¿Semper reformanda?


Cuando la obra “Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo”, de Galileo Galilei, fue publicada en Florencia, Italia (1632), generó una fuerte polémica por cuestionar el milenario geocentrismo ptolemaico, que afirmaba la revolución del Sol en torno a la Tierra y la quietud de esta. El geocentrismo era el paradigma cosmológico que sostenía la Ciencia, la Filosofía y la Teología de la época desde los tiempos de Aristóteles. La teoría que defendía Galileo no era suya, ya la había anunciado el polaco Nicolás Copérnico, pero este no la publicó en vida por miedo a las represalias de la Iglesia. Salvo estos dos insignes científicos (y algunos otros que apoyaban sus tesis), la gran mayoría se hacía cruces con solo oír que la Tierra se movía alrededor del Sol. El sector más sorprendido ¡y ofendido! fue el religioso: la Iglesia, que condenó a Galileo a reclusión domiciliaria de por vida por enseñar tal disparate. Ni la Ciencia, ni la Filosofía, ni la Teología, mucho menos el vulgo, estaban preparados para aceptar un nuevo paradigma de tal envergadura, sobre todo porque, además, contravenía a la misma Escritura.

Desde la antigüedad, la lectura y la interpretación de la Biblia se hacía desde la estricta literalidad conjugándola, esporádicamente, con la interpretación alegórica. El concepto de “inspiración” atribuido a la Escritura procede de la descripción y la definición que había expuesto Filón de Alejandría, filósofo judío (15 a.C.- 45 d.C), desde el pensamiento de la escuela griega.(*) Según la definición de Filón, el hagiógrafo venía a ser un simple instrumento pasivo de la irresistible acción de Dios. Luego Dios era el único autor de la Escritura. De ahí su “inerrancia”. Pero entre el Concilio Vaticano I (1869) y el Concilio Vaticano II (1962) se produjo un cambio significativo al respecto, sobre todo por la presión que estaba ejerciendo la Ilustración. La conclusión del Vaticano II (Dei Verbum) dejó un resquicio a la doble paternidad de la Escritura: divina y humana, y que ésta no fue ajena a la influencia del paradigma cultural de los autores. No obstante, unos fieles cristianos estadounidenses quisieron fijar la plena inspiración (e inerrancia) de la Escritura. Auspiciaron la publicación, en varios volúmenes, de los Fundamentos que había que defender para salvar dicha inerrancia (de estos Fundamentos se deriva el término “fundamentalista”). Y ahí estamos.

Mirando hacia atrás en el tiempo, parece que vivimos inmersos en una “catarsis” que no encuentra fondo. Antes de haber resuelto viejas controversias, nos encontramos con otras nuevas. La controversia geocentrismo versus heliocentrismo parece estar superada (excepto para unos cuantos), y lo hemos superado sin arrancar hojas de la Biblia, simplemente hemos llegado a la conclusión de que, al menos ciertos textos, no se pueden interpretar de manera literal precisamente porque el contexto que lo valida es obsoleto. Pero llegar a esta conclusión no fue fácil. Costó muchos anatemas y no pocas excomuniones. Actualmente andamos digiriendo la controversia creacionismo versus evolucionismo, un nuevo enfrentamiento entre la ciencia y la fe. Un enfrentamiento absurdo toda vez que sus metodologías epistemológicas son de diferentes naturalezas. La verdad (lo que entendamos por esto) llegará un día u otro, como llegó la verdad cosmológica, admitiendo que era la Tierra la que se movía alrededor del Sol y no al contrario, a pesar de los enunciados bíblicos al respecto.

Pasadas las celebraciones del V Centenario de la Reforma (por lo que significó que un monje se enfrentara al poder más grande de la Europa de su época: el papado), se supone que es un momento adecuado para revisar el camino andado y, sobre todo, lo que ha ocurrido durante esos cinco siglos especialmente en el campo de la sociología, la política y, sobre todo, en la teología y la ciencia. Una vez más, como Lutero en su día, de entre sus filas han surgido teólogos y exégetas que van por delante de los actuales herederos de la Reforma en la exégesis y en las ciencias bíblicas. En estos dos campos específicamente lo que podemos hacer (como lo están haciendo ya algunos biblistas protestantes) es acompañarlos en el camino. Esto quiere decir que el mundo evangélico/protestante debería profundizar en lo que la Reforma en sí significó, y más que levantar altares a aquellos Reformadores, lo sensato es seguir el camino que ellos iniciaron. Si no damos este paso de revisión crítica, no habremos entendido nada lo que significó la publicación de las 95 tesis del Reformador, y las habremos simplemente anquilosados. O sea, seguir el eslogan barthiano: Ecclesia reformata semper reformanda est.

Emilio Lospitao

(*) Paul, André. La inspiración y el canon de las Escrituras, (Historia y teología). Curso Bíblico nº 49. Verbo Divino.