Empirismo y creencias


Nos guste o no nos guste la única realidad que vivimos, sentimos y vemos es la realidad física. Esto no significa que estemos negando alguna otra realidad, que la hay, o, al menos, la intuimos. Esto ha sido así desde los tiempos del homo sapiens. Por ello, durante el tránsito de los mitos a la filosofía griega (primeros pasos de la ciencia), los filósofos se dividieron entre monistas y dualistas. Los primeros se atuvieron a la naturaleza observable y verificable (la materia); la lista de sus postulantes es larga, desde Tales de Mileto en la antigüedad hasta Karl Marx en la edad moderna. Los segundos percibieron que había algo más, transcendente, divino o casi divino; también es larga la lista, con Platón a la cabeza (con sus dos mundos) que prácticamente conforma la esencia de todas las religiones y parte de la filosofía. Este forcejeo dialéctico, si se puede llamar así, viene durando desde entonces.

La cuestión esencial es que la filosofía – tanto la monista como la dualista– dio un paso irreversible hacia adelante y nos trajo lo que hoy llamamos “ciencia moderna” o experimental. Pero hasta el siglo XVI, con el cambio de paradigma que supuso el paso del geocentrismo aristotélico/ptolemaico al heliocentrismo copernicano, y especialmente hasta el siglo XVII, la ciencia propiamente dicha tuvo que superar su noche oscura. La luz vino progresivamente descubrimiento tras descubrimiento en todos los campos del saber humano.

EMPIRISMO

Todo lo que hoy sabemos del mundo físico se lo debemos a la ciencia experimental. Es cierto que en muchos aspectos esto que sabemos es “provisional” todavía, como no podía ser de otra manera, pero lo que sabemos es “científico”, es decir, verificable. Si no fuera verificable no sería “científico”. Esta es la diferencia entre lo “físico” y lo “metafísico” (lo que está más allá de lo físico). La ciencia se encarga de enunciar lo que puede investigar desde su método epistemológico. Lo que está fuera de su epistemología pertenece a la metafísica, de lo cual se encarga bien la filosofía o la teología. Pero son campos ontológicos diferentes. Por eso la ciencia no puede afirmar ni negar nada que pertenezca al ámbito metafísico, que es el que corresponde a la fe y a la religión, es decir, a las “creencias”. Si esto no se tiene claro, toda discusión se convertirá en un diálogo de besugos. Muchas controversias, incluso entre teólogos y científicos, tienen su raíz en este galimatías.

En la raíz de este galimatías se encuentra el “concordismo” bíblico/científico. Es decir, el intento de buscar una concordancia entre lo que ha afirmado la ciencia y lo que dice la Biblia. Hay quienes fuerzan a la Biblia para hacer que diga lo que ella no pretende decir. La ciencia de verdad –cuya epistemología se ciñe a lo físico y falsable– no puede afirmar ni negar lo que de metafísico tiene la Biblia (la creación en sí mismo, su fin, la trascendencia del ser humano, la moral, el bien, el mal, etc.). Por su lado, la Biblia no puede decir –no pretende decir– el “cómo” de las cosas: cómo se originó el mundo, cómo se originó la vida, cómo ha sido el desarrollo y la evolución de la vida en su amplia manifestación en nuestro planeta, etc. La Biblia no es un libro de ciencia. No tiene ninguna información científica porque ese no era el propósito ni las posibilidades de sus autores. Sí es el cometido y el propósito de la ciencia ofrecernos esa información. Decir que la Biblia ya nos ofrece dicha información es forzarla a decir lo que no dice y descontextualizar sus enunciados. Esto lo verificamos cuando la Biblia habla directa o indirectamente en asuntos cosmológicos, que emite conceptos erróneos de la época de sus autores.

Evolucionismo vs creacionismo

Desde hace décadas existe una cruzada en los Estados Unidos de Norteamérica sobre “creacionismo versus evolucionismo”. Los extremos ideológicos se tocan. Esto ocurre con estos dos “ismos”. Por un lado está el movimiento cristiano creacionista denominado de la Tierra Joven, que cree –siguiendo literalmente el libro del Génesis– que Dios creó el mundo hace seis mil años en seis días de 24 horas, y que las especies del reino animal que hoy contemplamos son exactamente las que Dios creó al principio (a esto se le llama “fijismo”). Por el otro lado está el movimiento evolucionista materialista que, apoyándose en dicha teoría, no solo afirma que todo vino a ser por un proceso evolutivo, sino que niega que exista algún Dios. Una cruzada estéril en la que ninguno de los dos bandos caen en la cuenta de que Ciencia y Religión parten de metodologías distintas y contrapuestas de investigación. La Biblia no es un libro de ciencia (valor que le otorgan los creacionistas) y no pretende, por lo tanto, explicar el “cómo” de las cosas. La Ciencia, por su lado, no puede –ni pretende– afirmar ni negar las realidades transcendentes. No es ese su cometido ni su campo de investigación.

Pero no todos los evolucionistas son ateos como muestra el hecho de que muchos científicos son creyentes de cualquier religión; estos piensan que el concepto científico de evolución biológica no se opone a la noción cristiana de creación. Contrario al “fijismo” creacionista, Carlos A. Marmelada, Profesor de Filosofía, y Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de Barcelona, dice que “el concepto biológico de evolución hace referencia al dinamismo real que se da en la historia de la vida y que se expresa a través de un despliegue que se lleva a cabo en el tiempo, siendo la teoría de la evolución la explicación científica de ese hecho”[1]. Con lo que no es compatible la evolución biológica es con el biblicismo literalista de la creación hace seis mil años en seis días de 24 hora, por supuesto.

Fernando Sols, catedrático de Física de la Materia Condensada en la Universidad Complutense, y Doctor en Física en la Universidad Autónoma de Madrid, por su parte, dice que “la evidencia científica a favor de la continuidad histórica y el parentesco genético de las diversas especies biológicas es abrumadora, comparable a la seguridad que tenemos de la validez de la teoría atómica o la esfericidad de la Tierra. Este nivel de confianza se ha alcanzado gracias a la adquisición y comprensión de una gran cantidad de información obtenida a partir del registro fósil y de los avances en genética molecular.”[2] Esto lo dice respecto a la naturaleza en su totalidad. El hombre, en principio, y biológicamente, es una parte más de dicha naturaleza. Cualquier otra cualidad, o realidad, impuesta al ser humano, no le corresponde a la ciencia afirmarlo, sino a la filosofía y, particularmente, a la teología, o sea, a la religión. Esto significa que esa otra cualidad transcendente pertenece a la “creencia”. ¿Hay motivos para creer que esa otra cualidad es real? ¡Sí!

Francis Collins, genetista estadounidense, conocido por haber dirigido el Proyecto Genoma Humano, premiado con el Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica en el 2001, y autor del libro “¿Cómo habla Dios? La evidencia científica de la fe” afirma la evolución teísta o creación evolutiva. La evolución, para estos científicos cristianos, no se opone a la fe ni está en contra de ella. Evolución y Fe son perfectamente compatibles. La evolución de la vida es una realidad confirmada por la ciencia. Es la Teología la que debe revisar sus “creencias” y sus propuestas.

CREENCIAS

Lo que la Biblia dice acerca de los orígenes–aunque más elaborado teológicamente por su puesto– en el fondo es lo mismo que nos venían diciendo los mitos de otras civilizaciones, y respondía a las mismas grandes cuestiones del ser humano y su historia: el origen del mundo, de la vida, del hombre y de la mujer; el porqué del sufrimiento y del mal; de la muerte; del más allá; del castigo o el premio en ese más allá; incluso de un salvador. Las diferencias que existen entre las distintas cosmogonías míticas, incluidas las que ofrece la Biblia, no anula el meollo de la cuestión. Los autores de la Biblia usan el relato mítico como medio literario para apuntar dichas realidades, pero no son descripciones etiológicas históricas de las mismas.

Desde un punto de vista ético, todas las religiones comparten los mismos tópicos y persiguen el mismo fin: el amor hacia los demás, la justicia, el bien común, etc. Por ello, por cuanto todas las religiones comparten esos mismos tópicos, no se puede decir que una en particular tenga el monopolio de la virtud. Es más, el hecho de que todas las religiones compartan esos mismos tópicos con ese mismo fin, es un indicador de que el ser humano alberga en sí mismo una cualidad universal ética, independientemente de sus creencias. A veces, paradójicamente, ocurre que pierden esa cualidad ética precisamente cuando aparece la creencia religiosa, sobre todo suele ocurrir más en las religiones monoteístas al considerar que ellas son, por separado, la única religión verdadera. La historia de las guerras religiosas así parecen confirmarlo. Lo que queremos decir es que para ser ético no es necesaria una creencia religiosa. El ser humano lo es independientemente de si cree o no cree en alguna fe en particular. El movimiento cultural llamado Humanismo, aun cuando surge en un ambiente geográfico e histórico cristiano, lo trasciende aportando a su medio social una ética no necesariamente religiosa.

Creencias e inquisición

Cuando Nicolás Copérnico (1473-1543) lanzó la idea de que no era el Sol el que giraba alrededor de la Tierra, sino esta alrededor del Sol (aunque ya Aristarco de Samos en el siglo III a.C. afirmaba que el Sol era el centro del universo), y después Galileo Galilei (1564-1642) confirmó el sistema heliocéntrico, la Ciencia, la Filosofía y, sobre todo, la Teología se echaron sobre él como buitres carroñeros y no pararon hasta reducirle al silencio de la reclusión domiciliaria (salvó la vida por los pelos). Hoy los escolares de primaria cuando leen este episodio histórico se llevan las manos a la cabeza (vivimos con muchísima más información).

¿Por qué la Ciencia, la Filosofía y la Teología del siglo XVI no pudieron aceptar la revolucionaria idea de un sistema heliocéntrico? Básicamente por dos motivos:

a) La cosmología aceptada desde hacía siglos era deductiva, se basaba en la simple observación; era el Sol el que se veía mover de Este a Oeste; además contaban con el aval de la enseñanza del sabio Aristóteles, que había afirmado el sistema geocéntrico.

b) Por otro lado, la Sagrada Escritura (que se creía –y se cree– una revelación infalible) corroboraba el sistema geocéntrico. Pero tanto la Ciencia como la Filosofía y la Teología hasta el siglo XVI, se basaban en observaciones deductivas del movimiento de los cuerpos celestes en el espacio.

Hoy la ciencia moderna, que comenzó con una metodología inductiva, de la que surgió una manera distinta de estudiar el cosmos, confirma inequívocamente el heliocentrismo de nuestro sistema solar: Copérnico y Galileo tenían razón (incomprensible, ciertamente, en su época). La certeza que se tiene hoy del sistema heliocéntrico está probada (además de por la leyes de Kepler y de Newton), por la exactitud con la que envían naves no tripuladas al resto de planetas de nuestro sistema solar para interceptarlos y estudiarlos. Los especialistas en astrofísica y en astronomía saben perfectamente dónde está cada planeta en un momento dado, y saben cuándo y cómo enviar dichas naves no tripuladas para captarlos siguiendo las coordenadas según el sistema heliocéntrico. Es decir, el geocentrismo se basaba en “creencias” y deducciones. Hoy no “creemos” en el sistema heliocéntrico, lo conocemos por la información científica fiable y falsable.

En este año 2017 el mundo cristiano (evangélico-protestante) celebra el 500 aniversario de la Reforma. El monje agustino Martín Lutero, a la vez que solventaba un problema personal espiritual, “cae en la cuenta” estudiando la carta de Pablo a los Romanos que la venta de indulgencias que practicaba la Iglesia de Roma era contraria a la doctrina bíblica de la “gracia”. Como el monje no se retractaba de la denuncia que había formulado mediante las 95 tesis colgadas públicamente en la puerta de la Iglesia del Palacio de Wittenberg (Alemania) contra la Iglesia de Roma, esta le excomulgó. Así surge el movimiento religioso llamado Reforma Protestante. De este movimiento, con el tiempo, saldrían cientos de denominaciones religiosas cristianas con sus peculiaridades y doctrinas diversas. Pero cuando vamos al fondo de la cuestión “caemos en la cuenta” que todo se centra en “creencias”. No existe absolutamente nada sustanciado en leyes o principios objetivos y evaluables. ¡Solo creencias! Y es que, tratándose de “transcendencias”, no cabe otra opción que las “creencias”. Alguien anotará que eran creencias “bíblicas” contra creencias “no bíblicas”; pero aunque sean “bíblicas”, no dejan de ser “creencias”. Las creencias sobre lo trascendente son subjetivas y privadas, y todas válidas en principio.

Posterior, o paralelamente al movimiento de esta Reforma, y por motivos más políticos que religiosos, se instaura un tribunal religioso llamado “Inquisición”. ¿Su cometido? Juzgar a las personas cuyas “creencias” no se correspondían con las creencias oficiales de la Iglesia de Roma. El veredicto en el peor de los casos terminaba con la pena capital en la hoguera. Este vicio de quemar a los “herejes” no fue un patrimonio de la Iglesia de Roma (aunque le ganaba por mucho), sino también lo practicó el movimiento de la Reforma (ahí tenemos como testimonio a Miguel Servet y a los cientos de anabaptistas víctimas de la intolerancia reformada). Quemar a los “herejes” era el deporte favorito de la época. Las familias al completo acudían a las plazas públicas donde se iban a quemar a los “reos”. ¿Y por qué se quemaban a estos “reos”? Simplemente por cuestiones de “creencias”. Los “herejes” no eran enemigos públicos que atentaban contra la integridad física de las personas, o de su hacienda y su patrimonio, no, simplemente no creían en las doctrinas (“creencias”) de la Iglesia oficial, ya fuera la de Roma o la de la Reforma. ¡Ejecutaban a las personas simplemente por sus “creencias”!

Hoy los “ortodoxos” ya no queman a los “herejes”. La historia es dinámica, los movimientos culturales van y vienen. Y el movimiento que desarrolló la sensibilidad suficiente para no quemar públicamente a los “herejes” fue el Humanismo que condujo al Renacimiento. El Renacimiento fue un movimiento cultural iniciado en el sur de Italia que sacó del ostracismo a los clásicos (los filósofos griegos), a los que el mundo de las “creencias” (cristianas) había sepultado durante el tiempo que duró la Edad Media, mil años. Fue el antropocentrismo (el valor del hombre) humanista lo que hizo caer en la cuenta la barbarie que suponía matar a un ser humano solo por lo que creía o no creía. Pero estos cambios no suceden de un día para otro, a veces ni siquiera de un siglo para otro. En algunos casos –o en todos– los movimientos culturales conviven hasta que el viejo pierde su vigor o desaparece para siempre (¿para siempre?).

En la historia de la filosofía algunos de estos “movimientos culturales” entraron en conflicto sentando cátedra mediante la formulación de “creencias” (escuelas filosóficas). La diferencia entre estas “creencias” filosóficas y las “creencias” religiosas es que rara vez por causa de las primeras se mató a nadie. Discutían, se contradecían, pero la confrontación quedaba en el suelo de la simple dialéctica. Es cierto que a Sócrates le condenaron a muerte por su “filosofía”. Pero en los tiempos del filósofo la religión y los mitos estaban siempre de por medio: le condenaron a muerte porque su “filosofía” estaba robando a la gente “la fe en los dioses”. Hoy ese miedo sigue vigente. Cierta apología cristiana también tiene miedo de que nuevas “filosofías ateas” roben a los cristianos la fe en Dios (de este ateísmo habrá que hablar).

El tren de la historia

El cristianismo de este siglo, si quiere aprovechar el tren que está pasando, debería “caer en la cuenta” de que todas sus premisas metafísicas se fundamentan en (y se reducen a) “creencias”. En el mejor de los casos, creencias nobles, sublimes, pero “creencias” al fin y al cabo, por otro lado revisables. Todo lo metafísico se reduce a “creencias”. Además, desde un punto de vista socio-político, debería “caer en la cuenta” de que lo que importa para el bien de la Humanidad (al margen de la legitimidad de la fe religiosa, cualquiera que esta sea) es lo ÉTICO. Lo ético encuentra su razón de ser en lo inmanente, lo que tiene que ver con la vida de las personas aquí y ahora. Sin esta ética las “creencias” no tienen credibilidad, cualquiera que sean sus propuestas o sus promesas para el “más allá”. El “porque tuve hambre, y me disteis de comer…” de Mateo 25:31-46, que es un aforismo profundamente ético, sigue vigente.

Desde el siglo XVI, en las sociedades occidentales, y al unísono del desarrollo de todas las áreas del saber humano, hemos venido haciendo una catarsis de las creencias. Ya no creemos que el Sol gire alrededor de la Tierra (algunos todavía piensan que sí porque lo dice la Biblia). Ya no creemos que las enfermedades, los rayos, los terremotos, etc. sean un castigo divino (aunque hay quienes todavía lo creen así). Ya no creemos que Dios creó el mundo hace seis mil años en seis días de 24 horas (aunque hay quienes lo defienden ateniéndose a la Biblia). La hermenéutica, gracias a la luz que ofrece la historia, la antropología social, las ciencias en general, nos permite distinguir en los libros sagrados (la Biblia) los distintos géneros literarios, el propósito pedagógico de algunos textos, el trasfondo mítico de otros, etc. Solo tenemos que abrir los ojos y “caer en la cuenta”.

Emilio Lospitao

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[1] Carlos A. Marmelada, 60 preguntas sobre ciencia y fe: Respondidas por 26 profesores de Universidad – Ed. Stella Maris.
[2] Fernando Sols, obra citada.

Reflexión en carne viva, o caer en la cuenta


En la madrugada del 25 de enero de 1989, después de tres años de padecer un cáncer, y sufrir varias crisis hospitalarias (amén de pruebas y sesiones de quimioterapia), fallecía una mujer joven en el hospital de La Princesa de Madrid. Dejaba seis hijos de entre 8 y 16 años de edad. Nadie –o como el que más– había orado nunca tan sincera y angustiosamente a Dios por aquella mujer. Aquel 25 de enero fue el comienzo de una honesta y larga reflexión acerca de ese Dios a quien había estado orando. No había en mí un ápice de resentimiento, de rencor o alguna otra clase de sentimiento negativo hacia él. Simplemente, si acaso, perplejidad. ¿Pero por qué –pensaba durante aquella larga reflexión– tenía Dios que revertir el proceso cancerígeno de las células del cuerpo precisamente de aquella mujer, cuando tantas otras mujeres, con hijos o sin ellos, necesitarían de su intervención, en peores circunstancias que las suyas quizás?

Hoy, cuando tantas tragedias vemos que ocurren en el mundo, cerca de nosotros algunas, haber cambiado la imagen de aquel Dios, y haberte reconciliado con él, es una auténtica sanación mental, intelectual y espiritual. La imagen de un dios intervencionista origina muchos e insalvables problemas e incoherencias (de los que habrá que hablar). Pero el mundo religioso no quiere pensar en dichos problemas e incoherencias, prefiere vivir en una constante, agradable y opiácea inopia. Ya sé que la imagen de un Dios intervencionista es bíblica. Es más, en la Biblia no hay lugar para otra imagen de Dios que no sea esa. Quizás la cuestión radique en una reflexión seria acerca de la naturaleza de la Biblia misma. En casos parecidos, yo mismo había pontificado que Dios tendría algún plan desconocido para nosotros e incomprensible para nuestra razón. ¿Un plan –me preguntaba durante esa larga reflexión– que comienza dejando a seis niños sin madre cuando más la necesitan?… ¡Con las secuelas que dejan…! Pensar en esa teoría hoy me parece un juego macabro por parte de Dios. No, no creo que haya ningún plan. Debe ser algo más sencillo que todo eso.

Durante el Encuentro de las Iglesias de Cristo del Movimiento de Restauración en Cangas de Onís (Asturias–España) en el año 2015, me reencontré con una hermana en la fe con la que llevábamos muchos años sin vernos. Según mi impresión ella guardaba gratos recuerdos de mi persona como predicador (Sería mi época dorada de arengas y sermones alentadores). En algún momento de nuestra conversación le dije que había dejado de ofrecer “devocionales… porque los devocionales infantilizaba a la iglesia”. Cambió su rostro. La había decepcionado. Esta afirmación la he repetido otras veces convencido de que es así. Los devocionales (solos y continuados) atontecen e infantilizan a la grey. Además, esta necesita cada semana la “dosis” de “espiritualidad” que se espera del predicador de turno. El otro extremo, “hacer pensar” todas las semanas, puede agobiar e incluso alejar del redil. ¡Menudo problema! No es que haya abandonado el “devocional” de manera absoluta, no, en alguna ocasión no habrá más remedio que echar mano de él, sobre todo en los momentos más cruciales de una persona: ¡cuando pierde a un ser querido! Hablar de la esperanza es compatible con cualquier exposición que suponga afrontar la realidad… la realidad que no queremos afrontar.

Cambiar la imagen que tenemos de Dios –precisamente porque es “bíblica”– es un paso muy difícil de dar. No se cambia del domingo al lunes siguiente. Quizás ni siquiera de un año para otro. Son muchas las conexiones neuronales y emocionales las que hay que desenredar una y otra vez… e ir conexionándolas de nuevo. ¿Pero no fue eso precisamente lo que hizo el apóstol Pedro cuando decidió entrar en la casa de un centurión romano, y comer con él? El Apóstol tuvo que romper con toda su ancestral cosmovisión teológica, que operaba como prejuicio respecto a la relación con los no-judíos. Por no hablar de la experiencia de Saulo de Tarso en el camino a Damasco: Saulo (Pablo), en un instante, pasó de ser perseguidor de una idea (la fe en Jesús) a divulgador de ella. Ambos dieron un paso contracorriente en sus vidas. Dejaron una teología profundamente arraigada e interiorizada desde su infancia, para dar un giro copernicano de 180 grados. Estos ejemplos son válidos aunque dichos relatos requieran matices exegéticos e históricos. Pues bien, una vez dado ese paso, de revisar las creencias, ya es irreversible. Nunca podré volver a esa imagen intervencionista, arbitraria, destructiva a veces, de aquel dios.

El Dios auténtico, el verdadero, lo que quiera que ello sea, debe ser otra cosa. La imagen más aproximada de ese Dios debe ser aquella que nos muestra el Jesús de los Evangelios –independientemente de la teologización de sus relatos–. Ya sé que sigue siendo solo una imagen, pero debe ser la real, la que se acerca más al Dios que crea –y sigue creando– por amor. Un Dios que “sigue creando” por amor, está siempre procurando lo bueno y el bien para todas sus criaturas, sin acepción de personas, vivan donde vivan y sea cual sea su credo (los credos son solo creencias parciales del todo). Por lo tanto, este Dios no manda ninguna clase de mal contra nadie ni contra nada, ni siquiera lo permite (que sería igual de cómplice), sino que lo sufre con nosotros. Orar a este Dios, pues, no puede ser hacerle “caer en la cuenta” de que le necesitamos, de que debe intervenir por lo que le pedimos (por supuesto tenemos el derecho y la necesidad de hacerlo, y lo hacemos –ahí están los Salmos); orar a Dios debe ser tomar conciencia de que él ya está haciendo lo que es bueno en pro de su creación, entre la que nos encontramos nosotros y él mismo. Pero el Mal existe, es una realidad. Dios –como alguien ha definido– es el anti-Mal, pero la realidad de cada día nos muestra que no es su vocación intervenir puntualmente, si lo hiciera sería un Dios arbitrario que hace acepción de personas (un dios tapagujeros).

El Dios de Jesús es aquel que ensalza a quienes “dan de comer al hambriento y visten al desnudo” (Mateo 25:31-46) porque él mismo no puede hacerlo. Obviamente, esta es una imagen de Dios distinta de la tradicional, de la que oímos cada domingo en los sermones, pero es la imagen que se corresponde con la realidad que percibimos en el día a día. Solo hay que abrir los ojos y “caer en la cuenta”.

Aquella mujer que exhaló su último aliento en el Hospital de la Princesa de Madrid el 25 de enero de 1989, solo fue una de las decenas, cientos, miles de mujeres jóvenes que apagaron la llama de su vida en aquel mismo día en el mundo por las mismas causas. Dios lo sabía, pero no hizo nada para evitarlo en ninguno de los casos. No hizo nada porque esa no es su misión. Sí es nuestra misión “caer en la cuenta” de esa realidad.

Emilio Lospitao

Biblia y revelación


El teólogo católico Andrés Torres Queiruga dice que “la revelación es real no porque Dios tenga que `entrar en el mundo´, irrumpiendo en sus mecanismos, físicos o psicológicos, para hacer sentir una voz milagrosa; es real porque él está ya siempre `hablando´ en el gesto activo e infinitamente expresivo de su presencia creadora y salvadora. El hecho mismo de la creación es ya su revelación fundamental; y la creación misma, en su modo de ser, en sus dinamismos y en sus metas y aspiraciones, va desvelando en el tiempo y en la historia tanto el proyecto de Dios sobre ella como lo que en cada momento está tratando de realizar. En definitiva, la revelación consiste en `caer en la cuenta´ del Dios que como origen fundante y amor comunicativo está `ya dentro´, habitando la creación y manifestándose en ella. Lo hace ver sobre todo en el ser humano, tratando de que descubramos su presencia, rompiendo nuestra ceguera y venciendo nuestras resistencias” (Repensar la resurrección, Trotta 2003).

Este “caer en la cuenta” de que Dios ya estaba desde siempre “revelándose” a través de su creación, especialmente en el ser humano, es el mismo “caer en la cuenta» de que los libros sagrados (la Biblia para los cristianos) son trazos borrosos que los hombres han esbozado de la revelación percibida. De ahí las imágenes desfiguradas de Dios en dicha “revelación” (libros sagrados).

Jesús de Nazaret, con su actitud, su ejemplo y sus enseñanzas, es un referente nítido –la “piedra rosetta”– que nos permite “caer en la cuenta” no solo de lo que es esencial y fundamental, sino, sobre todo, del carácter inequívoco del Dios siempre “revelándose”. La interpretación literalista de los textos religiosos, creando y dando forma a las “ortodoxias”, no es un patrimonio del fundamentalismo contemporáneo, sino una corriente de pensamiento que se retrotrae a los orígenes de la cultura escrita. Lo escrito adquiere en el tiempo una autoridad inquebrantable, porque es el eje de la tradición que, a falta de originalidad, se convierte en verdad absoluta. En los Evangelios vemos a Jesús luchando contra esta forma de pensamiento fijada en la tradición –¡incluso en la escrita, la Escritura!– que había desvirtuado el carácter de Dios. De ahí que Jesús estuviera empeñado en que las gentes “cayeran en la cuenta” de que la imagen que tenían de Dios era errónea a pesar de que, a veces, provenía de la evocación de unos textos sagrados. Y este empeño fue una constante durante su ministerio. Unas veces mediante la enseñanza directa, “fue dicho…, pero yo os digo” (Mateo 5); otras reprendiendo a los discípulos cuando estos evocaron el “fuego del cielo” como había hecho el profeta Elías (2Reyes 1:1-15), en su caso para destruir a los samaritanos; y otras, guardando silencio primero e interpelando después a sus interlocutores para no ejecutar un mandato “divino” según lo escrito en la Ley de Moisés (Lev. 20:10). En el primer caso, Jesús idealiza el espíritu de la letra; en el segundo, zanja el tema con un “no sabéis de qué espíritu sois” (Lc. 9:54-55); en el tercero, con un “ni yo te condeno” (Juan 8:11). En todos los casos Jesús se distancia de la imagen de Dios que evocaban los textos sagrados veterotestamentarios. Para los interpretes literalistas y las mentes legalistas, de cualquier época o lugar, la actitud de Jesús de Nazaret es difícil de entender y duro de aceptar, porque les rompe los esquemas aprendidos, pero, sobre todo, porque cuestiona la seguridad que ofrece un “así dice la Biblia”.

El Jesús de los Evangelios –a pesar de la teologización de los relatos– es un referente nítido para “caer en la cuenta” de cuál es el verdadero carácter de Dios. Pero, no obstante de ser Jesús de Nazaret nuestro referente, “no hemos de olvidar que, como hombre histórico, estaba sujeto a las limitaciones humanas y temporales” (Claude Geffré). Geffré, teólogo dominicano-francés, dice que hay que distinguir “entre la revelación como acontecimiento y la revelación como mensaje. Como acontecimiento sucedido en Jesús es insuperable, irrebasable; como mensaje transmitido a través de Jesús y sus seguidores es limitada y no puede pretender agotar la plenitud de verdad que está en Dios. Dicho de otro modo: la verdad de Dios se nos comunica, incluso en Jesús, de forma limitada, finita, dado el vehículo humano”[1]. Como dice Goyret, “La Biblia es un canal humano que puede (y no siempre logra) comunicar un mensaje divino. Para el que está dispuesto a recibir ese mensaje, y se pone los “lentes” de la compasión y de la solidaridad (es decir, lee desde y con el amor de Jesucristo), el mensaje divino está ahí, a través de la palabra bíblica y, muchas veces, a pesar de la Biblia misma”. (Leonardo Goyret – en Facebook).

Caer en la cuenta, por su propia naturaleza cognitiva y psicológica, es una experiencia vital, un mirar lo mismo con otros ojos, una perspectiva nueva e inusitada hasta ese momento, es un descubrimiento… Un caso paradójico de esta realidad la encontramos en el relato de la conversión del centurión Cornelio (Hechos 10). Lo paradójico no radica en la conversión en sí del romano, sino en la “conversión” (“caer en la cuenta”) del apóstol Pedro y de los líderes de la iglesia en Jerusalén. Hasta aquella dramática experiencia de Pedro en Hope, al apóstol no le había pasado por la cabeza acercarse a una persona gentil para anunciarle el evangelio [“Vosotros sabéis cuán abominable es para un varón judío juntarse o acercarse a un extranjero; pero a mí me ha mostrado Dios [en esta experiencia] que a ningún hombre llame común o inmundo” – v. 28]. Esta misma paradoja se da de rebote en los líderes cristianos radicados en Jerusalén que, cuando llegan a conocer la experiencia de Pedro, exclaman: “¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!” (Hechos 11:18). Omitimos otras implicaciones muy serias de este relato de Hechos 10, que comentaremos en otra ocasión.

En todos los casos que venimos citando (los discípulos de Jesús, los fariseos o los escribas, los líderes cristianos de Jerusalén, el mismo Pedro…) incide un múltiple común denominador: la cosmovisión teológica desde la que pensaban, el concepto que tenían de la Escritura y la imagen que albergaban de Dios. Jesús se opuso a este denominador común que se hacía visible en la praxis cotidiana de las gentes. Se propuso que cambiaran de mentalidad, de visión de la realidad… El relato de Hechos 10 es un subproducto de la reflexión teológica que la comunidad fue desarrollando. Así que, “caer en la cuenta”, implica una reflexión profunda, un hacer diferente, una actitud distinta, ya sea por activa o por pasiva, ya sea moral, material, intelectual o filosófica.

O sea, una cosa es la Biblia (conjunto de libros religiosos), y otra distinta es la revelación hallada en ella. Esta distinción viene de “caer en la cuenta”.

Emilio Lospitao

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[1] Citado por José María Mardones en “Matar a nuestros dioses”.

La familia que viene


Los sistemas políticos, antes de alcanzar el modelo democrático en el que vivimos la mayoría de los países occidentales, tuvieron que sufrir cambios estructurales importantes a lo largo de su historia. Ello supuso mucho dolor, no solo por el cambio de organización social que conllevaba, sino por las luchas fratricidas que originaba en muchos casos. Lo mismo ocurrió con los modelos de familia anexionados a los sistemas políticos y a la organización social que los legitimaba.

El modelo de familia que encontramos en la Biblia hebrea, por ejemplo, es patriarcal, cuya figura dominante era el varón en su papel de marido, padre y amo (la institución de la esclavitud estaba inserta en aquel modelo social). Además, era patrilocal y poligínica; es decir, patrilocal porque la herencia y los títulos se transmitían por vía paterna (el varón), y poligínica porque el varón –y solo este– podía tener varias mujeres en calidad de esposas y/o concubinas. El ejemplo más conocido en la Biblia hebrea es la familia de Jacob, fundante del pueblo de Israel. Jacob compartió lecho con cuatro mujeres coetáneas: Raquel y Lea, hermanas entre sí (y primas de primer grado de Jacob), y las esclavas respectivas de estas: Bilha y Zilpa. El patriarca tuvo 12 hijos varones y una hija con tales mujeres (Gén. 29-30).

La familia llamada “nuclear” (padre, madre e hijos) que emergió principalmente durante la era industrial, procede de la familia “extensa” (padre, madre, hijos, tíos, primos, parientes), y esta de otra más extensa todavía, formada además por los esclavos, que dependían del paterfamilias (Familia, del latín, «grupo de siervos y esclavos patrimonio del jefe de la gens»). Es decir, históricamente, el concepto de “familia” es muy abierto.

Desde hace muy pocas décadas, en Occidente ha emergido un tipo de familia plural, entre ellos, el monoparental: hombres divorciados y mujeres divorciadas con hijos a su cargo pero sin pareja; o bien hombres y mujeres solteros con hijos adoptados (o propios en el caso de las mujeres). Por otro lado, no son pocas las familias que están compuestas por hermanos o hermanas solteros que conviven juntos; o grupos de mujeres y hombres que deciden vivir en “familia” compartiendo el mismo espacio (normalmente jubilados). Recientemente se han añadido a esta pluralidad de tipos de familia las personas del colectivo LGTB con el mismo proyecto de vida que cualquiera de los otros modelos de familia.

Pues bien, ninguno de estos diferentes modelos de familia atentan contra la familia nuclear tradicional. Ninguno. Pueden convivir perfectamente. Lo único que necesitan los modelos de familia no tradicionales son leyes que los reconozcan, los respeten y los protejan en las mismas condiciones que a la familia nuclear tradicional, para que puedan disfrutar de los mismos derechos y obligaciones legales que esta.

Los catastrofistas que se oponen a esta pluralidad de modelos de familia utilizan su artillería pesada con informaciones sesgadas, cuando no falsas, para crear miedo y, sobre todo, fanatismo entre sus fieles. Pero ninguna cerrazón va a impedir esta evolución social y familiar que se está generalizando cada vez más en todos los países occidentales.

Desde el siglo XVI, especialmente con el movimiento cultural de la Ilustración y los cambios políticos y sociales surgidos a tenor de dicho movimiento, el cristianismo en general, pero el fundamentalista en particular, se sintió agredido, y se revolvió tenazmente contra todo lo que consideraba un peligro para la fe que predicaba. En general, con el tiempo, el cristianismo progresista ha venido a reconocer que cometió un error porque no existía tal peligro, y, a posteriori, ha entendido que perdió el tren de la Historia.

¿Qué pensarán los catastrofistas bíblicos de turno, que se oponen a estos nuevos modelos de familia, si en vez de evolucionar hacia delante, evolucionáramos hacia atrás, volviendo otra vez al modelo y al sistema social patriarcal, es decir, al modelo de la familia de Jacob?

¿No deberíamos “caer en la cuenta” de que la Biblia no pretende fijar un modelo de familia ni siquiera acudiendo al Génesis? Otra cosa es la sucesión de la especie, pero eso es mera biología.

Emilio Lospitao