De tradiciones y apologías


La iglesia que surgió en Jerusalén en las primeras décadas del siglo primero, se formó primera y esencialmente por personas judías que, no obstante, continuaron practicando la piedad religiosa de sus ancestros (Pablo mismo no dejó las costumbres religiosas judías – Hechos 18:18, 21; 20:16). No fue hasta la predicación del evangelio en Antioquía, por parte de judíos helenistas convertidos que huyeron de Jerusalén por la persecución desatada con ocasión de la provocación de Esteban (Hechos 7; 11:19-20), que los gentiles vinieron a formar parte de la Iglesia. Este encuentro religioso-cultural, entre judíos y gentiles que habían obedecido a la fe, provocó el llamado “concilio” de Jerusalén (Hechos 15). En apariencia todo quedó resuelto, pero solo en apariencia. La historia posterior así lo atestigua. Jean-Pierre Lémonon, profesor emérito de la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Lyon, especialista en Nuevo Testamento, en un trabajo titulado “Los judeocristianos, testigos olvidados”, nuestra que aquel movimiento religioso que llamamos “cristianismo primitivo” (el que hallamos en los primeros capítulos del libro de los Hechos) fue rechazado muy pronto por el cristianismo helenista que se expandía por el continente europeo gracias a la misión de Pablo. El mal llamado “concilio” de Jerusalén (año 49 aprox.) marcó el antes y el después de esta historia.

Cuatro hitos cronológicos señalan el inicio de los lentos pero efectivos cambios que sufrió el cristianismo primitivo desde las primeras comunidades a lo que luego devino en la “Gran Iglesia” (con sus concilios, sus dogmas, sus ritos…):

Primer hito (años 40/50). Desde la perspectiva del autor de Hechos, a estos judeocristianos se les llama “los fieles de la circuncisión” (Hechos 10:45), que eran uña y carne con Santiago, una columna de la iglesia en Jerusalén (Gálatas 2:11-12). La iglesia de Jerusalén, sobre los años 58-59, estaba constituida por estos “fieles de la circuncisión” (Hechos 21:20).

Segundo hito (finales del primer siglo – época de las Pastorales). Posiblemente tengan razón los críticos al afirmar que estas cartas no salieron de la pluma de Pablo). Para estas fechas, a estos mismos “fieles” ya se les llama “contumaces… de la circuncisión” (Tito 1:10). La tensión entre judeocristianos y gentiles cristianos ha subido de tono, a pesar de la concordia alcanzada en el “concilio” (Hechos 15:28-31; 21:25).

Tercer hito (sobre el año 110). Ignacio de Antioquía escribía a los magnesios: “Es absurdo apelar al nombre de Jesucristo y después vivir a lo judío; no es el cristianismo el que creyó en el judaísmo, sino el judaísmo el que creyó en el cristianismo, donde se han reunido cuantos creen en Dios” (“El primer siglo cristiano”, Ignacio Errandonea S.J.). El mensaje en esta época es abiertamente apologético y excluyente respecto a los judeocristianos.

Cuarto hito (mediados del siglo II). Melitón de Sardes, obispo de Asia Menor, emite en un sermón esta condena contra “los de la circuncisión”: “Oídlo todas las estirpes de los pueblos, y vedlo: Un asesinato jamás sucedido antes tuvo lugar en Jerusalén, el Rey de Israel fue eliminado mediante la diestra de Israel” [#94-96].(*) Ya no se trata de evangelizarlos, sino de condenarlos. De la apología y la exclusión se pasó a un declarado enfrentamiento: ¡Había comenzado la persecución contra los judíos! (Judeofobia, Gustavo D. Perednik).

¿Qué nos enseña esta sintética historia?

Que el desarrollo teológico, como la historia misma, se va construyendo con las piedras de las tradiciones. Somos lo que somos y hemos llegado adonde hemos llegado gracias a un conglomerado de tradiciones. Los apologistas de la “sana doctrina” deberían recapacitar acerca de lo que llaman “doctrina sana”. Ignorar la historia de la iglesia, los dogmas que esta ha ido levantando durante los siglos, las liturgias y los ritos que han configurado su identidad, puede llevarnos a reduccionismos que opacan el personaje central y la esencia del Evangelio: Jesús de Nazaret y el “reinado de Dios” que este predicó y vivió.

Nos enseña también que la apología es importante, pero debemos cuidar el fondo y la forma de la misma. El fondo, porque la apología misma es un constructo histórico-teológico siempre pendiente de revisión: no contiene absolutos. La forma, porque cualquier autoritarismo dogmático la desacredita. El pensamiento único (¿la sana doctrina?) ha originado muchas guerras, muchos sufrimientos y muchas exclusiones innecesarias.

¿Puede ser buena apología aquella de la cual se desconoce su historia? ¿Puede ser buena apología aquella que, aun conociéndola, no hace una autocrítica seria? La apología cristiana, si queremos que sea escuchada hoy, debemos dejar de mirarnos el ombligo, y echar un vistazo atrás, revisar la progresión teológica y dogmática de la que procedemos y ponernos al día. Quienes nos precedieron merecen ser recordados y reconocidos, por supuesto, pero en ninguna manera pueden constituirse en una hipoteca lastrante. Es nuestra responsabilidad mirar hacia el futuro empedrando bien el camino del presente, aunque para ello necesitemos primero desempedrarlo.

Emilio Lospitao

(*) http://www.kerux.com/doc/0401A1.asp (en inglés)