmotiv para la “evangelización”: había que convertir a las personas católicorromanas a la fe evangélica para sacarlas del error y de la condenación eterna.

El corazón de la teología evangélica era –y quiere ser– la Teología reformada (con sus incontables matices: calvinismo, arminianismo, etc.). Sobre todo, hasta hace muy poco, lo principal era ser “antipapista”. Esa era nuestra razón de ser. Lo que ocurre es que la nueva cosmovisión del mundo, desde finales del siglo XVI, pero en especial desde los siglos XVII y XVIII, ha dado por obsoleta la tradicional “ortodoxia” cristiana (tanto católica como protestante). Las discusiones católico-protestantes ya no tienen sentido de ser porque sus teologías están superadas y caducas. Muchos dirigentes religiosos aún no se han enterado y quieren continuar con aquellas viejas discusiones.

Esto es así porque, desde los siglos XVII y XVIII en adelante, la nueva cosmovisión del mundo (gracias a la ciencia en general, pero sobre todo a la astronomía moderna, la biología, la nueva arqueología, etc.) es totalmente diferente y en muchos aspectos opuesta a la cosmovisión desde la cual se escribieron los libros de la Biblia, que contemplaban un mundo con tres plantas (el cielo, la tierra y el hades). Esto, que es indiscutible, ha abierto una nueva cosmovisión teológica también.

Reflexiones como las expuestas en artículos Errores sobre el mundo que redundan en errores sobre Dios, El nuevo paradigma arqueológico-bíblico (José M. Vigil), ¿Pueden cristianismo y modernidad caminar juntos? (Roger Lenaers); o libros como La metáfora de Dios encarnado (John Hick), Otro cristianismo es posible (Roger Leaners), Repensar la cristología (Andrés T. Queiruga), y las obras de otros tantos autores (teólogos católicos la mayoría), nos obligan a revisar todos los conceptos que aprendimos cuando llegamos a la iglesia.

Una fe que se refugia en la tradición, y su mayor argumento es que así ha creído siempre desde que se “convirtió”, raya con el fanatismo, y desdice de una fe mínimamente ilustrada. Cuando pasé de la indiferencia religiosa a la fe en Dios, de la mano del Jesús de los Evangelios, quise ser cristiano antes que religioso. De hecho, el primer libro que leí de la biblioteca de la iglesia se titulaba así, “Cómo ser cristiano sin ser religioso”, un comentario al capitulo 12 de la carta de Pablo a los Romanos.

Así que, en efecto, no creo las mismas cosas ni de la misma manera que cuando llegué a la Iglesia de Cristo del Movimiento de Restauración. Empecé siendo, por imperativo, un estudioso, y luego, por vocación, un librepensador. La verdad –esa cosa que va siempre por delante de nosotros– “nos hace libres”. Esto en cuanto a las creencias. En lo personal sigo siendo yo.

Emilio Lospitao