Seguridades o incertidumbres: esa es la cuestión


EL SOCIÓLOGO y filósofo austriaco, de origen judío, Alfred Schutz (1899-1959), decía que toda sociedad humana necesita una zona de conductas que no estén sujetas a cuestionamientos. Este sociólogo llama a esta zona de conductas “lo que se da por sentado” (Fenomenología del mundo social. Paidos, 1973). En esta zona, los individuos pueden desenvolverse sin necesidad de reflexionar, porque saben de antemano qué hay que hacer. Por otro lado, Wilfredo Pareto (1848-1923), sociólogo, filósofo y economista italiano, afirmaba que, en el conjunto de la sociedad, siempre existe un grupo de personas que tiene la propensión de innovar y un grupo de personas que se resiste a la innovación (Tratado de sociología general. 1916).

Las afirmaciones de ambos sociólogos y filósofos originan necesariamente una tensión vivencial en cualquier núcleo de personas, sea a nivel familiar o social. También en la iglesia. La paz reina hasta que alguien “sugiere” alguna novedad que afecte emocional, intelectual o materialmente al grupo; pero esa paz reinaba porque todo funcionaba según lo que “se daba por sentado”… hasta ese momento. La “sugerencia”, una vez puesta sobre la mesa, abre una nueva perspectiva ante la cual una parte del grupo está de acuerdo (los innovadores) y la otra en desacuerdo (los conservadores), originando una lógica tensión en el grupo o en la sociedad. También en la iglesia. Así se cumplen las afirmaciones axiomáticas de Schutz y Pareto.

La cuestión es que esta tensión originada por la “sugerencia” se traduce en una clase de incertidumbre (e inseguridad). Las novedades siempre producen desconfianza e inseguridad por la sencilla razón de que aún no se conocen los resultados.

Según se desprende de los Evangelios, Jesús originó, además de tensión, muchas incertidumbres entre las gentes con su peculiar manera de vivir y enseñar a vivir el “reinado de Dios” en una sociedad acostumbrada a las seguridades que ofrecían las leyes y las tradiciones religiosas; es decir, “lo que se daba por sentado”. Incluso su propia familia dudó de que estuviera cuerdo por su forma de actuar (Mar. 3:21). Los israelitas vivían seguros en su ortodoxia hasta que Jesús empezó a predicar el “reinado de Dios”. Una de las más acuciantes incertidumbres que percibió el vulgo en las enseñanzas del Nazareno fue a raíz de afirmaciones como esta: “Nada hay fuera del hombre que entre en él, que le pueda contaminar; pero lo que sale de él, eso es lo que contamina” (Mar. 7:15). ¿A quién había que hacer caso, a Jesús que cuestionó la “impureza” de los alimentos, o a la Ley de Moisés que la prescribía? ¿Se podía realizar alguna tarea en día de sábado, como Jesús y sus discípulos hacían, o debían de abstenerse como les enseñaban los escribas y los fariseos? La respuesta que Jesús ofreció a los discípulos cuando estos le preguntaron si la causa de haber nacido ciego el hombre que encontraron en su camino se debía al pecado de sus padres o al pecado del propio ciego (dando por sentado que la causa de la ceguera era el “pecado”, teología ancestral del judaísmo desde los tiempos del autor del libro de Job, quien cuestiona dicha justicia retributiva), debió dejarlos muy confundidos, pues contrario a la creencia popular, Jesús dijo que ni por el pecado de sus padres ni por el propio pecado del ciego, creando así un estado de incertidumbre en medio de las seguridades que tenían los discípulos al respecto. Jesús desestabilizó el consenso de “lo que se daba por sentado” y requirió de la gente que pensaran críticamente y no dar por sentado lo que la tradición religiosa había ido implantando.

El cristianismo actual –sea en versión católica, ortodoxa, protestante o evangélica– se siente muy cómodo en las seguridades que aportan las instituciones religiosas, con sus ritos, y los sistemas teológicos tradicionales que lo definen y representan. Los líderes que encabezan estas facciones dan por sentado que la ortodoxia a la que ha llegado su familia denominacional es la verdadera ofreciendo así seguridades a sus acólitos. Así de seguro se sentía el cristianismo medieval antes de la declaración copernicana acerca del cosmos a través del matemático y astrónomo italiano Galileo Galilei. A partir de entonces, y durante estos últimos cinco siglos, la tensión ha ido en aumento por la sencilla razón de que un nuevo paradigma ha irrumpido cuestionando las seguridades que ofrecían los sistemas teológicos precedentes. Esta incertidumbre llega al núcleo mismo de la fe: ¿Qué creyente puede asegurar que no será víctima de un accidente, un robo, una enfermedad incurable, un naufragio…? La cotidianidad nos muestra que vivimos en la más absoluta incertidumbre: ¡hay justos que pasan hambre! (Prov. 10:3). Elevar las promesas escritas en la Biblia a seguridades existenciales es propio del fundamentalismo, carente de la mínima aplicación hermenéutica a los textos sagrados. Es también una carencia de la más elemental ética cristiana.

Y así, cuando se pone sobre la mesa lo evidente, se hacen presentes una vez más los axiomas de Schutz y Pareto: unos se oponen a cualquier cambio de lo establecido por la tradición bíblica y religiosa recibida, y otros están dispuestos a explorar nuevas sendas hermenéuticas, exegéticas y teológicas, también bíblicas. Los primeros –no hace falta decirlo– están representado por el sector fundamentalista que no quiere sobrepasar el literalismo bíblico, mientras que los segundos están representado por un sector más abierto a dicha exploración exegética sin abandonar la fe a pesar de los cuestionamientos que formula a la tradición religiosa y a los dogmas.

Emilio Lospitao

¿Cadena de oración? ¡No, gracias!


YA HAN SIDO varias veces las que he recibido por medio de las redes sociales, Messenger, Facebook, Whasapp, etc., la invitación a seguir y compartir alguna “cadena de oración” por algún caso concreto, normalmente por una enfermedad grave, y en especial por un niño enfermo. Mi respuesta ha sido siempre condescendiente pero clara en el sentido de que un Dios que necesita que cientos, miles, incluso millones de personas le pidan que haga algo en favor de tal niño, porque de no pedírselo no lo hará, me parece cuando menos un Dios que no merece prestarle la mínima atención, mucho menos rendirle pleitesía. No creo en ese Dios.

El fundamentalismo, como siempre, porque no se molesta en leer e interpretar la Biblia en el contexto en que fue escrita, se limita a señalar una serie de textos bíblicos para afianzarse en la necesidad, la conveniencia y la obligación moral de unirse en oración por cosas concretas relacionadas con la vida: los negocios, los viajes, el trabajo, los exámenes… y, por supuesto, la salud. El Dios del cielo (papaíto) está allí arriba atento a cuantas peticiones le hagamos. No tiene otra cosa que hacer. Además, ya lo dice muy claro la Biblia, concretamente Jesús: “Por tanto, os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá” (Marcos 11:20-24). Los textos que sirven para este propósito son obviamente muchos, pero este que cito es suficiente como botón de muestra. Sin menoscabo de la eficacia que pueda tener la oración per se, o la meditación, o cualquier otro mecanismo de similar naturaleza, lo que quiero es invitar al lector creyente a que haga una simple reflexión –sin que le afecte sobremanera a su fe–, que use la capacidad cognitiva con la que el Creador le dotó y “caiga en la cuenta”. Veamos:

Hasta que se descubrieron las vacunas o los fármacos que curaban ciertas enfermedades, las personas, ¡especialmente los niños!, morían por miles a causa de tales enfermedades. Una vez que las vacunas se pusieron a nuestro alcance, las personas, ¡sobre todo los niños!, se salvaban y se salvan de una muerte cierta. Hoy se salvan sobre todo por la especialización e individualización de los fármacos, la sofisticación de las tecnologías y la formación de los especialistas. Es decir, Dios empezó a responder a nuestras oraciones para curar estas enfermedades, que eran letales, cuando la ciencia descubrió las vacunas y los fármacos que las erradicaban. Por eso, los niños del tercer mundo, en tanto que no les llegan estos recursos farmacéuticos y humanos, siguen muriendo hoy. Desde esta objetiva y tozuda realidad parece que es Dios quien nos necesita a nosotros y nos pide que hagamos con diligencia aquello que él obviamente no va a hacer. ¡Posiblemente no es su misión hacerlo a la luz de la cotidianidad, y a pesar de los textos bíblicos que afirman lo contrario!

A pesar de esta objetiva realidad, desde la piedad religiosa se sigue remitiendo a la “intervención” de Dios en cualquier aspecto de la vida no importa su nimiedad, ¡incluso haciendo cadenas de oración! En los casos de gravedad, cualquiera que sea su naturaleza, se remite a la confianza en Dios porque se cree que todo está en sus poderosas manos. Si todo sale bien (porque está en las manos de la ciencia y del especialista que lo atiende), se lo atribuimos a Dios y obviamos la eficiencia de los especialistas y los recursos de la ciencia. Si sale mal, porque la ciencia y los especialistas aun no están a la altura de tanto éxito –y parece ser que en la voluntad de Dios no estaba tampoco una resolución feliz del problema– entonces se echa mano de la consabida recurrencia: “No estaría en los planes de Dios”. Y el terapeuta religioso se queda tan fresco… y el doliente, frustrado y perplejo. Con esta crítica no estoy subestimando la oración de petición a Dios, lo que estoy diciendo es que quizás debamos reenfocar la oración de petición y modificar la imagen que tenemos de Dios. Que la oración es eficaz no hay ninguna duda, tanto para los que oran como para el sujeto por quien se ora. Pero no porque Dios haya intervenido con su poderosa mano, sino porque nuestra psique responde positivamente en su relación con nuestro cuerpo y nuestro estado de ánimo (enfermo). Somos seres psicosomáticos. Hay una relación entre la psique (alma) y el “soma” (cuerpo) que interactúan positivamente –o negativamente–, y la oración es un medio idóneo para que ocurra lo primero. Y no solo en la oración “cristiana”, ocurre en cualquier clase de oración o meditación. La respuesta de la oración, pues, viene por un camino muy diferente y con un resultado, a veces, distinto al solicitado.

Por supuesto, para los creyentes, la oración nos acerca a Dios, nos influye confianza y serenidad ante cualquiera que sea la realidad final. La oración es una fuente de poder moral y espiritual tanto para el que ora como para quien por medio de la oración intercedemos. Pero la “intervención” de Dios no radica en que hará aquello que le pedimos, sino en que estará a nuestro lado para facultarnos en la superación de la contingencia a la que nos enfrenta la vida, cualquiera que esta sea. Dios no está ausente –porque no puede ausentarse de su propia realidad–, él está siempre en y con nosotros… ¡como estuvo con Jesús en la cruz!

Estas “cadenas de oración” que se promueven en las redes sociales me huele que pretenden –quienes las promueven– ser más piadosos que el mismo Dios, que sabe todo de antemano, pero parece que si no promueve dicha cadena de oración Dios no va a hacer nada, está ausente, o está esperando a que sus hijos se lo pidan suplicando con lágrimas en los ojos, o insistiendo una y mil veces (¿como la mujer que suplicaba al juez? – Luc. 18:1-8) para que actúe. Yo, en este Dios que se le puede manipular por medio de “cadenas de oración” no creo. Creo en el que nos pide que vistamos al desnudo y demos de comer al hambriento… porque él no va a hacerlo. ¿Cadena de oración? ¡NO, gracias! 

Emilio Lospitao