La iglesia de los célibes


A modo de introducción
Algunos líderes religiosos de las Iglesia de Cristo, encargados de dirigir la vida de la comunidad, tienen muy claro cuándo es válido el divorcio y, además, cuándo son permitidas las segundas nupcias. Las licencias para unas segundas nupcias, dicen, son aquellas que están claramente tipificadas en el texto bíblico. Así, las personas que se ven envueltas en la dramática situación de un divorcio, contarán con la asesoría de estos guías espirituales para saber en qué casos podrán contraer un nuevo matrimonio, que son los siguientes:
a) Cuando uno de los cónyuges haya cometido adulterio (y la parte agraviada no desee reconciliarse con quien ha cometido la infidelidad), según Mateo 5:32.
b) Cuando uno de los cónyuges, de distinto credo religioso o increyente, abandone al cónyuge creyente (de fe cristiana), según 1 Corintios 7:15.
c) Cuando uno de los cónyuges fallece (el cónyuge viudo puede contraer nuevo matrimonio), según Romanos 7:2-3.
¿Por qué sólo en estos tres casos se permite poder contraer un nuevo enlace matrimonial? ¡Porque son los que la Escritura del Nuevo Testamento tipifica! ¡Ni uno más ni uno menos!

Trasfondo del texto
En el código sinaítico, el legislador introdujo normas para regular esta realidad social, que en Israel consistía en el repudio de la mujer por parte del marido:
“Cuando alguno tomare mujer y se casare con ella, si no le agradare por haber hallado en ella alguna cosa indecente, le escribirá carta de divorcio, y se la entregará en su mano, y la despedirá de su casa. Y salida de su casa, podrá ir y casarse con otro hombre” (Deuteronomio 24:1-4).

La ambigüedad de este texto dio origen a varias escuelas de interpretación. En los días del Nuevo Testamento había dos principales escuelas con diferentes criterios sobre qué significaba la expresión “alguna cosa indecente”. Para el Rabí Shammay lo «indecente» de Deuteronomio 24:1 era exclusivamente el adulterio. Para el Rabí Hillel, sin embargo, podía ser «indecente» incluso cuando la esposa había dejado que la comida se quemara. Posteriormente, el Rabí Aqiba llegó a afirmar que el marido descubría algo torpe en su mujer «si encontraba otra que fuera más hermosa que ella». Debemos añadir que como norma general sólo el hombre tenía la iniciativa del repudio y en contados casos excepcionales la mujer podía pedir el divorcio.

Jesús y el repudio
El Evangelista Mateo refiere dos veces la declaración de Jesús sobre el repudio: una, en el contexto de una interpelación de los fariseos (Mateo 19:1-9); y otra, en el contexto del Sermón del Monte (Mateo 5:31-32). En la primera, como en otras normas jurídicas judías (ver Juan 8:1-11 sobre la lapidación de la mujer adúltera; y Lucas 20:22-23, sobre la licitud de pagar tributo a César), los fariseos deseaban sorprender a Jesús en algún renuncio. En la segunda, Jesús incluye el repudio en una lista de superaciones éticas (“Fue dicho…, Pero yo os digo”), como “No matarás…; No cometerás adulterio…; No perjurarás…; Ojo por ojo…; etc.” (Mateo 5:21-48). Posiblemente, Jesús hizo estas declaraciones en situaciones distintas.

Mateo 19:1-9
Los fariseos, “tentándole”, preguntaron a Jesús: “¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa?”. Tanto Jesús como los fariseos conocían la polémica que se traían las diferentes escuelas sobre el repudio, pero Jesús no entró en dicha polémica, sino que se remitió al “principio”: ¿“No habéis leído que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo, y dijo: Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne? Así que no son ya más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre”.

Jesús situó la polémica sobre el ideal prístino del Génesis, luego sobraban todas las opiniones subyacentes; para los fariseos, no obstante, había una opinión incuestionable, la palabra de Moisés: “¿Por qué, pues, mandó Moisés dar carta de divorcio, y repudiarla?”. La respuesta de Jesús fue tajante: “Por la dureza de vuestro corazón”. Ahora bien, ante el ideal que expuso Jesús a los fariseos, los discípulos le comentaron que si esa era la condición del hombre con su mujer, “no convenía casarse” (vr 10). La respuesta de Jesús a los discípulos debemos subrayarla: “No todos son capaces de recibir esto, sino aquellos a quienes es dado” (como contexto, ver 1 Corintios 7:7).
En cualquier caso, la actitud de Jesús tiene como objetivo defender a la mujer de la arbitrariedad del varón, que podía “repudiarla” cuando quisiera por motivos unilaterales y pueriles.

Mateo 5:31-32
En el Sermón del Monte Jesús enumera una serie de aspectos éticos de la ley a los cuales él reta a los oyentes a superarlos. Creemos que éste es el marco natural para interpretar el tema que nos incumbe.

Lista de superaciones éticas en el Sermón del Monte
“Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego” (Mateo 5:21-22).

“Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón. Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno. Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno” (Mateo 5:27-30).

“Además habéis oído que fue dicho a los antiguos: No perjurarás, sino cumplirás al Señor tus juramentos. Pero yo os digo: No juréis en ninguna manera; ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Ni por tu cabeza jurarás, porque no puedes hacer blanco o negro un solo cabello. Pero sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede” (Mateo 5:33-37).

“Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos. Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses” (Mateo 5:38-42).

“Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto (Mateo 5:43-48).

Pues bien, en esta lista de superaciones éticas es donde Jesús declara el texto en cuestión:

“También fue dicho: Cualquiera que repudie a su mujer, dele carta de divorcio. Pero yo os digo que el que repudia a su mujer, a no ser por causa de fornicación, hace que ella adultere; y el que se casa con la repudiada, comete adulterio” (Mateo 5:31-32).

Cualquier lector, por poco aventajado que sea, se da cuenta que Jesús, con estas declaraciones, está subrayando dos cosas: a) Que el alcance ético de la ley estaba más allá de la simple letra de la ley; y b) Que ese “más allá” de la letra era un ideal solo alcanzable por “aquellos a quienes es dado” (Mateo 19:11).

Observaciones a esta lista de superaciones éticas
En dichas declaraciones, por ejemplo, el enojo es equiparado al homicidio; mirar lascivamente a una mujer es equiparado al adulterio; jurar es equiparado al perjurio; a la reclamación legítima por un agravio se antepone un auto agravio aún mayor a favor del que comenzó el agravio; el amor al “prójimo” (hermano-amigo) se extiende al “enemigo”; el repudio y nuevo matrimonio se equipara con el adulterio; etc.

Que estas “superaciones” éticas eran ideales (y no normas legales) lo muestran no sólo la alta exigencia que ellas suponen, sino cómo fueron entendidas por la tradición cristiana.

El mismo Jesús, que había dicho “a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra”, respondió a los que le apedreaban: “Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis?” (Juan 10:32).

Y Pablo no dudó poner a Dios por testigo para ofrecer garantías de sus palabras, es decir, juró en el nombre de Dios a pesar de lo que había dicho Jesús (Romanos 1:9; 2 Corintios 1:23; Filipenses 1:8; 1 Tesalonicenses 2:5).

Lo que queremos decir con todo esto es que la declaración de Jesús sobre el repudio/adulterio tiene un marco idealizado el cual no podemos convertir en una norma legal y absoluta.

Las frases en su contexto

“Por la dureza de vuestro corazón”
Debemos empezar por entender que Jesús se está remitiendo al “principio”, al ideal de Dios. Jesús no está reprobando a Moisés por la concesión que éste legisló acerca del repudio. Más bien explica y justifica dicha concesión (“por la dureza del corazón”). Moisés entendió que ante la realidad de las situaciones humanas, como era la incompatibilidad entre dos personas en el vínculo del matrimonio, la separación era una alternativa. Por ello, el repudio dejaba la puerta abierta a que la mujer repudiada pudiera establecer una nueva relación matrimonial con otro hombre (Deuteronomio 24:2). ¡El hombre, por la ley de la poligamia, podía tomar otra mujer como concubina!

“Salvo por causa de fornicación”
El hecho de que Jesús pusiera una “salvedad” al repudio confirma que él entendió la declaración de Génesis como un principio y un ideal pero no como una norma legal. En el fondo, Jesús hizo lo mismo que había hecho Moisés: permitir el repudio cuando se daba una situación concreta, en este caso, se entiende, el adulterio. Luego la declaración “lo que Dios unió no lo separe el hombre”, al permitir una salvedad, significa que no se constituye en norma legal absoluta, sino como expresión del ideal de Dios. ¡Pero, a la vez, esta “salvedad” no es necesariamente una causa única y exclusiva: pueden haber otras causas justificadas para el divorcio (los malos tratos, físicos o psicológicos…)!

Otro contexto más
Además, debemos considerar la sentencia de Jesús en un contexto más amplio como son el contexto político-social de la época y el contexto filial entre Jesús y la mujer en general.

Contexto político-social
En primer lugar, en la sociedad en la que vivió Jesús el concubinato era legítimo, estaba vigente desde hacía siglos en Israel, el cual no se consideraba un “pecado” (Éxodo 21:10).

En segundo lugar, prácticamente, sólo el hombre tenía la facultad jurídica de “repudiar” a su cónyuge (esposa o concubina), lo cual suponía, en todo caso, un gran estigma social y familiar para la repudiada.

En tercer lugar, amparado en la ley poligínica, el hombre podía “adquirir” otra mujer después de haber repudiado a una de las habidas, sin que por ello se le acusara de ningún crimen.

¿Estaría Jesús añadiendo a esta situación discriminatoria de la mujer el agravio de un celibato perpetuo cuando fuera repudiada unilateralmente por su marido?

Contexto filial entre Jesús y la mujer
Jesús rompió todos los paradigmas de su época respecto a la mujer en su entorno social, familiar e individual. Entre los rabinos, Jesús fue el único que se dignó dialogar con la mujer (Juan 4:1-42), enseñar a la mujer (Lucas 10:38-42) y confiar en la mujer, comisionándola (Lucas 24:10-11).

¿Sintoniza esta atención de estima de Jesús hacia la mujer con el doble estigma que supondría un celibato forzoso como consecuencia de haber sido repudiada unilateralmente por su marido?

La exégesis legalista

“Adulterio continuado”
Según la exégesis legalista, de la declaración de Jesús (“y el que se casa con la repudiada, comete adulterio”), se desprende que tanto la mujer como el hombre, si se divorcian (salvo en alguno de los tres casos aludidos), no pueden contraer nuevas nupcias, pues se convertirían en “adúlteros” todo el tiempo que durara su nuevo estado.

Pero esta exégesis comete dos errores a nuestro entender:
a) Convierte un principio (el ideal prístino de Dios) en una norma legal y absoluta; de ahí que vean las nuevas nupcias como un “pecado continuado”.

b) Equipara la “concesión” de un estado (nuevo matrimonio) que continúa en el tiempo con una acción que puede repetirse en el tiempo (por ejemplo, robar o matar). ¡Es decir, al nuevo estado (que implica el compromiso de un hogar estable, la crianza y la educación de unos hijos, un proyecto de vida, etc.), lo equiparan con la relación sexual esporádica con “otra” persona fuera del matrimonio!

Por ello, en su apología, interpelan: ¿Puede una persona que se bautiza y se hace cristiana seguir robando o matando? ¡Obviamente, no! ¡Pues -concluyen- tampoco puede continuar en el estado del matrimonio con una persona divorciada!

¿Sofismo?

El fundamento de esta exégesis
En principio, más una exégesis erudita, las proposiciones enumeradas más arriba son el resultado de un prejuicio carente de perspectiva hermenéutica.
En efecto, dicho esquema parte de las siguientes premisas:
a) Que los enunciados, tanto de los Evangelios como de las Epístolas, independientemente de su singularidad o personalización, adquieren un valor absoluto, sacralizado, como resultado de la globalización de la literatura bíblica, donde la intención y el propósito del hagiógrafo, y la situación particular de los destinatarios, no cuentan nada.
b) Que la enumeración de los casos específicos relacionados con el divorcio y nuevas nupcias, lejos de ser accidentales y de estar mediatizados por circunstancias concretas, son intencionados, exclusivos y expuestos como modelos normativos de una guía práctica para todas las circunstancias.
Este fundamento teológico, hijo de la estrechez mental, induce a la incapacidad racional para entender que puede haber otras muchas razones para, primero, divorciarse y, segundo, poder contraer un nuevo matrimonio. Es la misma estrechez mental que les impide entender que los casos que la escritura recoge son situaciones singulares y específicas sin pretensión de circunscribir los únicos motivos que autorizan la ruptura matrimonial y posible nueva nupcias.

Ante la obcecación, la reflexión:

¿No deberíamos aprender de Moisés?
Moisés tuvo compasión de las personas que sufrían algún desajuste en la armonía de su matrimonio: concedió la disolución del mismo permitiendo a la mujer, principal víctima del repudio, que pudiera contraer matrimonio con otro hombre (Deuteronomio 24:2).

¿No deberíamos aprender de Jesús?
Jesús, aparte de que expuso cuál era el ideal originario de Dios, y superó la concesión de Moisés, él mismo permitió el repudio en caso de adulterio (Mateo 5:31-32).

Cómo entendió Jesús los principios bíblicos (que no ley absoluta), lo vemos en casos como el de la mujer acusada de adulterio (Juan 8:1-11). La ley decía taxativamente que tales mujeres debían ser apedreadas (Levítico 20:10), y esto precisamente era lo que los fariseos exigían a Jesús que hiciera. ¡Pero Jesús eludió esta condena y salvó a la mujer del linchamiento que la ley estipulaba!

¿No deberíamos aprender de Pablo?
En las primeras décadas del cristianismo, y ante los problemas que surgieron en los matrimonios donde al menos uno de ellos era cristiano, Pablo consideró legitima la separación (divorcio) cuando uno de ellos (la parte no cristiana) abandonaba al otro. La expresión del Apóstol “pues no está el hermano o la hermana sujeto a servidumbre en semejante caso, sino que a paz nos llamó Dios” (1 Corintios 7:15) se ha llamado “privilegio paulino”, pues se entiende por “sujeto a servidumbre” a la ley que “ataba” a los cónyuges en el matrimonio (ver Romanos 7:2). Por ello, al ser abandonada la parte inocente, ésta quedaba libre de dicha ley: podía contraer nuevas nupcias. El Apóstol entendió la declaración del Génesis como un principio no como una ley absoluta, igual que había hecho Moisés; y entendió la sentencia de Jesús como un ideal no como una norma legal.
Es decir, Pablo no creyó que el cónyuge inocente tuviera que quedarse célibe de por vida ante la imposibilidad de reconciliarse con su ex-cónyuge.

La realidad es tozuda
En España, según los datos del Instituto Nacional de Estadísticas para el año 2007, contrajeron matrimonio 201.579 personas de distinto sexo de todas las edades (sin incluir las “parejas de hecho”). 178.386 de estas personas estaban solteras al contraer matrimonio; 1.783 estaban viudas y 21.410 estaban divorciadas. De acuerdo a esta estadística, 21.410 personas (más sus nuevos cónyuges) están viviendo en “adulterio continuado” según la conclusión de estos exegetas. Por supuesto, el 99 por ciento de estas personas divorciadas y vueltas a casar no van a poder “reconciliarse” con sus primeros cónyuges, por la sencilla razón de que éstos ya se han vuelto a casar de nuevo también (lo que implica que los “adúlteros” se han cuadriplicado).

Pues bien, cuando estas personas, divorciadas y vueltas a casar, acepten el evangelio y vengan a formar parte de nuestras iglesias (que lo dudo), quedarán en una situación anómala, atípica y extravagante desde el punto de vista de estos exegetas. Primero, porque se divorciaron sin un motivo “justificado” (adulterio de su cónyuge); segundo, porque se han vuelto a casar con otra persona diferente, luego están viviendo en “adulterio continuado”; y, tercero, porque la reconciliación con sus primitivos cónyuges es imposible ya que éstos se han vuelto a casar de nuevo también. ¿Solución para ellos? ¡Volverse a divorciar de sus actuales parejas, porque están en “adulterio continuado”, y quedarse célibes! ¡Así de sencillo! ¡Así de bíblico!

Puesto que ésta sería la situación de estas personas, ello significaría que un importante porcentaje de la iglesia estaría compuesta por personas forzosamente célibes, no importa su edad o sexo, por toda su vida. Estos “teólogos” aún no han llegado a la lectura donde Jesús dice: “Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio” (Mateo 9:13).

¿Fariseos del siglo XXI?
A la vista de esto, parece que nos encontramos con los mismos fariseos de la época de Jesús pero con caras nuevas. Estos también apelan a la Escritura convirtiendo los principios en normas legales y leyes absolutas. En las Iglesias de Cristo existe un grupo de líderes que aboga por la legalidad (de legalismo) del texto bíblico, oponiéndose, primero, al divorcio si no está contemplado en alguno de los tres supuestos, y, segundo, de manera radical, a segundas nupcias por el mismo motivo, porque, dicen, estarían viviendo en “adulterio continuado”.
En efecto, para estos exegetas ninguna otra causa es legítima para solicitar el divorcio. Uno de los cónyuges podría estar vejando la dignidad del otro, o perdiéndole el respeto, o maltratándole física o psicológicamente, ¡no importa, nada de eso es motivo para que la persona agraviada pueda pedir el divorcio! La persona humillada, maltratada, debe soportar al/la humillador/a y al/la maltratador/a porque dicho agravio no está tipificado en el Nuevo Testamento ni Jesús lo había incluido como una “salvedad”. ¡Qué piadosos!

Conclusión
A ningún otro colectivo habló Jesús tan duro como a los legalistas fariseos de su época: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe…” (Mateo 23) ¡Hoy Jesús diría lo mismo a estos modernos fariseos!

En las Iglesias de Cristo en España esta exégesis legalista es algo anecdótico, pero donde está presente, o simpatizan con ella, se hace el ambiente tan irrespirable para las personas divorciadas, que ellos solitos, los divorciados, deciden marcharse de la “comunión de los santos”. Quizás tengamos que ir pensando en habilitar un espacio en el templo sólo para “los célibes”, ¡la iglesia de los célibes!

Emilio Lospitao

Los «evangelistas» de Metrovalencia


EL PASADO 4 DE AGOSTO fueron detenidas en Valencia (España) nueve personas de nacionalidad alemana de entre 19 y 42 años de edad, de religión cristiana evangélica, por alterar el orden público en la linea 3 de Metrovalencia. Según los testigos (y vídeos que lo confirman), estos evangelistas alemanes, con megáfono en mano, gritaban dentro del convoy frases como: “sois todos pecadores y vais a morir”; “este tren está lleno de alcohol, droga y pecado”; “arderéis todos en el infierno”, según informaba el lunes siguiente Europa Press.

Esta clase de predicación ya la oímos en las plazas y en los parques de cualquier ciudad de España por parte de grupos evangélicos fundamentalistas, pero en estos espacios abiertos causa menos estupor y temor que en un tren cerrado y masificado. El pánico que causó este tipo de mensaje en el Metro de Valencia fue enorme por la evocación a los mensajes yijadistas de los cuales tenemos experiencia desgraciadamente en España.

¿Por qué se sienten motivados estos “evangelistas” a proclamar este tipo de mensaje?

Creemos que por alguna de estas tres causas, o todas ellas juntas:

Por la interpretación de unos textos bíblicos carente de la mínima hermenéutica que los contextualice. Son textos de carácter apocalíptico pertenecientes a una época y un contexto concreto de la historia de la religión de Oriente Medio (incluida la cristiana). Este era el estilo de Juan el Bautista según los relatos evangélicos (“¡Oh generación de víboras!… el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto se corta y se echa en el fuego” – Luc. 3). Sin embargo, Jesús de Nazaret dirigió su ministerio con un mensaje más escatológico que apocalíptico: el reinado de Dios, que era liberador, comprometido y, sobre todo, ético. Se nota que estos “evangelistas” alemanes del Metro de Valencia leen mucho la Biblia, o ciertas partes de ella, pero muy pocos libros acerca de la Biblia.

Por seguir una teología desactualizada. El nuevo paradigma teológico al que están entregados de lleno una nueva hornada de teólogos (tanto católicos como protestantes), especialmente a partir de la nueva cosmovisión del mundo, gracias a la ciencia en general, las ciencias sociales, las ciencias bíblicas, el estudio de las religiones…, ha puesto en entredicho la tradicional teología de la culpa y el sacrificio expiatorio, que dio forma a la vida religiosa, la liturgia y la fe de los cristianos (especialmente en el medioevo) y que sigue presente en los sectores más integristas del cristianismo. Una teología enraizada en el mito del Edén (culpa/sacrificio) divulgada por el Apóstol de los gentiles (Saulo de Tarso) pero ausente en la vida y la enseñanza de Jesús de Nazaret que, con un “vete y no peques más”, finiquitó el sistema sacrificial del templo judío y el clero que lo representaba. El rabino Saulo interpretó el sacrificio de la cruz (muerte de Jesús) a la luz de aquella teología de la culpa y el sacrificio (José Comblin).

Porque no es la fidelidad a una teología en particular, de las muchas que hay, de cualquier época, ni es por amor a “los perdidos” lo que les mueve a esta clase de personas a desarrollar actitudes como la del Metro de Valencia, sino el fanatismo (que siempre desnaturaliza cualquiera teoría teológica) y el beneplácito que supone para sus egos ante la comunidad, fanatizada también, que los aplaude y reverencia.

El exclusivismo que ha enseñado el cristianismo durante siglos (“fuera de la Iglesia no hay salvación”), a todas luces hoy no tiene sentido. Hubo que esperar al Concilio Vaticano II para que la Iglesia Católica se diera cuenta de ello y abriera las puertas de esa “salvación” (que se creía un patrimonio exclusivo) a los Protestantes y a los creyentes de otras religiones. Es decir, con el Concilio Vaticano II comenzó la era de la Interreligiosidad. No se trata ya, por tanto, de imponer la conversión de los creyentes de otras fes (o no creyentes) al credo de nuestra Iglesia, sino de dialogar con ellos y conocer sus creencias y sus puntos de vista hacia tal “salvación”. O sea, los textos exclusivistas del Nuevo Testamento necesitan una profunda revisión teológica.

En definitiva: cualquier cosa menos meterse en un tren y gritar que todos están destinados al infierno salvo que se conviertan a las particulares creencias evangélicas.

Emilio Lospitao

Cómo llegamos a creer lo que creemos (muy personal)


DOS PERSONAS DIFERENTES de mi entorno religioso me han dicho practicamente lo mismo en los últimos años aunque con diferentes palabras en cuanto a mi evolución teológica: “Tú antes no enseñabas esto”, o “conservo escritos o audios tuyos donde afirmabas lo que ahora cuestionas”, etc. Y tienen razón.

Mi primer desacuerdo con la iglesia en la que durante bastantes años desarrollé mi actividad docente (Iglesia de Cristo del Movimiento de Restauración) fue con el estatus de la mujer en la iglesia. Hasta la fecha –agosto de 2018– esta divergencia se mantiene vigente por las dos partes, por la iglesia y por mí. O sea, las mujeres de esta iglesia oficialmente siguen teniendo el veto al ministerio pastoral por el hecho de ser mujer. Este tipo de discrepancia no se da de la noche a la mañana, le suele preceder un largo proceso intelectual y teológico, de indagación y estudio. Personalmente considero más preocupante que dicho proceso ni siquiera se haya iniciado (después de tantos años) por quienes tienen una responsabilidad pastoral o docente. Los motivos de que no se haya producido dicho proceso –ni se produzca– pueden ser varios: desde intereses de todo tipo hasta el miedo (el miedo que produce desaprender), o por creer que ya se está en la verdad. Claro, cuando no se tiene ninguna duda… Mi proceso particular respecto al estatus de la mujer ya lo expliqué en el prólogo del trabajo “La discriminación de la mujer en la iglesia, ¿de Dios o de los hombres?” (al respecto, un trabajo indispensable para este tema, entre otros muchos: “La mujer en el cristianismo” de Hans Küng – Trotta). A esta primera discrepancia le siguieron otras convenientemente argumentadas, por ej.: “La iglesia nació en la casa” e “Iglesias del Nuevo Testamento” (disponibles en la página web de esta revista).

Estas y otras divergencias teológicas se originan esencialmente por el concepto dispar que se tiene de la Biblia misma (también dediqué algunas páginas acerca de la Biblia: “La Biblia entre líneas” – disponible en el mismo sitio citado). Pero anticipo esto: Cualquier discusión teológica que quieras dirimir con una persona cristiana deberías comenzarla aclarando qué valor da él o ella a la Biblia. Si afirma que la Biblia es la “Palabra de Dios” inspirada e inerrante desde Génesis hasta Apocalipsis, corta la discusión ahí mismo. Es imposible mantener un diálogo más o menos coherente con esta clase de interlocutor/a. Estará disparándote a cada momento textos bíblicos sin importar su contexto porque considera que, al ser Palabra de Dios, no necesita contextualización alguna.

CÓMO LLEGAMOS A CREER LO QUE CREEMOS

Lo que sigue a continuación vale tanto para el mundo católico como para el protestante y evangélico. Normalmente, venimos a ser miembros de una comunidad religiosa en particular de dos maneras. La primera porque, siendo hijos de padres creyentes, nos educaron en esa fe desde la infancia con el bautismo incluido. Este es el caso común en la Iglesia católica y las Iglesias reformadas, que practican el bautismo de infantes. En el mundo religioso evangélico, donde solo se bautiza a los adultos, y por inmersión, los hijos de padres creyentes y practicantes, en algún momento solicitan el bautismo, y a partir de ahí oficialmente forman parte de la iglesia. La segunda manera de venir a formar parte de la comunidad es mediante la “conversión” por haber leído literatura o escuchado alguna predicación en campañas evangelísticas, o personalizada, y haber sido posteriormente bautizado/a. Mi caso particular diría que se ajusta más a esta segunda manera. Yo procedía de un hogar nominalmente católico no practicante; es decir, de una indiferencia religiosa heredada. No obstante, la primera vez que entré en la iglesia que dio cobijo a mi inquietud espiritual ya entré “convertido”. Convertido de la indiferencia a la fe en Dios por la lectura del Nuevo Testamento. Su personaje central, Jesús de Nazaret, me había llevado a la fe, simplemente a la fe.

Cuando llegamos a formar parte de una comunidad, particularmente los “convertidos” de nuevo (sin antecedentes de padres practicantes), nos encontramos en el mayor desamparo intelectual y teológico para cuestionar nada de lo que nos enseñan en dicha comunidad (quienes crecieron en un hogar practicante traían, en la mayoría de los casos, una fe acriticamente heredada). En mi caso solo tenía vagas ideas de las creencias católicas de mi niñez. La formación teológica propiamente dicha es un proceso que se va adquiriendo mediante los estudios bíblicos que ofrece la misma iglesia (de calado devocional), por un lado; y el estudio personal por medio de la lectura de libros especializados pertinentes a la historia de la iglesia, la doctrina y el cristianismo en general, por otro. Lo cierto es que muy pocas personas siguen esta formación teológica superior y plural por sí mismas. Yo fui una de esas pocas personas, y aún sigo en ello después de más de 45 años. He tenido tiempo de desaprender, aprender de nuevo, revisar y cuestionar muchos temas relacionados con la Biblia misma, la iglesia, la doctrina, la fe… Esto significa que esa gran mayoría que se contentó con el a-b-c del evangelio, vinculado muy estrechamente con lo emocional del momento (la “conversión”), no ha crecido un ápice teológicamente. Ha vivido, y vive, vegetando en una fe infantiloide anclada en aquella “experiencia” primera. Para la mayoría de estas personas la “vida cristiana” consiste en asistir domingo tras domingo “al culto”. Esta mayoría de “conversos” ha asimilado el “corpus theologicum” de la denominación a la que pertenece, ha convertido dicho “corpus theologicum” en su particular “ortodoxia” y todo lo que se salga de ahí es herético. Nunca se ha molestado en conocer la larga historia del cristianismo desde sus orígenes, cuándo y cómo se formaron los dogmas de fe que configura la actual fe Católica o Protestante. Y no digamos de las otras ramas del cristianismo de Oriente. Le cuesta trabajo entender a esta mayoría adoctrinada que lo que cree hoy es el resultado de un proceso histórico/dogmático según lo ha contado y escrito el cristianismo hegemónico vencedor, que era quien dictaminaba lo que era “ortodoxo” y “herético”. Es decir, piensa que lo que cree ha sido así “desde el principio” sin ningún descosido. Y de este adoctrinamiento al fanatismo solo hay un paso. Quienes han recibido una enseñanza académica y teológica formal no es muy diferente, al fin y al cabo dicha formación no es ajena al adoctrinamiento de la denominación religiosa en particular.

LA REFORMA COMO ANTEOJERA TEOLÓGICA

El mundo evangélico (del que forma parte la Iglesia de Cristo del Movimiento de Restauración, al menos en España) presume de pertenecer al movimiento de la Reforma del siglo XVI. Por una sencilla razón: La Reforma supuso apartarse de las falsas doctrinas papistas de la Iglesia Católica Romana. De hecho, muchos predicadores de denominaciones evangélicas hicieron de la Reforma no solo su referente teológico sino su leitmotiv para la “evangelización”: había que convertir a las personas católicorromanas a la fe evangélica para sacarlas del error y de la condenación eterna.

El corazón de la teología evangélica era –y quiere ser– la Teología reformada (con sus incontables matices: calvinismo, arminianismo, etc.). Sobre todo, hasta hace muy poco, lo principal era ser “antipapista”. Esa era nuestra razón de ser. Lo que ocurre es que la nueva cosmovisión del mundo, desde finales del siglo XVI, pero en especial desde los siglos XVII y XVIII, ha dado por obsoleta la tradicional “ortodoxia” cristiana (tanto católica como protestante). Las discusiones católico-protestantes ya no tienen sentido de ser porque sus teologías están superadas y caducas. Muchos dirigentes religiosos aún no se han enterado y quieren continuar con aquellas viejas discusiones.

Esto es así porque, desde los siglos XVII y XVIII en adelante, la nueva cosmovisión del mundo (gracias a la ciencia en general, pero sobre todo a la astronomía moderna, la biología, la nueva arqueología, etc.) es totalmente diferente y en muchos aspectos opuesta a la cosmovisión desde la cual se escribieron los libros de la Biblia, que contemplaban un mundo con tres plantas (el cielo, la tierra y el hades). Esto, que es indiscutible, ha abierto una nueva cosmovisión teológica también.

Reflexiones como las expuestas en artículos Errores sobre el mundo que redundan en errores sobre Dios, El nuevo paradigma arqueológico-bíblico (José M. Vigil), ¿Pueden cristianismo y modernidad caminar juntos? (Roger Lenaers); o libros como La metáfora de Dios encarnado (John Hick), Otro cristianismo es posible (Roger Leaners), Repensar la cristología (Andrés T. Queiruga), y las obras de otros tantos autores (teólogos católicos la mayoría), nos obligan a revisar todos los conceptos que aprendimos cuando llegamos a la iglesia.

Una fe que se refugia en la tradición, y su mayor argumento es que así ha creído siempre desde que se “convirtió”, raya con el fanatismo, y desdice de una fe mínimamente ilustrada. Cuando pasé de la indiferencia religiosa a la fe en Dios, de la mano del Jesús de los Evangelios, quise ser cristiano antes que religioso. De hecho, el primer libro que leí de la biblioteca de la iglesia se titulaba así, “Cómo ser cristiano sin ser religioso”, un comentario al capitulo 12 de la carta de Pablo a los Romanos.

Así que, en efecto, no creo las mismas cosas ni de la misma manera que cuando llegué a la Iglesia de Cristo del Movimiento de Restauración. Empecé siendo, por imperativo, un estudioso, y luego, por vocación, un librepensador. La verdad –esa cosa que va siempre por delante de nosotros– “nos hace libres”. Esto en cuanto a las creencias. En lo personal sigo siendo yo.

Emilio Lospitao