¿A qué llamamos Dios?


¿Un Dios locuaz?

El lector de la Biblia atento percibe enseguida que en la época de los personajes bíblicos Dios hablaba directamente con ellos de la misma manera que nosotros conversamos. Por ejemplo, según el autor de Génesis, Dios había hablado a Abraham diciéndole: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” (Génesis 12:1). A Moisés, mientras pastoreaba las ovejas en el monte, le llama desde una zarza ardiente: “¡Moisés, Moisés… Yo soy el Dios de tu padre…” (Éxodo 3). A Josué le notifica la muerte de Moisés y le comisiona como líder en su lugar: “Mi siervo Moisés ha muerto; ahora, pues, levántate y pasa este Jordán, tú y todo el pueblo, a la tierra que yo les doy a los hijos de Israel…” (Josué 1). Y así, a los reyes, a los profetas… Las frases típicas en la Biblia son: “Habló Dios a…”, “Le dijo Dios…”, etc. En el Nuevo Testamento, salvo dos veces que se oye la voz divina desde el cielo (Lucas 3:22; 9:35), es el Espíritu Santo el que “dice” o “habla” a alguien (Hechos 10:19; 11:12); o bien es Jesús resucitado (Hechos 9:5); incluso un Ángel de Dios (Lucas 1:26 sig.; Hechos 10:3).

Ahora bien, ¿cómo hemos de entender este “diálogo” –incluso la voz del cielo– entre Dios y los humanos? “¿Es razonable, comprensible y teológicamente admisible –se pregunta Máximo García– que Dios mantenga diálogos más o menos coloquiales con los humanos?”.[1] El teólogo católico Andrés Torres Queiruga dice que “la revelación es real no porque Dios tenga que `entrar en el mundo´, irrumpiendo en sus mecanismos, físicos o psicológicos, para hacer sentir una voz milagrosa; es real porque él está ya siempre `hablando´ en el gesto activo e infinitamente expresivo de su presencia creadora y salvadora.[2]

Pero, independientemente de la manera en que haya hablado Dios a los seres humanos, el lector de la Biblia atento percibe también que Dios hoy ya no se comunica así.

¿Un Dios silente?

Desde la época de los últimos escritos canónicos (del Nuevo Testamento), ni Dios, ni Jesús, ni el Espíritu Santo, ni los Ángeles nos hablan ni nos dicen nada (a la manera “locuaz” de los relatos bíblicos). Silencio total durante dos milenios. Ante este notorio silencio se dice que hoy Dios nos habla por medio de “su Palabra”, la Biblia. ¡Abrupto cambio de medio de comunicación que dura ya dos mil años! ¡Con lo inequívoca que era aquella manera directa de dar órdenes y mandamientos! Si Dios nos habla hoy por medio de la Biblia, como se dice, y solo por medio de la Biblia, entonces se ha quedado algo obsoleto, pues la Biblia es un conjunto de libros escritos en un paradigma social, político y religioso (precientífico y mítico) muy diferente al nuestro. La Biblia, por eso mismo, no tiene respuestas para muchas preguntas que se formula el hombre del siglo XXI. ¿Cómo entender este silencio milenario de Dios, particularmente en momentos tan cruciales por los que han pasado los pueblos y las personas, incluida la misma Iglesia que dice representale? Sobre todo cuando vemos que en los relatos bíblicos (¡y solo en estos!) Dios se involucraba en la vida cotidiana de las personas y de las familias con mensajes concretos y directos. No solo se hacía presente Dios con sus mensajes oportunos, a través de los profetas, sino incluso interviniendo puntualmente a nivel personal. Moisés, Josué, Gedeón, Pedro, Pablo… fueron protagonistas de milagros singulares. Pero aparte de los relatos bíblicos, donde aparecen los personajes en cuestión, vuelve el mutismo divino. ¿Cómo entender esto? ¿Era realmente Dios tan locuaz e intervencionista en el periodo de tiempo de los personajes de la Biblia, y tan inactivo y silente fuera de ese tiempo? ¿O, por el contrario, no estará Dios hablando ahora, como ha estado haciéndolo siempre, pero no captamos lo que dice porque no fue –ni es– con el oído físico como podemos oírle, como sugiere el teólogo Torres Queiruga?

Queiruga dice que Dios ha estado “hablándonos” siempre por medio de lo único con que puede comunicarse con nosotros: su creación.[3]. Dios no ha “conversado” nunca con ningún ser humano, como plantea Máximo García. La expresión “Dios dijo a Moisés, a Elías…”, entra en la categoría de simple estilo literario en un contexto religioso y teológico, además de retrospectivo e interpretativo. Es decir, el concepto de “palabra de Dios” referido a la Escritura se circunscribe primero a una tradición oral, de aquel “caer en la cuenta” de los autores de que Dios les había estado “hablando” a través de los sucesos históricos, que fueron finalmente puestos por escrito no sin una interpretación de los mismos con las limitaciones y los condicionamientos que impone la cultura de la época. Por ello, el literalismo bíblico es una perversión de la “Escritura” misma.

¿Un Dios ausente?

En otro orden de cosas, en el espacio de tiempo de solo unos pocos minutos de cualquier día del año, en el mundo, se está produciendo explotación, abuso y violación de niños y niñas indefensos; naufragios, terremotos y huracanes, que provocan la pérdida de miles de vidas humanas; enfrentamientos bélicos con millones de personas desplazadas; atentados, robos con violencia y muerte, etc. Es obvio que unos males tienen su origen en la maldad humana, pero otros obedecen a causas naturales. Desde el punto de vista de un Dios intervencionista, esta objetiva realidad nos muestra a un Dios que o bien está voluntariamente ausente o no puede hacer nada para evitar tales desgracias. La cuestión es que tanto si el origen del mal es humano como si es natural, la pregunta no puede ser contestada de manera simplista con un “Dios tiene un plan que nosotros no conocemos”. Un “plan” que comienza con sufrimiento, dolor y muerte no puede proceder de un Dios bondadoso y justo. No se corresponde con el Dios creador de Génesis, cuya obra ejecutada termina con un “vio Dios que era bueno”. Un amigo me compartía hace poco este aforismo: “La cuestión no es si existe Dios o no existe, sino a qué llamamos Dios”. Exacto: tanto filosófica como teológicamente, esta es la cuestión: ¿a qué llamamos Dios? Porque gastamos muchísima energía razonando lo irracional de la presencia y/o la ausencia de “eso” que llamamos Dios.

¿Un Dios que nos necesita?

Por otro lado, desde un punto de vista histórico, podemos considerar un antes y un después de los descubrimientos de la ciencia en general y de la ciencia médica en particular. Por ejemplo, hasta que se descubrieron las vacunas o los fármacos que curaban ciertas enfermedades, las personas, especialmente los niños, morían por miles a causa de tales enfermedades. Una vez que estos remedios ya están a nuestro alcance, las personas se curan y se salvan de una muerte cierta. Sobre todo por la especialización e individualización de los fármacos, la sofisticación de las tecnologías y la formación de los especialistas. Es decir, Dios empezó a responder a nuestras oraciones para curar estas enfermedades, que eran letales, cuando la ciencia descubrió las vacunas y los fármacos que las erradicaban. Por eso, los niños del tercer mundo, en tanto que no les llegan estos recursos farmacéuticos y humanos, siguen muriendo hoy. Desde esta objetiva y tozuda realidad parece que es Dios quien nos necesita a nosotros y nos pide que hagamos con diligencia aquello que él obviamente no va a poder hacer. No es su misión hacerlo.

A pesar de esta objetiva realidad, desde la piedad religiosa se sigue remitiendo a la “intervención” de Dios en cualquier aspecto de la vida no importa su nimiedad. En los casos de gravedad, cualquiera que sea su naturaleza, se remite a la confianza en Dios porque se cree que todo está en sus poderosas manos. Si todo sale bien (porque está en las manos de la ciencia y del especialista que lo atiende), se lo atribuimos a Dios y obviamos la eficiencia de los especialistas y los recursos de la ciencia. Si sale mal, porque la ciencia y los especialistas aun no están a la altura de tanto éxito –y parece ser que en la voluntad de Dios no estaba tampoco una resolución feliz del problema– entonces se echa mano de la consabida recurrencia: “no estaría en los planes de Dios”. Y el terapeuta religioso se queda tan fresco… y el doliente, frustrado y perplejo. Con esta crítica no estamos subestimando la oración de petición a Dios, solo sugerimos que quizás debamos reenfocar dicha oración y modificar la imagen que tenemos de Dios. La eficacia de la oración viene por un camino muy diferente y con un resultado distinto al solicitado. En principio, la oración nos acerca a Dios, nos influye confianza y serenidad ante cualquiera que sea la realidad final. La oración es una fuente de poder moral y espiritual tanto para el que ora como para quien por medio de la oración intercedemos. Pero la “intervención” de Dios no radica en que hará aquello que le pedimos, sino en que estará a nuestro lado para facultarnos en la superación de la contingencia a la que nos enfrenta la vida, cualquiera que esta sea. Dios no está ausente –porque no puede ausentarse de su propia realidad–, él está siempre en y con nosotros… ¡como estuvo con Jesús en la cruz! La tozudez de lo cotidiano nos muestra a un Dios muy diferente del “todopoderoso” que pensamos “en el cielo”. Este dios del cielo es el dios mítico, no el Dios que estuvo con Jesús en la cruz. Por ello, ¿a qué llamamos Dios?

¿Un problema hermenéutico?

Los autores de la Biblia nos muestran una imagen de Dios según la cosmovisión que tenían del mundo y de la realidad. “Desde el punto de vista de la cultura y del contexto, los autores y su público tenían una cosmovisión muy distinta a la nuestra: un trasfondo diferente, conocimientos diferentes, diferentes supuestos sobre la realidad… Consecuentemente, el esfuerzo por comprender ese trasfondo cultural y las perspectivas de los autores… puede ser de gran ayuda, y ha de ser una preocupación importante”.[4] Esta afirmación de Brown referida al Nuevo Testamento es válida para toda la Biblia. Al leer la Biblia (mejor, al estudiarla) no se pueden dejar de lado las Críticas [textual, histórica, de las fuentes, de las formas, de la redacción, narrativa, retórica, social…], porque ellas en su conjunto nos permiten aproximarnos al sentido y al valor del texto y al propósito de su autor, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento”.

En la época de los autores de la Biblia se creía que todas las realidades, tanto cotidianas como trascendentes, estaban influenciadas y dirigidas bien por las fuerzas del cielo o por las fuerzas del inframundo; o sea, por Dios o por el Diablo. No había medias tintas. Las deformidades físicas, la ceguera, la lepra, la locura, etc. eran causadas por espíritus demoniacos, o como consecuencia de algún pecado personal o heredado que se retrotraía a generaciones pasadas (Éxodo 20:5). De ahí que la mayoría de los milagros de Jesús tengan que ver con la liberación de dichos demonios, a quienes atribuían la causa de las enfermedades que la gente sufría. (Mat. 8:28 sig.; 9:32; 10:8; 17:14 sig.; etc.).

Pero hoy conocemos las causas y el origen de las enfermedades y los defectos congénitos. No hay demonios que las causen ni pecados que las originen. Tampoco son castigos de Dios. Obviamente sabemos que algunas patologías pueden tener un origen psicológico (el ser humano es una unidad, cuerpo/mente); pero todo se circunscribe a la naturaleza misma de las cosas.

¿Hacia un Dios no placebo?

Hacer el camino de la vida indagando acerca de este Dios, sin atribuirle la autoría de ninguna clase de mal, pero entendiendo que no es su misión estar interviniendo puntualmente ante los males, sean cuales sean, nos hace madurar y ser creyentes adultos. Esta madurez nos permite comenzar y terminar el camino buscando la solución a los problemas de la vida por nosotros mismos, en la compañía de quienes hacen la misma senda, en un diálogo de búsqueda, de compresión del otro, de compasión y empatía, reconociéndonos compañeros del mismo y único destino porque uno y único es Dios, lo que quiera que ello sea. Lo demás, todo lo demás, que proferimos desde nuestros púlpitos, es autocomplacencia para complacer al público que nos escucha. Porque, ¿con qué autoridad podemos nosotros prometer que Dios va a sanar cualquier enfermedad, resolver cualquier problema, solucionar cualquier vicisitud de la vida de alguien, a menos que nosotros y los interpelados nos pongamos manos a la obra? Esa prédica de autocomplacencia para complacer no tiene nada que ver con ninguna clase de “edificación”. A menos que entendamos por “edificar” mantener al público en la ignorancia y el aborregamiento, manteniendo su fe a base de placebos espirituales.

Lo que nos ocurre diariamente, tanto si es malo como si es bueno, ocurre sin que intervenga Dios. Ocurrirá de todas formas. Si estamos expuestos a contagios por virus enfermaremos sin que Dios lo evite. Las “bendiciones” que recibamos dependerán de en qué lugar del planeta nazcamos o vivamos, sin que Dios tenga nada que ver. Entender y asumir esta tozudez de la realidad es un paso hacia la reconciliación con el Dios siempre presente pero no intervencionista. Obviamente, un Dios que no interviene origina muchas preguntas relacionadas con la fe. Pero no son menos las interrogantes que levantan un Dios intervencionista. En cualquier caso, la soberanía de Dios debe ser cualquier cosa excepto aquello que le convierte en un monstruo.

¿Un Dios en y con nosotros?

La respuesta más aséptica y coherente con la aparente inacción de Dios ante los males, tanto los originados por el ser humano como los causados por la naturaleza, es el silencio. Nuestro silencio. Por ello necesitamos preguntarnos “a qué llamamos Dios”. Estas consideraciones que estamos planteando aquí no son argumentos de “incrédulos” o “escépticos”, son también reflexiones de “creyentes”. Es desde la fe que planteamos estas reflexiones. Reflexiones legítimas, lógicas, pertinentes, razonables y necesarias. Se trata de ahondar en la imagen de Dios que tenían los autores de la Biblia según la cosmovisión del mundo y de la realidad desde la que escribieron y hablaron de Dios.

La tozuda cotidianidad nos invita a considerar un cambio de la imagen que tenemos de Dios, y verle a la luz de la debilidad de la cruz y de la persona de Jesús, que aceptó su amarga realidad con un “Hágase tu voluntad”. El Dios que se revela en la persona de Jesús de Nazaret es un Dios débil con los débiles, necesitado con los necesitados, muerto en la cruz con los crucificados… Pero, a la vez, en Jesús percibimos al Dios que nos interpela ante las injusticias de este mundo, que necesita de nuestra acción, que nos ruega que actuemos porque él no va a actuar. Jesús fue el testigo fiel que Dios necesitaba para anunciar el Reino. Hoy sigue necesitando el testimonio de fieles seguidores de Jesús.

Emilio Lospitao

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Notas:
[1] Máximo García, “Los sueños, ¿canal de revelación?”- Lupa Protestante.
[2] Andrés Torres Queiruga, “Repensar la resurrección”, Trotta 2003.
[3] O. cit.
[4] Raymon E. Brown, “Introducción al Nuevo Testamento”.Vol. I. Trotta. 2002.

Autor: elospitao

Inquietud intelectual desde niño